lunes, 24 de febrero de 2014

"Nadie duerme esta noche, nueve historias de horror", libro de Ulises Paniagua, completo.

Aquí comparto, en su totalidad, mi libro de cuentos de horror, "Nadie duerme esta noche"; esperando sea del agrado de quien gusta de este género.

Disfrútenlo, si se atreven.
(Es recomendable leerlo a solas, por la noche, y con una iluminación difusa)

Atte. Ulises Paniagua
Narrador y poeta.




 


 


Nadie duerme esta noche

Nueve historias de horror

 

 

 Ulises Paniagua
 

 

 
México, 2012

 
 

 

 

 

“He cried in a whisper at some image,

at some vision -he cried out twice, a cry
that was no more than a breath-

"The horror! The horror!"

 

Joseph Conrad

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Preámbulo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Juguete Barroco

 

“Puedo soportarlo todo; 

excepto aquello que no soporto”

(De “El libro de los Nueve Abismos”)

 

 

Anoche el infierno vino a mí, despidiendo un persistente aroma a rosa sangrienta. Exacto. Intenso. Anoche el abismo vulneró mi alma como un barreno hace lo propio con la tierra.  Y marioneta de mis pulsiones, descubrí la deleitosa ansiedad de nuestra existencia. Ahora sé que el infierno tiene ojos. Ojos de un ámbar profundo.

Adormecidas las calles ante la víspera del carnaval, recuerdo apenas el eco apagado de mis pasos sobre el empedrado de calles silentes. Al doblar la esquina, justo a las puertas de la taberna clausurada, hasta mis oídos llegaron voces terribles, lamentos de ancestros apremiantes; trenos milenarios incitándome a acudir a la cita. No experimenté miedo. Era como vivir un sueño de terrores infantiles. Me repudié por aceptar el abandono de una metrópolis pulgosa a una hora poco conveniente.

Sin embargo, la probabilidad de encontrarla, de olfatear su aroma supliciante, de aprisionar la frialdad de sus pechos y su vientre, me impulsaba a orientar el rumbo e ignorar cualquier incomodidad o infortunio.

Ella, La Inmortal, esperaba junto al brocal de la fuente, como lo habíamos convenido tres días antes (cuando tuve el privilegio de conocerla en la reunión  convocada por el Primer Ministro). Deslumbraba su inmenso vestido de seda púrpura, la mascada agitada por la brisa; su cuerpo esbelto; su afilado escote; los hombros felinos expuestos a la sorpresa y al deseo. Me quedé absorto. Ella se desprendió desde una baldosa de la fuente; vino hacia mí, ligera. La rosa navegando aires de sangre eterna. Sin más, me regaló sus ojos profundos, sus labios carnosos. Las cigarras entonaban loas de tiernos compases. La luna parecía abatirse sobre el mundo mientras los negros nubarrones ocultaban la clandestinidad de  nuestro encuentro. Nos entregamos. Fuimos puros. Exploré su piel, delicada, deliciosamente; una piel pálida que habla de nostalgias y promesas destruidas. Me interné  en los secretos de sus pechos ávidos y compactos, mientras  algún lobo aullaba a lo lejos. Mi cuerpo y su cuerpo se sumergieron el uno en el otro, en una noche total, una comunión perfecta: el efecto del vacío absoluto.

Un intenso gemido que se desprendió desde su garganta me hizo despertar de mi letargo; me derrumbé sobre su cuerpo voluptuoso. Los ventanales de los palacios y los querubines que descansan sobre las cornisas guardaron el secreto de nuestro acto necrófilo.

Sin espacio para la sorpresa o el temor, la vi suspenderse en el aire, etérea e irresistible; acercándose hasta mi cuello ansioso. Con parsimonia, se regocijó en mi esencia. Luego habría de clavar, como dictan los cánones, sus largos colmillos. Sólo entonces nos fundimos en un prolongado orgasmo que aniquiló cualquier conocimiento previo del mundo.

Mientras me absorbía en el beso mortífero, alcancé a divisar a contraluz la discreta sombra de aquél vampiro doliente. Taciturno, resignado, observaba la escena tras una gárgola del campanario. Sus bucles negros y salvajes se agitaban con la brisa nocturna, trágica medusa que se hacía anunciar coronando la fachada del edificio que preside la plaza. Nos contempló dubitativo, reservando en sus afligidas pupilas el abismal desconsuelo ante el engaño. Su figura recortada contra el horizonte hacía pensar en el efecto de una mascarada que se representa sin ningún asomo de alegría. Me era imposible hablar. En él éxtasis de la mordedura sólo podía contemplarlo allí, melancólico.

No sé bien en qué momento el vampiro fue devorado por la oscuridad y la amargura. No sé bien en qué momento decidió alejarse del terrible tormento que brindaban nuestros cuerpos desnudos, en plenilunio. Anoche, aquél vampiro triste probó, sin deseos de venganza, el veneno de la infidelidad. Lo vi marchar, desvanecerse entre casonas y edificios como una pavesa que arde en un leño.

Por mi parte, no puedo más que confesar que antes de que amaneciera hice el amor repetidas veces con la hermosa nosferatu de infinita belleza,  bajo los ojos –espectadores silentes- de las horrorosas imágenes de catedral. El helado calor de sus besos y el fuego de sus muslos intensificaron mi deseo. Comprendí entonces que una mordida no siempre es mortal. Pero la añoranza, la imposibilidad de volver a tocar ese cuerpo conculcador, esas ingles guardianas del placer; ése es el destino de los muertos en vida. Esa es la condena a la que se refieren los entendidos.

Se agitan las campanas en catedral semejando un grupo de plañideras llamando a duelo entre metálicos sollozos. Cae la oscuridad  -certero buitre- sobre esta ciudad desesperanzada. Las mujeres y los niños se resguardan tras ventanas clausuradas y puertas herméticas, sabedores de los satánicos engendros que se han adueñado de la urbe una vez que muere el atardecer. Mis pensamientos, en cambio, son ajenos al concepto del peligro. Me pregunto si ella esperará otra vez en el pozo. Si el vampiro se atreverá a espiar desde la agónica mirada del desconsuelo. Quisiera saber si ella no ha jugado conmigo, y justo ahora se halla pensando en la sangre fresca de un nuevo amante. Me pregunto.

Se oculta el sol; es la hora. Se pierden entre los edificios recortados los últimos destellos del día. Me deshago de collares de ajos y escapularios. Cierro la puerta; salgo a la aventura entre el temor colectivo, decidido, rogando a cada uno de los santos volver a verla.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Noviembre del 2004

 

 

 

 

Nadie duerme esta noche

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Presagio 135

 

“Ocurrió que, en un momento dado, le di mi violín (al diablo), y lo desafié

a que tocara para mi alguna una pieza romántica. Mi asombro fue enorme

cuando lo escuché tocar con  gran bravura e inteligencia una sonata tan

singular y romántica como nunca antes había oído…”

 Sueño de Nicolo Paganini, una noche de 1713

 

 

Despiertas.

A tu alrededor hay un espacio amplio, casi en abandono. Ni un alma caminando los pasillos. Ningún autobús en los andenes. Un calor sofocante lo envuelve  todo. Una densa neblina se apodera de la central camionera después de la ligera llovizna.

 A lo lejos, proveniente de algún estéreo cercano llegan las notas del Romance, la célebre pieza para violín. Es extraño. En veinticinco años de carrera artística nunca pensaste escuchar una pieza clásica a altas horas de la noche en un lugar rodeado por caserones y rancherías.

De la puerta de una bodega sale una mujer madura, vistiendo un  camisón. Su cabello es largo, de un castaño profundo. Su cuerpo se trasluce compacto, firme, pero no se te antoja atractivo. Se encamina hasta el mostrador de una tiendita improvisada dentro de la terminal. Parece preparar un café. Puedes verla allí, de espaldas, en la penumbra y concentrada en su labor. Su figura impone. No tiene alguna particularidad, apenas hace ruido. Pero por algún motivo te parece amenazante. Dentro de ti algo se agita. Sientes la alarma. El calor aprieta. El volumen de la música se intensifica. Entra un coro de agudos inquietantes. La mujer gira hacia el asiento desde donde contemplas la escena. Se dirige despacio hacia ti, emergiendo desde la penumbra. Sientes miedo. No sabes por qué, pero sientes miedo. Ante ti aparece un cuadro terrible. Puedes verla: en su faz hay un par de cuencas sin ojos, como una virgen católica que llora sangre. Gotas de sangre que escurren hasta el camisón, manchado; iluminado apenas con la luz de alguna lámpara incipiente. Ella sonríe, cómplice.

Las bocinas de la terminal anuncian:

-Pasajeros con destino a la Ciudad de México, favor de abordar el autobús 135…

 

Despiertas.

Sabes que estuviste a punto de gritar. Malditas pesadillas que no dejan de perseguirte desde la visita a la hacienda de Rómulo Renán, el famoso ensayista que un día se obsesionó con los estudios sobre demonología. Miras a tu alrededor. La terminal está desierta. Los grillos se vuelven bulliciosos. Echas un ojo al reloj. Pasa de la medianoche. El autobús debía haber llegado hace quince minutos.  Comienzas a perder la tranquilidad. Sientes el impulso de sacar el violín, despojarlo de su estuche gélido y conservador para interpretar alguna pieza triste, propia del ánimo que promueve la soledad del sitio. Pero cambias de idea cuando a lo lejos los primeros compases del  Romance  te erizan la piel. ¿Quién demonios escucha a Beethoven después de la medianoche? Parece una broma malsana de un culto perdido en este pueblo mugroso. Te dices que no tienes nervios para soportar estas cosas.

Algo te obliga a revisar tu celular. Hay un mensaje de Rómulo Renán: Pase lo que pase, no indagues  los senderos de la locura. La Papisa lo dicta.  Ocioso desequilibrado. A quién se le puede ocurrir proseguir asustando de esta manera a un hombre en una noche tan extraña. La música se escucha con mayor claridad. Este ir y venir entre pesadillas en la última semana te obliga a considerar el estado de tu cordura. Piensas en Rómulo. En sus desvaríos. Los recuerdos desfilan ante tu mente como agitados flashbacks que intentan reconstruir una historia: la carta que aparece de manera misteriosa, una tarde cualquiera, debajo de tu puerta. Tú mismo leyendo las líneas de esa carta. ¿Por qué no mandarte un mail, para qué resolverlo de una forma tan anticuada? Renán pidiendo ayuda, implorando a un viejo conocido una visita para aclarar sus ideas. “Soy capaz de horrorizar a la más tierna de las historias” dicta un fragmento apenas legible en la misiva.

Haces tus maletas y partes al encuentro de ese viejo compañero que parece haber perdido la razón. Pero en secreto te inquietas al pensar que al reunirte con él, será inevitable el re-encuentro con Giovanna, el gran amor, el tempestuoso amor de tu juventud. En los archivos pretéritos desfilan las imágenes de Giovanna tomando cursos de latín en el liceo y su fabuloso interés por citar ejemplos de mujeres insurrectas en el quehacer histórico. Su preferida: Lilith, la mujer capaz de renunciar a Adán y a los designios de Yahvé para mantener su libertad, su derecho a ser en toda la extensión de la palabra. Su segunda predilección: Juana, la mujer que, según una oscura leyenda, llegó a adueñarse del papado en el siglo IX D.C.

 Giovanna te pareció siempre brillante y sorpresiva. El momento cúspide de tu admiración por aquella chica fue el día que te confesó que había iniciado sus trámites para la apostasía, que estaba convencida de que no existía mejor manera de conseguir la liberación que sacudir un yugo bautismal que nos había sido impuesto cuando aún no teníamos edad suficiente para decidir si queríamos pertenecer a algún círculo religioso. Mientras te contaba sus planes, miraba las gárgolas de la catedral, disfrutando de un café exprés. Esa tarde también te habló de los reikon. Giovanna amaba las costumbres del lejano Oriente. En esa época, estaba muy interesada en la concepción de los espíritus en la cultura japonesa.

-Si alguien se muere –me dijo muy seria- su reikon deja su cuerpo para habitar un espacio neutro, donde convive con sus antepasados. En Japón piensan que puedes contemplar la aparición de tu propio fantasma, que puedes desdoblarte de ti mismo para recibir un anuncio, como la muerte de un familiar; o para alertarte de algún peligro. Si algún día estás en peligro o muero, te lo haré saber por tu reikon.

-Giovanna –repusiste- Eres demasiado brillante para creer en esas costumbres primitivas.

La imagen de ella pareciera ahora nítida, incluso palpable. Evocarla es doloroso.

 

 El autobús se estaciona. En una pizarra electrónica, una y otra vez, aparece el destino del viaje: Ciudad de México….Ciudad de México….Ciudad de Méx… Desvías tu atención ante un chofer entrado en años que acciona el mecanismo de la puerta. Exhalando aire, la puerta abre. Entonces escuchas, ahora sí de manera nítida, la melodía de violín  que escapa desde el interior. De modo que de aquí provenía, te dices, un poco avergonzado por tu sugestión. Te cuelgas la mochila de viajero. Tomas el estuche de tu instrumento, te arreglas el cuello de la camisa, sin saber para quién te interesa verte elegante, y te preparas a abordar.

El conductor, desde su sitio, te mira un poco aburrido, un poco aliviado al encontrar un ser vivo esta noche.

-No crea que soy muy culto –confiesa- Es que me dijeron que en la estación esperaba un concertista, y quise buscar la manera de hacerle agradable el viaje.

-¿Y por qué Beethoven? –te animas a preguntar.

-¿Por qué quién?

No quieres continuar con esta conversación. Sabes que no hay tema entre un melómano empedernido y un hombre ordinario. En ese momento la angustia vuelve a apoderarse de ti. Cómo podría saber este hombre que eres músico. Claro. El estuche. Algún intercambio vía radio. Además, el pueblo no es muy grande, te convences para encontrar la lógica de los hechos. Pero si el pueblo no es muy grande, eso quiere decir que Rómulo supo siempre donde te alojabas, que no habías partido. Quizás sólo había estado jugado al gato y al ratón contigo.

-Suba, señor. Ya no esperamos a nadie.

Asciendes la escalinata, te sientas tres lugares detrás del conductor, en el lugar que se halla junto al pasillo. Miras por encima de tu hombro. El autobús está desierto. Te recuestas sobre el respaldo. El chofer cierra la puerta. Enciende un cigarro, arranca el motor, y pone el vehículo en marcha. Comienzas a padecer el peso de las horas y la fatiga infligida por los sobresaltos de los últimos días. Te abandonas al sopor, al arrullo sordo de la marcha. El conductor vuelve a encender la radio. Esta vez es Mozart. El concierto G para violín,  KV 216.

 

Despiertas. Miras a través de la ventanilla. Una densa niebla impide  encontrar un objeto más allá de dos metros. Por el cristal del frente, el autobús devora las líneas de la carretera, que se van iluminando con el paso de los faros de halógeno. Giras hacia la derecha. Una sombra gigantesca agita una daga brillante entre las penumbras. Descarga un golpe sobre ti.

 

 

Esta vez sí gritaste. El chofer te mira a través del retrovisor, curioso. Sabes que gritaste. Tuvo que ser así.

-¿Le pasa algo? –su tono parece sincero.

-Discúlpeme. Estos días no he podido dormir bien.

Entonces te das cuenta de que la música parece haber cesado desde hace largo rato. Tratas de mantenerte despierto. Sacudes la cabeza de un lado a otro. Te tallas los ojos. Intentas reconstruir los hechos. El pasado duele.

 

Giovanna te dijo un día que le gustabas. Que eras un chico muy agradable, de una sensibilidad…¿cuál fue el término que usó para describirla? Sí, claro. Irresistible. Creo que sólo ella presentía que podrías convertirte en uno de los mejores violinistas del país. Luego te confesó que si le pidieras que fuera tu novia, no habría forma de negarse. Pero tú eras demasiado tímido, demasiado joven o muy imbécil y no pudiste responder ninguna palabra amable. Te limitaste a contemplar un viejo libro de Baudelaire  (quien en ese entonces era tu poeta preferido), y asentiste en silencio, procurando encontrar en tu corazón el coraje suficiente para declarar el amor que profesabas. Entonces recibiste una llamada. Preferiste atender al celular a un amigo que te invitaba a tomar una cerveza en un barcillo para estudiantes. Miraste a Giovanna con una desolación inmensa. Y antepusiste un “Gracias por todo.” al deseo infinito de dejarte consentir por uno de sus tiernos abrazos. Tuviste miedo. Tanto. Pobre criatura. Vinieron las vacaciones de verano. Giovanna se inscribió al propedéutico para estudiar la carrera de letras inglesas, y allí conoció a Rómulo, quien la deslumbró con su refinada educación, su trato cortés y una lucidez asombrosa. Sería inútil averiguar si el despecho ante tu cobardía ayudó a que ella decidiera entablar un noviazgo con él. A partir de entonces tus relaciones con Giovanna se volvieron tortuosas, hasta llegar a ser incluso insoportables. Rómulo, en cambio, ignorante de tu entrañable amistad con su nueva novia, te conoció en el slam de poesía que organizaron los estudiantes de Filosofía, y te brindó una amistad cordial y desinteresada que no haría más que aguijonarte el corazón durante tu estancia en el campus. Para ti, concluir los estudios fue lo mejor que pudo suceder durante esos años de titubeos.

 

 Cuando llegaste a la mansión de Rómulo, supiste que los habitantes del pueblo no mentían. Se trataba de un castillo de cantera pulida, una verdadera fortaleza con detalles góticos propios de un obseso de la arquitectura de dicha época. Por qué tu ex compañero de clase compraría o mandaría construir una residencia tan horrenda, resultaba indescifrable.

Rómulo emergió desde el dintel, apurado y jadeante, para invitarte a pasar. Las canas comienzan a consumirlo, piensas mientras lo sigues a través de húmedos corredores y pasillos alargados por una sucesión interminable de puertas. Cuando estrechas su mano, notas el anillo rosacruz que ha distinguido a generaciones extensas de políticos y famosos en el país, entre ellos los Ponce de León.

-Tú sabes de mi aversión a la Muerte -confiesa Renán, un tanto apenado, sin que medie alguna solicitud de justificar sus actos- Construir un hogar como este, un laberinto, me permite imaginarme a salvo.

Su explicación no resulta convincente.

- Juraría que esto es una prisión ¿Cómo construiste esto? –presionas con una voz apenas audible hasta para ti, mientras te convences de que lo único que hace es llevarte en círculos a través de la casa, para volver a la habitación principal.

-Los amantes de la demonología son poderosos. Comencé algunos tratados sobre historia medieval, y de allí derivé hasta el estudio de símbolos exóticos y oscuros encontrados en un manuscrito, escrito por un monje hereje en el siglo VI D.C., que se presume como la versión maldita de la Biblia. Incluso los entendidos  suponen que,  partir de ese libro, ha surgido a la par de la Historia de la cristiandad una Anti-Historia: una sucesión de milenios donde se ha desarrollado una iglesia perversa que perpetra sacrificios humanos a partir de la lectura de algún versículo oscuro. Lo que encontré cambió mi vida. Algunos poderosos, actores y políticos extranjeros pagaron cifras asombrosas con tal de obtener algunos libros que pude conseguir para ellos, basándome en  datos que me proporcionaron fuentes confidenciales. Libros escritos por verdugos y criminales. Te estremecería conocer el número y localidad de los miembros de la comunidad. Los demonios conviven entre nosotros. Un día despiertan en el interior del algún ser querido y te consumen a dentelladas; como lobos salvajes. A mí me ha pasado. Lo que más amaba se ha vuelto turbio, corrupto, a raíz de mis investigaciones. Yo sólo era un ensayista cautivado  por la imagen de Satán. Ahora me he convertido en un justiciero.

Te detienes. No quieres continuar. Estás agotado. Recordar te produce una fatiga terrible. Decides dejar de pensar en Rómulo y Giovanna. Tratas de dormir.

