martes, 30 de diciembre de 2014

Los laberintos de Dedalus, por Flavio Crescenzi






"La cuestión suprema sobre una obra de arte es saber desde qué profundidad de vida surge."


James Joyce


I

     En 1916, luego de haber sido publicada por entregas en la revista The Egoist, aparece finalmente como libro la primera novela de James Joyce, Retrato de un artista adolescente,  obra que relata la formación estética e intelectual del joven Stephen Dedalus, álter ego del autor y futuro personaje del Ulises.
     Si bien en ciertos pasajes de este libro pueden vislumbrarse algunas de las innovaciones técnicas que Joyce explotaría posteriormente, la novela, en su conjunto, es bastante coherente y accesible. Incluso podríamos decir que Retrato de un artista adolescente es una buena forma de acercarse a la biografía del propio Joyce y, por momentos, también a la mismísima historia de Irlanda, historia que no podrá ser del todo comprendida si no se toman en cuenta los movimientos políticos atingentes y el catolicismo imperante.
     El libro nos permite conocer las obsesiones,fantasmas y tabúes que una rígida educación católica —en puridad la jesuita— produce en la conciencia del protagonista. Los conceptos morales y el fuerte sentido de nacionalidad que le son inculcados desde la cuna le provocan también debates emocionales intensos. El camino que recorre a lo largo de los cinco capítulos del libro es arduo y sinuoso, pero sin lugar a dudas necesario para alcanzar la madurez que lo liberará de todos los prejuicios heredados.
     Es probable que el nombre del protagonista, Stephen Dedalus, esté construido a partir de la conjunción de San Esteban, primer mártir cristiano, y Dédalo, personaje de la mitología griega, constructor del célebre laberinto. De ser cierta esta hipótesis, el doble guiño que presenta nos recuerda, aunque de manera simbólica, el martirologio que debe atravesar aquel que se atreva a llevara cabo cualquier tentativa de libertad en el laberíntico mundo de los convencionalismos.
     La novela concluye con un exilio voluntario. En efecto, luego de definir su concepto de arte y escritura, y de apostar a él como única vía redentora, Stephen —esta suerte de Dédalo moderno— construye sus propias alas para elevarse del laberinto de mediocridad que lo rodea hacia la más anhelada y celeste libertad. En resumidas cuentas, la novela expresa el triunfo de la sensibilidad y voluntad artísticas por sobre el castigo y sinsabor de lo pedestre.

II

     Entre los géneros literarios, el narrativo es el que se ha planteado el mayor número de problemas estructurales y expresivos, al punto tal que es posible distinguir en su evolución un pasado, donde la narración se limitaba a contar, intentando sólo la tradicional comunicación fabuladora; y una modernidad —tiempo de la “novela impresionista” o “novela búsqueda”— donde la narrativa se une a lo experimental y donde el autor se enfrenta a la posibilidad de “pensarse” en función de escritor, con el claro propósito de superar escollos formales y estilísticos, y con el deseo anexo de entablar con el lector un juego diferente.
     La novela impresionista  se aparta cada vez más del modelo realista que imperaba en el siglo XIX, se transforma en una novela abierta, con perspectivas y límites inciertos, que se disuelve en una especie de reflexión filosófica y metaliteraria, donde los contornos de los seres y las cosas cobran dimensiones irreales, y las significaciones ocultas de carácter alegórico se imponen como valores absolutos. Por tanto, el propósito primario y tradicional de la narrativa novelesca (contar una historia) finalmente se oblitera y desfigura.
     La recusación de la cronología lineal y la introducción de múltiples planos temporales que se interpenetran y confunden constituyen otro rasgo fundamental del rumbo de la novela moderna o impresionista. Esto, desde luego, está íntimamente relacionado con el hecho de que cualquier instancia espacio temporal se construye sobre la base de una memoria que evoca y reconstruye lo ocurrido. Asimismo, su trama se torna muchas veces caótica y confusa, pues el novelista quiere expresar con autenticidad la existencia y el destino de los hombres,aspectos que emergen como el reino de lo absurdo, de lo incongruente y defectuoso.
      La desvalorización de la trama, acompañada de una singular penetración en el análisis psicológico del personaje, caracteriza particularmente a la novela moderna. Es probable que este nuevo tipo de novela haya querido reaccionar contra el cine mudo, de manera semejante a como la pintura impresionista reaccionó contra la fotografía. El cine, en verdad, podía ofrecer una trama movida y rica en peripecias, pero no lograba aprehender la vida secreta y profunda de las conciencias. Esta vida recóndita es la que procura expresar la novela impresionista; para ello, intenta reflejar de manera sutil y minuciosa los estados y las reacciones de la conciencia, aunque tales contenidos subjetivos muchas veces parezcan fragmentarios e incoherentes.
       No hay dudas de que James Joyce estaba al tanto de estas transformaciones y, aunque en la novela que glosamos las innovaciones técnicas más osadas que caracterizan la última etapa de su obra (recursos que van  desde el monólogo interior al estilo indirecto libre, de la autorreflexión al stream of consciousness, etc.) se hallan todavía en estado embrionario, Retrato de un artista adolescente manifiesta ya una marcada adscripción al paradigma estético aludido.
      Sin ir más lejos, Joyce lleva a la prosa lo que los pintores ya habían trasladado al lienzo. Gustav Klimt, en algunas de sus pinturas —por ejemplo, El beso—, enmarca las figuras con cuadros y círculos, algunos oscuros y otros luminosos, adornados todos con finos arabescos, que parecen desviar la atención, pero que en realidad constituyen un conjunto armonioso con la idea que despunta de la imagen. Lo mismo hace Joyce en la escritura; en ningún instante pierde el hilo narrativo, pero lo amplía con pequeñas estampas fotográficas, morosas y etéreas descripciones, que surgen de los recuerdos e impresiones del narrador/protagonista. Esto es lo que Joyce denominó “epifanías”, experiencias de agudización de la percepción desencadenadas por incidentes triviales y que revelan el éxtasis, el lírico arrobamiento de la vida. He aquí un fragmento a manera de ejemplo:

