Escritores
en la colonia Roma
Crónica urbano-literaria de un barrio
cosmopolita
Ulises Paniagua
Son
las cinco de la tarde. Salgo de la estación del metro Cuauhtémoc con la visión
de un cielo extrañamente azul, y un baño de sol sobre la fachada del mercado
Juárez, que asoma enfrente. También brillan, un poco más lejanas, las fachadas del
edificio Buen Tono (el primer
residencial en la Ciudad de México), y aquellas fachadas sobre avenida
Chapultepec, de estilo afrancesado o inglés, que se van persiguiendo entre
negocios de refrigeradores industriales, hasta perderse a la distancia en la
Glorieta de los Insurgentes. Se deja la estación del metro con la alegría del
que abandona el inframundo para ascender a lo terrenal. Al llegar a la salida,
un grupo de indigentes, muchos de ellos jóvenes, “se monea” sin pudor en la
acera opuesta.
Se
dobla hacia la izquierda y se camina entre puestos de relojes, de pilas, de
películas piratas. “A veinte varos o
tres por cincuenta, llévalas, güero, son clones”, dice un adolescente con la
joven astucia de quien conoce su negocio. Entonces, para abrevar camino, uno
decide introducirse al pasaje del Centro Cultural Telmex. Se muta del sol a la
sombra. Pero esta vez es una sombra artificiosa, poblada de luces que enmarcan
diversos locales: boutiques, tiendas
de celulares, tiendas de ropa íntima, una sex
shop, una nevería. Más adelante, en un gran nudo, la centralidad del fast food, un núcleo estridente donde se
escuchan los éxitos pop a través de
las bocinas del centro comercial, pero también las conversaciones y las risas
de los que allí comen, adolescentes en su mayoría, aunadas a los sonidos
intergalácticos de los juegos a los que las madres suben a sus hijos pequeños.
Y frente a ese nudo, el acceso al teatro del Centro Cultural Telmex, escenario
que ha visto montar versiones mexicanas de El
fantasma de la ópera, Cats, y Jesucristo superestrella, entre otros
tantos refritos de los musicales de Broadway. La posmodernidad se hace
salvajemente presente: la elegancia del teatro frente a la furtividad de comer
una hamburguesa, unas papitas y una soda.
Uno dobla a la derecha y vuelve a
emerger. La calle de Guaymas lo recibe con un intenso olor a tacos y a tortas
que derrite al estómago menos antojadizo. Algunos olores provienen de los
locales formales que se hallan en la frontera de la plaza comercial; otros
emanan de los puestos informales a lo largo de la calle. Se escucha música de
banda y rock desde diversas bocinas. La gente camina, sin prisa, pero
constante, hacia o desde la estación del metro. Se debe andar con cuidado,
esquivando a la gente que pasa al costado sin importarle chocar (como si todos
a su alrededor fueran incorpóreos o inexistentes).
Al llegar al cruce con Puebla hay que
tener cuidado con los carros que viran sin precaución. Se escuchan cláxones. El
Centro Cultural Telmex es un elefante grisáceo que proyecta su sombra sobre las
calles. Pienso en este edificio. Hace años, en su terreno se asentaban los Televiteatros
de Silvia Pinal, que se vinieron abajo en el año de 1985. En aquellos años la
ciudad era distinta. Abundaban los automóviles de gran tamaño, de seis cilindros
muchos de ellos, a los que se les apodaba “lanchas”. El volkswagen sedán,
conocido como “vocho” en su acepción popular, era el rey de las avenidas en la
ciudad de México. Los teatros tenían aún una presencia importante. La
televisión, encabezada por Televisa, dominaba los medios visuales. No se
conocían en México, ni se sospechaban siquiera, la internet y las redes
sociales. La información era mucho más lenta. La fiebre de Michael Jackson y la
saga de Star Wars hacían irrupción comercial en todo el país. Rockdrigo
González (“el poeta del nopal” que no tuvo tiempo de cambiar su vida, al
fallecer en el mencionado sismo del 85 en su departamento en Bruselas 8, de la
vecina colonia Juárez) inauguraba el movimiento “rupestre” de cantautores, que
derivaría en la aparición del rock nacional, encabezado por “El Tri”, que se
prolongaría a su vez con bandas que proporcionaban una identidad a los jóvenes,
que se atrevían a cuestionar la posmodernidad, las imposiciones oficialistas y
los dogmas sociales a través de su música. Bandas como los míticos “Caifanes”,
el virtuoso “Café Tacuba”, y el blusero-poético “Real de catorce”. La Roma era,
por aquellos años, una colonia muy tranquila, aunque prevalecía un proceso de
deterioro y abandono provocado por el congelamiento de las rentas, que afectó a
esta zona y al Centro Histórico durante décadas.