 

Abres los ojos. Ante ti, la ventana llena de bruma. De pronto, una mano pálida, surgida de una realidad inexplicable, portando un anillo con una insignia rosacruz, llama suavemente. Cierras los ojos. La vigilia es pavorosa.

 

Contrario a lo que hubieras imaginado, Rómulo te hace salir de la casa. Caminas a través de un patio terregoso hasta la caballeriza cercana. Los relinchidos de las bestias, como si presintieran la cercanía de tu anfitrión, se van volviendo cada vez más estruendosos. Los animales dan coces sobre las paredes de madera de la caballeriza. Se vuelven locos de inquietud. Te preguntas si Rómulo ha perdido el control de sí mismo. El anfitrión abre  la puerta de una patada. Los ojos de los caballos son salvajes destellos nocturnos. Te preguntas qué te llevó hasta allí, qué esperabas encontrar en una aventura como ésta. No sabes quién es este hombre que te conduce. No sabes qué fue de aquél muchacho reservado del que se enamoró Giovanna. Este tipo es un completo extraño.

-Giovanna –balbuceas- ¿Dónde está? ¿Estás divorciado, Rómulo Renán?

Frente a la puerta abierta de aquél establo, se detiene, concentrado. Habla despacio, como si sopesara cada una de sus palabras;

-Debes entender. Tú la amabas. Siempre la has amado. Pero ella ya no era ella. Ya no es ella. Es un ente distinto a nosotros.

Asustado por el giro que están tomando los hechos, das un par de pasos hacia atrás. Trastabillas y caes de espaldas sobre la tierra húmeda. Tu cabeza golpea la madera de la pared del establo. Rómulo extrae una daga de alguno de los bolsillos de su chamarra. El filo del arma incendia la noche. Aprieta el mango en su puño. Intentas levantarte, aprisa. El miedo te hace resbalar, hasta que en tu desesperación, imaginando tu carne perforada, te aferras al frío metal que cuelga en la pared y logras ponerte en pie, alerta. Tu anfitrión permanece quieto. No muestra ningún interés en atacar. La daga continúa entre sus dedos. Se genera una pausa extraña, un momento interminable que te obliga a mirar justo a tu espalda. Allí, a escasos centímetros, iluminados por un débil rayo de luna que se cuela por una de las pequeñas ventanas, cuelgan dos grilletes salpicados de un líquido oscuro y espeso. Sobre el suelo, revueltas con un amasijo de forraje, hay algunas manchas de sangre, y dos o tres pequeños trozos blancuzcos entre marañas de cabellos femeninos. Llevado por un impulso te olvidas de protegerte. Todo parece cobrar sentido. Te colocas en cuclillas, tomas una de esas piezas blancuzcas. Son dientes. El asco te obliga a dejarlos caer. Miras la pared. Alguien ha estado rasguñando la madera, dejando en ello trozos de sus uñas. Atónito, te vuelves hacia Rómulo.

-¿Qué has hecho?

La indignación te consume. La frialdad con la que habla te despierta el más profundo de los desprecios.

-Comprende, Marción –la invocación a tu nombre hace más tortuoso el momento- Ella se volvió un demonio. No el diablo mayor. Pero comenzó a actuar de manera extraña.

-¿Qué estás diciendo?

-Es verdad. Practicaba rituales e invocaciones. Mataba corderos y gallinas negras y se deleitaba frotando la sangre de los animales sobre su rostro. En noches de plenilunio sostenía relaciones con la servidumbre. Hombres y mujeres, le daba igual. Le encantaba tallar un rosario negro sobre su cuerpo. Podía observarla: al paso de las cuentas del instrumento sobre su piel, sus pezones se erguían, al borde del estallido. Se revolcaba extasiada sobre nuestras sábanas, anhelando los placeres carnales.

-Eso es mentira, Rómulo.

-Disfrutaba fustigando a los caballos mientras coqueteaba con las jóvenes que ordeñaban alguna vaca.  Ella decía que lo hacía por provocarme, por mofarse de mi alejamiento a las fuentes científicas. Negaba pertenecer a las huestes oscuras, pero lo cierto es que, desde que dejó atrás el bautizo cristiano, se tornó rara, elusiva y cruel. Dime, Marción: ¿quién puede tomarse el tiempo suficiente para fingirse un daemon, sólo para despertar la culpa en su marido? ¿Quién puede fingir un comportamiento herético sólo para vengarse de un esposo posesivo? Tuve que encerrarla bajo llave cuando marchaba a atender algún cliente fuera del pueblo; incluso contraté algunos hombres para traerla a casa cuando intentó escapar. Ya no era la tierna chica que conociste en el liceo. Una semilla de maldad había sido incubada en ella.

Comienzas a desesperar. Sus chasquidos, al hablar, te parecen insoportables. Te pones de pie de un salto, sin importarte que esté armado. Él permanece inmóvil.

-¿Qué hiciste con ella, pendejo?–lo sacudes por los hombros, furioso, para que escape del trance en el que parece estar sumido.

Entonces, entre los relinchidos, escuchas el llanto de una mujer dentro de la caballeriza. Aunque es imposible ubicar de dónde proviene. No parece humano. Se trata de un sonido que envuelve el interior del espacio. ¿Un alma en pena? ¿Una manifestación de dolor contenida en el eco de los maderos? Rómulo Renán se ha tirado al piso, arrepentido, y ante tus ojos atónitos, extiende su brazo para ofrecer la daga.

-Mátame –suplica en voz baja- Necesito que me liberes.

 Los caballos comienzan un golpeteo terrible sobre las puertas y las trancas. Algunos rompen los pasadores, y consiguen huir a todo galope. Casi arrollan, en su escape, al indefenso Rómulo, quien permanece hincado sobre el piso en un gesto de contrición.

Despacio, con una  frialdad tan poco común que te hizo llegar a sentir que no eras tú, sino una especie de desdoblamiento de tu persona, tomas la daga. Lo miras con rencor. Levantas el arma bien alto, dispuesto a hacer justicia…

 

Entonces escuchas, muy nítido, un crujido al fondo del camión. Te mantienes inmóvil un par de segundos, sintiendo cómo se agolpa en tu nuca el golpe de la adrenalina. Quieres convencerte de qué no ha sido nada. Sabes que cuando abordaste no había otro pasajero. Que es imposible no haberlo notado. Un nuevo crujido, un sonido chirriante te eriza la piel. No soportas más la curiosidad. Giras el torso para mirar.

Regresas a tu posición, alarmado. Pudiste verlo, apenas, entre la débil luz de luna. A mitad del vehículo, un hombre permanece en un asiento, con el antebrazo apoyado sobre el respaldo. Está inmóvil. Uno juraría que no respira. Sin embargo, puedes escuchar ese sonido angustiante de nuevo. El chofer no parece percibirlo. Continúa conduciendo, ajeno a tu terror. Piensas que debe tratarse de una trampa de los sentidos, un engaño óptico. Echas una nueva mirada. Maldita suerte. Sí, allí sigue. ¿Y si subió mientras dormías? Quizás en alguna caseta, alguna parada improvisada sobre la  carretera. Eso debe ser. Has permanecido entre cavilaciones  y pesadillas durante mucho tiempo, quizás un par de horas. Te acomodas las gafas. Miras la carátula de tu reloj. Son casi las tres de la mañana. Tal vez el tipo se había recostado cuando subiste, y no había oportunidad de enterarte de su presencia. No. Sabes que no fue así. De cualquier modo, prefieres no indagar. Aceptas que se trata de un descuido o un engaño de los sentidos. Quizás, de manera evidente, estás reflexionando dentro de un mal sueño. Tal vez. Es imposible saber. Te recuestas de lado, mirando hacia la ventana, tratando de ignorar la presencia a tus espaldas. Fuera, la densa niebla se ha adueñado de la carretera.

 

Descargas el golpe sobre él. El grito terrible de Rómulo al clavarle la daga sobre el hombro te hace retroceder. La sangre mana profusa desde la carne abierta de tu antiguo compañero. Asoma la palidez de un hueso entre la herida. Sólo la noche es solidaria, y te impide apreciar la atrocidad que has cometido, encubriendo el acto con la discreta cortina de la penumbra.

Estás avergonzado. No sabes cómo has podido llegar tan lejos. Asustado, giras sobre tus talones, recogiendo del piso el estuche de tu violín Amati, y decides largarte, sin mirar atrás, harto de los altos grados de neurosis y locura que se producen en el alma atormentada de tu viejo conocido, y en tu propia alma. No te importa nada. Tal vez cuando llegues a la ciudad pensarás en una denuncia contra él. Quizás no, porque pudiera morir desangrado o acusarte de un ataque, si lograra salvar la vida. Los hechos se desarrollan de una manera tan extraña que prefieres olvidar que estuviste en este lugar. Es lo mejor. Lo que pase con él y con Giovanna no volverá a importarte en lo absoluto, te dices, mientras emprendes una marcha pesada. Supiste que no debías acudir a su llamado. Debiste hacer caso a tus presentimientos. En la vida de un hombre hay llagas que no deben volverse a abrir, bajo riesgo de desatar un carnaval de demonios internos.

-¡Te hice un favor! –lo escuchas hablar.

Te detienes un segundo. Su voz se oye dolorida, sumida en una resignación inminente.

 -Ha estado enfurecida porque te negaste a buscarla, a reconocer que la amabas. Es rencorosa. Juró en uno de sus múltiples trances agusanar tu corazón mediante el empleo del pentagrama y el compás. Sus hechizos son poderosos.

-Necesitas ayuda profesional –te atreves a contestar con ironía, sin dignarte a verlo- Puedo recomendarte un terapeuta excelente.

-Pase lo que pase, no indagues  los senderos de la locura. ¿Me escuchas? –dice muy serio- Contempla la obra de la curiosidad en mi alma destrozada. Las noches que vendrán serán hondas, y la cifra que te persigue parece aciaga: 135. Espera a que pase esta semana; no regreses a la ciudad.

-Te has vuelto loco, Rómulo –alcanzas a vociferar en un tono apagado- Te has olvidado de los principios fundamentales que la razón y la lógica nos han otorgado durante siglos de conocimientos. Das pena.

Comienzas a dejar atrás este desafortunado encuentro. Desapareces entre las sombras de los sauces que custodian la propiedad. Lejos, el llanto desgarrado de tu amigo se consume en un patio solitario. Algunos pasos más adelante, te detienes a volver el estómago cuando recuerdas la sangre bullendo desde su carne expuesta.

 

¿Así sucedió? ¿Esa es la realidad? Despiertas ¿No estabas ya despierto? ¿Estás en tu cama? ¿Yaces en el lecho de un hotel barato donde te has escondido de Renán los últimos tres días, después del suceso? No. Es el asiento de un autobús viejo y escandaloso que brincotea, de vez en vez, debido a un sistema de suspensión ineficiente.

 

El rechinido está allí, otra vez, punzando los oídos. Qué es, te preguntas, y barajas una posibilidad abrumadora de ruidos que podrían concordar con el que viene desde el fondo del camión. ¿Qué maldito sonido es?

 

 -Mala noche –escuchas una voz, frente a ti.

Experimentas un sobresalto.

-¿Cómo?

Otra vez ese sonido. Recuerdas que a tus espaldas un desconocido observa la escena.

Te das cuenta de que la voz que escuchas es la del conductor que se ha animado a conversar.

-Esta pinche niebla no deja mirar más allá de tres metros –insiste el chofer.

Detrás de ti, el crujido. Entonces lo reconoces. Puedes entender: es un rechinido de dientes cuando se frotan unos contra otros con demasiada fuerza. Miras: el hombre enciende un fósforo. Su figura se ilumina de manera parcial. Sus brazos son largos, sus manos pálidas y de dedos delicados. Pero su rostro se esconde. Es imposible reconocerlo.

-Que bueno que viaja conmigo –dice el chofer- Cuando uno viaja solo, da miedo. En la carretera he visto almas saliendo de sus cuerpos después de algún choque cabrón. También he encontrado espíritus recorriendo los carriles donde los atropellaron. Se lo juro.

Sabes que el conductor habla, pero ya no puedes entender sus palabras. Acomodas tus anteojos. Los nervios te consumen. Ni siquiera puedes fumar, lo sabes. Estás aterrado. La sombra se pone en pie. Tu corazón late con fuerza. Aprietas los puños. Tiemblas. Si tan sólo pudieras ver su rostro. En la mano izquierda carga un estuche. ¿Y si fuera Renán que te persigue para acabar contigo? ¿Es posible que haya sobrevivido y ahora te busque para terminar contigo ante la cobardía de no cumplir sus deseos suicidas?  Tal vez se trate de Giovanna bajo algún disfraz, intentando dejar la hacienda. Te gustaría tanto volver  a verla.

Pero no puede ser ella. Ya habría corrido a tus brazos. Te inquieta el silencio de la sombra que permanece frente  a tus dudas. Quizás habría que empezar a pensar en emisarios de cultos heréticos. La figura avanza un paso hacia atrás, luego un segundo paso. Lo van consumiendo las tinieblas. No puedes dejar de verlo ¿Por qué retrocede? ¿Qué te quiere decir al retroceder? Sabes que su marcha debe tener una finalidad. Carajo. ¿Qué sucede con tu pensamiento científico, dónde está quedando tu cordura?

-¿Quién anda atrás? –espetas de manera incontrolable, casi como una reflexión personal. Pero sabes que pudieron escucharte.

-Joven –dice el chofer, quien no se permite apartar los ojos de la carretera –Aquí nada más estamos usted y yo.

Tu corazón late con fuerza. Ahora percibes la tensión del chofer, que hace esfuerzos ridículos por mantener el control de la unidad a la par que quisiera detenerse para enfrentar a lo que habita detrás del autobús. Piensas que el conductor piensa en frenar; pero detener el autobús en una carretera tan estrecha en estas circunstancias provocaría un choque inminente. La neblina es demasiado espesa. Esperas.

La sombra se mueve de nuevo. Esta vez da un par de pasos hacia el frente. Viene hacia ti. ¡Viene hacia ti! Ruegas que esto sea un mal sueño. Te pones de pie. El desconocido se mueve lento. “Despierta, vuelve Marción”, te dices, imploras. Renán te lo advirtió, no debiste abordar un camión antes de concluir la semana. El desconocido se detiene. Su complexión te es familiar. ¿Por qué no se muestra? Trémulo, con esos dedos pálidos y largos, abre el estuche, sin prisa, y extrae un objeto de él. Te cubres el rostro. Sólo percibes el sonido sordo del motor del autobús. De la unidad ciento treinta y cinco. Imaginas una daga, un corazón palpitante. Imaginas los dientes de Giovanna en la palma de su mano…

Despiertas o abres los ojos. Abres los ojos o despiertas. Da igual. Frente a ti está tu violín. Lo miras alejarse hasta llegar hasta el hombro del desconocido. Lo acomoda contra su cuello, afina  las cuerdas. Comienza a tocar. Es, sin lugar a dudas, la Sonata  seis, de Paganini ¿Estás sobre un escenario? No, estás en el interior de un vehículo en una noche interminable. Reconoces las facciones, el gesto amargo del violinista al ejecutar el instrumento. Recuerdas las palabras de Giovanna acerca de los reikon: “No siempre asumen formas absurdas, o terroríficas, pero hay que prestarle atención”. La maestría del ejecutante es indudable. Posee una sensibilidad…irresistible.  Giovanna querida. El calor de una lágrima inflama una de tus mejillas. Sabes que ha encontrado la manera de hacerte saber de un peligro inminente mediante tu propio reikon. ¿O es sólo una señal con la que te anuncia su muerte? En el cristal de tus propias gafas aparece tu rostro, lleno de desconcierto. Puedes verte ejecutando la sonata del diablo. Te has desdoblado desde ti. Pero tu rostro, es decir, su rostro, está surcado por filosos cristales. Su cabeza está rota y uno de sus ojos parece demasiado fijo. De pronto comprendes. Parar. Es necesario parar. Es lo que quiere decir tu reikon. Ahora lo sabes, pero no haces el menor esfuerzo por contradecir a La Papisa, una carta marcada por el tarot. Sería vano. Además, no te interesa seguir viviendo un mundo sin su presencia. Sabes que es egoísta actuar de esta forma, pensando en el conductor, pero la decisión ha sido tomada.

De entre la niebla emergen un par de luces que destellan en el interior del camión. Tu reflejo se ilumina como un ángel celestial. Hay tanta luz. Sientes cómo el piso se planta  de pronto bajo las suelas de tus zapatos. Luego, escuchas un rechinido estruendoso. El grito de horror del chofer ante la inminencia del impacto. Escuchas las notas de Paganini, esparciéndose sobre el ambiente, la belleza de la armonía; el crujir del acero y los cristales acompañándote en el viaje; la comunión del arco y las cuerdas  mientras vuelas por el aire en tu inevitable destino a través del umbral del parabrisas y de la niebla y de la noche y de un pentagrama perfecto; a través de los rabiosos aplausos de un público extasiado ante la precisión de los acontecimientos. Ha sido una ejecución excelsa.

Del negro humor en la historia

de la chica Carter

 

 

 

¡Que Dios ayude a mi pobre alma!

E. A. P.

 

 

Alquiló el apartamento en el vecindario de Baltimore, Maryland, acaso dos semanas antes de llegar el año nuevo. No es que esa calle le inspirara un sentimiento similar a la cursilería navideña; o se regocijara en la ridícula mística que promete un cambio de almanaque. La verdad es que en su mudanza había intenciones ocultas. Cuando Norah dejó sus estudios de literatura al no resistir las críticas de un profesor fanático de Chesterton y de Raymond Carver, juró ante el busto de Palas que escribiría excelsos relatos de horror; historias que grabaran su nombre en la posteridad. Ella sabía que toda ambición, de cualquier origen o pretensión, termina por volverse mezquina; pero la mezquindad no era  un asunto del que se cuidara demasiado.

Por eso decidió alquilar un piso en esa calle, justo en el edificio vecino a la casa-museo que habitara el escritor heroinómano, amante del opio y de los cementerios: Edgar Allan Poe. Como Norah provenía de una familia donde el dinero no era impedimento para continuar sus nuevos estudios de abogacía y mantener sus constantes vacaciones a Orlando, New Jersey o California; un día recibió de parte de su padre una reliquia muy especial: la máquina de escribir que Poe utilizara para lograr sus mejores cuentos, según rezaba la leyenda negra en la subasta donde el artefacto fue adquirido. También recibió de papá una cantidad equivalente a tres meses de alquiler, para comenzar una vida independiente, que mucho tenía de simulación, pues Norah no podía cortar el cordón umbilical de una manera tan sencilla.

En honor a la verdad, la intención del padre de Norah Carter estaba libre de pretensiones literarias. Sólo quería cumplir uno de tantos caprichos de su hija. Pero Norah, con la inocencia que sus veintisiete años le brindaban; con la cabeza llena de mitologías de hadas negras y círculos infernales, decidió manejar la mudanza como la oportunidad de convertirse en una escritora maldita. Al día siguiente de establecerse en el nuevo apartamento, decidió dar uso a las tarjetas de crédito para comprarse una bata de seda oscura y algunos amuletos con símbolos mágicos, que se echó al cuello para reforzar la imagen de mujer que conoce las puertas de lo oculto.

 

-¿Se volvió oscura? ¿Así sin más, de un día para otro? –preguntó una de las chicas becadas por la Academia de Literatura, que habían decidido asistir a la lunada, mientras sus bellos ojos devolvían el fulgor de la fogata.