             Una muchacha estaba en frente a él, en medio dela corriente, mirando sola y calma mar afuera. Parecía que un arte sorprendente le diera el aspecto de un ave de mar bella y extraña. Sus piernas desnudas y largas eran esbeltas como las de la grulla y sin mancha, salvo allí donde los vestigios de un alga marina habían dejado su verde rúbrica sobre la carne. Los muslos más rellenos, y de suaves tonalidades de marfil, estaban desnudos casi hasta la cadera, donde las puntillas blancas de los pantalones simulaban un juego de plumaje suave y blanco. La falda, de color azul pizarra, la llevaba atrevidamente recogida hasta la cintura, y por detrás colgaba algo así como la cola de una paloma. Su pecho era como el de un ave, liso y delicado, delicado yl iso como el de una paloma de plumaje negro. Pero el largo cabello rubio era el de una niña; y de niña, y lacrado con el prodigio mortal de la belleza, su rostro. 

     La epifanía comienza pulsando la interdependencia palabra-sensación y deslindando las vías sensoriales a través de las cuales ha reaccionado el autor. Desde luego, las sensaciones acopiadas no siempre se transcriben de idéntica manera a como fueron percibidas. Algunas, por obra de ciertos factores psíquicos, se intensifican; otras, empalidecen por la intervención de la afectividad y la intención estética. La labor del creador literario consistirá en dar coherencia a aquellas sensaciones que llegaron a él discontinuas y simultáneas, es decir, en intentar reproducir con palabras lo que en realidad es color, sonido, cuerpo, materia, de acuerdo a sus respectivas apariencias. 

III

     Vale recordar que Joyce comienza a escribir Retrato de un artista adolescente con el título provisional Stephen, el héroe en 1904, el mismo año en que decide abandonar Irlanda y establecerse en el continente. Durante diez años trabaja sobre el texto, reescribiendo toda la novela de manera mucho más concisa, cambiando la voz narrativa de primera a tercera persona y convirtiendo la forma inicial de un diario en unaBildungsroman, es decir, en una novela de formación.
       La primera edición de Retrato de un artista adolescente  conquistó los elogios de escritores de la talla de Ezra Pound, W.B. Yeats, T. S Eliot y H.G. Wells, quien alabó “esta venerabilísima novela” por su “quintaesencial y constante realidad”. El éxito de la novela fue progresivo. En el verano de 1917 ya se habían agotado los 750 ejemplares de la primera edición inglesa, aparecida en febrero de ese año. Posteriormente, el Modern Library le otorgó el tercer lugar entre las más grandes novelas de habla inglesa del sigloXX.
        A pesar del reconocimiento que recibió por su primera novela, este irlandés exiliado debe su fama —quizás injustamente— a dos novelas posteriores: Ulises (1922) y Finnegans Wake (1939) en las que lleva su experimentación al límite de la legibilidad. Con todo, en cualquiera de los casos, la erudición, la autoconciencia y la ironía fueron los ingredientes principales de aquel cóctel explosivo que hizo de James Joyce una categoría literaria inevitable. Quiero decir con esto que así como existe lo “quijotesco”, lo “dickensiano”, lo “kafkiano”, existe lo “joyceano”, adjetivo que alude tanto al stream of consciousness como a una forma de narrar que alterna distintos puntos de vista y que, en lugar de coordinar, yuxtapone. En suma, el adjetivo “joyceano” remite a una serie de estrategias narrativas que parecían ser las más apropiadas para representar el siglo XX, complicado siglo del que todavía no nos hemos recobrado.