Son
interesantes los procesos de transformación urbana, las rupturas con una ciudad
antigua que vivía a otro ritmo, de otra forma. Por ejemplo, allá por los años
cuarentas y cincuentas, sólo podía llegarse a la Roma a pie, en automóvil, o en
camión. El costo del pasaje de tales camiones era de quince centavos, y
recorría la ruta Belén-Peralvillo-Cozumel. Cada viaje era una aventura, en
medio del traqueteo de los viejos motores y del “súbale, súbale”, del cobrador
y ayudante del chofer (al que Salvador Novo refiere se llegó a conocer con el
nombre popular de “lambiscón”, expresión difundida en oficinas y centros de
trabajo de la “capirucha” mexicana). También corría, sobre Avenida Álvaro
Obregón, la ruta del tranvía. De estas vías, por cierto, hay historias particulares.
Una de ellas describe que era tal la fuerza del terremoto del 19 de septiembre,
que se tenía la sensación de que un enorme animal prehistórico reptaba debajo
del piso. La fuerza telúrica fue de tales proporciones que las vías del tranvía
(que para entonces ya no estaba en uso), quedaron retorcidas en varios
trayectos de la calzada. En 1968 iniciaron los trabajos para construir la línea del metro;
este entonces novedoso sistema de transporte vino a brindar una nueva
centralidad, más popular, a un barrio que en su origen pretendía ser
aristocrático, hijo directo de la modernidad, vanguardia de los servicios
hidrosanitarios y de la traza urbana, durante inicios del Siglo XX.
Volvamos
al presente. Enfrente de este centro cultural, una imprenta pequeña y una
tienda de abarrotes indican las primeras presencias barriales. Al cruzar
Puebla, siguiendo por Guaymas, el ruido de los automóviles se va desvaneciendo
hasta desparecer en su totalidad. Se entra a una isla apacible en medio de las
tormentas citadinas.
Es
La Romita, un barrio de origen prehispánico (Atzacoalco), reducto de los
habitantes originarios que se han visto obligados a guarecerse en ese pequeño
cuadrante urbano a causa de las grandes presiones inmobiliarias, y al
incremento en el valor de suelo en las colonias Condesa y Roma. Conocida con
este mote por su parecido a un paseo arbolado que existía en Roma, la capital
italiana, esta isla urbana donde el tiempo se congela, es un lugar en toda la
extensión de la palabra. El patrono del lugar es San Judas Tadeo. Aquí se
efectúa una importante celebración entre vecinos y visitantes de las colonias
cercanas, como la Doctores, el día 28 de octubre. La Romita posee magia, arrastra
leyendas urbanas, se rodea de un profundo misterio. En las gruesas ramas, entre
los arbolados de su plaza se colgaba a los delincuentes en épocas anteriores al
porfiriato. Por cierto que en ciertos libros de crónicas y leyendas, entre
ellos el “México antiguo”, de Luis González Obregón, se
cuenta que hace muchos años este lugar era un rancho, y que el propietario del
mismo fue asesinado. Su muerte no fue aclarada. Su fantasma se aparecía a trasnochados
que decidían atravesar por la plaza a altas horas de la noche, pidiendo le
diesen de comer. Viejos avecindados en el barrio aseguraban también la
aparición de “la llorona” entre las tenebrosas sombras de sus callejones.
