Estimado lector, estimada lectora: aquí comparto tres cuentos de la autoría de un servidor, Ulises Paniagua Olivares, (México, 1976), extraídos del libro
Patibulario, cuentos al final del túnel, publicado en México en el año 2011. Ojalá gusten los cuentos.
HISTORIA DE LA TRÁGICA Y MISTERIOSA
DESAPARICIÓN
DE LA SEÑORITA POESÍA
Ulises Paniagua
Ilustración: Luis Alanís Téllez
Existen, a lo largo de una vida, diferentes
nudos; diferentes momentos donde se tuvo que tomar una decisión difícil, que
pudo no ser la más acertada, la más conveniente. Hay quienes darían lo que
fuera por no cometer un error cuyas secuelas pudieran manifestarse durante décadas.
Particularmente, pienso que eso es para almas débiles. Yo, por ejemplo, podría decir que me arrepiento de lo que hice. Mentiría. La
verdad es que no me arrepiento de nada. Se lo merecía. Yo hice que se lo
mereciera. No es, en evidencia, el que quiera retractarme lo que me obliga a
escribir estas líneas; tal vez se trate, en lugar de eso, de un remordimiento
un tanto supersticioso, de ese miedo que me persigue por las tardes frente a su
recámara. Su habitación se ve tan desolada, tan oscura, que la mente de vez en
cuando me juega malas pasadas.
Que se joda. Cuando lo reconsidero,
cuando dejo que lo racional se imponga sobre
mis impulsos, sólo espero que se pudra en su tumba clandestina, que se
convierta en un tierno festín para los gusanos. Quién la manda ser tan buena,
tan sincera, tan ambigua. Ella ha muerto. Tenía que morir; era su destino, su
karma, su lo que quieran. No se puede ser tan metafórica y seguir conviviendo
con este desvergonzado mundo. Yo, en cambio, nací para andar estas calles de
perdición, para saciar las bocas ávidas de placer; para gozar del cuerpo y el
deleitoso convite de la carne, para disfrutar de libertades infinitas que ella
no se permitía en plenitud. Como podrá adivinarse, ambas no cabíamos en la
misma casa. Por eso me consuelo pensando que lo sucedido tiene mayor relación
con la justicia, que con un acto de envidia.
Aunque esperen un poco. Temo haber
iniciado de mala manera este relato. Tal vez debí empezar con una frase contundente,
como Mi nombre es Lujuria y hace apenas
unas semanas maté a una chica; o tal vez con un Buenos días, váyanse al diablo, no puedo dominar mi naturaleza. Lo
siento, pero hoy no tengo inventiva. Apenas puedo trazar unas cuantas líneas
sobre el cuaderno, en descargo de mi conciencia. Lo cierto es que en los
últimos días no he podido conciliar el sueño ¿Sucede entonces que sí me asaltan
el arrepentimiento y las trampas de la moral? Todo esto es angustiante.
Poesía y yo somos; fuimos hermanas.
Hermanas diametralmente opuestas, como sucede en un gran número de familias
alrededor del mundo. Ella, por supuesto, debido a su amabilidad y buena
disposición, siempre fue la favorita de mis padres. En todo momento sabía qué sentir,
qué decir, era brillante hasta la repulsión. Expresaba tan bien sus
pensamientos que parecía perfecta. Podía desprenderse en alegorías y ritmos tan
bellos e intensos que cautivaban a cualquiera que le escuchaba: amigos de
muchos años o visitas casuales. Incluso, cuando no sabía algo, su desconcierto
era lúcido y endecasílabo. Era encantadora, amplia, infinita; cómo negarlo.
Daba pocos dolores de cabeza a Papá, y hacía pocas preguntas a Mamá. Su belleza
deslumbraba a hombres y mujeres por igual. Sus sonetos eran sabios, y arrebataba
con ellos el corazón de sus amigos. Todos terminaban por convertirse en un
público a la altura de su ego. Era la hija, la novia, la utopía perfecta.