-No interrumpas. Estoy en el proceso de contar una historia que puede aterrar a cualquier escritora:

 

Se volvió oscura. De un negro tan falso como el de un café soluble. Quiero decir, en el fondo Norah Carter no podía dejar de ser una snob, pero se negaba a aceptarlo. No había sufrido ni disfrutado las letras con suficiente sinceridad. Tampoco había vivido más allá de un par de campamentos estudiantiles, unas vacaciones ordinarias y las emociones del club de tenis. En esencia, el problema no era que decidiera cubrir de negrura la imagen que proyectaba su cuerpo; sino que en su alma asomaban aún destellos de una felicidad fácil y complacida que nada comprendía del dolor humano. Por eso sus cuentos resultaban impostados, como esas fotografías estadounidenses de los años cincuenta donde se muestra una familia de gente rubia, en una supuesta armonía que hoy parece descaradamente hipócrita. Las historias de Carter, bajo ojos críticos y ausentes de malicia, carecían de alma. Monstruos de una fealdad extrema, gnomos caníbales extraídos desde bosques hechizados, y hadas que atacan a viajeros para sacrificarlos en cruces de cuatro caminos eran sólo algunas de las invenciones de la mente febril de una chica caprichosa. Quizás habría que reconocer que la idea de las hadas era original e incluso inquietante, pero la estructura del cuento era pésima; y cerraba con un final ridículo donde un Van Helsing resucitado viajaba a los campos de Bosnia, para exterminar a tan peligrosas criaturas.

 

-Sí, una vez leí uno de sus cuentos. Me pareció horroroso, de manera más que literal.

-Sus cuentos podían parecer pésimos, pero merecían un adjetivo peor. Ojalá lo hubiera comprendido. Las lisonjas de su familia le cegaron. Siguió envenenándonos con sus malos libros. Si me alcanzan una cerveza, continúo:

 

Faltando seis noches para el festejo del nuevo año, Norah recibió un paquete fundamental en esta historia: El Libro de los nueve abismos, (escrito de manera clandestina por Sir Thomas Bloom en el siglo XVIII,  y recuperado por un historiador mexicano cuya identidad se ocultaba tras las iniciales R.R.). Había sabido de los libros prohibidos gracias a un par de amigas que gustaban del espiritismo y otras ciencias por el estilo. Le había costado una fortuna y muchas semanas de convencer a sus padres para que le hicieran un obsequio tan caro sin hacer preguntas que pusieran en riesgo sus actividades clandestinas.

Al desaparecer el último rayo de sol, trazó un pentagrama en el piso, realizó una serie de invocaciones, en voz alta, que leyó en el libro; y manchó un ejemplar de Los crímenes de la calle Morgue con sangre de gallina negra. Luego, llegada la media noche, se sirvió un wiskhy en las rocas; de un largo trago hizo pasar por su garganta un par de aspirinas, y se dedicó a esperar la visita de su invocado.

En la habitación reinaba un silencio sepulcral. Los muebles permanecían inalterables. Nada se movía: ni las sillas victorianas, ni el pequeño comedor de roble, ni las puertas angostas y los tejados inclinados de las casas vecinas que podían contemplarse a través de la ventana del apartamento.

En medio de la oscuridad, hubo un trémulo fulgor en la esquina de la sala, allí donde descansaba la vieja máquina de escribir. Norah supuso que el destello respondía a alguna mala jugada de los sentidos, pero pronto se percató, excitada ante la posibilidad de aventura, de que el fulgor parecía volverse más nítido hasta adquirir la presencia de una figura humana. El corazón de la más joven de las Carter dio un vuelco. Frente a ella, el propio autor de La caída de la casa de Usher la contemplaba, inmóvil, con un par de ojos ardientes como tizones. No hablaba. No exhibía ningún gesto amenazante o que representara amabilidad. Sólo estaba allí, frente a la chica, mirándola sin mirarla. De más estaría comentar que una mujer joven como  Norah no estaba acostumbrada a emociones tan fuertes, aunque su deseo era hacerse pasar por una sacerdotisa diabólica. Cuando sintió la proximidad de la aparición sobre ella, perdió el sentido.

 

-Siempre fue una cobarde. Una vez casi se desmaya cuando vio la sangre de un compañero del colegio, que se había raspado las rodillas.

-Ese no es el punto. Quiero que entiendan que la cobardía de la chica pasa a segundo término en nuestro relato. De lo que quiero hablar es de los planes que el espíritu tenía para ella. Alcáncenme algunos bombones para asarlos en el fuego.

-¿Quería poseerla? ¿Robar su alma para volver al mundo de los mortales? ¿Gozar de su cuerpo?

-Espera, espera:

 

A pesar de que esa noche Norah se hizo pis en su lujosa ropa interior Victoria Secret, se impuso la heroica labor de realizar, a la siguiente noche, el mismo ritual de invocación. Ofreció los preparativos y esperó la llegada del visitante: Poe apareció de nuevo junto  a la máquina de escribir. Pero esta vez realizó una acción imprevista. Caminó justo tres pasos hacia el costado izquierdo de la mesa e hizo claramente una reverencia que invitaba a la aspirante a escritora a sentarse frente a la máquina de escribir. Norah se puso de pie, trémula, y con un miedo inmenso que casi le hizo causar estragos en su ropa interior de nuevo, se acercó titubeante a la mesa, aterrada ante la posibilidad de que el fantasma pudiera atacarla. Dominando el miedo hasta donde esto era posible, tomó asiento y se percató de que, en una hoja amarillenta, descansaba el inicio de un cuento que llevaba por título El sello de los poseídos. Leyó algunas líneas y quedó cautivada por la historia. El cuento abordaba el tema de un gitano de apellido castellano que aterrorizaba a una legión de campesinos con sus prácticas homicidas y paganas. La historia se desarrollaba a mediados del siglo dieciocho. Norah Carter no podía apartar su atención de la lectura. Cada línea era fascinante.

 Justo cuando el relato llegaba a un punto álgido, se dio cuenta de que no había más. Entonces, ante su actitud interrogante, el espíritu de Poe sonrió de manera maliciosa, y desapareció cruzando la puerta del armario.

Al día siguiente la Carter pasó la mañana en un café cercano a su apartamento, tratando de comprender el significado de la aparición. Luego tuvo una idea. Se puso en pie y se dirigió con decisión a casa. Al llegar, transcribió en un archivo electrónico el cuento, letra por letra, desde aquellas hojas amarillentas surgidas de quién sabe dónde, y se atrevió a mandarlo a una revista especializada en el género del horror. Su sorpresa fue mayúscula cuando dos horas más tarde recibió un correo del consejo editorial, felicitándola por un trabajo tan excelso y urgiéndola a continuar el relato. Lo que más impresionó a Norah es que la calidad del cuento debía ser tal, que había conseguido cautivar la atención de uno de esos editores bastardos que van por la vida minimizando la obra de los escritores contemporáneos.

A partir de entonces Norah se sentó noche a noche, justo frente a la máquina de escribir de Poe, mientras el fantasma del atormentado personaje le mostraba cuatro o cinco párrafos más de la historia.

 

-¡Maldita! –dijo otra de las chicas presentes, que por esos días estaba realizando un ensayo de ética y moral.

-Sí, se consideraba una escritora maldita. Pero está visto que no lo era.

-Pero esta era maldita en sí. ¿Plagiar a Poe? Qué poca madre. ¿Pero qué pasó con ella? ¿Hay algún final para este relato?

-Lo hay:

 

Justo en el sexto día ocurrieron dos hechos que provocaron mucha inquietud en el corazón de la plagiaria. Por la tarde, el editor de la revista le solicitó el final del cuento. Para salir del paso, se comprometió a tenerlo durante la semana, pero el editor insistió en que se acercaba el cierre de convocatoria de un concurso literario donde le garantizaba el triunfo, pues él formaba parte del jurado. Necesitaba entregar el cuento al día siguiente, justo antes del mediodía.

Ella aceptó porque no tenía opción para escapar del enredo; aunque en el fondo se moría de ansiedad por saber si el fantasma le revelaría la conclusión del relato. Las horas que transcurrieron hasta entrada la noche le parecieron insoportables. Caminaba de un lado de la sala a otro, golpeando de manera repetida las paredes del departamento con la palma de la mano. Luego se dedicó a trazar el pentagrama invertido,  junto a la mesa, para esperar al convocado.

Los minutos se deslizaban despacio. En la habitación, las paredes de rojo ladrillo parecían angostarse; los tejados se retorcían. El reloj marcaba justo la medianoche. Entonces apareció el espíritu. Un Poe contemplando con fiereza a la Carter. Esta vez no realizó el gesto amable con el que la había recibido noche a noche. Rabiosa y apretando los dientes, la aparición le señaló enérgicamente que tomara asiento. Este fue el segundo hecho que despertó inquietud en Norah, una inquietud que de manera gradual fue transformándose en un pavor incontrolable, pues la aspirante a escritora sabía bien de los arrebatos violentos de Edgar Allan en vida. Al tomar asiento, pudo apreciar de reojo cómo el espíritu arrastraba una silla y se sentaba junto a ella, clavando los ojos en el rostro sudoroso de la chica. Ella se moría de miedo.

-Write –ordenó el espectro.

Un alarido espeluznante partió la habitación. Norah pensó que el espíritu se había puesto en píe para morderla, que su departamento se derrumbaría ante la ventisca como sucedía en uno de los cuentos de su visitante; o que un inmenso péndulo surgido del techo se desplomaría sobre ella para partirla en dos. Se cubrió los ojos en un gesto espontáneo, esperando lo peor. Transcurrieron algunos segundos, pero no ocurrió ninguna tragedia.

Se animó a mirar sobre sus manos. Pensó que estaba a punto de perder la razón: el espíritu maldito seguía allí, mirándola febril, pero empezaba a presentar el aspecto de un cuerpo en descomposición. Algunos gusanos emergían desde su rostro de carne terrosa. Notó, en medio de su sorpresa, que sobre el hombro de Poe estaba posado un cuervo de plumaje tan liso y negro como la profundidad de una caverna. La aparición insistió:

-Write.

Norah Carter colocó las yemas de sus dedos sobre la máquina de escribir y notó que, guiada por una fuerza misteriosa, era capaz de continuar tan extraordinaria narración punto por punto. La sangre se agolpaba en su corazón y sus nervios estaban a punto de estallar; pero escribía. Se dio cuenta de que escribir representaba un acto pasional. Un acto de odio, de putrefacción; un acto de angustia y de alguna que otra peste. Comprendió que durante mucho tiempo su vida careció del verdadero coraje para dejar el alma sobre la superficie virgen de sus escritos. Cada sílaba y cada acento provenían desde su interior con un frenesí de bestia salvaje. Las palabras emergían asfixiantes  y exactas llenando con su presencia el desenlace del relato. Norah fruncía el seño y casi lloraba al continuar la labor iniciada por una fuerza sobrenatural.

Justo cuando estaba a punto de llegar al fin, sintió que sus manos se detenían. Su cuerpo se paralizaba. Tuvo un presentimiento. Supo que algo no andaba bien. Que algún infortunio se cernía en el interior de esa sala. No se equivocaba. Frente a ella, en la superficie amarillenta de aquél viejo papel que descansaba en la máquina de escribir; los párrafos, cada palabra, las letras que conformaban cada sílaba y los signos de puntuación; todo iba desapareciendo. La Carter atestiguaba, presa de la desesperación, cómo se desvanecía el manuscrito. Quería prender las letras, retenerlas entre las yemas crispadas por la impotencia, guarecerlas en el interior  de su bata oscura. Las palabras continuaban esfumándose ante su vista.

Cuando pudo moverse, se arrojó sobre el papel y lo extrajo de manera brutal de aquél artefacto. La hoja yacía virgen. Intentó recordar las líneas mecanografiadas, el retorcido y complejo final que remataba como el truco más asombroso de un prestidigitador. Su mente estaba en blanco. Ni siquiera recordaba el argumento del cuento. Norah lanzó una queja honda, un lamento de animal herido. Desconcertada, se volvió hacia el espectro, esperando una respuesta.

 Poe se levantó de su asiento. El cuervo profirió un graznido horrible y salió volando por la ventana hasta perderse en las contaminadas tinieblas de Baltimore. El fantasma sonrió con sarcasmo. Norah Carter esperaba que tuviera compasión de ella, que extrajera algún nuevo manuscrito de alguna bolsa de su abrigo, que por lo menos le revelara una vez más el concepto y el fin de la narración. Pero como única respuesta la imagen de Edgar Allan Poe fue desapareciendo frente a ella, de manera paulatina. Norah se humilló, arrastrándose sobre la alfombra; suplicó compasión; exigió la fórmula para escribir buena literatura.

En la habitación, en cambio, una voz profunda y rasposa dominó con dos palabras el desasosiego que habitaba dentro de ella:

-Never more –dijo la voz.

La habitación se llenó de soledad, ante el llanto rabioso de una Carter abandonada a su mediocridad desde esa noche de Año Nuevo.

 

Las llamaradas agonizaban, crepitando lacónicas en breves chispazos que alumbraban de vez en vez el rostro de las chicas y los chicos que estaban sentados alrededor de la fogata. Los bombones se habían terminado.

-Nos prometiste un cuento aterrador –volvió a la carga la estudiante de la Academia de Literatura.

-¿No te parece aterrador el destino de nosotros, simples escritorzuelos como Norah? No escribimos pensando en que nuestra literatura tendrá como destino el abandono o el olvido.

Cuando terminó de hablar, un cuervo dolorido se posó justo sobre su hombro. Los congregados a la fogata se incomodaron ante la extrañeza del suceso.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El dolor que no cesa

 

“Aconteció después de estas cosas, que probó

Dios a Abraham, y le dijo: Abraham. Y

él respondió: heme aquí”

Génesis 22, 1-3

 

I

 

Justo después de cenar, el pastor Mahler lavaba sus dientes, se ponía el pijama negro, y dedicaba largas horas a estudiar las escrituras. En sus actos había una deliberada intención de cumplir con los preceptos de la fe, noche a noche, sin permitirse alguna distracción. Una vez cerrada la puerta del estudio y calzadas las gafas, no admitía interrupciones. En un inicio, a su esposa le resultaba difícil aceptar la devoción con que se sumergía entre versículos y testamentos intentando encontrar respuestas; pero después de batallar un par de años contra la obsesiva rutina de su marido, decidió ceder. De este modo, el tiempo invertido por Mahler dentro del estudio adquiría niveles místicos, gracias a la solitaria comunión que el pastor mantenía con el Señor.

En aquella madrugada, después de las 12: 30 a.m., el presbítero meditaba  sobre algunas líneas del libro sagrado, cuando el teléfono timbró por primera vez. Luego volvió a dejarse escuchar en dos ocasiones. El sacerdote supuso  que se trataba de un error o de algún impertinente que se atrevía a molestar para pasar el rato. Luego consideró la posibilidad de que, al insistir en la llamada, despertaran a su mujer. Molesto, descolgó el auricular. Una vez que contestó, una voz contenida, sin inflexiones, profirió un par de frases que determinarían el futuro en la vida del pastor.

La primera, en sí, no ofrecía mayor sobresalto:

-¿Bueno? ¿La casa de la familia Mahler Urrutia? 

El pastor contestó de manera afirmativa.

La segunda frase llenó de una aflicción insondable su alma:

-Habla el director del servicio forense. Lamento comunicarle el posible fallecimiento de Iván. Necesitamos que venga a reconocer el cuerpo.

 

El sedán último modelo, cuatro puertas, dobló en una de las avenidas principales. Al volante, el pastor rogaba que hubiera una confusión, que el cuerpo que descansaba en alguna gélida plancha fuese el de otro. Sabía que el Señor no podría permitir una tragedia en el seno de su familia.

Al llegar al semáforo contempló las calles desiertas de un martes citadino. Los fast food cerrados; los antros en absoluto silencio; las ratas pardas que mordisqueaban residuos de comida entre bolsas de basura. Había charcos discretos en una que otra acera después de una ligera llovizna. Hacía frío. Afuera y dentro de su corazón hacía mucho frío. Y existían las dudas. ¿Por qué Iván decidió largarse de casa? ¿Por qué no pudo esperar a que su padre pudiera mitigar su furia y esperar a que se resolviera la situación? Era deber de los hijos respetar la voluntad de los padres. Iván siempre había sido un desobligado; un joven que no se acercaba a la lectura de las sagradas escrituras con compromiso. En cuanto abandonó la infancia, sólo se interesaba en películas extrañas donde imperaba la violencia y la blasfemia –Iván solía llamarlas Cine de Arte-, y en una música estruendosa y agitada de bandas de “neo-punk”, que todo el tiempo traía conectada a los oídos a través de los audífonos. Si tan siquiera los grupos que escuchaba dedicaran su música a las alabanzas. No había formalidad en su pensamiento, solía repetirse el presbítero. Mundo moderno de porquería. Su hijo rara vez se acercaba al templo, y cuando ayudaba a la comunidad los domingos lo hacía para conocer algún prospecto de novia, y no con el beneplácito requerido para estas labores. Más de una vez el ministro le había dicho a su hijo que iba a terminar por provocarle un infarto fulminante con sus necedades, y tal vez no exageraba: sabido era en la comunidad que Mahler padecía de una antigua insuficiencia cardiaca.

La madrugada se tornaba confusa. Era incapaz de entender. Iván se había alejado de Dios. Tal vez porque él, en sus obligaciones paternas, no había ejercido suficiente mano dura. O quizás sólo estaba en su naturaleza. Una naturaleza desobligada y con inclinaciones al mal. Es cierto que más de una ocasión, cuando Iván tenía ocho o nueve años, lo había castigado por no asistir a misa encadenándolo a una de las patas de la cama, fustigándole las espaldas con un trozo de alambre, para hacerle comprender lo imprescindible que es dedicar nuestro amor a Dios. Tal vez se había excedido cuando al púber Ivan se le ocurrió dejarse el cabello más allá de los hombros, y en un arrebato de imponer su poder patriarcal el pastor decidió atarlo de manos –para evitar cualquier resistencia-, y utilizar una máquina para rapar al insolente muchacho, que ya avisaba sobre sus ideas radicales y paganas. Quizás, un par de semanas más tarde, se había extralimitado al ejercer su furia manoteando sobre la cara de un Iván aterrado, hasta dejarle las mejillas rojas y los pómulos hinchados. Pero Mahler sabía que cada uno de estos actos tenían la finalidad de que su vástago tuviera una vida mejor. Si no en este mundo, en el sitio que esperaba a los fieles después del juicio final. Quién podría determinar si era suficiente o no la disciplina impuesta al chico.

Una vez, en medio de una reunión familiar, Iván había llorado, avergonzándolo con tal comportamiento. Entre lágrimas y lamentos no cesaba de repetir que era un buen muchacho y que no merecía el trato que sus padres le daban. Exigía cariño y aceptación. Como si eso se pudiera exigir. El estallido que tuvo el chico delató su aliento alcohólico. Supieron que había estado bebiendo a escondidas en su habitación. Cuando terminó la reunión, Mahler tuvo que usar un atiezador para callar las quejas de su hijo, increpándole su falta de respeto ante su figura, pero sobre todo su afrenta ante el líder espiritual de una comunidad, recordándole que un buen chico no es sólo el que no se mete en problemas, sino el que sigue con atención los preceptos divinos. También en esa ocasión se propasó un poco: dos huesos rotos y una ligera fractura de costilla. Pero siempre en aras del bienestar.

Iván cumplió dieciséis años, y cualquier día comenzó a llegar a casa alcoholizado o después de haber ingerido alguna droga que lo mantenía en un  estado degradante. Como las palizas no daban resultado, Mahler decidió correrlo de casa. Lo último que supo de él es que se fue a vivir al departamento de un par de compañeros del colegio que habían decidió independizarse. Poco tiempo después se enteró de que, a pesar de que siguió estudiando la preparatoria, no había abandonado las fiestas ni la indisciplina.

Ahora no importaba. Nada importaba. Ni que hubiera sido un mal hijo ni un pésimo ejemplo para las nuevas generaciones. Mahler quería que estuviera vivo. Aceptaría de buen modo cualquier grosería del muchacho deseando que no hubiera sido alcanzado por el ángel de la muerte. Pero por alguna razón, el único recuerdo nítido que asaltaba la mente del párroco era el alambre furioso azotando la espalda de Iván. Una. Dos. Tres veces. Inmisericorde. Las gotas sobre el parabrisas no ayudaban a disipar la terrible imagen desde su mente. Frenó. En su ensimismamiento, había estado a punto de cruzar a pesar de la  luz roja.