Por
cierto que, no precisamente en la Romita, pero sí en una plaza cercana,
bautizada como Circular de Morelia por su traza geométrica curva, una leyenda
negra dicta que allí estaba la Federal de Seguridad; ahí, decía alguno que
llegó a trabajar en algún establecimiento cercano, en el número ocho existían separos
clandestinos de la Federal de Seguridad, donde torturaban a la gente durante el
movimiento estudiantil del “sesenta y ocho”. Algunos afirman la presencia de un
hombre que presumía ser el azote de los terroristas: el terrible Nazar Haro.
Los vecinos especulan que espantaban y siguen espantando ya entrada la
madrugada.
En
este barrio se filmaron, además, escenas de la película “Los olvidados”, de
Luis Buñuel, una dura crítica a un México moderno y modernizado, que no fue
aprobada del todo por la visión institucional. El propio Jorge Negrete, en una
entrevista de aquéllos años, declaró como líder de la Asociación Nacional De
Actores (ANDA), que de no haber estado de viaje en los días de estreno del
film, se hubiera encargado de prohibir su distribución en las salas de cine.
Una placa, en la pared de la casa de la cultura que da hacia la plaza de la
Romita, mantiene viva la memoria de la presencia de Buñuel por estos lares. “El
jaibo”, personaje antagónico de la película, aún parece deambular en esta manzana.
El
espíritu de barrio puede respirarse e imaginarse con facilidad. La Romita era
considerada entonces un barrio de ladrones, de asaltantes, de drogadictos
principalmente afectos a la mariguana, hierba satanizada durante décadas antes
del movimiento “hippie” internacional (la mariguana era, a inicios del siglo XX
y antes de convertirse en aventura sensorial de la clase media, un narcótico
que se asociaba con los pobres, con los albañiles).
También
es interesante la anécdota de los años ochentas del siglo XX, que cuenta que un
ladrón, en una visita que hizo el presidente de la república a la cerrada del
sitio, le robó la cartera al mandatario. Fue tal la
vergüenza del aparato presidencial, que el ejército cercó todo y ejerció la
intimidación con los vecinos hasta que la cartera se entregó. El brumoso ladrón
consiguió, como pago a su silencio, trabajo como informante de gobernación.
Personajes
famosos han habitado en el barrio: en el número 8 del callejón está la casa de
una persona que era conocida como “el engendro”. Se trata del político Rincón
Gallardo, al que se le dio este mote por hallarse deforme de una mano. En el
edificio “Julia”, en la cerrada de Guaymas, había un actor, al estilo de
Ferrusquilla, de segunda mano, que vivía en el número siete. En el número ocho
de Circular de Morelia vivía un tipo, apellidado Blanco, que fue dueño de la
estación de radio, de 6.20, “la música que llegó para quedarse”.
Memoria
histórica de la ciudad: pasando Morelia y el Callejón de San Cristóbal, estaba
el Cinema 2, que se cayó con el sismo. El Cinema 1 se cayó en Frontera. Pasando
Durango, inmediatamente hay una unidad habitacional nueva. Ese era, antes, el
Cinema 3, que hace años era el Cine Morelia. Allí acudía mucha gente a
disfrutar de los estrenos nacionales e internacionales, en los tiempos en que
ir al cine era una experiencia especial, un paseo donde el tiempo mutaba desde
una naturaleza profana a una “sagrada”, a una comunión con las estrellas del
celuloide.
En
La Romita se está bien. No circulan automóviles a gran velocidad. Se escuchan
las conversaciones sosegadas de los vecinos, las risas apenas escandalosas de
los niños que juegan en el parque, alrededor de la fuente. El viento mece con
suavidad las hojas de los árboles y la vida parece asomar en la luz vespertina
que resalta el verde de las hojas y del pasto. Una camioneta vende capuchinos y
expresos. Huele a café. El sonido de los zapateos de un grupo de intérpretes de
danza folclórica escapa desde la casa de la cultura que se encuentra frente al
parque. Uno se adentra a la plaza, entre arbustos, y se encuentra con un poema
que resalta, en una barda, la pasión por el lugar. “Romita, mi amor…”, comienzan
aquellos versos. A un costado, una variedad de colores invita a una aventura de
arte urbano, pero también parecen anunciar cierto peligro, cierta restricción.