Yo, en cambio, fui siempre disipada;
una ninfómana y una viciosa, a mucho orgullo. Me complacía organizando las
mejores y más depravadas fiestas de las que se tuviera memoria. En mis
celebraciones -así gusto de llamarlas- estaba prohibido hablar de Arte,
Política o Filosofía. Es más, estaba prohibido hablar. Sólo se autorizaban los
bailes sensuales, los gritos, el exhibicionismo, el alcohol y las líneas de
cocaína; pero sobre todo, el sexo. El
perfumado, redentor, y democrático sexo; el medio más auténtico de la
comunicación humana, lejos de torpezas afectivas e hipocresías cotidianas. ¿Han
pensado alguna vez en los alcances de la igualdad que puede encontrarse en una
orgía, donde, en el deleite desenfrenado, uno nunca se pone a medir las capacidades económicas e intelectuales de
los otros? Nada como el sexo grupal, en intercambio de parejas; el acercamiento
entre mujeres y mujeres y hombres que se desbordan en otros hombres; como sea.
Lo importante, lo fundamental es siempre nuestro lado carnal. Así soy yo, así
he aprendido a ser desde que tengo edad suficiente: un torrente minifaldesco
que azota las calles; la satisfacción demandante de una vulva caliente en una
habitación de hotel; una exploradora incansable del orgasmo. Les suplico no me
juzguen, es mi naturaleza, ya se los dije. Es el único modo que tengo de
entender al mundo, amén de que cualquier comentario que puedan dirigir a mi
persona me tiene sin cuidado, sobre todo si viene precedido por sus asombros
moralistas, apegados a la conveniencia o las buenas costumbres.
Poesía,
además, no era tan buena como ustedes podrían presumirlo. Gustaba de esconder
cosas, de romper vajillas, de destrozar sistemas. Disfrutaba al llenar de barro
el piso de la casa para luego culparme a mí de ello. Le encantaba jugar una
doble vida para buscar mi perdición. Se complacía en compararse conmigo,
competir por los muchachos guapos que con frecuencia nos visitaban en la casa.
Cabe
agregar que no éramos absolutamente diferentes, como buenas hermanas; a veces a
ella le daba por ahondar en terrenos que lindaban la seducción y la malicia; mientras
que yo podía establecer romances espirituales con algún chico o chica que me
gustara. La verdad, estaba perdidamente enamorada del último de mis novios, el
que me traicionó; incluso, contraviniendo las expectativas de la gente que me
rodea, dejé durante algunos meses de
practicar la infidelidad y los desplantes, porque lo amaba (por supuesto, los
efectos del amor sólo podían resistir algún lapso de tiempo; los últimos cuatro
meses volví a un desenfreno que le causaba daño; ¿pero qué podía hacer?, ya lo
dije, no gobierno del todo mi naturaleza).
Pero
no quiero seguir hablando de mí, de esa Lujuria vulnerable y humana, la que en
ocasiones prefería una intimidad solitaria y meditabunda; sino de ella, de
Poesía, quien disfrutaba generando enredos, consecuencia de su mente febril
habitada por ficciones y argumentos complejos. Cuando las cosas le salían mal,
no dudaba en enturbiar los hechos hasta que lograba hacerme parecer culpable de
lo ocurrido. Por supuesto, le creían; de allí los terribles resentimientos que le
guardaba. Sin embargo, tampoco la juzgo. Sé bien que una buena dosis de rebeldía
y astucia se escondía en su persona, de otra forma no hubiera gozado de tantas
atenciones, y sé bien que todos estamos habitados por diferentes personalidades
que es muy difícil conciliar. Pero, que quede claro, yo nunca he sido dócil y
no podía aceptar el convertirme en la víctima perpetua de sus encantos. Así
que, cuando aquella tarde la vi deleitándose con el último de mis novios, el
que yo amaba, tendidos en el sofá de la sala, imaginando equivocados que yo no
estaba en casa, no pude evitarlo. Decidí, en ese momento, que se había pasado de
lista y merecía castigo. Busqué, silenciosa pero aquejada por un dolor
insoportable, cualquier ventana por la cual escapar, cualquier objeto que diera
respuesta a lo que estaba sintiendo. Aquella pala con la que acostumbraban
culparme por llenar con el lodo del jardín el piso de la sala, estaba tan a mano,
que simplemente tuve que seguir un movimiento lógico. No era yo. Me conducía una
fuerza superior, un deseo irrefrenable de venganza. Al terminar, discreta y
precisa, arrastré ambos cuerpos y los enterré, con mucho cuidado, en el jardín
posterior, junto a los arbustos que custodian las espaldas de la casita del
perro. Mis padres habían salido ese fin de semana. Al regresar a casa,
creyeron, confundidos y atónitos, mi versión de los hechos, de cómo mi hermana
había mantenido relaciones clandestinas con mi novio y que, ante la vergüenza
de ser descubierta, consideró que la mejor alternativa era huir con él. Incluso
escribí una carta magistral falsificando su letra, donde ella se disculpaba por
abandonarnos. Me comporté a la altura del mejor en esos casos; además, no
mentía del todo con mi versión. No dejé rastros, destruí pistas, fingí la más
descarada y sucia de las inocencias. Los engañé a todos. Ahora nadie sospecha
de mí.