 

 

II

 

Cuando el uniformado abrió la puerta, Mahler percibió un penetrante olor a formol. Las paredes blancas y desnudas conferían una imagen solitaria al anfiteatro. Ante ellos, tres filas, en las que descansaban cuatro cuerpos en cada una, como en un juego de cartas. Los cadáveres yacían sobre las planchas, cubiertos por la blancura de sábanas ordinarias.

El párroco no se atrevió a moverse. Sintió que sus piernas se vencían ante la posibilidad de que alguno de esos cuerpos tuviese el rostro de Iván. El uniformado consideró dar una explicación breve:

-Cayó desde una escalera mecánica dentro de una estación del subterráneo. Venía con dos amigos. Habían ido a una fiesta, y se colocaron un poco de vodka y cristal. Se veía muy triste, según dicen.

Se hizo un silencio incómodo. El oficial dudó un instante. No sabía si era conveniente continuar; así que se apresuró:

-Los muchachos dicen que subió al borde de la escalera  para gritar su odio a Dios. Perdió el equilibrio. Si le sirve de consuelo, murió de inmediato. Aunque la cabeza del chico…

-Déjeme sólo –interrumpió el párroco- Quisiera identificarlo. De ser mi hijo, quiero rezar por su descanso.

-Entiendo. Espero afuera. Es el último de la derecha.

Escuchó los pasos del uniformado al abandonar la habitación. Luego una puerta que se cerraba a sus espaldas. Por primera vez en su vida supo lo que era el vacío. La inmensidad del vacío.

Un sentimiento semejante al miedo le impedía dar un primer paso. Respiró profundo. En la oscuridad parcial encontró un ligero descanso. Las columnas de cuerpos lo esperaban, silenciosas. Caminó despacio hasta el rincón derecho del anfiteatro. Sus pasos raspaban el frío de la loseta. Del primero de los cuerpos asomaba una cabellera larga y castaña. Del segundo, alcanzaba a apreciarse una mano de tonos azules, con las uñas largas y sucias. Se detuvo ante el cuarto de los cuerpos. La sábana envolvía un cadáver delgado, de huesos amplios, cuyos músculos se adivinaban elásticos debajo de la blancura de la tela. Estaba manchado de sangre a la altura de uno de los pómulos. El párroco tuvo el deseo de detenerse, de mandar todo al carajo, de dar media vuelta y abandonar ese espacio asfixiante. Pero sabía que tenía una obligación como jefe de familia. Acercó la mano hacia la sábana. Estaba a punto de llegar a la tela, cuando le pareció escuchar un quejido. Un estremecimiento súbito le recorrió el cuerpo. Dirigió su mirada hacia la puerta, hacia las otras planchas buscando una respuesta al lamento. Nada se había movido. La puerta permanecía cerrada. Una súbita angustia comenzó a adueñarse de él. Se maldijo por sugestionarse; por dejarse imponer por la proximidad de la presencia de la Muerte. Debía ser valiente.

A punto de derrumbarse, incapaz de descorrer el velo sobre la identidad del difunto, dio media vuelta, y con marcha pesada buscó alguna pared para recargarse. El ambiente estaba enrarecido. Como si caminara dentro de un mal sueño.  Al llegar al muro más próximo,  se recargó, víctima de un mareo súbito, respirando con dificultad. Contempló una vez más las filas de cuerpos que, desde esa perspectiva, le parecían menos amenazantes. ¿Qué le diría a su mujer cuando llegara a su casa? Ni siquiera se atrevió a avisarle que salía al servicio forense para no perturbarla hasta tener la certeza sobre la identidad del cuerpo.

Entonces comenzó a orar de manera mecánica, como un acto involuntario. Oró por el descanso de las almas de todos los que yacían sobre esas planchas; oró por su propia soledad. Los murmullos sórdidos provenientes de sus labios inundaron, macabros, la habitación. De pronto, apenas por el rabillo del ojo, pudo percibir como se incorporaba, muy despacio, el último de los cuerpos de la derecha. El cadáver se irguió hasta quedar sentado; sin que la sábana manchada por la sangre se deslizara lo suficiente para mostrar el rostro. Percibió un llanto dolorido que ya había escuchado en alguna reunión familiar. El cuerpo se agitaba, discreto, en pequeños espasmos. No supo qué sentir. No sabía si el difunto lloraba en verdad; o aquel pobre diablo había sobrevivido al accidente; o sólo estaba siendo engañado por su cobardía para enfrentar la escena. La idea de que Iván no hubiera muerto le hizo recobrar el ánimo. Después, las dudas volvieron a asaltarlo. Recordó que en ocasiones el sistema nervioso sigue funcionando aún después de que alguien ha fallecido, y los cadáveres tienden a sentarse, en un acto reflejo. Pero no alcanzaba a explicar los espasmos.

Con una sensación terrible, oscilando entre la curiosidad y el espanto, el párroco Mahler se puso de pie. Trastabillando, intentado no rozar siquiera ninguna de las planchas por miedo a que los demás cuerpos cobraran vida, volvió despacio hasta el cadáver que se había erguido. Le imponía la mancha de sangre sobre la blancura de la tela. Un largo y aberrante silencio llenaba la habitación. Sintió la sangre agolpándose sobre su cabeza, la adrenalina que alimentaba su necesidad de continuar. Al menos ya no podía percibir ese llanto callado. Quizás se tratara de una mala pasada de sus nervios.

Como en un sueño; no una pesadilla, sino un sueño desagradable donde es ineludible continuar, su mano derecha se dirigió, temblorosa, hacia la cabeza. Con la yema de los dedos retiró la sábana. El rostro de Iván, amoratado y en completa hinchazón; con el pómulo hundido varios centímetros y con el cartílago de la nariz colgando, le dejó sin palabras.

-Mi Iván- dijo desgarrado, mientras con la mano intentaba acariciar el rostro despedazado del muchacho, sin atreverse a hacerlo.

Sintió piedad. Experimentó el dolor en segunda instancia. Luego miró el pecho y los hombros del chico: lleno de cicatrices de golpes de alambre. No recordaba que hubiera sido tan estricto. ¿Qué diría de esas evidencia la policía cuando practicara la autopsia? ¿Preguntarían sobre la relación entre ellos? ¿Cuestionarían sus métodos para educarlo? Por un momento se olvidó de Iván, de su esposa, de ese dolor que no cesa cuando uno pierde a un ser querido; y se preocupó por las consecuencias de alguna probable investigación.

No podían saber. Tendría que esconder los rastros de cualquier maltrato. Aunque no sabía cómo. Tal vez si incinerara el cuerpo, provocando un incendio, alegando la pérdida temporal de la razón debido al impacto de la noticia. Quizás si robara el cadáver por la madrugada, para desaparecerlo fuera de la ciudad, en algún terreno baldío. Se sintió un miserable por pensar en cuidar su reputación antes que en la muerte de su hijo.

 Entonces escuchó, apenas, ese llanto dolorido de nuevo. No quiso creer. Cerró los ojos y fingió que todo seguía en calma. No podía creer. Esta vez el llanto se escuchó claro y cercano. Aterrado, abrió los ojos para contemplar aquel cuerpo. Entonces sucedió. El cadáver giró la cabeza. Eran los ojos de Iván, cubiertos de sangre y desorbitados, que lo miraban fijo. Sintió la fuerza de una mano gélida que le atenazaba la muñeca. Quiso gritar, pero de su garganta emergió apenas una especie de chillido entrecortado. Sintió cómo su pulso salía de control. Su brazo izquierdo comenzó a adormilarse. Había hormigas en su brazo. El corazón latía de manera furiosa, como una bestia desbocada. Luego lo asaltó una punzada. No podía respirar. Los ojos de Iván demandaban explicaciones. El hombre se rindió ante esa mirada interrogante. Una voz ronca, aunque muy triste, rompió el silencio del anfiteatro:

-Papá –dijo- he sido un buen hijo.

La mano apretó con más fuerza la muñeca del pastor Mahler; mientras él, con un gesto descompuesto y desesperado ante el inminente infarto,  comprobaba cómo la oscuridad se iba apoderando de él de una manera gradual y pausada, pero absoluta.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Dulce Correggio

 

 “..su carne era muy blanca, y cuando se había derretido añadí un

frasco de colonia, y después de mucho tiempo en ebullición fui

capaz de hacer un poco de (producto) cremoso más que aceptable”

 

I

 

Leonarda pasaba las tardes junto a la ventana, husmeando un poco en la calle, un tanto en la gente, otro tanto en su propio interior. Desde que su hijo predilecto regresó a casa tras combatir en la Gran Guerra defendiendo a su patria (al llamado de Il Duce), había decidido desvivirse en atenciones para él.

-Giussepe –le dijo Leonarda cuando le abrió las puertas de su casa-  Ya eres un hombre hecho y derecho. Qué hermoso te miras con ese uniforme, aunque esté estropeado por las manchas de sangre.

Él, maligno como lo había sido desde que era un adolescente, sólo tuvo una retorcida sonrisa de agradecimiento para su madre, antes de entrar.

Desde la muerte de su marido, ocurrida largo tiempo atrás, sus hijos se habían convertido en lo más importante para la anciana¸ aunque ninguno de ellos viviera con ella. Se hallaban casadas o casados, inmersos en sus propias vidas, ajenos a la soledad de la madre.

El retorno del hijo preferido brindó una alegría inmensa a Leonarda, porque al fin después de muchos años podía sentirse acompañada. Le gustaba levantarse temprano para prepararle el desayuno, plancharle los pantalones, coser los botones de un uniforme que había sido condenado a simple trofeo.

 Pero, aunque era feliz, una angustia secreta le quejaba: en la feria anual del pueblo de Correggio, Giussepe dio con un carromato viejo y mugroso que anunciaba los servicios de un quiromántico, quien al leer el futuro del muchacho no pudo evitar mencionar un destino desafortunado, donde podía leerse de manera nítida la cárcel, en una de sus manos, y un asilo de asesinos, en la otra. Guissepe contó a Leonarda su encuentro con el adivino. Ella, obsesiva y protectora como cualquier madre que se precie de serlo, se consternó ante la suerte que le esperaba a su cachorro. Debido a ello, la mujer gastaba las horas contemplando el mundo, llena de angustia, reflexionando en el destino criminal que le esperaba a su vástago; deseando con fervor poder ayudarlo de algún modo.

Muchas veces, para desentenderse de sus preocupaciones, Leonarda la pasaba cocinando deliciosas galletas que metía,  con una profunda dedicación, en la hornilla del patio trasero. También elaboraba jabones artesanales, utilizando los moldes con las formas más extrañas y variadas en los que se pudiera pensar: una mano larga y delicada, un rostro con los párpados  cerrados, un corazón redondo y mullido. Los vecinos y visitantes se sentían un poco intimidados ante la extrañeza de las formas, pero no dejaban de alabar la suavidad y tersura de esos jabones. De esta manera, la anciana podía mantener sus gastos y los de Giussepe, quien desde que llegó no había podido colocarse en un empleo y por ello invertía el día entre los billares de la ciudad y alguna que otra taberna barata. Desde muy temprano el muchacho salía a la calle y sólo regresaba, para comer con su vieja, pasado el mediodía. Luego volvía a marcharse hasta el crepúsculo o bien entrada la noche. Un par de ocasiones, su Giussepe había vuelto con rastros de sangre en la playera. Cuando Leonarda le preguntó que había pasado, él se mostraba elusivo, pretextando peleas estúpidas con algún borracho que había insultado la estirpe de los Cianciulli.

-¿Qué dicen de nosotros, mi hermoso? –preguntaba Leonarda.

-Dicen muchas cosas, mami. Rumores vergonzosos. –respondía Giusseppe, parco- Que mi padre era violento, que cuando murió te volviste loca y que un gen malvado habita en nuestra sangre, como un lobo en espera de dar el zarpazo. Dicen que estoy condenado al crimen.

Ella lo miraba con dulzura:

- No sabes cómo me hace feliz que defiendas el honor de tu madre. Y por lo demás no debes preocuparte. Ya hallaremos la forma de hacerte escapar de la maldición que persigue tus pasos.

 

A mediodía, se hallaba perdida en su reflexiones, imbuida en un laberinto de voces que marcaban múltiples posibilidades dentro de su cabeza, cuando llamaron a la puerta. Entonces se dio cuenta de que había olvidado la visita de la señora Virginia Cacioppo, una mujer entrada a la madurez quien en su juventud había sido una prestigiosa soprano, y que incluso llegó a conocer el escenario de la Scala en la época cúspide de su carrera. Virginia había sido amiga de Leonarda desde que aquélla era una jovencita, y sobre todo una fiel amiga de Giussepe aunque le llevara más de diez años de edad. La amistad con el vástago de la viuda era tan estrecha que algunos llegaron a pensar que la relación concluiría en el altar. Pero la carrera operística de la Cacioppo haría imposible la continuación del romance. Luego Giussepe partió al frente, a defender los ideales de un Benito Mussolini que, para ser sinceros, le era ajeno en absoluto.

La guerra había roto los últimos lazos amorosos, hasta fechas recientes, en que la Cacioppo se animó a enviar una carta a su vieja amiga para saber cómo iba todo. Emocionada, casi eufórica, la anciana contestó la misiva, rogando a la ex soprano viniera  a visitarla, prometiendo buscar una habitación donde pudiera quedarse, así como conseguirle un empleo de secretaria para que pudiera mantener sus gastos. La cita estaba pactada para ese día. Leonarda estaba tan contenta por la llegada de Virginia, que decidió que esa noche prepararía en su honor las más deliciosas galletas de las que se tuviera memoria.

Cuando volvieron a llamar a la puerta, acudió a abrir. Frente a ella, una Virginia madura, de rasgos marchitos, sonreía de oreja a oreja. Leonarda mostró un gesto de reconocimiento. Luego, enormemente feliz, se lanzó a los brazos de su amiga. Se desvivió en besarle las mejillas, en estrecharle las manos, efusiva. La invito a pasar.

Afuera, a no más de cincuenta metros de distancia y oculto tras una barda, Giussepe contemplaba la escena, absorto. Ningún rastro de odio o felicidad se traslucía en su gesto. Permanecía de pie, silencioso y concentrado, mirando con frialdad la puerta de la casa. Cualquier habitante de Correggio que hubiera pasado cerca de él, en ese momento, hubiera hecho todo lo posible por ignorar cualquier especulación sobre los pensamientos de aquél joven sombrío, que había decidido contemplar la llegada de un viejo desamor desde la soledad que el muro de adobe le obsequiaba.

 

II

 

Al cuerpo de Virginia lo encontraron una mañana, contenido en un tambo apestoso y flotando sobre vinagre. La apariencia del cuerpo de la soprano no era muy buena: yacía en nueve partes.

De inmediato se iniciaron las investigaciones, en medio de los rumores y los chismes en Correggio. Cuando el inspector municipal llegó al lugar de los hechos, lo primero que llamó su atención era el silencio que reinaba en el interior de la casa de los Cianciulli. El pueblo entero se hallaba apostado alrededor del patio trasero de la residencia, pero Leonarda y su hijo no daban señales de vida. El inspector se acercó a los niños traviesos que, jugando a las batallas entre japoneses y americanos, hicieron el macabro hallazgo buscando un escondite.

-No van a decirle nada ahora, inspector –Están muertos de miedo, le dijo su asistente. El inspector consideró la situación. Los dos niños del panadero, pálidos y flacos, se hallaban muy perturbados.

-¿Y la anciana? –se atrevió a preguntar -¿Alguien la ha visto?

-Nadie contesta dentro de la casa. Eso no es todo: justo a dos metros del tambo, había una cacerola: dentro de ella encontramos la cabeza de otra mujer. Parece que la hirvieron en aceite. Es imposible reconocerla. Del paradero del hijo no se sabe nada.

El inspector maldijo su suerte. En más de ciento cincuenta años en la villa de Correggio no había sucedido un hecho tan atroz. Y le tenía que suceder a él. Sudó frío. Sacó un cigarrillo, pero los nervios le impidieron encenderlo al primer y segundo intento. Renunció al cigarrillo. Supo que un inspector rural de su talla era incapaz de resolver el misterio más insignificante. Los hechos a partir de entonces tomarían un tinte confuso, hasta conseguir aclararse de una manera demoledora.

La noticia que se aproximaba era la punta del iceberg: un adolescente, moreno y de bigote incipiente, venía corriendo desde una esquina, levantando una polvareda tremenda. Cuando llegó ante el inspector, tomó una bocanada de aire, antes de intentar explicar los eventos. El inspector se moría de impaciencia.

 

 

III

 

-Volvamos al inicio: ¿Te declaras culpable de los tres asesinatos? –preguntó un poco fatigado el inspector.

-Sí –una débil respuesta fue todo lo que el agente pudo obtener.

La lámpara de keroseno que yacía sobre la mesa de roble parpadeaba constante, iluminando apenas sus rostros. Los separos municipales, desnudos y mohosos, no podían intimidar a nadie. Después de un ligero silencio, un instante de duda y tal vez arrepentimiento, la voz habló:

-No podía soportar más. Era necesario. Usted no sabe lo que es eso. Escuchar voces desde que se es adolescente, casi desde la infancia. Es por completo intolerable, le digo.

El inspector le daba vueltas al asunto en su cabeza, sin conseguir una respuesta lógica a un acto tan aberrante.

-¿Por qué? –fue lo único que atinó a decir.

-Porque el infortunio nos perseguía, quiero decir, perseguía a toda la familia Cianciulli. No podía permitirlo.

-¿Cómo ocurrió?

-Pues como deben ocurrir las cosas. Conversamos un poco. Luego me acerqué a ella cuando se hallaba de espaldas ¿Sabe la exactitud con la que se puede dar un golpe de hacha? Lo demás lo sabe: ella terminó en el bote, al igual que las otras dos que vinieron a casa antes. Era necesario. Es parte del sacrificio humano que debo cumplir para evitar la desventura de Giussepe. La carne de Virginia era muy blanca, y cuando se había derretido añadí un frasco de colonia, y después de mucho tiempo en ebullición fui capaz de hacer un poco de jabón cremoso más que aceptable. Le di algunas pastillas de jabón a los vecinos y conocidos. Los pastelillos también eran los mejores: la mujer era muy dulce.

El inspector tomó una larga bocanada de aire. Su ayudante tenía la misma cara de imbécil que seguro mostraba él. En un inicio, Giussepe se declaró culpable  una vez que lo capturaron huyendo por los bosques; pero a la insistencia de su madre, que se entregó de manera voluntaria, decidió declarar una sospechosa inocencia. Los crímenes eran terribles. Lo más repugnante de todo, era que con la carne de las tres mujeres asesinadas alguien pudiera dedicarse a cocinar pastelillos que había probado todo el pueblo. En lo más álgido de la polémica, en un movimiento que al inspector le pareció incluso absurdo, Leonarda pidió hicieran traer un cadáver desde alguna villa vecina. La anciana juraba que su hijo era inocente, que ella se había encargado de la carnicería.

Los inspectores midieron con la vista la fragilidad de Leonarda, por una parte; y la corpulenta juventud de Giussepe, por la otra. Pero, finalmente, contagiados por la locura de Leonarda, o tal vez desesperados por darle fin a las investigaciones de un caso tan escabroso al que no estaban acostumbrados, aceptaron la propuesta de la vieja de Corregio. Hicieron traer el cadáver de un vagabundo que había muerto un par de días antes, de causas naturales, en la villa vecina. Y lo colocaron sobre una mesa rústica.