Se trata de un callejón estrecho donde se estableció hace algunos años el
proyecto cultural “Casa tomada”. Un espacio que parece tan apropiado por los
vecinos del callejón (radicados en una vecindad reubicada por el movimiento telúrico
referido), que concede una poderosa sensación de clandestinidad apenas al
costado de la iglesia. Una persona sentada frente a la puerta de la vecindad,
en una silla rústica de madera, siempre vigila. Uno contempla los murales con
fascinación y ligera prisa, y hace un par de preguntas a quien se halla sentada
o sentado en la silla, para aligerar la extranjería. En los muros pintados, tatuados,
se revelan aspiraciones, sueños, pesadillas; todo ello de corte urbano que tiene
mucho qué decir sobre adicciones, marginación, pobreza, por una parte; y
libertad y rebeldía por la otra.
Entonces uno vira para emprender la
marcha hacia la calle de Morelia. Se sigue el paso al costado de la larga barda
de una casa construida de puro ladrillo, que hace recordar los principios del
Siglo XX. Al llegar a la calle de Morelia y doblar hacia la izquierda, de nuevo
el ruido de los automóviles se hace sentir. Pero en las calles no hay prisa. La
gente camina despreocupada. Mujeres llevando de la mano a sus hijos, parejas de
novios, amigas adolescentes que van platicando sus problemas familiares unas a
otras. Se cruzan pequeños bares, un café con música de jazz envolviendo el
espacio público desde sus bocinas y sus mesas en la calle; una librería
recuerda la larga tradición literaria de este sitio de sitios entre la ciudad. Los
sonidos caracterizan al barrio.
Adelante,
locales de pizza. Y una esquina, en un vértice del Parque Pushkin, donde se fríen hamburguesas, donde se venden
tortas y tacos. Siempre está llena. Todo mundo parece conocer y recomendar
estos puestos. A contraesquina se hace sentir la presencia de niños y
adolescentes en el parque. Los chicos practican en sus patinetas. Los niños se
trepan a los juegos infantiles. Algunos, de mayor edad, disputan una cascarita. Mucha gente lleva de
paseo a sus perros. Ladridos, advertencias de los dueños, bolsas que levantan
del suelo las heces de sus mascotas; un espacio como una especie de arenero
donde los perros pueden “hacer sus necesidades”, campea en medio del parque,
ante el busto un tanto olvidado de Pushkin, ese poeta ruso que fieramente
atacara la presuntuosa modernidad de Pedro el Grande, dentro de una ciudad lujosa
e impactante que reconstruyó con el nombre de San Petesburgo (después llamada
Leningrado). Algunas chicas pasan trotando en grupo, platicando, algunos
corredores vienen después, en silencio, como persiguiéndolas. El bullicio de la
avenida Cuauhtémoc se hace sentir. Un gran gusano rojo invade la vista: es el
metrobús que hace parada allí, frente al jardín Pushkin. La gente desciende en
pequeños grupos, el metrobús continúa su marcha.
Algunos
chicos dark, o punk, o rockeros cruzan
en grupo hacia la avenida. Seguro se dirigen a algún concierto en el Foro
Alicia, un sitio underground que
Edgar Morín describe a través de su capacidad térmica y emotiva: la temperatura
ambiente es tan alta que las paredes transpiran. El calor obliga a muchos
hombres a quitarse la camisa –las chavas se aguantan-, así que andan en
camiseta o con el torso desnudo, lucen tatuajes con múltiples formas, colores y
tamaños. Gracias a la ropa, esta práctica al igual que el piercing pone en escena el juego de lo visible y lo invisible.
Se
gira a la diestra y se continúa sobre Colima. La calle se angosta. Las fachadas
se hacen majestuosas, las alturas crecen. Uno casi puede oler las fragancias
francesas que usaban damas y caballeros de la época porfirista. El tranvía
parece atravesar la calle en cualquier momento, aunque ya no existen vías por
donde pudiera correr. La calle es discreta, apenas el rumor de los autos, algún
martillo que trabaja en la remodelación de una casa…
Adelante,
el estruendo de una perforadora en un terreno donde se construye un edificio de
apartamentos contemporáneos. Uno sigue la marcha y el ruido se va quedando
atrás. Hay boutiques, colegios
silenciosos, casas señoriales, mascarones, detalles constructivos, cornisas
elegantes. Entre más se avanza hacia Avenida Insurgentes aparecen más negocios.