Pero Papá está deshecho; Mamá no
cesa de llamar a la policía, de cuestionar a los vecinos, de esperar cualquier
indicio de su paradero. Cada vez la noto más triste, más enferma, lo que me
despierta celos más terribles que cuando mi hermana estaba viva. Por si el
desconcierto de mis padres no fuera suficiente, yo extraño a mi novio, cómo no
lo iba a amar si había soportado con resignación todas y cada una de mis
infidelidades. Lo humillaba con rencor; lo engañaba con elegancia. Él, en
respuesta, me perdonaba todo. Ahora me hace falta. No, no es verdad. No lo
necesito. Que se joda también. Mira que ponerme el cuerno con mi hermana la
rarita, la puta santa. Eso si se llama descaro. Le hubiera perdonado todo,
cualquier cosa. Pero con mi hermana no, nunca con esa idiota. Ojalá que tengan
ahora una rata atravesada en el cráneo, succionándoles los sesos. Así
aprenderán a respetarme.
No me arrepiento, pero tengo miedo.
Temo a los fantasmas que he escuchado deambular en los pasillos desnudos. Temo
a sus susurros por las noches, a su cercanía familiar. Sobre todo a ella,
Poesía, ¿que voy a hacer si se me aparece en la mecedora que mira al jardín, la
que tanto le gustaba ocupar? ¿Qué demonios voy a hacer cuando la vea? Qué horror.
Imaginen nada más la remota posibilidad de hallarse de pronto ante un fantasma
poético. Eso sí es de dar miedo.
Ahora dejo de escribir. Ahora callo.
Espero que alguna vez, cuando nos volvamos a reunir en una segunda vida en común,
en un espacio neutro, Poesía me perdone, pueda olvidar lo que le hice. Pero no
puedo admitir que quisiera haber actuado
de otra forma; sé que tomé la decisión correcta y no hay vuelta atrás. Además,
me queda claro, ella debió asumir desde un inicio las posibles consecuencias de
su deslealtad. Así las cosas, así esta doble sensación de culpa y venganza
complacida; este remordimiento vencido por el odio; sólo pido que el infierno
tenga piedad de mi alma, porque a decir verdad, el cielo nunca estuvo en mis
planes.
2004
La Vida me visita
Ulises Paniagua
Ilustración: Luis Alanís Téllez
A Gabo García Márquez, a quien admiro;
aunque sólo
lo conozco por sus letras.
La
visita de La Vida,
resucitó en Juan Valdivia la fe sepultada años atrás por los escombros del
desamor. Juan se hallaba descansando los codos sobre los cuadros del mantel,
cuando llamaron a la puerta. Las constantes invitaciones de los vecinos a
reuniones frívolas, y la entrega de correspondencia desalentadora a manos del
viejo cartero, reforzaron en Juan Valdivia el fervoroso deseo de no volver a
abrir la puerta de su casa durante el resto de sus días. Sin embargo, las
llamadas se tornaron tan insistentes en ese momento que no tuvo más remedio que
acudir.
Con un descaro que bien pudiera
achacarse a la putería con que se comportaba ante todos, La Vida entró al estrecho
cuartito dando tumbos de alegría. Se le veía jovial y rubicunda, ajena a
cualquier apuro. Como es natural, tan desbocado comportamiento despertó en Juan
un justificado sentimiento de ira. “¿Quién
diablos te dijo que pasaras?” gritó apagado. La Vida, tan casquivana como siempre,
desarrolló un par de pasitos de ballet y
fue a acomodarse en una sillita blanca y coja, junto a la mesa arropada con el
mantel a cuadrosazulblancos. Lo miró con impertinencia, “Aquí está muy oscuro”
dijo, y corrió a correr las cortinas, así, con redundancia y todo. La luz entró de golpe descubriendo aquel cuartucho
de paredes blancas y desnudas, donde la mesa y un par de sillitas era el único
mobiliario presente. “Mucho mejor” dijo La Vida, coqueta, y volvió a sentarse.