Leonarda lo miraba con concentración sombría. El inspector no cabía en su incomodidad. Sopesó el tamaño del absurdo al que se estaba prestando. Hizo un ligero gesto que demostraba aprobación:

-Vamos, ande. Muéstrenos cómo se hace –dijo a la mujer, sarcástico. Luego miró de reojo a Giussepe, esperando encontrar en él alguna señal de contrición, un ligero movimiento que evitara una situación tan penosa, deseando de manera ferviente que el joven declarara su culpabilidad y acabara con la farsa.

Como única respuesta, la anciana se puso de pie. Se encaminó hasta el hacha que yacía en una de las paredes de los separos. Los hombres de la ley desenfundaron un par de revólveres, sólo por si la situación se ponía difícil. El inspector se preguntó qué diablos hacía allí, en medio de una habitación desnuda, con un cadáver sobre la mesa y su revólver apuntado a la sien de una pobre y sacrificada anciana. También se preguntó por qué Leonarda seguía su paso, segura, hasta el cadáver que yacía sobre la mesa de exhibición, sin aceptar el destino que le esperaba a su incómodo vástago.

Sintió que el cielo se desplomaba. Sintió que Dios se cagaba a carcajadas de él y de todos los idiotas de ese pueblo. Y allí, como si se hallara más que complacida por la oportunidad, mostrando una dedicada maestría y valiéndose del sangriento filo de un hacha, Leonarda Cianciulli procedió a despedazar aquél cadáver, antes de un periodo de diez minutos, en nueve partes exactas; nueve retazos precisos, ante los ojos atónitos del inspector, del ayudante, de su propio hijo, y del mundo.

 

 

 

 

 

 

 

Las voces del Zigurat

 

¿A dónde vas, Gilgamesh?

La vida que tú buscas nunca la encontrarás.

 

Tablilla X, columna 1

 

 

-Buen día. Agencia de viajes Aqua Nueva ¿Quién llama?

-“......”

-Bastardos degenerados” Qué oficio es éste de joder a la gente, se dijo Isimud. Colgó. Nueva llamada. Acercó el auricular hacia él. Desde la bocina emergió una voz apagada, apenas inteligible, que intentaba comunicar algo. Una suerte de mensaje. Entre su escasa claridad, Isimud pudo reconocer algunas frases acerca de mares tenebrosos donde las almas de los abandonados se purifican en arrepentimiento; algo sobre destinos de navíos destrozados y otras chifladuras  por el estilo. Por supuesto volvió a colgar, harto de descifrar esa retahíla de palabras que más bien semejaban el discurso de algún fanático.

         Tres días atrás: alguien –quizás el subgerente de ventas o el propio director general con su sonrisita de niño bien- decidió instalarle una línea, con el pretexto pueril de otorgarle privacidad. La verdad es que cada empleado de la agencia sabía que se encontraba en camino de un despido inminente a causa de su edad, y lo único que procuraban era apartarlo del grupo. “Marranos malagradecidos”, pensó cuando instalaron la línea, y se soltó a reír con esos ronquidos asmáticos que le despertaban la antipatía de sus compañeros.

         “Las vísceras de Dios; la rabia que precede la furia del infierno, el ojo de la lucidez enferma” eran frases repetidas a menudo por las voces en el teléfono. Se podían adivinar, audibles apenas entre el monótonofrustrantecarraspeo de la propia línea y una serie de susurros inquietantes, andróginos, que enturbiaban el sentido de lo que se decía.

La primera vez que escuchó las voces no les dio importancia por estar embelesado en el escote de su compañera de escritorio. Lo tomó como una broma infantil de algún ocioso. La segunda vez el eco en la línea fue terrible. Era imposible distinguir un vocablo de otro. En la tercera ocasión despertó una malsana curiosidad en él: notó que, aunque inconexos, los vocablos parecían perseguir algún fin. Así que  pasó veinte minutos después de la hora de salida descifrando la llamada. Fue inútil. Le era imposible  comprender todo este asunto de naufragios y almas malditas que no tenía nada en común con su vida.

         Al día siguiente, cerca de las 2:15 p.m, mientras descansaba en un café cercano a la oficina, una noticia en el televisor  capturó su atención. La nota mencionaba el extraño hundimiento de un lujoso crucero, justo donde él había conseguido la venta de algunos viajes para un grupo de turistas alemanes. Se calculaban doscientos o trescientos muertos. Entre las fotos de los fallecidos pudo reconocer cuando menos tres o cuatro rostros de los turistas que lo habían visitado en la agencia. El café le pareció amargo. Se le revolvió el estómago. Prefirió dar por concluida la hora de su descanso.

         Esa tarde, cuando estaba por abandonar la oficina después de vender un destino a Medio Oriente, escuchó el timbre del teléfono. Pensó que se trataba de una llamada que regresaba, como es frecuente en esos asuntos de ventas. Se puso al auricular como un acto mecánico.

-Está hecho- confirmó al otro lado de la línea una voz que no parecía humana. Sintió cómo se helaba su sangre.

Miró a su alrededor: el movimiento de la agencia era natural. Sonrisas fingidas. Resentimientos traducidos en franca camaradería. El gerente de piso que se quería ligar a la recepcionista, que a su vez se quería ligar al office boy, que a su vez se quería ligar al encargado de almacén. Un orden perfecto. Ninguna alteración por considerar.

         Dos días más tarde se hallaba en casa leyendo en el complemento cultural de un diario un aburrido cuento de vampiros, de nombre Juguete Barroco, cuando se sobresaltó con el llamado del teléfono que descansaba en el buró. Isimud consultó la hora: las dos de la mañana. ¿Quién carajo se atrevía a…? Deseo con fervor que no fueran ellos. Con mucha precaución, se llevó la bocina al oído. Esta vez le hablaron de calderas hirvientes y destellos infernales que azotaban la torre de Babel.

Esa noche soñó un enorme zigurat, rematado por preciosas cúpulas de oro, por cuyas rampas descendían los cuerpos chamuscados de algunos guerreros asirios. Al menos sabía que eran asirios porque un demonio a su lado, investido con una heroica coraza y que juraba llamarse Marduk, se lo hizo saber. Ese tal Marduk parecía haberle cobrado cierto aprecio dentro del sueño. Le hacía sentir tranquilidad en su trato y en sus gestos, aún cuando fueran lejanos.

Contrario a lo que pudiera pensarse, al despertar se sintió lleno de energía y con un ánimo afable. Aunque sabía que no tardaría en tener noticias acerca del presagio. Esperó algunos días, impaciente. No hubo más llamadas de este tipo en el transcurso de la semana, pero estaba seguro que una tragedia ocurriría tarde o temprano. El día 19 pudo leer en uno de los diarios nacionales: “Nuevo atentado terrorista en las torres de gobierno de Madrid. Cientos de muertos y heridos.” Las fotografías de la portada eran tan similares en muchos aspectos a los de su sueño, que no se mostró siquiera sorprendido. Excitado por su capacidad de conocer el futuro de los otros, se dirigió a su escritorio y descolgó el auricular. Las voces confirmaron lo que ya sabía: “Está hecho”. Fue justo en ese momento que una gran idea acudió a su mente.

         Ochenta y dos días después, Isimud había logrado lucrar con sus conocimientos del futuro inmediato. A uno de sus compañeros lo había hecho desistir de su propósito de acampar al pie de un volcán que sufrió un derrumbe de mortales consecuencias. Por salvarle la vida, su amigo le ofreció una cantidad modesta, pero muy útil para sus ahorros, que primero rechazó con un falso desdén y terminó por aceptar. Al operador de la fotocopiadora lo rescató de una trampa homicida urdida por su mujer y el amante en turno. A una clienta la previno de una hermana que quería arrebatarle una herencia. Para cada caso, conforme aumentaba su infalibilidad en los pronósticos, aumentaba también el costo de sus servicios. Los domingos los pasaba en el hipódromo, enriqueciéndose a sus anchas. Por fin era feliz. No necesitaba de una mujer que le cocinara ni lo importunara con sus peripecias laborales. No había pañales de por medio ni mamilas con leche caliente que llenar. No tenía que mantener a nadie ni cuidarse de que alguien le arrebatara su pequeña fortuna, que ya se equiparaba a una cifra que era capaz de ahorrar en ocho meses de trabajo en la agencia. Comenzó a planear unas vacaciones en Europa, pero desistió del plan al considerar la cantidad de desgracias que se cernían en torno a los viajes.

         El nonagésimo cuarto día se hallaba en el colmo de la satisfacción. Se había atrevido a apostar con algunos vecinos incautos sobre la muerte en carretera de uno de los magistrados más reconocidos en el país. Ganó una apuesta fácil y muy gorda. Caminaba esa misma tarde sobre un corredor lleno de aparadores, de elegantes boutiques y de tiendas de zapatos finos, extasiado, cuando llegó a la esquina y torció a la izquierda. Lo que vio lo dejó atónito. Frente a él, a través de la angostura de las fachadas, un enorme zigurat se erigía majestuoso en el horizonte, como si la calle gozara de una longitud infinita, y allí a una cuadra, se viera interrumpida por la fantástica construcción. En una de aquéllas cúpulas, Isimud contempló, mudo, la portentosa figura de Marduk. Una capa litúrgica que portaba el demonio se agitaba por los aires, dotando a la escena de un aire teatral. Se sintió desconcertado. Buscó en los transeúntes alguna señal de sorpresa ante el edificio; pero la gente continuaba su camino con prisa o desenfado. Era evidente que nadie más podía notar la presencia de esa visión. Marduk se movió con lentitud. De manera parsimoniosa, la pesada coraza del demonio le permitió alargar el brazo, hasta apuntar  justo a donde él se encontraba, atónito. Marduk  parecía estar de su lado, como en el sueño. Pero Isimud no comprendía lo que significaba el señalamiento. No tuvo tiempo de reflexionar. Detrás de él, un policía y un gordo asaltante se enfrentaban a tiros. La gente corrió despavorida al primer disparo. Alguna mujer gritó de manera escandalosa; y un hombre de mediana edad se tiró al piso, gritando a todos hicieran lo mismo. Algunos tardaron en reaccionar, pero finalmente todos se tendieron sobre la loseta de concreto. Todos excepto Isimud, que permanecía sumergido en sus cavilaciones, tratando de recomponer los actos, de descifrar el enigma del zigurat.

No tuvo oportunidad. Una bala desprendida desde una certera cuarenta y cinco surcó los aires, dejando atrás en su recorrido  cajeros automáticos, heladerías, aparadores con elegantes pantalones y cafés para concluir su recorrido en la vieja fachada colonial de una bisutería, después de atravesar limpiamente el corazón de Isimud. El azar posee una exactitud insoportable. Un par de segundos después, el cuerpo inerte de Isimud caía sobre las duras baldosas del centro histórico de la ciudad.

En una oficina remota, el auxiliar de un contador trabajaba concentrado en los balances en su segundo turno, cuando su teléfono celular timbró. Despacio, con una sonrisa de satisfacción que no le cabía en el rostro, apretó un botón y se acercó el aparato a su oído. Dos simples palabras le dieron la respuesta que, con un dejo de morbo, había estado esperando.        

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La historia de Mirna

 

Existen hombres y mujeres para quienes las fechas dejan de tener un significado. Da lo mismo que sea aniversario de la Constitución, San Valentín o un viernes de quincena. Hay gente que no aprecia los días especiales; porque nadie les espera en ningún lado, ni esperan a alguien, ni esperan  nada.

Algo así me sucedía cuando trabajaba dando capacitaciones de personal para un outsourcing, seis o siete años atrás. La historia en sí es extraña, como extraños son el lugar y el empleo para el que fui requerido. Una tarde recibí una llamada a la oficina pidiendo una cotización para capacitar un determinado número de empleados. Cuando pregunté qué tipo de personal manejaban, la voz al otro lado del teléfono habló de cazadores de muertos vivientes y de exterminadores de demonios. Me eché a reír con franqueza. Pensé que se trataba de una broma. No se puede tomar en serio una petición de este género. Pero la voz al otro lado sonaba comprometida, y sobre todo ofrecía una fortuna por el trabajo. Repuse que no estaba capacitado para este tipo de funciones; pero la voz pidió que sólo me enfocara en conseguir que la gente se mentalizara en lograr objetivos, no importando la naturaleza de los mismos. Como lo mío en ese entonces era ver la plata antes que tocarme el corazón, acepté de inmediato. Hablé con mi jefa acerca de la propuesta. Se mostró fascinada con la oferta económica, hasta tal punto que juró ascenderme a una subgerencia si conseguía éxito en mantener al cliente.

         Al día siguiente partí al lugar señalado por Rómulo Renán, el hombre que me había contratado. Como a mí estas cosas de brujerías y muertos sí me imponen, llevé conmigo un crucifijo que me había regalado mi abuela cuando era un adolescente; y una pesada y gorda biblia que sirviera de escudo para los peores males. Al llegar a esa pequeña villa, lo primero que hice fue apearme al único hotel del lugar; pero resultó un sitio incómodo, húmedo e insalubre. Además, la figura de un tipo con mirada extraviada, que salía del lugar cargando el estuche de un violín y una maleta, me hicieron pensar que no se trataba de un espacio recomendable. Hablé con el dueño del hotel; acordamos que me facturara una habitación al costo de cuatro estrellas para cobrársela a la empresa,  y me di a la tarea de buscar una posada decente. Casi todas habían sido cerradas. Sólo había una disponible: La posada de Thot; un caserón antiguo donde las habitaciones comunicaban a un modesto patio central, que guardaba en su interior un huerto y un pozo profundo. Me recibió una mujer cercana a la vejez. Con muchas atenciones me hizo llegar hasta la habitación siete, mostrándome el interior de la misma: se veía cómoda y limpia, lo que parecía suficiente para un viajero fatigado. Le adelanté el pago por la semana en que impartiría el curso. Ella se marchó a su habitación para atender a su hija, una adolescente que se encontraba muy delicada de salud, según me confesó.

Cuando la vieja se fue, desempaqué la ropa de la valija y me dediqué a colgarla dentro de un antiguo ropero que dominaba el cuarto. La biblia y el crucifico los coloqué debajo de mi almohada. Me pregunté entonces si los espíritus se detenían al encontrar algún símbolo católico sólo porque hemos sobrevivido milenios bajo el yugo de una ideología basada en estas ideas religiosas. Quiero decir, si un aparecido cree en el poder de la cruz, todo está bajo control. ¿Pero qué pasa en estos tiempos en que el catolicismo está en crisis? Imaginarme la posibilidad de un fantasma ateo o agnóstico me causaba preocupación. Era extraño: cada vez que daba la espalda a la ventana que daba al patio, tenía la sensación de que alguien espiaba desde el exterior. Como a mí las historias sobrenaturales me quitan el sueño, intenté de inmediato llevar mi pensamiento a tópicos menos angustiantes.

         Esa tarde encontré la primera sorpresa desagradable, cuando al llegar a la sala de conferencias del palacio municipal, la encontré desierta. Ni siquiera había a quien dirigirme, o por lo menos a quien mentarle la madre por el abandono al que me vi sometido. Con desencanto, me dirigí a la mesa principal. Allí, en el interior de un sobre discreto que llevaba mi nombre, habían dejado el pago de mi día.

         Esa tarde decidí meterme a una cantina para matar el tiempo. Dentro del lugar tres parroquianos bebían con actitud derrotista. No me importó. Comprendí que en ese momento y bajo esas circunstancias mi vida no era mejor que la de ellos. Al calor de cuatro cervezas llegó la noche. En cuanto oscureció, el encargado me pidió de manera cortés me retirara, porque las ventas no prometían mucho y los tres hombres ya se habían marchado. Me largué un poco aburrido y en un estado de sobriedad desesperante. En una situación así, me hubiera gustado perder la conciencia con algunos traguitos más, pero la tarde entera bebí a sabiendas de que debía presentarme a trabajar a la mañana siguiente.

Al llegar a la posada, no bien había cruzado el largo pasillo que daba al patio, cuando quedé sorprendido: una chica de entre quince y dieciséis años lloraba sentada en el brocal del pozo. Lloraba silenciosa y resignada, luciendo de manera triste un vestido púrpura, otrora elegante. Yo no podía dejar de mirarla. De pronto, como si recordara algo, levantó el rostro.  Estaba pálida y sus ojeras acusaban cansancio. A pesar de ello, era evidente la belleza y delicadeza en sus facciones. Me miró interrogante. Luego me dedicó una sonrisa tierna. Reponiéndome al estupor inicial, correspondí al saludo; también sonreí, aunque  con timidez, intimidado ante la idea de que pudiera pensarse que un hombre de mi edad buscaba algo más con una jovencita. Caminé sin prisa, para encerrarme en la habitación número siete. Esa noche, antes de conciliar el sueño, no pude dejar de pensar en el motivo que podría desatar el llanto de una adolescente en una posada rural.

         Por la mañana llegaron trece alumnos al curso. Un pequeño grupo constituido por campesinos y tenderos y albañiles y flacos y viejos de mirada turbia. Les hablé de la importancia de cumplir objetivos y metas. Ellos desviaron la conversación hacia la necesidad de exterminar a los muertos que por las noches se levantaban para asustar a los vivos. En un inicio, me reí de sus supersticiones, pero la seriedad con la que hablaban y los rumores que corrían sobre la mansión de Rómulo Renán lograron inquietarme. De esa réplica de castillo gótico de pésimo gusto -que se podía apreciar desde cualquier tejado-, se rumoraba sobre brujerías y apariciones. Juraban que el mismo Renán -un personaje siniestro, a decir de los habitantes- había conseguido abrir, cualquier noche, la puerta que conduce a los infiernos. Que desde allí una legión de muertos había logrado escapar, para posesionarse de la tranquilidad de los habitantes. El propietario de la hacienda, horrorizado por el mal que había provocado con sus estudios demonológicos, solicitó mis servicios para convencer a la población de defenderse de alguna manera de los ataques sobrenaturales. Colgados a sus cuellos, portaban escapularios y crucifijos. Estaban tan resueltos que tuve que continuar el curso, convencido de que podría ayudar con la labor mística de aquellos pobres diablos. Lo cierto es que mientras impartía la cátedra, consideraba la posibilidad inmediata de regresar a la paz de mi oficina, mi escritorio y las banalidades que nos permiten las redes sociales en el ciberespacio. También pensaba que, de existir un grado de verdad en esas historias, cualquier día de estos acabaría tirado sobre el suelo, víctima de una crisis nerviosa o de un ataque de alguna especie de zombie ranchero. En tal estado emocional regresé a la posada.

Al entrar, entre la oscuridad del patio pude distinguir la silueta de la chica del pozo, que volvió a sonreírme en cuanto me vio llegar. Su cara de rasgos afables me pareció encantadora. Sin prisa, para no producir una sensación hostil, me acerqué a la muchacha:

         -Hola –dije - Parece que nunca duermes.

         -Hola –contestó alegre- Sí, por lo general no puedo dormir. Prefiero sentarme aquí en las noches, para mirar la luna.

         -¿Cómo te llamas?

         - Mirna. Me llamo Mirna.

         Deduje que era la hija de la casera, la adolescente que se hallaba enferma dos noches antes. ¿Era posible que se le mirara tan repuesta en el transcurso de unas cuantas horas?  Traté de capturar su rostro en mi memoria, de manera discreta, cada vez que ella dirigía la mirada a la punta de sus zapatos en un gesto infantil. Me sentía impulsado a contemplarla. Entonces descubrí que, tras su espalda, guardaba un objeto.

         -¿Qué tienes allí? –la pregunta fue espontánea.

         -No querrás saberlo –contestó, con una expresión llena de misterio.

         - Por favor.

Desde su espalda, asomó una muñeca de trapo, maltratada y vieja. La muñeca tenía el cabello largo, de un negro profundo. Aunque el fabricante se había esmerado por dotarla de facciones hermosas, lucía terrible, quizás a causa del uso o el abandono. El parecido era evidente.

-También se llama Mirna, como yo. Representa a mi gemela, la enfermita.