Huele desde la comida casera que se prepara en fondas, hasta la chistorra de
puestos callejeros atendidos por dueños argentinos; llegando al olor a pastas y
platos elegantes que se sirven en locales de prestigio. Fuera, extendidos en
las calles y bajo elegantes toldos, parejas de novios (o pretendientes a serlo)
se contemplan con una ternura afectada por su orgulloso poder económico. Los
rostros son enmarcados por la flama de un fondue
y el rojo encarnado de una copa de vino.
Más
adelante espera la Plaza Río de Janeiro, con una réplica de El David de Miguel Ángel y la
tranquilidad que brinda la constante caída del agua a través de una fuente
colosal. En la Plaza Río de Janeiro hay niños, gritos, indicaciones y juegos de
boy scouts; ladridos de perros que se
reconocen unos a otros; conversaciones entre los dueños de los canes.
Grandes
casonas enmarcan el parque, como la famosa “Casa de las brujas” que vigila
desde una esquina. El aire se siente fresco gracias a la presencia del agua y
de la sombra de árboles centenarios que huelen bien. Otras partes de los
jardines, en cambio, no pueden esconder el olor de los deshechos fecales de las
mascotas.
Aprovecho
la Plaza Río de Janeiro para evidenciar la gran presencia de escritores, e
imaginarios construidos por ellos, entre los “romanos”. Ramón López Velarde,
William Burroughs, Allen Ginsberg, Jack Kerouac, (escritores de la generación beat, éstos tres últimos), Fernando del
Paso, y José Emilio Pacheco, son sólo algunos de los nombres literarios que han
desfilado por sus calles, parques y banquetas. La presencia de los escritores,
junto a referencias modernas e incluso a guiños institucionales, han forjado en
la Roma una construcción mental de los habitantes a partir y con relación a su
comunidad. La Roma se ha construido, más que a través de una imagen, a través
de un nivel simbólico, es decir, a través de la representación dada a los
individuos de su relación (individual) con las relaciones sociales que
gobiernan sus relaciones de existencia y su vida colectiva e individual, como
lo entendía Althusser.
Volviendo
a los alrededores de la Plaza Río de Janeiro, hay allí un edificio famoso,
bautizado por la comunidad como “la casa de las brujas” o “la jaula de las
brujas”. Se trata de una construcción muy particular, pues por sus
características arquitectónicas rememora a una casa decimonónica, típica de los
cuentos de terror infantiles. En ella habitó una “bruja” de verdad, a la que
solían acudir políticos de prestigio, para consultarla. Se hacía llamar Pachita. También ha sido escenario para
diversos escritores y editores, como Mario del Valle y Maricela Teherán. Ahora se han mudado algunos otros escritores
a esta mansión departamental: el poeta Francisco Hernández, por ejemplo, es
vecino de edificio de Guadalupe Loaeza. En el mismo inmueble vivieron el editor
y poeta Mario del Valle, Sergio Pitol, el poeta y traductor Guillermo
Fernández, Vicente Quirarte, en fin, toda una caterva de escritores mexicanos.
En
la Roma también vivió el cuentista Juan de la Cabada. Se organizaban reuniones con el poeta Raúl Renán. Paco Taibo II reside
en la zona. También Benito Taibo. Hugo Arguelles se crió en la Roma. Hernán
Bravo Varela es habitante distinguido, y director de prensa de la Casa del
Poeta. Además, allí nacieron ideas editoriales, como la de “La máquina
eléctrica”, donde Sandro Cohen estaba a cargo del consejo editorial.
William
S. Burroughs y Allen Ginsberg residieron un tiempo por allí. En un departamento
de Monterrey 8, Burroughs mató de un tiro a su mujer, jugando a ser Guillermo
Tell mientras consumía drogas y culpaba a su demonio interno. Por supuesto, “por
una módica cantidad” los agentes del ministerio lo dejaron libre, para que
pudiera escribir años más tarde su célebre novela, “El almuerzo desnudo”.