(Prólogo de Flavio Crescenzi, para la edición de Terramar de El retrato de un artista adolescente.)




miércoles, 17 de diciembre de 2014

Las calles salvajes, un cuento de Ulises Paniagua

Las calles salvajes
Ulises Paniagua


(Cuento)

Mi actitud ante la vida ha sido la de cualquier hombre rutinario: temo las sorpresas y los imprevistos. Me aterra encontrar vacía la caja del cereal o retrasarme en el pago del recibo telefónico. Cosas sigilosas y simples custodian  el transcurrir de mis años. Por ello, al iniciar la idea del collage, de la broma urbana, me alimentaba un extraño y enfermizo deseo de mutación, un impulso dialéctico.
            Inició en uno de esos momentos en que uno decide hacer cualquier cosa para sentirse vivo. Tomé del librero un mapa citadino bastante ordinario. Lo extendí sin interés, eché un vistazo a una o dos colonias en él, y bostecé.
            Antes de continuar mi relato, deben saber que soy padre de una hermosa bebé con poco menos de un año de edad, de rostro pálido como la luna, rematado con una oscura cabellera. Le llamó Gugú, porque apenas puede articular pequeños enunciados donde las sílabas gu gú conforman el ochenta por ciento de su vocabulario. Es una niña linda porque es linda, y además porque es mi hija, y eso baste para el presente relato; el cual, por cierto, retomo en el momento en que tomaba de mi librero un mapa citadino ordinario. Gugú trataba  de arrancar  los botones a un oso de felpa vestido de gala, mientras Mamá (mi esposa) había marchado a casa de mi suegra, para arreglar no sé qué asunto con la vieja.
            Fue una inspiración súbita, provocada por Gugú, lo que llevó a concebir la idea. Sucedió por accidente. La nena estaba incontrolable: después de dar batalla a los botones del oso, decidió atacar a una de las páginas del mapa. No pude evitarlo, cuando pretendí actuar era tarde, ella había arrancado un trozo de la página y lo había colocado sobre la hoja siguiente.
            Pensé en reprenderla; pero nunca he sido capaz de regañar a la beba. Además, aquello que su acción sugería, resultó atractivo. Tomé unas tijeras pequeñas, delicadas y horrorosas, del tipo de tijeras que sirve para arreglar las uñas; y me puse a recortar las calles en el mapa de la ciudad. No existía, para mí, método de selección. Escogí al azar, sin discriminar callejones cuyos nombres incluyeran una cacofonía; ni calles de héroes en la imaginería colectiva; ni avenidas arrastrando el apellido de algún gobernador mezquino. Fui democrático: no seleccioné ejes económicos, campos comerciales, franjas marginadas, tiraderos o centros deportivos. Tres de la derecha y ocho de la izquierda; cuatro arriba y  seis abajo; una sin ver y dos viendo. El sistema no se basaba en ningún sistema, y por lo tanto resultaba original, trazando en su anarquía patrones y modelos novedosos.
            Después de recortar más de una centena de calles y avenidas  (eran vacaciones, el ocio era gigantesco),  me impuse la tarea de colocar, usando lápiz adhesivo, a cada una en un sitio diferente al que le correspondía. Incluso llegué a encimar unas sobre otras, lo que ocasionaba, con obviedad, la desaparición en el mapa de casas y comercios. Me divertí toda la tarde contemplando una ciudad zurda y zurcida. Avenida Reforma desembocaba, por ejemplo, en el canal de Chalco: antes reventada con hoteles cinco estrellas y sus casas de cambio, era ahora vecina desconfiada de un barrio pobre. Al Zócalo lo coloqué sobre el Aeropuerto, para que todo vuelo internacional pudiera descender frente a Catedral; al zoológico le acerqué el Estadio Azteca, para que los animales gozaran de una contemplación mutua. A las embajadas les reservé un sitio al lado de las ciudades perdidas. Y mi departamento terminó junto a un barrio coyoacanense, con la idea estúpida de tomar un café caliente cada vez que me viniera en gana.
            Después de mi ardua labor, cambié un maloliente pañal, contesté una llamada de Mamá y me recosté en el sofá, abrazando a la beba. Vimos una caricatura juntos. Allí, bajo el murmullo de los gritos provenientes de la calle, nos quedamos dormidos.