No esperaba una aclaración de ese tipo. Por un par de segundos, me sentí confundido. El ruido seco de una naranja que caía desde uno de los árboles del huerto, me sacó de mi marasmo.

-Tengo que irme –se despidió amable- Se hace tarde. Ha sido un placer platicar contigo. ¿Mañana aquí, a la misma hora?

-¿Por qué no? –fue todo lo que atiné a responder. Aunque, a decir verdad, aquello no me había parecido una plática.

La vi desaparecer entre las sombras de los limoneros. Me recargué en el brocal del pozo. Por curiosidad eché un vistazo al fondo. Era tan profundo que no parecía tener fin. Algo en ese elemento me despertó escalofríos de manera súbita. Asumí que esa sensación despertaba con la humedad de las paredes. De cualquier forma, era incómodo permanecer cerca del pozo sin Mirna. Decidí marcharme a dormir de inmediato.

Por la madrugada y en recurrentes ocasiones, sueños espantosos sobre una Mirna maligna me hicieron despertar. En una de ellas, al incorporarme sudoroso, juraría haber visto el rostro de la casera al otro lado del cristal de la ventana. Pasé una noche terrible.

En mi tercera sesión, ninguno de mis oyentes se presentó. Mandaron a comunicar por medio de un niño descalzo que no vendrían. El pequeño me explicó que era día de San Miguel Arcángel, un día fundamental para los hombres del pueblo y sus planes de cazar muertos resurrectos. Como ya empezaba a acostumbrarme al extraño comportamiento de los habitantes, recogí el pago que habían dejado dentro de un sobre y me di a la aventura de buscar a alguno de mis alumnos entre las calles de la villa, intentando echar abajo un argumento que me parecía falso además de absurdo. No encontré a ninguno. En cambio, los collares de ajo sobre los dinteles de las puertas de cada casa eran evidentes. En algún momento me atreví a internarme al despoblado para buscar rastros de los hombres del pueblo. Pero los campos lucían tan desolados y la hacienda de Renán era tan imponente, que terminé por sugestionarme. Lo cierto es que habían desaparecido de manera misteriosa de la villa; y las mujeres y los niños se ocultaban dentro de sus casas, asomándose apenas por las ventanas y rendijas de las puertas. Opté por abandonar la aventura. La villa comenzaba a asfixiarme.

Cuando llegué a la posada por la tarde, bajo un deseo sincero de encontrar una presencia humana, me dirigí a la habitación de la casera. Primero discreto, y después con sincera desfachatez, llamé a la puerta. Nadie respondió a mi llamado. A mí nunca me ha gustado que la gente me ignoré, así es que insistí repetidamente, con la misma respuesta. Intrigado ante circunstancias tan atípicas, durante largos minutos me dediqué a colocar el oído sobre la puerta para captar algún sonido a través de la madera. Apenas perceptible, escuchaba los quejidos y lamentos de una chica que parecía agonizar. Por supuesto, estaba latente la posibilidad de que los nervios me estuvieran jugando una mala pasada. Un tanto perturbado, decidí recostarme en mi habitación para olvidar esa villa miserable. Los sueños volvieron a provocarme muchas incomodidades. Además, una necesidad imperiosa por volver a encontrar a Mirna parecía ser el foco de mis pesadillas.

Lo primero que hice al despertar fue dirigirme al pozo. Anochecía. Mirna estaba allí, enfundada en su vestido púrpura. Empecé a considerar que se trataba de una tipa extraña, una chica guapa pero pobre que sólo tenía ese vestido de noche como única selección en su armario, y aprovechaba cualquier ocasión para lucirlo.

Esta vez la encontré consternada, un poco más pálida.

-Hola –saludé, aliviado por volver a escuchar mi propia voz- Hoy me hicieron dar una vuelta inútil.

-Me imagino –dijo con voz dulce pero entrecortada- Es día de San Miguel Arcángel. ¿Sabías?

-Sí.

-Los hombres están ocupados en otros asuntos.

-Lo sé.

- Las almas de los que vivimos aquí han sido condenadas al abandono. No existe la piedad ni el reposo. Si existe un dios, hace rato que se alejó de esta villa.

-Hablas con resentimiento.

Su rostro estaba concentrado en las baldosas del patio. Era evidente que algo le preocupaba.

-Esta noche…Hay algo que debes saber de mí…

Un alarido estruendoso terminó con la tranquilidad del patio. A lo lejos, se escucharon algunos escopetazos. Me incorporé de inmediato, lleno de desconcierto. En un impulso súbito, me vi caminando hacia el corredor. Eché un vistazo a la calle. Todo permanecía quieto. De pronto, una nueva carga de balas repartidas por diferentes rumbos cimbró las ventanas y las puertas. Me pregunté cómo se cazaba un muerto. Tal vez usando balas de plata; quizás empleando la decapitación de los cuerpos como hacían los primeros buscadores de tumbas de vampiros. No quise seguir pensando en ello. Lo que menos me apetecía era predisponerme a imágenes de cuerpos mutilados. Después de dejarme llevar por ese arrebato de cobardía, recordé a Mirna. Cuando me volví hacia ella, pude ver un objeto pesado que se internaba en las profundidades del pozo. Mirna ya no estaba allí. Una voz, un susurro apenas, pareció llamarme a mis espaldas:

-Sólo quisiera descansar.

Estaba seguro de reconocer la voz de Mirna. Cuando giré de nuevo me encontré con el rostro agrio de la casera. Comencé a experimentar el horror. No alcanzaba a comprender la sucesión de eventos.

-¿Con quién habla? –preguntó furiosa.

-Yo…

-¿Hablaba con Mirna?

-Sí.

El rostro de la casera pasó de una actitud amenazante a un estado francamente homicida. Sus manos se crisparon y comenzó a estremecerse, casi a punto de una convulsión. Se arrojó sobre mí; me sacudió por las solapas de la camisa:

-¿Usted también se va a burlar de mí, estúpido? ¿También me va a decir como  esos cabrones que ha visto a mi hija? Sépalo usted: ella murió hace tres noches.

Mi sorpresa fue infinita. Me quedé sin palabras. La mujer me soltó. Parecía volver a una aparente calma, de manera gradual, mientras yo entraba a un estado de alteración nerviosa. Era imposible que hubiera muerto. ¿En este pueblo no acostumbraban los entierros? ¿En qué momento velaron el cuerpo? No había forma de que no lo hubiera notado. Aunque de esta gente podía esperar cualquier barbarie.

-Es la segunda hija que tengo –continuó la mujer- Las dos llevaban el mismo nombre. Las dos murieron. La primera justo cuando cumplió dieciséis.

Fue como una revelación. Como si alguien me lo explicara en un susurro. La primera Mirna había muerto cayendo al interior del pozo. No quise enterarme de los detalles. Yo, por mi parte, me sentí miserable y desamparado. La anciana insistió:

-¿Cómo era? –dijo.

-Era dulce.

Dentro de ella algo se quebraba.

-La primera Mirna –dijo.

La vi angustiarse, desquebrajarse en un instante donde predominaban la tortura del pasado y la pérdida de la razón. La vi desgarrarse hasta el epicentro del alma. Luego la vi volver, convertirse en un ser violento que intenta soportar el martirio de la muerte:

-Lárguese. Son mis hijas y las he querido mucho. Usted ha tenido suerte de conocer a esa Mirna. La otra es distinta. Yo preferí dejarla morir.

No quería saber más de aquella loca, sus historias de fantasmas y sus traumas familiares. Sentí que me faltaba aire, que el cielo giraba aprisa, que las continuas descargas de escopetas y revólveres generaban ruidos insoportables. Sin mediar palabra, di media vuelta y me dirigí a mi cuarto. Antes de cerrar la puerta, alcancé a escuchar las últimas explicaciones de la vieja:

-No duerma esta noche en la casa. Es noche de San Miguel Arcángel.

Por supuesto, al cerrar la puerta estuve a punto de reír como un histérico. ¿A dónde pensaba que podía marcharme? ¿A la calle, para reposar sobre alguna banqueta repleta de muertos decapitados? Vieja imbécil. Las calles resultaban tan peligrosas con una cacería de muertos de por medio, que yo sabía que lo mejor era quedarme a dormir en esa habitación horrenda, aunque la idea me produjera escalofríos. Así lo hice: sobreponiéndome a los hechos, dejé que el sopor se adueñara de mí. No fue fácil. Tuve que recurrir a un par de pastillas para conseguirlo. Deseaba que pronto amaneciera.

 

Creo que cerré los ojos durante quince o veinte minutos. La inquietud me agobiaba. Una sed espantosa comenzó a invadirme. Lejos, de vez en cuando, se escuchaban los últimos estallidos provenientes de las armas de los perseguidores. Había apagado la luz para conciliar el sueño, pero por la ventana se filtraba un resplandor proveniente de la luna que permitía apreciar, entre penumbras, lo que había dentro de la habitación. En medio de la soledad del cuarto siete, un lamento largo y profundo se hizo escuchar. Me incorporé, retrocediendo hasta la cabecera de la cama. Allí me quedé sentado, a la expectativa de no sabía qué. Entonces vino lo peor. Primero la ventana. Mirna estaba allí, asomada, con sus rasgos finos y frágiles iluminados por la palidez de la luna. Su imagen me aterró. Sufría; podía apreciarlo a la distancia en sus ojos tristes y una mueca desesperanzada. Luego desapareció. Por un momento sentí un gran alivio, deseando que se hubiera marchado; pero de pronto, causándome el peor de los sobresaltos, alguien llamó a la puerta. Primero, con suavidad. Luego, los llamados pasaron de insistentes a salvajes. Con golpes furiosos, como si patearan la madera de la pesada puerta, alguien luchaba por entrar. La perilla de la puerta giraba lentamente, pero el pestillo que coloqué impedía del paso de quien estuviera o lo que estuviera al otro lado de la puerta. Comencé a rogar a Dios, yo que nunca he sido un católico devoto, pidiendo que aquello terminara, que yo pudiera regresar sano y salvo a casa. Un nuevo lamento partió la noche. Estaba sudando frío.

Del piso. Juro que venía del piso: una sombra espantosa comenzó a emerger. Primero asumió una forma indefinida, semicircular, que se desprendía desde las losetas. Al ascender despacio, una cabellera larga y oscura iba haciendo aparición. Era como si levitara desde alguna puerta infernal colocada justo en medio de la habitación, cerca del pie de la cama. La sombra se iba agigantando, sin prisa, ante mis ojos abiertos y mi gesto desencajado. Tuve ganas de llorar y gritar y suplicar por ayuda y por piedad. El miedo me impedía moverme. La figura iba cobrando sentido: unos pechos breves pero bien torneados; una cintura delgada y juvenil; el vestido púrpura que ya conocía. Pero no podía ver su rostro. Largos mechones oscuros me impedían descifrar sus ojos. Flotaba sobre el piso.

Luego inició un lento y desesperante vuelo sobre las patas de la cama, sobre el colchón, a una altura próxima a mis ojos, en medio de la noche. Sus pies, en una terrible levitación, amenazaban con acercarla. Macabra flotaba hacia mí. De pronto se detuvo. Alzó la cabeza en un movimiento parsimonioso que le descubrió el rostro.

-Mirna –por fin atiné a decir, con un dejo de voz- No me hagas daño.

El espíritu me miraba con una rabia profunda. Sus facciones delicadas parecían aguzarse con la maldad que residía en sus pupilas. Entonces estiró sus manos, como si me quisiera tocar. Mi cama comenzó a sacudirse de manera incontrolable. Se agitó cada cajón del armario. Terribles golpes azotaban la puerta, insistentes. La sombra se inclinó hacia mí. Puedo jurar que descubrí el miedo en su esencia más pura al contemplar sus ojos incendiarios. Con las pocas fuerzas que mi espíritu me permitió reunir, me arrojé sobre el buró y tomé el crucifijo, y lo apunté sobre aquella aparición. Luego tomé la Biblia entre mis manos y la arrojé sobre la sombra, esperando alguna respuesta celestial. El libro cayó, pesado, en algún rincón del cuarto. La aparición sonrió maliciosa ante mi ingenuidad. Me sentí estúpido y alarmado.  Entonces se venció el pestillo de la puerta. El aire helado se filtró a la habitación y allí, en el dintel, como si estuviera en una representación teatral, la figura de la casera hizo su aparición, cargando una escopeta.

-¡Mirna!

El espíritu se volvió hacia ella.

-Vuelve de inmediato a tu habitación –la mujer se plantaba firme, apuntando el arma.

Mirna. ¿La primera? ¿La segunda? Mirna la contempló un par de segundos, como si la midiera con los ojos. Y después de una ligera pausa donde creí adivinar sumisión, la chica lanzó un alarido horrible que sacudió la posada entera. Luego desapareció.

 

Desperté perlado de sudor. Sobre el buró descansaban la Biblia y el crucifijo, intactos. La habitación aparecía, en la penumbra, en completo orden. Lejos, se escuchaban algunos tiros, espaciados. ¿Lo había soñado? ¿Me había desvanecido? ¿Estaba bajo el efecto de alguna droga poderosa, una de esas brujerías primitivas en las que nunca he querido creer, pero que tanto me asustan; o se trataba de una consecuencia de las pastillas? Como fuera, me puse de pie y corrí a encender la luz. Con el cuerpo a tope debido a los altos niveles de adrenalina, preparé mis maletas. Lancé camisas y pantalones de manera desordenada, sin poner atención sobre si olvidaba algo –qué importaba- y me dirigí a la puerta, presuroso. El miedo volvió a apoderarse de mí, por un momento: el pestillo estaba vencido; la puerta entreabierta. Me eché el abrigo sobre los hombros y abandoné la habitación número siete.

Salí al patio. Desde la habitación de la casera escapaban lamentos terribles. En el brocal del pozo, erizándome los cabellos, el fantasma de una adolescente me suplicaba con mirada triste que no me marchara, dejándola en la espesura de su desconcierto. ¿Se trataba de la Mirna dulce? ¿O era la otra que fingía, para arrojarse sobre mí apenas estuviera cerca? No me interesaba saber si aquel espectro era el de la tímida chica que había compartido conmigo breves destellos en la soledad de la noche, o aquél súcubo temible que azotaba con su presencia a aquella vieja casa. Por mí, las dos podían irse a la mierda, junto con la loca de su madre.

No tuve, en lo consecutivo, intención ninguna de revelar el misterio. Tomé la maleta con firmeza, sin mirar atrás. Decidí salir a las calles impredecibles de aquella villa salvaje y desquiciada. Los primeros destellos del alba comenzaban a aparecer. Los disparos parecían haber cesado. Creo que se trataba apenas de una breve tregua que anunciaba una larga guerra entre vivos y muertos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El oficio de la demonología

 

 

Cualquier ciudad del mundo

Vísperas de la noche de San Miguel Arcángel

 

Estimada criatura:

 

He visto sus ojos. Sus ojos feroces, encumbrados en una vivacidad ambigua. Debe saber que antes no vi pupilas similares. Quiero decir, las he visto decenas de veces en una región inhóspita habitada por demonios y muertos sin descanso. Pero hasta ahora es la primera vez que las encuentro en la ciudad.

No se ría. Debe ser fuerte, y sobre todo prestar atención a mis argumentos sin que haya de por medio alguna sonrisa socarrona o vestigios de incredulidad de su parte. Es importante que crea. Le repito que es el primer caso que registro.

         Mi nombre es un nombre simple, ordinario: Rómulo Renán. Cercano a una onomatopeya, a una especia de paronomasia; quizás una simple coincidencia de consonantes. Soy –o dicho de mejor manera, solía ser- de oficio ensayista y profesor de historia en una prestigiada universidad del país. Mis artículos  e investigaciones eran envidiados por algunos aspirantes a doctorados sociológicos y dos o tres plagiarios en busca de nuevas ideas por desarrollar. Gozaba de buenas amistades y una ostentosa beca que proporcionaba una de las más importantes instituciones de investigaciones históricas a nivel nacional. Mi vida, si no era perfecta -¿a qué vida se le puede considerar perfecta?-,  era en extremo tranquila y exitosa. Por si esto le parece insuficiente, debe saber que desde que era estudiante había tenido oportunidad de conocer a una chica con una inteligencia notable y un humor tan agudo que atraparon mi pensamiento hasta hacerme llegar con ella al altar. Les suplico no me juzguen. En aquéllos años yo no me atrevería a hablar de Giovanna de esta forma; de una manera gélida y desapasionada. En aquéllos años estaba perdidamente enamorado. No lograba quitarme de encima el recuerdo de su hermosura, de esos ojos de un radiante color turquesa. Su cuerpo, además, era tan delicado como voluptuoso. De completa armonía. Cuando aceptó mi propuesta de matrimonio fui el hombre más feliz, aunque supiera de antemano que rompería el corazón de tres de sus eternos pretendientes: Lucas Torri, el estudiante de Etimología; Mateo Rodallega, un ecuatoriano que cursaba Filosofía; y  Marción, un tipo confundido en la vida que terminó por dedicarse a ejecutar el violín. Éste resultó ser el más terrible de mis contendientes por el amor de Giovanna, porque además se volvió un amigo cercano. Los primeros meses de mi matrimonio viví un poco desdichado, atormentándome con la idea de que Giovanna hubiera elegido al peor de sus partidos. Pero cuanto más se asentaba nuestra relación, los nombres de los otros chicos se volvían sombras ambiguas que no podían despertar la más mínima incomodidad. Solo entonces mis días fueron completos. No anhelaba nada ni envidiaba a nadie.

         Un día llegó hasta mi oficina un hombre extraño; un tipo sórdido cuyo trato despertaba sospechas inexplicables y una sensación de alarma constante. Juró descender de los Ponce de León, una de las familias más poderosas del país. Dijo acudir a mí habiéndose enterado de mis capacidades de investigador y ensayista. Tenía urgencia por desentrañar algunos misterios sobre una de las ciencias más ambiguas que se hayan establecido en la historia de la humanidad: la demonología. Habló de libros muy particulares y difíciles de conseguir: Las clavículas de Salomón, de origen anónimo; Los secretos, surgido de la pluma de El gran Alberto; y del Enchiridión, cuya autoría se atribuye León III. Yo sabía de esos libros, pues muchos episodios de las culturas antiguas (y algunos de la política y la lírica moderna) se hallan contagiados de arrebatos espiritistas o místicos. Pero este hombre no era común: no me hablaba de tales libros como un simple lector o un curioso, sino como un avezado o un fanático. Le hice saber –y era sincero al respecto- que no entendía el punto al que quería llegar; que yo era un hombre culto, es cierto, pero no un especialista en tales temas y mucho menos un admirador de Satán. Muy serio, me exigió que no volviera a mencionar ese nombre en vano, y metiendo las manos entre los forros interiores de su gabardina, colocó sobre la mesa un cheque al portador por una cantidad considerable.

         -Pago bien por lo que quiero. La capacidad de creer o no en estos libros, déjesela a un hombre simple como yo.

         Fue la primera vez en mi vida que una suma importante me sedujo. Semanas después, hurgando entre mis contactos, revisando entre mis apuntes, acercándome a notas bibliográficas, manuscritos y colecciones privadas, me hice de algunos ejemplares originales del Libro de Thot, y de El Gran Grimorio, redactados en latín. Por supuesto, tuve que pedir una suma más fuerte a mi cliente para solventar los gastos de las adquisiciones.

         Para entonces ya estaba perdido. Había comenzado a profundizar en las letras de esos libros, en sus invocaciones y métodos; y la semilla mórbida había sido inseminada en mi corazón. Tres o cuatro meses después gocé de la visita de un poderoso empresario del norte del país con un nuevo encargo, por recomendación, según me explico, de un amigo cercano. En lo sucesivo, los clientes fueron visitándome como en un efecto dominó. Las cantidades de dinero que llegaron hasta mis manos me parecían incluso un verdadero insulto, pero un insulto exquisito. Novelistas, gobernadores, poderosos magnates del petróleo y uno que otro actor o sacristán extranjero contrataron mis servicios; por supuesto bajo el amparo de algún prestanombres o sirviente. Los fines o rituales para los que pudieran ser usados tales textos, eran un asunto que no era de mi interés.