Cafés
literarios y escritores generaron (y siguen generando) lazos indisolubles. En
la calle de Córdoba se reunían algunos púberes escritores en los setentas y
ochentas del siglo XX, en un establecimiento muy popular. Ahora ese café
sobrevive transformado en “La bella Italia”, a un costado de la Plaza Río de
Janeiro, y sigue manteniendo su convocatoria para otros artistas. De este lugar
es simpática la anécdota que cuenta que un grupo de jóvenes poetas solía
reunirse allí a diario, para revisar sus textos, pidiendo un café americano
para consumir horas de un improvisado taller literario. El dueño del café, en
una ocasión, se acercó sigiloso, para dirigirles unas palabras: “Hola,
jóvenes”. Los escritores se sintieron halagados al pensar que el hombre los
reconocía por su fama y su calidad literaria.
“Los he estado observando desde hace algún tiempo”, les dijo, “son
muchos, ustedes, se sientan en esta mesa larga, y luego nada más consumen un
café; esto es un negocio, entonces yo les pido que ya no vengan…”. De nada
valieron los argumentos de los que se sintieron ofendidos, asegurando que no
sabía a qué tipo de bardos estaba perdiendo aquel café. “Me da igual quiénes
sean, o serán, de todas maneras se van”.
Un
dato particular recalca la relevancia del espacio: en la colonia Roma Sur se
ubicaba el departamento de un crítico de arte y pintor al mismo tiempo,
Francisco Centeno Bujáider. Allí, Raquel Tibol y otros escritores, pintores y
artistas de la clase media baja, fundan el movimiento “Tepito Arte Acá” (lo que
confirma la intensa actividad cultural no sólo en sus calles, sino en el
interior de los departamentos, los edificios, las vecindades). Se cree que el
movimiento nació en Tepito, pero en realidad nació en la Colonia Roma, según lo
afirma Roberto López Moreno, poeta y narrador, autor de “Yo se lo dije al
presidente”, libro de cuentos publicado alguna vez por el Fondo de Cultura
Económica en su colección de Letras Mexicanas.
Para
rematar, qué más que recalcar el lugar donde se hacen los más característicos
aquelarres literarios: la Casa del Poeta, donde literatos, críticos y
traductores se reúnen con frecuencia. Es un inmueble vital de la existencia
literaria, un referente para generaciones diversas que gustan de compartir y
escuchar metáforas, ripios y estructuras rítmicas. Es el sitio más importante
para la presentación de poemarios. Se escuchan, a través del micrófono, las
voces de los autores que presentan un libro en el Bar Las hormigas, en el
segundo piso de inmueble. Algunos escritores se asoman por el balcón, conversan
fumando sus cigarros. Allí, entre la sórdida recámara donde escribiera López
Velarde hermosos poemas a su amada Fuensanta, a través del closet que conduce
al cielo y el infierno que proclamaba el modernismo y la pecularidad de un
estilo, el espectro del bardo zacatecano parece deambular, haciendo sentir su
presencia (con algún soplo al oído, un leve roce sobre la espalda) a algún visitante
de aquella antigua vecindad.
También
permanece la presencia de los “estridentistas”, quienes en Álvaro Obregón
tenían su famoso café, el “Café de nadie” (nombre con el que lo bautizó el
escritor Arqueles Vela). Maples Arce, en un manifiesto evidentemente
transgresor, exaltaba las virtudes de la tecnología, así como de una áspera
identidad nacional (“viva el mole de guajolote y el agua de tonaya…”), e
inauguraba uno de los primeros movimientos “contraculturales” literarios, que
había tenido origen en la ciudad de Jalapa, Veracruz. Después, Ofelia Ascencio,
una músico importante, hizo una segunda versión del “Café de nadie”. Estaba en
un segundo piso de un edificio de la calle de San Luis Potosí. Así, las vidas
de los artistas y escritores, que son péndulos, como decía López Velarde, oscilaron
entre el “Café de nadie” original y el nuevo, y como péndulos, tocaron los dos
extremos, los dos míticos establecimientos: el que se hizo aire, y aquel en que
uno podía beber su kawa bajo la
música de Ascencio.