            Cuando desperté, decidí salir a  la tienda por un par de litros de  leche. Recosté a Gugú en su cuna, y dejé el departamento. Al bajar las escaleras y abandonar el  edificio, me quedé estupefacto. Mi calle no era mi calle. La tienda no estaba en la esquina; en su lugar, un inmenso gimnasio con la consigna Boxeadores proletarios al asalto del mundo, gobernaba el panorama. Frente a mi, un restaurante chino parecía sonreír, mientras un par de ancianas, desconcertadas, me miraban con los ojos muy abiertos.
            -Venimos a visitar a una sobrina. Pero esta calle no es Santa María, ¿verdad? Parece Aureliano Buendía o el callejón de Cuévano ¿Usted puede ayudarnos, joven?
            Ofrecí una disculpa imbécil, y decidí hacer mutis. Corrí escaleras arriba. Tembloroso, me aferré al cuerpecito de Gugú, quien lloraba desconsolada, quién sabe si presintiendo la importancia de mi descubrimiento o por la sencilla razón de que sentía hambre. Le preparé un poco de papilla y me bebí una coca cola. Luego me senté frente a la mesa a imaginar el retorcido espectáculo de mi creación. Como si el sobresalto no fuera suficiente tuve que soportar una sorpresa más: al mirar el mapa que descansaba sobre la mesa, me di cuenta de que se movía. Quiero decir, las calles avanzaban lentas y certeras. Avanzaban uno o dos lugares hasta ocupar otra plaza, y allí se detenían un par de minutos, con suerte siete o diez, y luego volvían a su marcha macabra y decidida. El mapa sufría transformaciones radicales. El único patrón era el caos.
            En una ocasión así el desorden tiene una lógica. Es una idea absurda, pero podemos aceptarla. Si la calle, que siempre ha sido la misma calle frente a nuestra puerta, tiene una banqueta impersonal y hasta vulgar, no nos importa, porque conocemos el último detalle de ella, hasta la grava donde la cama de concreto ha sido levantada. El tendero de la esquina siempre será nuestro tendero, y hasta las hojas de los árboles -que nunca reconocemos- nos parecen naturales. Pero cuando las referencias se mueven, cuando los puntos geográficos que sitúan nuestras vidas nos abandonan, entonces sí es el pandemónium. Somos animales de costumbres, no sabemos qué hacer sin ellas. Imaginen experimentar cambios sustanciales. No podría. Soy un hombre cotidiano. Soy alguien como tú. ¿Que sensación se puede experimentar ante tal descubrimiento?
            No tuve valor para cerrar de golpe el volumen de la guía urbana; tampoco decidí encender el televisor. En lugar de eso, cercano a la paranoia, tomé la decisión de atar la manita de Gugú a mi mano, en el absurdo entendido de que podría perder a mi hija en cualquier descuido, debajo de cualquier mueble de la casa. Luego, intenté llamar a Mamá para saber cómo marchaban las cosas por allá, pero fue imposible comunicarme. Las líneas telefónicas habían enloquecido.
            Me acosté temprano, protegí a la beba con mis brazos, e intenté dormir, pensando que Mamá sabría cuidarse. Afuera, mientras la tarde se convertía en noche, y después, cuando la noche abría paso a la madrugada, los ruidos citadinos fueron invadiendo el cuarto hasta ocasionarme insomnio. Mientras Gugú dormía como el ángel que es (¿ya les dije a ustedes que mi hija es linda?), yo combatía, en una pegajosa alerta, los rumores que mutaban, emergían cada indeterminado periodo: rumores de misa, rumores de antro y discoteca, rumores de funeral, rumores de parto, rumores de héroes y asaltantes, rumores de nadie; ladridos lejanos, un bote de basura pateado por un zapato, la música incidental de una grabadora vieja, un quejido de viento, un asomo de lluvia. Cerca de las cuatro de la mañana, agotado e intranquilo, concilié el sueño. La ciudad se volvió noche.