Juan
se hallaba indignado. Con el ceño fruncido y la mandíbula apretada, se arrojó
sobre La Vida
tratando de cojerla de una de sus puntas; pero cayó tras un intento vano,
porque La Vida no
puede asirse como si fuera una sartén. Mirándose allí en el rincón más claro
del cuarto, con la nariz besando la
loseta blanca, se comprobó ridículo. La
Vida se rió con su risita asmática, así, con redundancia y
todo, y entonces él se incorporó convertido
en una furia. Echó a correr tras La
Vida sin poder darle alcance, mientras ésta reía con
inocencia, como si se tratara de un juego escolar; hasta que rendido y
destrozado, Juan Valdivia se recargó en uno de los muros encalados, y con voz
de túnel hueco reclamó: “Puta Vida, ¿por qué carajos has venido a verme, si ya
no me interesas? ¿No te das cuenta de que nunca he de poder asirte con mis
propiastorpesolvidadas manos? Lárgate ahora mismo”.
La Vida, con comprensible
desencanto, colgó la cabeza sobre los pechos y se enroscó sobre su nebulosa
espiral. Después de unos instantes de concienzuda reflexión, abandonó la
habitación dando pequeños pasos de niña regañada, entornando la puerta tras de
sí. Juan Valdivia la vio salir arrastrando sus dichas, y se sintió miserable.
La lágrima de La Vida
que al sol relucía sobre el piso, como un testigo mudo del acto imbécil que
Juan acababa de cometer, cambió las intenciones de éste.
Presto
salió del cuartucho y al abrir la puerta de nuevo se encontró ante La Vida, que sonriente le miraba
sin pronunciar palabra. “No puedes asirme, pero puedo hacerte compañía”, fue
todo lo que ella dijo; él la invitó a pasar. Se sentaron ante la mesa, Juan
Valdivia la contempló absorto durante unos instantes, una nube indescifrable.
“Había olvidado lo hermosa que eres, comentó, ¿quieres quedarte a comer conmigo
esta tarde?” La Vida
trazó una sonrisa, complacida, así que
Juan inició una animada
conversación sobre temas tan profundos y superficiales a la vez, tan ambiguos,
que se sorprendió de su propia desenvoltura. Y charlaron, charlaron...charlaron
largo y tendido, mientras el sol iluminaba sus pupilas escurrientes de esperanza.
Ulisses Paniagua
2001.
MI BODA EL DIA DE...
Ulises Paniagua
Pasarán
algunos segundos antes de que se decida a abrir la carta. Los compromisos
sociales y las celebraciones llenas de “Felicidades”, “Te queremos”, “Eres
especial”, siempre le habían parecido ridículas. ¿O no?
-Es
como si estuvieran despidiendo a un muerto. Sencillamente patéticas.
Víctima
de una actitud social que cualquiera juzgaría misantropía, se verá una vez más
impedido a destapar el sobre. Pero la curiosidad vence hasta a los
temperamentos más hostiles; así que finalmente, después de un poco de
incertidumbre, sentirá un deseo intenso de saciar sus dudas.
Su
sorpresa será enorme. Después de leer la carta sin ninguna prisa, el suceso
inesperado lo hace incorporarse del sillón.
-¿Qué
dicen? ¡¿Me invitan a mi boda?! ¿De dónde demonios llegó esto?
Se
considerará humillado, envuelto en una pésima broma de un pésimo gusto. Murmurará
un par de mentadas de madre sin destinatario particular; leerá y releerá la
misiva sin remitente hasta el cansancio; se desplomará en el sillón,
evidentemente contrariado. Incluso apagará el televisor (apagar la televisión,
para él, sólo puede encontrar como causante un problema de dimensiones
considerables). La idea de contraer nupcias con la señorita Vespucci no le
resultará, sin embargo, del todo desagradable; aunque no dejará de parecerle
desconcertante el acercarse a la imagen de un cuadro renacentista.