         Para poder continuar mis estudios y establecer una oficina, convencí a Giovanna de mudarnos a una villa apartada de cualquier mancha urbana. Le prometí que en ese lugar hallaríamos la tranquilidad espiritual que se requiere para un oficio tan solitario como es el de dos intelectuales. Ella por ese entonces se había dado a la tarea de iniciar una novela. Estaba absorta en su concepción. Como le encantaba escribir historias que ponían en entredicho el actual sistema económico; así como poemas de índole científica que tenían como objeto de sus versos a escarabajos de duro caparazón, intrépidas hormigas o grillos armónicos como símbolo de lo pagano; la idea de residir cerca del campo le vino como anillo al dedo. Aunque debo reconocer que esa fue la primera ocasión donde descubrí un asomo de oscuridad en sus pupilas. Sus intereses no eran muy claros. Giovanna –ya lo he dicho- era una mujer independiente y de una capacidad intelectual digna de asombro. Sus constantes lecturas sobre psicología, en adición, la habían dotado de poderosos mecanismos de defensa y observación. El caso es que la mayor parte del tiempo podía adivinar qué estaba pensando yo, o las intenciones de cualquier extraño en la calle. Ahora que lo considero bien, tal vez ya estaba ejerciendo sus poderes demoniacos recién adquiridos. Como fuera, Giovanna se dio cuenta desde que llegamos a la villa que algo no andaba bien. Se opuso a la idea de construir una mansión amurallada con características de castillo gótico. Despreció mis ideas sobre contratar servidumbre para nuestra protección personal y se mostró renuente a la idea de establecernos en ese lugar durante más de un año. Me acusaba de manera constante los primeros meses de haberla llevado con engaños. En el lugar, me reclamó en adición, no había más que alimañas y mamíferos carroñeros.

         -Querido Renán –me dijo irónica- La libertad es mi estado natural. No quiero morir como un ave en cautiverio.

         Comprendí bien que sólo dos motivos podían obligarla a soportar la villa: o en verdad me amaba demasiado y me permitía cumplir mis caprichos porque le interesaba lo nuestro; o fingía una falsa rebeldía mientras experimentaba una profunda satisfacción por convertirse en una especie de primera dama en ese gran pueblo. Desconocía sus razones. Así que comencé a espiar sus movimientos, intentando descubrir la verdad.

         Una tarde lluviosa la sorprendí en la biblioteca, hurgando entre mis apuntes y mis libros. Furioso azoté la puerta de la estancia y le demandé un poco de respeto hacia mi intimidad.

         Entonces rió como un demonio, y me dijo en el tono más falto de delicadeza:

         -Tantos siglos donde Descartes, Galileo y Newton nos han ilustrado con el conocimiento, para que vengas con tus pinches rituales primitivos. ¿A esto te dedicas ahora? ¿Tus tesis sobre demonios te han hecho olvidarte de tus estudios, y de mí?

         No pude responder. No supe qué responder. Ella había iniciado el lento ascenso hasta la cima donde mi odio y mi desprecio me harían perder la ilusión sobre su persona. No soportaba que se riera de las ciencias ocultas. Yo había estudiado suficiente sobre estos temas hasta desarrollar un profundo respeto y fascinación por los mismos, y me enfurecía la idea de que no se respetara mi trabajo. Sabía lo que un pentagrama dibujado sobre el suelo, cualquier primero de noviembre a medianoche, era capaz de hacer. Sabía de las cuotas de sangre y carne fresca que se habían requerido en algunas mansiones privadas alrededor del mundo para mantener contento al invitado. El mal existía. Era evidente. El mal era una fuerza incontrolable que amenazaba con apoderarse de nosotros. Debíamos erradicar de tajo cualquier  brote de maldad en nuestra sociedad. De pronto me sentí asqueado de trabajar para propósitos tan sucios. Me sentí preocupado por el desparpajo con el que Giovanna abordaba esos temas. Me sentí asqueado de Giovanna.

Aquélla noche, en un acto de una rebeldía irracional, fervoroso comencé a leer a San Agustín. De paso, me decidí a mezclar algunos tranquilizantes con un poco de whisky fino. Presentía que la oscuridad se cernía sobre mi fortaleza. Entonces escuché de manera nítida algunos gemidos provenientes del exterior. Intrigado, me dejé conducir por el sentido del oído hasta el lugar proveniente de tales ruidos. Sigiloso, crucé habitaciones de paredes amplias y húmedas y salí justo por el pasadizo al exterior que hice construir en la cava. Pasaba de medianoche y una luna roja, sangrienta, dominaba la espesura de los campos. Al emerger de la residencia por una retorcida escalinata me quedé sin habla. Allí estaba Giovanna, con su cuerpo ardiente, desnuda; montada sobre algún campesino de tendones y músculos de acero. Se deleitaban como perros desatando los más terribles gritos y desgarres de goce que hubiera escuchado. Entonces Giovanna, no sé cómo, sacó de entre las maleza una máscara horrorosa, de rasgos distorsionados por la hinchazón y la lepra. Se veía repugnante. En el clímax del coito, se contoneaba deleitosa, con urgencia, sobre el miembro erguido de aquél hombre, repitiendo un nombre terrible que se me clavó en el corazón como una daga:

         -¡Dame, Marción. Más fuerte! ¡Que venga a nosotros el rostro prohibido!

         Y desatando un gemido profundo, desfondando su cuerpo en el despliegue húmedo de un gran orgasmo, susurró con voz extraña, acercando sus labios al campesino:

-Rey de los infiernos, poderoso señor a quien el mundo rinde culto.
Tu que dominas desde los antros tenebrosos del infierno hasta la superficie de la tierra y sobre las aguas del mar. Tu espíritu infernal todo lo puede. Yo te adoro, te invoco, te pido y exijo…

Y termino la temida invocación con un cinismo herético, sonriente, trazando un triángulo en el aire, extasiada; mientras su cuerpo se exhibía impúdico ante la macabra iluminación de la luna. En el colmo del horror, di un paso atrás y provoqué un crujido al pisar alguna rama seca. Ella miró en la dirección en que me hallaba. Al descubrirme se sintió complacida. Me sonrió con lascivia, retadora. Juro que una larga lengua, una lengua sobrehumana, se agitaba desde el interior de su boca, provocando chasquidos desagradables. Asustado, corrí escaleras abajo, tropezando con paredes y muebles, hasta que perdí el conocimiento.

Desperté en la clínica. Giovanna estaba a mi lado, esgrimiendo una sonrisa triste y sobreprotectora. ¿A quién quería engañar? Le pedí que confesara lo que hacía por las noches, los rituales negros que practicaba con la servidumbre y los aldeanos. Ella me miró con compasión.

-Tu literatura sobre demonios te está perdiendo. El día menos pensado voy a dejarte.

¿Estaba jugando conmigo? ¿Había decidido convertirse en un súcubo sólo por desafiarme?¿Quería hacerme perder la razón para volver con Marción, al que nunca había dejado de amar? ¿En verdad esos libros me estaban predisponiendo a la paranoia; o era sólo que el acto de leer sobre invocaciones y ritos de la antigüedad me estaba cobrando factura?

Decidí ponerme en acción. Al volver a casa, despedí a la servidumbre e hice venir a mi casa sólo hombres y mujeres de corte evangelista. Los armé de escopetas y giré la orden de que por ningún motivo la señora de la casa saliera de mi nuevo recinto de Dios. Me sumergí en el delirio del alcohol y los estupefacientes. Me interné en largas lecturas sobre la Biblia y algunos textos de carácter divino. Pero soñaba, cada noche, cada siesta, con una Giovanna deseosa que recorría con su larga lengua las ingles de un macho cabrío de aspecto aterrador. Durante el día, mi esposa –atenta a mis movimientos y presintiendo la delicadeza de la situación- hacía lo posible por mantenerse alejada. ¡De mi, de su pareja, de su hombre ante la ley y ante Dios! ¿Ante Dios? Ahora todo estaba claro. El por qué ella había decidido dedicarse a la apostasía desde joven. Por qué se negó a que llegáramos al altar dentro de un templo católico y sólo contrajimos compromiso en un registro civil. Yo estaba sufriendo, mi alma se hallaba sumida en los terribles abismos del desengaño y la confusión.

La noche de San Miguel Arcángel, Giovanna escapó de mi vigilancia  mientras yo era visitado por las pesadillas. No sé que hizo a ciencia cierta, pero logró mediante invocaciones y sacrificios dejar salir a los muertos desde las mismas puertas del infierno. ¿O fui yo, quien en un acto de desesperación, cometí semejante locura? Las imágenes son tan inciertas: rostros descompuestos, ojos turquesa, cuerpos de muslos voluptuosos, muertos deambulando en las calles de la villa, clamando descanso. Desde entonces me he dado a la tarea de investigar las maneras de terminar con este embrollo. La manera de exterminar a los seres que no pertenecen al mundo ni de los vivos ni del inframundo, y que deambulan las noches penando su dolor perpetuo.

Como imaginarán, por mera precaución, no tuve más remedio que encadenar a Giovanna. Hice construir en el establo una especie de aparato inquisitorial donde incrusté un par de grilletes para mantenerla alejada de las tentaciones del perverso. Si había cometido errores en el pasado trabajando desde el lado de las fuerzas oscuras, esta vez resarciría mi nombre exterminando la naturaleza maligna que había engendrado. Largas semanas pasó suplicando que la dejara libre, abogando por Diderot y Montesquiu y esa basura racional que ahora me repugna. En cambio, yo recurrí a los mejores métodos del Malleus Maleficarum para hacerla renegar de su maldad y su método. A menudo, apelaba al amor que le profesaba cuando éramos jóvenes; pero yo sabía que mentía. Era terrible. De vez en vez infligía dolor en su cuerpo maltrecho pero a ciencia cierta no sabía qué hacer con ella. No podía matarla. No quería hacerlo. Dios sabe que no soy despiadado. Además, conservaba tanto cariño hacia ella. Aún admiraba su ingenio. A los sirvientes les expliqué la naturaleza de mi misión, y estuvieron de acuerdo en apoyarme en todo momento. Víctima de la confusión más espantosa, hice venir a Marción bajo pretextos estúpidos, y contraté a un empleado de un outsourcing para ayudarme a fortalecer mis huestes del bien. Organicé un pequeño ejército de campesinos a los que ordené clavar largas varillas en el corazón de los muertos andantes, para luego decapitarlos con filosos cuchillos y llenarles la boca con  dientes de ajo. A otros les pedí disparar balas de plata justo a la cabeza de los resurrectos. ¿Eran muertos aquéllos a los que exterminamos? Mi memoria es imprecisa. No sé si el mal se imponía sobre mí, o era sólo víctima del demonio que me pedía cesara de torturarla para seguir contando entre sus huestes con una de sus más notables colaboradoras. Sufría mucho. Sufro mucho. Permanezco en estado de ebriedad o drogado casi todo el tiempo. Mi fortaleza se derrumba día a día, los sirvientes escapan. ¿O debo decir escaparon?

La misma noche que Marción llegó a la villa, no sé cómo, Giovanna logró huir del establo bajo la alarma de un connato de incendio. Sospecho de alguno de mis sirvientes, que se compadeció o se enamoro de ella. Lo cierto es que dejó atrás los grilletes y salió a recorrer el mundo. La dejé escapar porque en ese momento me importaba un carajo. (Algún viejo amigo me confesó haber hablado con ella en París, al amparo de la calidez de un café en Montmartre. Mi amigo dice que se ha vuelto una gran novelista, bajo un astuto seudónimo). Maldita sea. Quién puede saber cuántas palabras cargadas de ira y de maldad haya en esas novelas que están leyéndose en los colegios, en los cafés, en el subterráneo, en las calles, sin conciencia de irse acercando al rostro del innombrable. Qué clase de peligro se avecina sobre nosotros ¡Que haya piedad para nuestras almas!

En realidad, yo prefiero la otra versión, la de unos gitanos que visitaron la villa meses después, y que juraban haber descubierto el cadáver de Giovanna flotando río abajo. Me parece más aceptable.

Harto de todo y de todos, hasta de mí, me hice internar en un centro de rehabilitación.  Cuando recobré la sobriedad, tomé la difícil decisión de convertirme en un cazador de demonios. Es cierto que Giovanna había escapado de mis manos, esparciendo la semilla del mal a su paso en discotecas y bares de galos y galas imprudentes, si me fío de la primera versión. Quizás algún día pueda encontrarme cara a cara con ella.

Por lo pronto,  hay tanto por hacer en este país, en este continente. Tuve que escapar de la clínica de rehabilitación porque consideraron que mi estado mental no era el más adecuado. Cuando hablaba de mis planes futuros los terapeutas ponían cara de idiotas. 

Ahora sé que busco en el camino correcto. Ahora sé que persigo a la persona correcta. A usted, por ejemplo. Hace rato que le sigo de cerca. Sé a qué se dedica y a dónde se dirige cada hora, cada minuto. Le estoy viendo ahora mismo leer estas líneas, indefenso, desde este rincón donde me escondo. Ni se atreva a abandonar la lectura. No tiene escapatoria. Escribo esta misiva con la vana esperanza de que recapacite, de que persiga un nuevo rumbo y no se deje dominar por las fuerzas del demonio.

No miento. Usted tiene la señal oscura. Sus movimientos pausados y errabundos se parecen tanto a los de Giovanna, que no puede mentir. Hay, además, un aura terrible que rodea la coronilla de su cabeza, anunciando el génesis del mal. Los libros lo explican. Es una cuestión que tratan las ciencias ocultas. No se ría. Le irá peor. El aura de la maldad reside alrededor de usted. Y sus ojos. Los ojos de usted. La he visto antes. Estoy seguro. La señal herética que palpita en esos temibles ojos…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La colección

 

“Se puede decir lo que se quiera, pero el simple hecho de reflexionar sobre el mal aunque sea por accidente, corrompe.”

William Faulkner

 

I


 

Bernardo siempre fue un hombre extraño. Una criatura solitaria que despertaba cierta repulsión. Quizás fuera su carácter silencioso y austero, o su manera desagradable de acosar a una chica cuando le nacía el instinto seductor; pero en honor a la verdad, debo decir que la sola presencia de Bernardo era fastidiosa y frustrante. En particular lo era para mí.

Cómo pude soportar durante largos meses su amistad, su cercanía, es algo que no alcanzo a descifrar en las noches donde los malos sueños vuelven a acosarme. Supongo que existe cierto tipo de personas que nos permite descubrir, al relacionarnos con ellas, un pasillo oscuro y tortuoso de nuestra psicología, una puerta mórbida que abre paso a nuestros peores anhelos reprimidos. Sin  embargo, una amistad como esta no podía fructificar, y como es de suponerse, no podía terminar sin un asomo de crimen.

A Bernardo lo conocí en una famosa librería del sur de la ciudad, en la sección de literatura de horror. Justo cuando yo estaba a punto de tomar del estante un libro de Lovecraft que durante años había buscado con insistencia, una mano compacta, luciendo un pesado anillo de Rosacruz, me lo arrebató. Era Bernardo (Tal vez su mirada insana  y su rostro demacrado hubieran podido prevenirme, pero en ese momento mi atención se enfocaba al libro). Como era el último ejemplar en existencia, Bernardo me lo prestó bajo la promesa de que se lo devolviera pronto. Estuve de acuerdo con él, y después de pagar en la caja iniciamos (a petición suya y con el argumento de que necesitaba alguien con quien conversar esa tarde) una larga caminata entre muchos estrechos y callados callejones, intercambiando opiniones acerca de las mejores historias fantásticas que se hubieran escrito. Bernardo habló de Stocker y de Shelley, yo en cambio cité a Maupassant y a Quiroga. Terminó la conversación una vez que arribamos al lugar donde Bernardo había estacionado un poderoso Mercedes Benz del año. Abordó su automóvil, no sin antes convenir una cita la semana próxima en el café de la librería, pues mis aportaciones, aseguró, le parecían de gran interés.

A partir de entonces las citas crearon compromiso, y el compromiso se transformó en una tibia amistad. En tardes frías, una vez que yo olvidaba el despacho y la arquitectura y él dejaba atrás sus actividades como  empresario, repasamos autores, historias y personajes. Desciframos símbolos y esquemas ocultos  en novelas y cuentos de terror y de necrofilia. Compartimos el gusto por la sangre y la fascinación de la muerte por sobre todas las cosas.

Pero una sesión todo cambió. Un detalle funesto regiría nuestras relaciones a partir de  entonces. Caminábamos hasta su automóvil como cada sábado, cuando una quiromántica de cabellos oscuros y revueltos, una mujer madura de sonrisa maléfica y ojos de engaño, se acercó a nosotros. Prometió descubrir nuestros destinos con sólo estudiar la palma de nuestras manos. Sólo pedía unas monedas. Yo intenté deshacerme de ella mostrándole desprecio, pero Bernardo se sintió inclinado a tentar a la suerte. La mujer lo tomó de la mano, y meticulosa, comenzó su labor. De pronto se detuvo, impactada. Lanzó una mirada de disgusto a mi compañero y lo insultó:

-Hijo de puta.

Bernardo retrocedió asustado. A mí, en cambio, la ofensa me pareció excesiva. Si bien para mí su compañía resultaba nada más que una obligación para mantener una  buena plática sobre literatura, no me parecía que el hombre mereciera el repudio de alguien que apenas lo conocía. Intenté alejarlo de ahí pero la mujer tenía bien aferrado el brazo de Bernardo.

-¿Cómo te atreves a jugar con los sin descanso? ¿Acaso no conoces de respeto?- la mujer escupió a los pies de mi compañero.

Quise intervenir, apaciguar los ánimos. Pero aquélla extraña estaba enfurecida:

-Escucha bien lo que te digo, hijo de la peor de las putas - imprecó- Tu destino está escrito y merecido lo tienes. Habrás de perecer a manos de aquella criatura que más estimas en este mundo. No se puede jugar así y quedar impune.

Lo alejé de allí a empellones, apresuradamente. La gente nos miraba con curiosidad y extrañeza. A pesar del desconcierto, alcanzamos a doblar la esquina. Aunque a mí el destino de mi compañero me importaba un carajo, creí mi deber, como un acto solidario, tranquilizarlo. Sus manos temblaban  rabiosas; sus ojos, ocultos bajo unas gafas impersonales y deslucidas, parecían más hundidos que nunca. Argumenté que aquella vieja de seguro estaría loca, que quizás habría leído la historia de Macbeth y se habría lanzado a la calle para desatar su furia, que no debía prestar mucha atención a sus palabras. Finalmente, antes de que Bernardo se alejara en su Mercedes Benz después de haber permanecido mucho tiempo pensativo, me pareció escuchar que lloraba.

La semana siguiente preferí pasarlo en casa de una amiga que cocina bien y renta muy buenas películas. Hacía tiempo que había descuidado a mis amistades, en aras de un profundo intercambio de ideas literarias que ellos no podían ofrecerme (sus conversaciones se avocaban más bien a tópicos comunes: líos amorosos, situaciones familiares, e infidelidad). Antes de llegar al departamento de mi amiga, traté de localizar a mi compañero de tertulias literarias marcándole a su teléfono celular, para ofrecerle una disculpa, pero nunca contestó. Me olvidé de él, y la tarde transcurrió plácida, entre jugueteos y acercamientos íntimos entre mi amiga y yo, hasta que la cercanía (como siempre sucedía en las visitas a su casa) nos condujo a hacer el amor. Por la noche, después de despedirme de ella con un beso largo, me dirigía a casa, rendido, cuando recibí una llamada. Era Bernardo. Se escuchaba inquieto.