            El repartidor de pizzas

            Había pedido una pizza. Es cierto, era un truco ridículo y arriesgado. Sin embargo, las condiciones ameritaban tentar a la fortuna. Tomé el teléfono y escogí una hawaiana mediana. Luego crucé los dedos y cerré los ojos. Antes de media hora, como es lo convenido, alguien llamó a la puerta. Era un chico desgarbado, de rostro huraño, un poco criminal. Rostro de adolescente preparatoriano, al fin. Protestó, agrio, los riesgos de su nuevo empleo.
            -¿Sabe que me la he pasado huyendo de Avenida Juárez? Creí que me engullía. No miento. Encontré su casa de milagro, señor. Afuera es el desmadre. Hay glorietas que conducen a plazas desiertas.  Callejones sin salida. Vi a los cadetes del colegio militar marchar sobre el tiradero municipal. Me asusté un buen. Enfrente de la tienda cruza el canal de las aguas negras. Apesta. Cada entrega siento que no regreso a la sucursal. No sé cuánto tiempo más va a durar esto.
            Extendió la mano, convencido de haber descrito fielmente las condiciones de la ciudad. Un billete recompensó todos sus esfuerzos. Lo vi salir decidido, persignarse (nuestro pueblo sigue siendo mayoritariamente católico), y lanzarse en su motoneta a una nueva aventura, incesante explorador de calles traicioneras y caprichosas.
Regresé a la mesa. Me dispuse a terminar la labor que hacía ocho horas había comenzado: la reconstrucción de la ciudad. No fue fácil. Tuve que permanecer media hora agazapado en el quicio de la puerta del edificio, aguardando el momento en que un puesto de revistas apareciera en la esquina. Sólo entonces y con Gugú en andas me apresuré a robar una nueva guía que debía orientarme en la realización del extenso rompecabezas. Una guía que no hubiese sido corrompida. Corrí con suerte. Justo cuando regresaba al departamento, un nuevo escenario se postraba ante mi ventana.
Metódico, casi diría burocrático, me dispuse a fijar cada pieza en el sitio correspondiente, valiéndome de numerosos alfileres. Él no lo supo, pero cuando el repartidor de pizza llegó a casa, los antiguos cambios no eran radicales; casi había logrado controlar la situación. Pronto volvería la linealidad a nuestras vidas. Por supuesto, el hecho requería un esfuerzo triple: armar la mancha urbana, alimentar y entretener a Gugú, y evitar a toda costa que consiguiera acercarse al mapa para provocar una catástrofe.
Mi labor fue infatigable. Justo cuando un paquete de galletas que saqué de la alacena parecía llegar a su fin, terminé. Los sonidos, las conversaciones que alcanzaban mi ventana indicaban que la gente estaba complacida por recorrer territorios descifrables. De vez en cuando algún grito de reconocimiento y alegría partía  la tarde. Cada pieza en su lugar. Cada tuerca en el motor preciso. Cada glóbulo de sangre dentro de su arteria. Encendí el televisor. La chica que daba el noticiero se veía radiante; aunque quedaban aún, en su rostro ojeroso, evidentes rastros de fatiga y confusión.
Todos estaban felices. Le di un beso profundo a la beba, y me quedé dormido. Esta vez el sueño fue una recompensa merecida.

Hace unos minutos Mamá volvió. Había un tránsito terrible, dijo. Me quedé a dormir en casa de mi madre, traté de llamar…cuando salí, a mediodía, me perdí, ya sabes cómo soy despistada. No daba con la casa.
No comenté nada. Me limité a darle un beso. Verla me tranquilizó, no sabría qué hacer sin ella. Apenas soy capaz de cuidar a Gugú unas horas -y como podrá comprobarse-, no siempre entrego buenas cuentas. No creí oportuno revelar mi secreto. No se lo comenté a Mamá ni a nadie. La única que sabía todo era la beba; pero era demasiado discreta para contarlo.
Enterré el mapa en un jardín cercano al vecindario. Luego borré todo rastro del escondite. Ya he dicho que no soy hombre de sobresaltos: adoro el futbol y los paseos dominicales.

Gugú está creciendo rápido, en algunos años será una jovencita. Mamá y yo envejecemos, conformistas, complacidos, un poco bobos. Todo parece en su sitio, como una representación bien orquestada. El mundo, la ciudad, la gente, todo parece predecible. Aunque no sé. Quizás uno de estos días me canse de tanta pretendida perfección. No estaría mal mover dos o tres tuercas a esta hermética maquinaria. Ya saben, el placer por el caos puede volverse una adicción.




lunes, 8 de diciembre de 2014

Del por qué no acariciar a un perro ciego (Sobre la reciente novela de William Johnston), por Ulises Paniagua

Del por qué no acariciar a un perro ciego
(Sobre la reciente novela de William Johnston)