Se
dejará llevar por la fantasía y una inocencia malsana. Recordará: su encuentro
con Simonetta años atrás constituirá para él uno de los momentos más
emocionantes y tiernos en la vida. Podrá verse, en la inagotable fuente de la
memoria, caminando distraído sobre Avenida Miguel Ángel de Quevedo. Poco
después, un inesperado deseo de entrar a la
librería lo asaltará con insistencia. Deberá rondar los libros, tomar por
distracción un volumen de los Grandes Maestros de la Pintura Universal,
y encontrar por primera vez, en El Nacimiento de Venus, el rostro
bellísimo de Simonetta. Nunca sabrá porque se vio asaltado por un impulso tan
irracional, pero agradecerá al instinto durante varias semanas. Se dedicará
después a coleccionar copias, postales y libros acerca de los cuadros del
famosísimo pintor apodado Sandro
Botticelli (su verdadero nombre, Mariano di Vanni Filipepi), donde aparezca
el rostro de su amor platónico. Confrontado ante la realidad, se descubrirá
comportándose como un adolescente cachondo, coleccionando fotografías eróticas
de su artista favorita.
-Puterías.
Las
catalogó entonces como puras puterías.
Ahora
se levantará del sillón, tomará un grueso gabán y saldrá a la calle,
preocupado. La invitación señalará ese jueves de invierno como el día de su
boda. De acuerdo a la invitación, él se casará dentro de veinte minutos en la Capilla Bizantina,
que se halla apenas a algunas cuadras de su cuarto de alquiler. Su casera, una
mujer madura y divorciada que aún despierta el apetito sexual de sus vecinos, aunque
no en particular el de él, lo verá atravesar el patio dando grandes zancadas.
-Felicidades-
le gritará. Pero él lo interpretará como un insulto.
Todo
parecerá raro: los autos que transitan a vuelta de rueda, el hombre gordo que
regala diarios en un crucero; una mujer agitadísima que repite, de manera ansiosa
e inagotable, no debí hacerlo, no debí
tomar ese dinero. El aire de invierno será una chingadera. Ni siquiera el
gabán alcanza para resguardarse del frío. Meterá las manos a los bolsillos y
arreciará el paso. De pronto se sentirá observado por todos, como si se hallara
en medio de una conjura fantástica y multitudinaria. Pero después de algunas
miradas que lanza a diestra y siniestra, decide que un ataque de paranoia no es
lo más conveniente en uno de estos casos. Se pregunta a dónde va, por qué no
puede detenerse; se inclina a pensar que la curiosidad lo domina, se confiesa victima
de una curiosidad incontrolable.
Al
llegar al pie de un semáforo casi choca con una mujer que guía una carriola
vacía: el detalle no le pasa por alto. De nuevo sentirá que la gente lo mira
con extrañeza por las calles, como reconociéndole, una especie de cómplices
benévolos. ¿Es que todos estarán enterados de su boda, excepto él? Por eso odia
los thrillers, por la complicidad
asfixiante de los vecinos o los miembros de una comunidad secreta, se dirá, y
continuará caminando más aprisa, cubriéndose el rostro de la hojarasca seca que
el viento arrojará hasta donde camina. De frente, se dice, que alguien apague
al viento, y se sorprenderá cuando al formular su petición el viento se detenga
de golpe.
Se
sentirá asustado al colocarse frente al portón de la Capilla Bizantina.
Tratará de convencerse de que este es un buen momento para dar marcha atrás,
después de todo, los eventos están demasiado enrarecidos para hacerse el
valiente; se planteará la posibilidad de pincharse los dedos con un lápiz que
siempre guarda en la bolsa trasera del pantalón; incluso ejecutará el sólido
pinchazo que le hará retorcerse tras un breve dolor; y se dará cuenta de que no
se trata de una pesadilla, lo que no puede parecerle menos que horroroso. Entonces aspirará fuerte, decidido, se
internará en el patio y recorrerá un largo caminito adoquinado, custodiado por
un jardín lleno de basura de latas de refresco, olotes y vasos de helados vacíos.
El atrio estará muy solo. Un frío alarmante recorrerá cada uno de los poros de
su piel. Lo envolverá el silencio y tendrá ganas de escapar. Pero seguirá
adelante por esa maldita curiosidad que sigue incitándolo.
-Los
lugares solos, como esqueletos abandonados, deberían ser prohibidos
constitucionalmente- dirá, y casi reirá de mala gana de su estúpida reflexión,
pero un cántico proveniente del interior del edificio lo hará desistir.