-Debe venir aquí, señor arquitecto- me dijo perturbado- hay algunas amistades mías que le encantará conocer.

Una angustia súbita se apoderó de mí. Su voz era oscura, densa. Me dio la dirección de su residencia, me explicó detalladamente cómo podía llegar. No tuve tiempo de pensar, me gobernaban los impulsos. No traté ni siquiera de adivinar, de sacar conclusiones de su invitación. Una vez que colgué, me detuve y tomé un taxi.

Bernardo esperaba al pie de la puerta principal de su residencia, se le veía nervioso. Como siempre, vestía un impecable traje a rayas. Bajé del taxi y me reuní con él. Cruzamos un amplio jardín lleno de sauces, ahuehuetes  y marmóreas esculturas de damas tristes. Un ladrido feroz partió la noche. De entre las sombras un decidido dóberman emergió mostrando los dientes. Se acercaba amenazante, decidido. Bernardo lanzó un grito, una imprecación. El perro se detuvo ante la voz de su amo.

-Es mi propio Sabueso de Baskerville –dijo- Estuve pensando largo tiempo en un mastín como el  de la historia de Conan Doyle, pero la idea no me convenció. Un dóberman es más práctico.

El perro ladró enfurecido.

Diavolo¡- ordenó Bernardo a aquella bestia- No seas impertinente con las visitas. Pareciera que Diavolo es bravo –se dirigió a mí- pero en el fondo es noble. Probablemente sea el ser que más amo en esta vida, a falta de familia y esas cosas-puntualizó.

Por si las dudas, evité apartar la vista del animal, hasta que dejamos el jardín.

Entramos a la mansión. Un amplio vestíbulo del siglo XVIII desembocaba en una lujosa escalera. Ésta ascendía, enmarcada con lúgubres candelabros que reflejaban sombras siniestras y translúcidas. El techo del salón, a doble altura, era una inmensa cúpula. Tristes, algunos vitrales violáceos y azules daban paso a un resquicio de luz de luna. El silencio podía respirarse a cada paso sobre la mullida alfombra purpúrea.

A la izquierda, un nicho pequeño, mínimo, permitía descubrir una puerta de acceso a lo que seguramente sería el sótano de aquel salón.

-Este es mi palacio, señor arquitecto. Este es mi descanso de toda intromisión mundana. ¿Le gusta?

-Me parece un poco macabro- respondí.

-No me diga que usted es prejuicioso. Un hombre culto no puede inquietarse por tan poco. Pero esto no es nada. Las habitaciones son más extrañas aún. Y el sótano...usted tiene que ver esto.

Caminó apresurado hasta el nicho de la puerta. Tras sus absurdas gafas, sus ojos autistas brillaban con efervescencia. Sacó de su bolsillo un llavero oxidado. Corrió los cerrojos, abrió la puerta y se internó en aquella habitación. La puerta rechinó amenazante, y mi anfitrión estalló en una carcajada enfermiza.

-No aceito mis puertas. Es una tradición en las novelas de fantasmas.

Inquieto, después de un instante de duda, camine tras él.

-¿Y la servidumbre, en donde está?- alcancé a preguntar, sintiendo como la sangre se agolpaba en mi cabeza.

-La servidumbre no trabaja los sábados, señor arquitecto. Los sábados los dedico a mi colección particular.

Encendió la luz. Una empinada escalera, cercada por dos paredes estrechas, desembocaba a lo lejos, en otra habitación. La espalda de Bernardo estorbaba mi visión mientras descendíamos, pero el poco margen que su figura otorgaba, me permitía descubrir al final de la escalinata un enorme y amplio pasillo. El piso y  las paredes estaban rematados con losetas blancas, a la manera de un quirófano, de un anfiteatro.

Experimenté el miedo. A los costados del pasillo, una fila de urnas cada una con la forma de un ataúd, custodiaban el recorrido.

-Mi colección personal- exclamó fúnebre.

Yo no daba crédito a lo que veía. Cada urna poseía una serie de objetos que evocaban algún célebre cuento de terror. Bernardo procedió a mostrar cada elemento de la colección. En la primera urna, un animal asqueroso y no mayor a una cabeza humana, se escondía tras un almohadón antiguo.

-El cuento de Quiroga- adiviné- El almohadón de plumas.

-Ese fue fácil- contestó febril mi interlocutor.

Continué resolviendo las pruebas. De entre una maqueta de un pueblo olvidado, un ser bizarro y enorme emergía. Recordé el Horror de Dunwinch con facilidad. También encontré algunas referencias a narraciones de Maupassant.

Conforme el recorrido avanzaba, las urnas se iban tornando más sombrías. En una de ellas unos dientes macabros y una maraña de cabellos oscuros, acompañados de una pala salpicada de tierra,  hacían referencia a Berenice. Todavía eran evidentes rastros de sangre. Decidí que no podía continuar, aunque empezaba a fascinarme tener tan cercanos los elementos de aquellas inolvidables historias. Di un paso atrás. Bernardo notó mi turbación. Me tomó del brazo y me condujo adelante. Pude darme cuenta entonces que el pasillo torcía hasta una sala más amplia, resguardada tras una pálida

mortaja.

-Creo que no quiero entrar ahí- le dije a Bernardo.

-Pero usted no puede detenerse ahora. Lo mejor está adentro- dijo eufórico.

No sé cómo me convenció o me convencí, pero entramos a ese maldito pozo del miedo. La oscuridad lo envolvía casi todo. Siete urnas iluminadas fúnebremente desde el interior de los cajones destacaban el espectáculo siniestro. En cada una de las primeras cinco, un cuerpo, un cadáver maquillado, caracterizando a un horroroso personaje. Entre el olor fétido de la descomposición de los cuerpos, y la sustancia con la que seguramente Bernardo procuraba conservarlos, tal vez formol, no pude articular palabra.

Empezó la verborrea de Bernardo. Se veía claramente que había esperado esto durante años. Por fin había encontrado una persona que compartía sus aficiones y a la cual podía descubrir su privacidad, consciente de la capacidad literaria del invitado, de su gusto por el terror puro. Pero se equivocaba. Me di cuenta entonces de que una cosa era que a uno le gustaran las historias de espectros y maldiciones, y otra cosa muy distinta era construirse su propia Mansión de Usher a costa de otras vidas.

Bernardo describió cada una de las escenas en las urnas. En las dos primeras, los cadáveres de dos adolescentes que evidenciaban retraso mental, hacían alusión a los hermanos Manzzini, de la Gallina degollada. Luego, en una chica ensangrentada y con crucifijo en mano reconocí a Carrie. Sus ojos eran tan espantosos que me era imposible continuar el terrible espectáculo. No pude reconocer el resto de los personajes; no tenía ánimo para continuar. Bernardo me explicó entonces que para él, el contacto con los muertos era más natural, más afectuoso. Porque ellos no guardan hipocresía ni resentimientos, son sencillos y predecibles. Rebatí, le dije que seguramente los muertos podrían ser caprichosos y vengativos si se lo proponían.

-Estúpido -me dijo- no me gusta que nadie venga a contradecirme.

Luego pareció recapacitar sobre su actitud. Después prosiguió.

-Una de estas urnas vacías -explicó fuera de sí- le guarda una sorpresa. La otra está destinada para mí. Aquí mismo quiero que coloque mi cadáver cuando haya muerto. Pronto moriré, eso ha dicho la gitana. Por eso me he sentido inquieto estos días. Pero no puedo morir sin antes escoger un buen personaje, una caracterización adecuada.

Sus ojos brillaban, de su boca la baba resbalaba repugnante. Se quedó allí, en medio de la habitación, alabando sus cualidades criminales, describiendo paso a paso, sin prisa, cómo había elegido a sus víctimas, cómo pacientemente las había torturado obteniendo de ellas la expresión perfecta, la caracterización adecuada. Confesó cómo algunos ministros del gobierno lo sabían todo, pero aún así la impunidad ante su poder y su fortuna estaba garantizada. Después de todo se trataba de un Ponce de León, de un intocable.

-Bernardo Ponce de León -estalló en una risa eufórica- el artista de la sangre. Yo no escribo, señor arquitecto, Yo plasmo imágenes. Soy un artista visual, ¿entiende?

No quise saber más. Un puñetazo certero, pesado, cayó sobre él y le partió la nariz. Lo vi arrastrarse en el piso, intentando detener la hemorragia. Di media vuelta y apresurado abandoné el sótano. Con largas y veloces zancadas atravesé el jardín, presintiendo que Diavolo podría alcanzarme en un descuido. A salvo y al borde de un colapso nervioso, escapé de la residencia y cerré la puerta.

Dentro de la mansión emergían los gritos contrariados de Bernardo. Lo escuché amenazarme de muerte y correr hasta la puerta que yo apenas cerraba. Una serie de ladridos salvajes anunció el ataque. Después alcancé a escuchar los alaridos de dolor del amo atacado por su amada bestia. Terribles lamentos que parecían interminables. Luego escuché un tiro. La noche, finalmente, quedo envuelta en el silencio. Huí a casa.

No pude dormir. La inquietud era muy grande. Imaginaba que en cualquier momento uno de esos malditos cadáveres podría introducirse entre mis sábanas y recriminarme el que no los hubiera rescatado. Traté a toda costa de olvidar el asunto. Después de todo, Bernardo ignoraba donde vivía y la dirección de mi despacho.

La mañana siguiente fue agitada. Muy temprano llamó al timbre de mi casa la policía. Mencionaron una nota donde Bernardo había escrito una última petición: que yo identificara su cuerpo sin vida. Las hipótesis de los agentes me resultaron infantiles. Según su versión, después de una larga batalla con un perro furioso que intempestivamente había desconocido a su amo, Bernardo agonizante había alcanzado a escribir una nota donde involucraba mi nombre. Pregunté por Diavolo. Me contestaron que también había muerto, víctima de un disparo. Debieron pensar que estaba loco cuando les dije que era imposible. Que esto era parte de un plan complejo y perverso. Bernardo no había muerto. Una persona agonizante no podía escribir una nota. Estuvieron de acuerdo conmigo, pero cuando les conté lo del incidente con la adivina comenzaron a dudar de mi lucidez. Intenté explicarme, les dije cómo Bernardo debía morir a manos de la criatura más cercana, y esa criatura, esa persona era yo. Les dije que debía haber un error. Un oficial me contrarió. Comentó que yo estaba muy nervioso y debía tranquilizarme.

-Si no quiere identificar el cuerpo ahora no tiene porque hacerlo, podemos esperar.

Angustiado, fuera de mí, me apresuré a contestar.

-Pero si quiero- dije, y partimos de inmediato al anfiteatro.

 


II


 

Una vez que descubrieron el cuerpo, el pesado anillo de Rosacruz refulgió acusador. Era el mismo anillo, no cabía duda. El resto de él era imposible de identificar: tenía el rostro destrozado y las vísceras fuera. Concluí que la talla y la estatura correspondían con las de Bernardo y se lo hice saber a la policía. No quise comentar nada acerca de su macabra colección y los incidentes de la noche anterior, porque sabía que no me creerían.

Me dejaron en libertad, no sin antes recordarme que estaba bajo sospecha, y que debía cooperar para resolver el caso. Garanticé mi solidaridad para su conclusión  y regresé a casa.

Del cajón de mi buró, saqué un viejo revólver 22 que un tío, apasionado de la violencia, me había regalado hacía dos cumpleaños. No dudé en guardarlo en la bolsa de mi chamarra. Sabía lo que tenía que hacer.

Media hora más tarde entró a mi celular la llamada que había estado esperando. Era Bernardo. Me dijo lo que ya sabía, que no estaba muerto, que lo disculpara pero que un vecino había escuchado el disparo y que, inquieto, decidió llamar a la policía por la madrugada. Mientras tanto Bernardo tuvo tiempo de pensar, de acomodar un nuevo cadáver de entre las reservas de su colección, un cuerpo que se ajustara a su talla en el lugar de los hechos. Lo de Diavolo era cierto, había tratado de atacarlo. Y eso le había disgustado mucho.

-¿Sabe usted, arquitecto? La maldita profecía de la vieja me tiene inquieto- reconoció.

Colgué de inmediato. No quise conversar más. Sabía que era mejor terminar con esta ridícula historia de horror de una buena vez.

Llegué a las ocho en punto a su casa. Oscurecía y los chillidos de algunos zanates resultaban sombríos. La puerta, como era de preverse, estaba abierta de par en par. No había ningún rastro del trabajo policiaco, salvo una débil banda de precaución en la zona del incidente. Crucé nuevamente el oscuro jardín, perseguido por el terrible recuerdo de los ladridos del dóberman muerto.

Cuando entré al salón, las luces estaban encendidas, invitándome a continuar la travesía. Hasta la puerta del sótano, siempre hermética, celosamente resguardaba, estaba abierta. No tuve duda alguna de lo que me estaba esperando. Pero cuando bajé la escalera, el escenario era aterrador. Bernardo había apagado las luces del pasillo. Al fondo de la escalinata reinaba la oscuridad. Descendí meticuloso, inseguro, escalón por escalón, hasta tocar fondo. No se veía nada. El miedo lo cercaba todo. A lo lejos, en la otra habitación, una respiración profunda resonaba espectral. A tientas caminé entre las primeras urnas, tropezando con los cristales, con la madera de los ataúdes, imaginando los dientes de Berenice, la sangre de los asesinatos. No quería seguir. Pero bastaba acariciar el revólver para tomar un poco de valor. Con las yemas de los dedos, escuchando el propio latir de mi corazón, descubrí el quiebre del pasillo. Avancé lento, dubitativo, explorando el frente, angustiado, imaginando las muecas grotescas de los cadáveres, guiándome por el estridente olor a formol.

Reconocí la mortaja, la acaricié con una morbosa calma. Un espacio familiar se abrió ante mí. Adentro de la sala, los cadáveres seguían cada cual en su urna, iluminados y teatrales. Pero al fondo una figura escalofriante despertó mi angustia. Reconocí una figura alta y flaca, envuelta en una mortaja salpicada de sangre, con la frente amplia y el rostro escarlata. Reconocí en ella a la Muerte Roja, de Edgar Allan Poe, extraída del cuento -había que aceptarlo- con magistral fidelidad.

Apunté directo a la frente, decidido. Pero aquélla figura no se movía. Serena y firme, permanecía escrutando cada uno de mis movimientos. Era el momento. Debía cumplir la predicción. Jalé tres veces del gatillo y entonces la espantosa figura se derrumbó, mostrando a mis ojos incrédulos una marioneta, un muñeco de trapo contenido tras el disfraz. Una voz, a mis espaldas, me obligó a permanecer quieto.

-No soy tan imbécil, mi querido arquitecto. La profecía no va a cumplirse.

Giré completo. Bernardo empuñaba una pala, siniestro. Sus ojos lucían desorbitados. Su rostro, reconstruido de las múltiples mordidas, causaba una impresión muy desagradable.

No tuve tiempo de reaccionar. Con un golpe seco, la pala cayó de lleno sobre mí.

 

III

 

Cuando desperté dentro de la rígida máscara de la Muerte Roja, descubrí que Bernardo, convertido en un hábil albañil, colocaba ladrillo a ladrillo con una paciencia desesperante. Yo tenía las manos y los pies atados, así que pude comprender de inmediato la premura de mi situación. Fue la más fácil de todas las adivinanzas que hasta ahora hubiera tenido que responder. Estaba emulando sin duda el final de El barril de amontillado. Me estaba emparedando. Colocaría pieza por pieza hasta que yo dejara de respirar. El muy hijo de puta.

-Fortunato muere en el cuento- dije en un último arrebato de rebeldía- Pero en la realidad debe matarte para que tu alma descanse en paz.

Bernardo me miró de reojo. Su mirada no evidenciaba ningún sentimiento.

-Esto cierra el ciclo – asentó- tu nunca has sido mi amigo. Eras sólo parte del juego.

Supe que no tenía salida. Que la historia llegaba al final. Bernardo continuaba levantando el muro mientras se relamía los labios. Cada ladrillo colocado me atormentaba. Comencé a gritar, asustado, pidiendo clemencia. En respuesta, el hábil constructor, daba rienda suelta a su risa insana.

De pronto, al fondo, en lo oscuro, en el silencio del cuarto, un quejido prolongado e imponente retumbó. Voces sobrehumanas emitieron quejas, deseos de venganza. Bernardo se detuvo impávido. Sus ojos estaban bien abiertos. Sudaba. Me miraba como pidiendo una explicación concreta, real. Tratando de confirmar conmigo la procedencia de los ruidos. Esta vez el sonido de los huesos que tronaban, de los cuerpos que despertaban con lentitud, era evidente. Se movían.

Agité mi cabeza intentando derribar la máscara que me habían impuesto. Me retorcí invadido por el espanto. Mis nervios se crispaban con cada uno de sus pasos. Los vi venir, lento, avanzando con sus muecas grotescas, hasta un Bernardo que suplicante, levantó los brazos en señal de arrepentimiento.

Cerré los ojos. Sentía como sus cuerpos chocaban constantemente con el mío, impregnándolo con su fetidez. Escuché sus últimos lamentos; escuché como con una fuerza descomunal, hacían pedazos de él. Lo mutilaron. La espera fue larga, pero fui cuidadoso de no intervenir en lo que no me correspondía. La profecía debía cumplirse al pie de la letra, a manos de las criaturas que Bernardo consideraba más cercanas, más personales.

Cuando abrí los ojos, su boca aún echaba espumarajos de sangre; sus ojos aún estaban abiertos en busca de alguna salida. Pero su cuerpo era una masa sanguinolenta, impúdica e irreconocible. Mis manos en cambio, habían sido desatadas durante el ataque, y los cuerpos habían vuelto a ser colocados, de manera inexplicable, en sus urnas. Desaté mis pies y salí huyendo del lugar.

 

 

IV

 

Denuncié los hechos a la policía. No me creyeron. Ellos aseguran que fui yo quien destrozó el cuerpo de Bernardo con la pala de albañil. Dicen que estaba sugestionado, y no podía ver más allá de mi imaginación azotada por paranoicas historias de difuntos. No estoy tan convencido de negarlo. Tal vez sí fui yo quien cometió el asesinato. Tal vez una gran cantidad de detalles que ahora narro sean producto de una mente alimentada por la sangre de los libros.

No fueron muy severos conmigo después de todo. Los crímenes de Bernardo eran imperdonables,  y a fin de cuentas, fui sólo un instrumento de la justicia social. Me dieron un año y luego me dejaron libre. Antes, por supuesto, pedí que me dejaran atestiguar la inhumación de cada uno de los cuerpos, y la cremación de Bernardo. Me concedieron el capricho. Ahora me siento a salvo.

Ya no leo más historias de horror. Apenas me he aventurado a reconstruir la presente narración de los hechos como una descarga de conciencia, en la búsqueda de cierta absolución. La Casa de Usher de Bernardo fue demolida y sobre ella se erige, en contraposición, un florido y ordenado parque público. He encontrado refugio en historias más agradables, en narraciones más cercanas al lado cordial de la humanidad. Espero que algún día pueda olvidar lo ocurrido. Después de todo, a pesar de los excesos que a veces nos brinda la Muerte; nuestras vidas, cotidianas y sorpresivas, pueden revelarse ante nuestros ojos con su amplia e infinita belleza.

 

 


México D.F. 12 de Julio del 2006


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Índice herético

 

 

 

Preámbulo…………………………………………………………………...3

 

 

Juguete Barroco……………………………………………………………...4

 

 

 

Nadie duerme esta noche…………………………………………………...8

 

 

Presagio 135………………………………………………………………….9

 

Del negro humor en la historia de la chica Carter.……………….. ………...27

 

El dolor que no cesa………………………………………………………..37

 

Dulce Corregio……………………………………………………………..46

 

Las voces del Zigurat………………………………………………………53

 

La historia de Mirna……………………………………………………….60

 

Sobre el oficio de la demonología…………………………………………74

 

La colección……………………………………………………………......84