por Ulises Paniagua


Un antiguo crimen no resuelto, un oscuro secreto de cualquier domingo; un cuerpo sepultado en el jardín de una familia que buscaba hacer picar a una corvina negra; Cortázar como protagonista en uno de los pasajes de la trama; un incendio que lo devora y lo devasta todo (incluso el parsimonioso avance de las páginas iniciales), hacia un cierre perfecto bajo un cielo imperfecto; la persecución del fantasma de una magnolia y su leyenda; el incesto que aparece bajo el signo cifrado de sus consecuencias; un ciego como vínculo de todo ello y como explicación abierta de nada; la persistente violencia y la presencia del suicidio. Esta es la aventura de leer No acaricies a un perro ciego (Editorial Terracota, 2014), la más reciente novela del escritor uruguayo William Johnston, quien nos recuerda que nuestras vidas no tienen mayor certeza que la que les concede una lectura del Tarot, o las determinaciones cabalísticas.
Metatextual –como gustan llamarle a este tipo de propuestas- el libro se divide en tres episodios, cada uno una novela corta en sí (El cielo imperfecto, Magnolia y No acaricies a un perro ciego); historias en apariencia independientes pero con un eje conductor definido, un rompecabezas que se arma mediante el recurso de los encuentros y los desencuentros amorosos.  Tal como lo menciona la contraportada, No acaricies a un perro ciego es la novela de la desolación, un tríptico triste de cafés nocturnos y plazas solitarias (…) antes que un canto de amargura, una pieza de escritura tan conmovedora como intensa.
         Para definir a fondo el carácter de la obra, decidí incluir la entrevista que hice a uno de los personajes, Guillermo Stormer, quien por cierto se mostró huraño y renuente a concederme la primicia, pero que tuvo que aceptar después de mi abrumadora insistencia.
Reproduzco aquí un breve fragmento de dicha entrevista:

         Yo: Guillermo, ¿qué opinión merece para ti el suicidio?
         Guillermo Stormer: El suicidio es sólo un oficio de valientes, y todo valiente es un hombre que se ha dado cuenta, en determinado momento de su vida, de que la vida en general es la suma inconclusa de un puñado de miedos; un destino hecho a la medida de la mentira, el deseo, la imaginación, el orgullo, la vasta podredumbre; el viento urgente de un marzo cualquiera; la insolencia torpe de un amante que nada busca…
         Yo: Seguramente tienes algún pariente suicida.
         Guillermo Stormer: Seguramente usted es un psicólogo frustrado.
         Yo: ¿Qué es Magnolia?
         Guillermo Stormer: Una novela que escribí y perdí.
         Yo: ¿A qué atribuyes la pérdida de esa novela?
         Guillermo Stormer: La atribuyo a la cábala, las supersticiones y las casualidades.
         Yo: ¿Qué piensas de los libros, en general?
         Guillermo Stormer: Los libros se leen sólo una vez. Leerlos dos o tres veces es fastidioso.
         Yo: Y acerca de los escritores, ¿qué nos puedes decir?
         Guillermo Stormer: Son unos mentirosos. Los escritores somos mentirosos antes de ser escritores.

Stormer me concedió la entrevista antes de desaparecer entre la muchedumbre, entre los vaivenes de una multitud que desfilaba ante los aparadores decembrinos de un centro comercial gigantesco. No me dejó más que el perfume de aquellas pistas que pudieran descifrar la médula de  la historia. Sin embargo, sé que las piezas encajarán con la paciencia requerida cuando deban hacerlo, y sólo mediante la más atenta lectura.

Por lo pronto, más allá de cualquier pregunta a Guillermo Stormer, sólo queda dejarse conducir por la propuesta narrativa de William Johnston. No acaricies a un perro ciego es una novela contundente que demuestra el oficio del autor,  junto a su poderosa convocatoria poética que permea a través del lenguaje y sus imágenes. El interés y la fascinación por este libro emanan del tono natural de los personajes dentro de un mundo siniestro a causa de su cotidianeidad, del genio del escritor para construir misterios desde el barro de la vida diaria; de su ritmo discursivo irrefrenable, de la obsesiva destrucción y autodestrucción en los protagonistas (que habrá de conducirlos de manera ineludible a la violencia).
La más reciente novela de Johnston es contundente y me ha causado la más profunda impresión, sobre todo por su maestría y dominio, por esa imperdible capacidad de atar todos los cordones sueltos en un nudo bien apretado y asfixiante, para abrirlos finalmente, de manera natural, permitiendo la continuidad mediante una historia cíclica. Habrá que leer la novela, sin duda, y aguardar expectante las gratas sorpresas que este autor, en su acidez, nos depara en el futuro. Sorpresas que saltan, intempestivas, desde la vida, esa continua fuga entre satisfacciones nunca cumplidas, promesas de amor a largo plazo, furias abortadas entre el odio y la mentira.