Con
mucho miedo retratado en el rostro (su rostro dirá a todos miren miren que
miedo tengo, sonrío con timidez para no orinarme en los pantalones) se
adentrará a la capilla. Un grupo diverso se hallará dentro, esperando el inicio
de misa. Reconocerá a algunos personajes de cuadros del Renacimiento, entre
ellos al Ángel de La
Anunciación, a Salomé, a Adán y Eva de Cranach. Algunos asistentes orientales arrojarán a sus pies alcatraces y girasoles, y
aplaudirán con mucha rabia. El querrá decirles que hay un error.
-Hay
un error. No soy el indicado.
Pero
no lo dejarán explicarse y terminará por permitir que lo consientan -¿a quién
no le gusta que lo reciba una multitud agradecida, sobre todo si se trata de
una multitud pictórica e imposible?- Luego se acercará a él un hombre
sudamericano. Sabrá que es sudamericano por el acento con el que habla el
idioma, pero no logrará descifrar exactamente el país en que el otro nació.
-Vení,
vos - lo tomará de la mano y lo conducirá a una contigua sacristía abandonada,
donde decenas de gallinas y un par de cerdos correrán como locos de un lado a
otro, dejando plumas y malos olores a su paso. En medio de la habitación,
colgado del techo, un frac lujoso
aguardará a su propietario.
-Espero
que sea un mal sueño- le comenta mordaz al sudamericano.
-¿Vos
sos?
.¿Quién?
-Quien
sos. El que todos esperan.
-Supongo
que sí. No he tenido mucho tiempo para reflexionar. ¿Hay un baño aquí?
-¿Por
qué?
-Estoy
nervioso. Tengo que ir.
-¿Tenés
o debés?
-No
me estés chingando con tecnicismos ahora. Quiero orinar.
-Al
fondo a la izquierda. Chao. Ah, lo olvidaba: muchas felicidades.
Lo
verá salir y su alarma crecerá. Se verá obligado a orinar en el rincón del
cuarto tratando de no despertar a uno de los cerdos. De mala gana volverá al
centro de la habitación, y finalmente decidirá vestirte para la boda.
-Debe
ser un juego. Esto es absurdo.
Intentará
ponerse el limpio e impecable frac.
Intentará una y otra y otra vez y no
podrá ni calzarse los zapatos, ni colocarse el pantalón. Y una que otra vez que
haya conseguido ponerse una prenda, ésta desaparecerá de su sitio y volverá a
iniciar un ritual ridículo, casi un gag. Esto debe significar que no
estás convencido de casarte, que no estás listo aún, tratará de persuadirse. Pero cuando se abre
la puerta de la sacristía, una fuerza de dimensiones misteriosas lo conduce
fuera. Casi todos lo recibirán con admiración; algunos con tristeza, unos
tantos con envidia, algunas chicas con amor. Se cohibirá ligeramente porque no
sabrá si logró vestirse a tiempo. Pero se sentirá descansado cuando mire uno de
los espejos al costado derecho, y se descubra apuesto: el frac le luce después de todo; nunca pensó verse tan atractivo, y se
sentirá orgulloso de si, a pesar de la cursilería implícita en un orgullo pueril.
Y cuando dirija su mirada hacia el altar ella estará allí, de espaldas,
esplendorosa. Semitransparente, ajustado e indiscreto, el vestido de novia de
Simonetta dejará adivinar lo suficiente de sus formas suaves y jugosas. El viento lo
hará ondular lúdica, interminablemente. El deseo se intensificará en él, y sus
mejillas se llenarán de rubor. Junto a ella y sus carnes suaves y blancas, un
Botticelli emocionado y con los ojos invadidos por las lágrimas, esperará
paciente para entregarla. Él se acercará, nervioso y trémulo, sin poder
comprender en su totalidad lo que está ocurriendo. ¿De dónde le han asignado
tal bendición? El pintor le comentará algo en italiano. No entenderá nada, pero
su voz será reconfortante. Será profunda, como el abismo. Se colocará junto a
Simonetta y la mirará directo a los ojos.
-¿Estoy
soñando, verdad?