Muchos
libros citan a la colonia Roma. No sólo se trata de escritores que habitan
estos espacios, sino que escriben sobre ellos, generando imaginarios. El libro
de José Emilio Pacheco, Las batallas en
el desierto, se ha vuelto un manual para sobrevivir la adolescencia desde
hace varias generaciones. Otros poemas hablan de ella: “Bajo llave”, del poeta
y traductor Guillermo Fernández, que fue escrito en “la jaula de las brujas”. Y
por supuesto, la obra reciente del poeta Francisco Hernández, que ha sido
escrita desde el hermoso ventanal que mira hacia la Plaza Río de Janeiro.
Aunque no hay referencias muy precisas, también podríamos pensar en los últimos
poemas de Ramón López Velarde, contenidos en el Son del corazón, al leerlos a través de cierta luz de la tarde, o
de la noche, “a la luz de dramáticos faroles”, como López Velarde llamaba a las
luces de avenida Jalisco, hoy avenida Álvaro Obregón, cuando iba a dar sus
largas caminatas en busca de inspiración (agradezco la cita aportada por el
escritor Hernán Bravo Varela).
Está
también “El vampiro de la colonia Roma”,
de Luis Zapata, que le genera a la colonia más bien un imaginario de
departamentos abandonados o semi-abandonados, oscuros, ligados a las drogas y a
encuentros sexuales clandestinos, principalmente de naturaleza homosexual.
Algunos vecinos coinciden en rechazar esta descripción de la colonia, referida
en el libro de Luis Zapata, quizás por cuestiones de mantener el status, quizás por condiciones
“morales”.
Es
curioso el caso de José Emilio Pacheco. Ciertos rincones de la Plaza Río de
Janeiro y algunas otras calles aledañas, que menciona en sus aventuras de niñez
en Las batallas en el desierto,
actualmente presentan un fenómeno particular: muchas personas, en su mayoría adolescentes,
preguntan por ciertos sitios, dándose a la tarea de identificar los lugares que
Pacheco menciona en sus libros.
Entonces uno retorna por Orizaba hasta
llegar a la amplitud y majestuosidad de avenida Álvaro Obregón. Y allí los
sentidos son invadidos por sonidos, olores e imágenes. Gente que trota, los que
pasean sus perros, escultores que trabajan troncos de árboles a la vista de
todos, una exposición temporal que se halla en el corredor cultural, justo en
el sendero central del boulevard, y que
se recorre sin prisa entre estatuas de tipo renacentista y fotografías a blanco
y negro que mantienen viva la memoria de los habitantes.
Al costado izquierdo, un pasaje enmarcado
por el color beige, una discreta vegetación y el uso de herrería y cristales al
estilo art decó. Se trata del Parián.
Al entrar uno se halla entre extravagantes tiendas de trajes dorados y rojos,
envuelto en la música setentera, ochentera o progresiva que viene desde una
tienda de discos; o bajo el arrullo de algún canario dentro de una jaula que
algún propietario mantiene frente a su local, permitiendo que el tiempo
provinciano de la ciudad de México haga acto de presencia en pleno Siglo XXI.
Al salir de nuevo a Álvaro Obregón, los automóviles contemporáneos lo hacen a
uno recordar el año en que se camina sobre uno de los primeros boulevares importados desde las ideas
parisinas por los arquitectos de Porfirio Díaz.
Más adelante se ven desfilar hípsters e intelectuales. Se escuchan
risas, chocar de copas. Es la zona de los bares snobs, intelectuales y seudointelectuales. En Casa Lamm varios
guardias, grandes y elegantes, esperan a la puerta. Autos costosos se
estacionan. La crema y nata de la intelectualidad de clase media alta llega a tomar
cursos y diplomados.
Continío caminando. A la derecha
huele a mantequilla y café con leche: son los diferentes establecimientos de Los bisquets de Obregón, que reciben
dentro de los límites de su fama a una gran cantidad de parroquianos. Las
fachadas de principios de siglo pululan en el paseo. Sin embrago, hay varios
edificios en deterioro, muchos de ellos permanecen abandonados. Gran cantidad
de ellos han sido intervenidos con murales o grafitis. Los jóvenes y los artistas
se apropian de su territorio.