México, Diciembre del 2014

lunes, 1 de diciembre de 2014

Manuscrito inédito de Muhammud Ibn Al-Mahad hallado a la sombra de un olivar, por Ulises Paniagua


Manuscrito inédito de Muhammud Ibn Al-Mahad
hallado a la sombra de un olivar

por Ulises Paniagua




Si miras sólo hacia afuera, verás nada más que el mundo exterior. Si miras sólo hacia dentro, estarás ciego de ti.
Muhammud Ibn Al-Mahad


         Hace un par de años  y en una visita a México, el británico Johnathan F. Bartleby (quien estudiaba filología en una universidad de Granada, cerca de la influencia de los poéticos jardines de Alhambra), me mostró un manuscrito en árabe que aseguró pertenecía al poeta sufí Muhammud Ibn Al-Mahad, autor de un libro que integra el erotismo amoroso a la sabiduría cosmogónica del Medio Oriente. Me refiero a la compilación de poemas que lleva el título de Cantos a la amada. El documento inédito había sido encontrado en un baúl, y enterrado a la sombra de un olivar en los campos cercanos a Damasco; bául que yacía cubierto con una piedra en punta que apuntaba hacia la Meca.
Ibn Al-Mahad es reconocido por algunos especialistas en poesía sufí. De él se especula que escribió también bajo algunos heterónimos, como lo son Ahmad Ibn Al-Jallah, Hassan Ibn al-Rawiya y Sadí Din Bajja. Algunos atribuyen, incluso, una autoría colectiva de su obra bajo un mismo nombre, como se presume que ocurrió en el caso de Homero en los tiempos helénicos. Al respecto de este misterio, mi amigo filólogo decidió no asumir ninguna postura, pero sí se mostró convencido de tener en sus manos un original inédito de Al-Mahad.
El manuscrito que Johnathan poseía me pareció, además de ilegible, incomprensible debido a mi desconocimiento del idioma árabe. En adición, no presentaba ninguna firma. Por ello, sólo quedaba confiar en su versión. Según F. Bartleby, el poema (se trata de un poema de largo aliento) aborda de manera sutil y metafórica la interpretación del universo por medio de la geometría, un atrevimiento que en palabras del británico,“Al-Mahad habría escrito bajo la influencia de las enseñanzas de Ibn al-Letif Khaldun Aziz, desde su célebre Tratado de las figuras planas y esféricas del mundo”.  Pero el poema también muestra una visión encarnizada de la especie humana y la lucha por el poder, en un tipo de oda que oscila entre la suavidad del pétalo de una flor y la crudeza de un camello abierto en dos mitades.
Sin ser experto en el tema, dos datos me hicieron dudar de la autenticidad del escrito. El primero de ellos era que el documento estaba fechado en 1243, lo que parecía sospechoso si tomamos en cuenta que el año de nacimiento de Ibn Al-Mahad ha sido referenciado entre 1258 y finales del siglo XIII por su más fiel traductor, el escritor uruguayo-mexicano Saúl Ibargoyen. El segundo asunto que me hizo generar dudas, es la característica de largo aliento del poema. Esta sospecha, a su vez, nacía de una sencilla explicación: en la obra que había tenido oportunidad de leer a través de las versiones de Ibargoyen -incluyendo los heterónimos-, Al-Mahad no recurre en ningún momento a un recurso de tal extensión. Por otra parte, el poema de largo aliento tiene pocos registros en la poesía sufí en el escenario del medioevo occidental. Tal vez el poeta Omar Khayyam haya incursionado en esta exploración con más ahínco, pero el poema era visiblemente ajeno a este autor persa, pues basta conocer medianamente el temperamento y la textura de la poética de Khayyam para intuir que este texto no proviene de su pluma. Además, según referencias históricas, Khayyam murió, en el año de 1131, por lo que era imposible atribuirle la autoría. Por su parte, el escritor y teósofo Ibn Arabi no buscaba tampoco la gran extensión en su poética, ni se acercaba siquiera al tono agridulce de la temática del documento. También se descartó, de esta forma, alguna probable relación del teósofo con el texto.
Aquí será necesario hacer algunas mínimas precisiones, antes de concluir. La obra de Ibn Al-Mahad es demoledora. Se trata de textos condensados con una sutileza áspera, que deja a quien los lee contemplando el mundo como si atravesara con sus manos un muro de agua, para descubrir el edén, o el vacío. La mirada del poeta árabe aludido es un salto hacia el dentro en comunión con el exterior, un canto del espíritu integrado a una armonía universal, llena de humildad, pureza, y un místico erotismo. Así, recomienda en uno de sus poemas: No hagas de la amada el exclusivo asunto de tus versos / Pero si hablas de ella, / porque así es lo que sucede por voluntad de la palabra, / recuerda los recursos de muchos otros / que en lenguas distintas / han escrito antes que tú.