Ella
negará un par de veces. ¡Su rostro¡ Nunca creyó ver tan de cerca su rostro. Su
sonrisa, el cabello rojizo, sus ojos. Siempre había amado sus ojos. No se
arrepentirá de haber arribado a la cita, en el día de su boda el día de...Todo
resultará perfecto; absolutamente absurdo, pero tan prefecto. Sin embargo,
estará convencido de que no se trata de un sueño. No podrá definir si se trata
de una realidad alterna, un nudo de tiempo, una brisa cotidiana o una equivocación celestial. Pero no le
importará. No te importará. Si puedes verla allí, a la mujer que amas, y
encontrarte junto a ella, cuando menos un instante, por mínimo y casual que
éste sea, aunque no medie una explicación racional, científica, ¿qué importa el
resto? No preguntes. No investigues. No busques los por qués, la congruencia. Mira
a tu derecha ¿Habías visto ojos más bellos, más profundos que los que ves
ahora? Sus ojos color de miel. Sólo sus ojos y tú. Entiende, acepta, agradece. No
hay nada que preguntar.
Ulisses Paniagua
2003.
Narrador, guionista, dramaturgo, poeta, actor,
y videasta. Se graduó como arquitecto en
el Instituto Politécnico Nacional. Ha publicado, en colectivo, cuatro libros de
cuento, todos ellos bajo el sello editorial de la UNAM. A título personal, ha
publicado siete libros: Del amor y otras miserias (Poesía; Editorial Fridaura,
México; y Remolinos, Perú, 2009);
Patibulario,
cuentos al final del túnel, (Cuento;
Mutibilda, 2011); Guardián de las
horas, (Poesía, Eterno
Femenino Ediciones, 2012); y el libro de cuentos de horror Nadie duerme
esta noche, (Fridaura, 2012); así
como los libros infantiles Me llamo Odo,
Odo y un día muy especial y La mancha de Pipiolo, (Actualmente en proceso
de edición, 2013); así como algunas obras de teatro y un par de guiones que aún
no han sido filmados.
Su obra ha sido publicada en diversas revistas
y diarios, entre ellos Opción (ITAM),
El Sol de México, El Financiero; así
como en la revista electrónica Letralia,
tierra de letras (Venezuela), Juchem”s Posterous (España), Radio Argentina (Argentina), Urutz
Magazine, Avatares, El Humo, Ars Luma (México), y en la revista electrónica Las historias, publicada por Alberto Chimal (México). También ha
sido difundido en España, Italia, Cuba, Perú, Chile y República Dominicana. En
el 2008, fue incluido en la antología de Poesía latinoamericana de la revista Lo Spazio (Italia). Algunos de sus poemas
han sido traducidos al inglés y al italiano. Ha sido entrevistado en los
programas de radio Luces de la ciudad (La
hora nacional), Jazz arquitectónico y Luz
del norte (Código DF).
En el 2007 recibió una mención honorífica por
su cuento La Colección, en el
Concurso Nacional de Cuento Criaturas de la Noche, del Instituto Coahuilense de Cultura, misma
que le valió ser incluido en la antología expresa para tal concurso, Ese hondo suspiro entre las sombras. En
el 2008, fue ganador del segundo lugar en el concurso de minificción, En breve, lo que tu me cuentas,
organizado por la Facultad
de Filosofía y Letras de la UNAM
y la Revista Asfáltica,
gracias a su microcuento, La noche muda.
En el periodo comprendido entre 1998 al 2003, recibió cinco premios en los
Concursos Teatrales del IPN, entre los que se incluyen mejor actor, mejor
dramaturgia, mejor dirección y mejor obra. Ha sido alumno, en talleres
literarios, de escritores como Guillermo Samperio, Jaime Augusto Shelley, Saúl
Ibargoyen, Alejandro Licona, Tomás Urtusástegui, Arturo Arredondo y Miguel
Ángel Tenorio. Sus poemas El Cubo y Anim sirvieron
de inspiración al coreógrafo Juan
Carlos Valls, Kanga (España)
para la realización de un
trabajo de video-danza profesional. En el 2011, con su colaboración en las
coreografías de grupo Kanga, en
Barcelona, obtuvo el primer lugar en el concurso nacional “Tú si que vales”.
También es integrante del Colectivo Pena Ajena, con quien realiza diversos performances y videos
multidisciplinarios. Ha realizado la corrección de estilo de más de media
docena de libros.Correo
electrónico: sesilu7@yahoo.com.mx