Entonces encuentro, por casualidad,
a un amigo pintor que me invita a disfrutar de una exposición en la Galería
Vértigo. Yo digo sí, por qué no, porque sé que siempre hay un ambiente
agradable en las “expos”. Regresamos, caminando, a un costado del Parque
Pushkin que ya, al oscurecer, no se ve tan amigable. La iluminación es escasa,
y uno camina con prisa por la acera opuesta al parque, temiendo tropezar con
banquetas en mal estado, entre casonas que más que majestuosas parecen dignas
de una historia de horror al caer la noche. Se prefiere caminar acompañado a
estas horas, pues ya ha oscurecido aunque no hayan pasado más de tres horas desde
que uno comenzó el recorrido con parsimonia. Están a punto de dar las ocho de
la noche.
En la galería hay música lounge que ambienta una instalación contemporánea. Hay chicas
muy hermosas y tipos bien parecidos: la búsqueda de seducción de ambos sexos es
evidente. Pero lentamente los grupos dentro de la galería se dividen según sus
preferencias sexuales y las capacidades económicas. Sin embargo, el ambiente
vuelve a relajarse y a acercar a los asistentes al destaparse las botellas de
vino de honor para festejar la expo. Un DJ
se apropia de la consola, y en poco tiempo las chicas ya conversan mientras
bailan llevando el ritmo. El amigo te dice que al costado hay otra expo y que
también darán brindis. Nos dirigimos a la galería vecina. La vista se me enturbia un tanto, me siento estúpidamente
feliz bebiendo cerveza en la segunda exposición. Mi amigo me dice, cada vez más
“contento”, que mucha gente de la colonia utiliza las exposiciones como bar
gratuito. La música gradualmente va decayendo y los dueños de la galería
anuncian que van a cerrar.
Muchos asistentes se retiran a
alguna fiesta cercana, o toman por asalto los bares haciendo bullicio. Me
despido de mi amigo (de mala gana, a quién no le gusta “la celebración”, pero
hay que laborar al día siguiente”) Pero antes de despedirme, me encamino con mi
amigo hasta los tacos Frontera, donde
el olor y la vista de la carne al pastor seducen al sentido del gusto. La
música en los bares cercanos invade la avenida. Los faroles dotan a Álvaro
Obregón, y a su camellón, de cierto toque parisino.
Después de la extraña mezcla
cosmopolita de tacos y aire europeo, regreso al metro. Dejando atrás la avenida
Álvaro Obregón, aprieto el paso. La música se va alejando. La gente también.
Las calles comienzan a notarse desiertas y oscuras, y uno se debe apurar para
no sufrir el sinsabor de ser asaltado en una tarde-noche que se proyectaba
tranquila.
Afortunadamente, nada pasa. Al
llegar de nuevo al Centro Cultural Telmex, vuelvo a sentirme seguro. Hay iluminación,
gente, movimiento. Se vuelve al bullicio de avenida Chapultepec donde los
puestos de pilas y extensibles para relojes han dado paso al establecimiento
nocturno de puestos de tacos de guisados y de hot dogs. El humo envuelve la calle. La luz de los televisores de
los puestos tiñe de tonos azules a los rostros de los comensales.
Camino, ahora sin prisa. Me interno en
la estación del metro. Vuelvo a ser devorado por ese inmenso gusano metálico
que, subterráneamente, me hará llegar a casa. La colonia Roma va quedando
atrás, pero su memoria me acompañará todo el trayecto y, seguro, toda la vida. Contradiciendo
a José Emilio Pacheco en aquel contundente final de su célebre novela “Las
batallas en el desierto” (a la que Café Tacuba -ligando actores urbanos- le
tributó una canción famosa en los noventas: “Oye, Carlos, ¿por qué tuviste…?),
sería bueno hacerle saber que:
Sí demolieron la escuela, sí demolieron el
edificio de Mariana, sí demolieron su casa. Pero no demolieron del
todo a la colonia Roma. Se acabó esa ciudad, pero no su encanto, que aún
persiste y que aún transpiran los libros, los imaginarios generados por
escritores y artistas del lugar. Aún no terminó aquel país. Y de aquel horror,
querido José Emilio, de “aquel horror”, todavía hay muchos que queremos
acordarnos.