Al respecto de asuntos metafísicos y espirituales, afirma: Detrás del mundo perceptible / hay otro cosmos que se mueve / como la garra del tigre/ entre las hojas que agonizan. / De igual modo la imagen de la amada tiembla debajo de tu piel.  Y líneas adelante concluye, a manera de epílogo: (…) Recién cuando deba cumplirse tu día, conocerás lo que es la sustancia del silencio. Por eso, sin saber nada, nunca dejes de cantar.
      Din es una palabra árabe que expresa en el sufismo una manera de vivir. La vida de quien practica los preceptos sufíes es equilibrada y luminosa, en comunión con lo que habita dentro, afuera y alrededor de nosotros. Implica una cosmovisión (…) y un compromiso de por vida en todos y cada uno de los aspectos y facetas de la existencia. Todo lo que hace el sufí está orientado a la conquista de la Iluminación, a la apertura espiritual que le permita “contemplar la faz de Allah”, o lo     que es lo mismo, aniquilar el ego para experimentar con todo el Ser (y no sólo con la mente) la Unidad de todo lo creado, la Unión mística (Ballesteros, Emilio). Basado en estos preceptos, había un cabo suelto, un tercer dato que me hacía vacilar de la validez del manuscrito en poder de F. Bartleby. El poema mencionaba los tiempos de mansedumbre de las gacelas dulces: allí donde moran los corazones de los hombres; pero también exaltaba las artes de la guerra con la fascinación con la que un áspid segrega sus encantos entre el plácido cantar de los vientos. Esta visión bélica, aunada a pasajes donde se describían batallas cruentas y verdaderas carnicerías entre califatos, me hacía cuestionar la postura de F. Bartlebly. Esta exaltación de la violencia era a todas luces contraria a los principios del sufismo.
 Johnathan defendió al manuscrito, tal vez mayormente por necedad que por una actitud crítica. Tenía fe en su descubrimiento, o necesitaba tenerla. Para resolver el asunto que casi rayaba en una franca disputa, debimos acercarnos a expertos en la materia. En primera instancia, intentamos establecer contacto vía mail con Reyna Carretero Rangel, quien de manera reciente publicó una tesis en la Universidad Autónoma Nacional de México acerca de la obra de este autor, al que compara en su mística con poetas como el ya mencionado Ibn Arabi, y el filósofo Rumi, quien pereciera víctima de una desobediencia política. No obtuvimos respuesta a nuestros mensajes electrónicos. Ibargoyen, estudioso y traductor del poeta árabe, se hallaba vacacionando en Montevideo en aquellos días, y habría que esperar al menos un mes para poder conversar con él.
Ansioso y obsesivo, víctima de la desesperación y cansado de mis cuestionamientos, F. Bartleby decidió exponerse: envío el manuscrito a un laboratorio donde trabajaba uno de sus primos lejanos, y facilitó un par de copias a expertos en caligrafía que contactó en un área de posgrado de Londres. El resultado para él fue desalentador. Después de las pruebas de carbono-14, y de múltiples comparaciones, el poema fue atribuido a Jalil Al Rashid, un autor poco estudiado hasta el día de hoy, quien escribiera poemas menores en el Bagdag de los años 1122 y 1159, y que resultó descendiente directo de la vasta familia del califa Harán al-Rashid, ese neurótico protagonista de Las mil y una noches al que Sherezada le contaba cada luna una historia.
Volviendo al caso del poema de largo aliento referido, se concluyó entonces que se trataba de  un texto apócrifo, que poco o nada tenía que ver con Muhammud Ibn Al-Mahad y su vasto talento. El asunto sobre la veracidad del manuscrito me costó la amistad de F. Bartleby, pues el filólogo británico me escribió, en una carta breve y poco emotiva, que preferiría no ser mi amigo nunca más, después de la vergonzosa derrota que el episodio representaba para su imagen erudita. Para ser franco, no me interesó en lo más mínimo su furia, pues al final del asunto yo estaba harto de su actitud veleidosa, de fiera herida.
Trato de olvidar esa historia. Lo conseguiré pronto, si me empeño, y sé que no representará para mí una paja dentro del ojo, siquiera. Sin embargo, un resabio de incertidumbre ha sido sembrado en un pequeño grupo de expertos: siempre quedará abierta la posibilidad de hallar un texto inédito de Ibn Al-Mahad. Por lo pronto, lo único que permanece como verídico y único, son los versos del poeta árabe, Al-Mahad, alentándome a descubrir la luz entre tanto misterio, como una resonancia magnética que alimenta sensaciones a través de la palabra: Teje un tapiz con la sombra que separan los hilos materiales de estambre. Luego, descansa sobre tanta luz.
No cabe duda, la frontera entre lo verdadero y lo que no lo es, no es más lejana que la frecuencia que separa un aleteo de otro, de un colibrí al amanecer.



Ulises Paniagua, en las proximidades de Alhambra.
2 de Diciembre del 2014