La isla de
los sueños salvajes
Ulises Paniagua
Villa
Morgana, por la noche.
En esta isla que asoma por Oriente, donde los
habitantes acostumbran el ascetismo de manera ininterrumpida, se practica una
extraña costumbre cada vez que culmina cualquiera de los dos solsticios del año.
Sólo a manera de ejercicio y en las fechas referidas, los villa morganos guardan la extraña costumbre de liberar las
pesadillas. En una ceremonia nocturna y silenciosa, el sacerdote se encarga de
correr pestillos y cerrojos desde las oscuras celdas. Como bestias furiosas, las
pesadillas embisten el mundo armónico y organizado que escapa de los
pensamientos de los practicantes, semejando en el asedio intelectual el vapor que
emerge de una cacerola una vez que ha alcanzado el punto de ebullición.
Pero
la paciencia y la reflexión, cual si fueran poderosos escudos de cruzados en Tierra
Santa, impiden cualquier acercamiento o incursión de los malos sueños. Los ascetas, que permanecen
con los ojos cerrados, en una postura vertical pero relajada que estimula la
meditación, consiguen en una armonía cósmica absoluta, desplazar de su mente
las imágenes oníricas en que el soñante cae desde una almena mora; o donde la
amada escapa en las grupas de un caballo del demonio; o aquéllas donde se es
atravesado por un tiro de ballesta o devorado por un jabalí hambriento; incluso
los sueños recurrentes en que se posee una sed incontrolable de alcanzar algún exótico
oasis, sin que esto sea posible.
Después del acoso
que se prolonga hasta las primeras luces del alba, reina la voluntad de los
ascetas. A las pesadillas, derrotadas y en franca humillación, no les queda más
remedio que emprender una huída decorosa, para volver a guarecerse en la
soledad de la prisión, donde a pesar de las incomodidades se sienten a salvo
del desdén de sus pretendidas víctimas.
Los habitantes de Villa
Morgana, por su parte, regresan a la vida común, esperando con ansia el próximo
solsticio, para volver a comprobar la fuerza invencible de su interior (al
menos esto refieren, en un lenguaje cincelado, una pila de menhires que se
exponen en las playas de la isla).
Confieso que hasta
hoy no había visto nada parecido.
Historia de
caballerías
Ulises Paniagua
“Escribo, por tanto, acerca de
lo que ni vi, ni comprobé, ni supe por otros y, es más, acerca de los que no
existe en absoluto ni tiene fundamento
para existir.”
Luciano de Samosata
Las sorpresas que nos brindan los puertos son infinitas.
Hoy, día veintitrés de Abril; poco
después de un año de viaje, sucedió un encuentro inesperado: justo con la
puntualidad del mediodía, un trozo de mundo por demás extraño apareció ante
nosotros; una isla de marcada firmeza, que bien podría confundirse con la boca
de algún continente.
Reconocimos, sobre
una loma retorcida, el porte y desafío de un caballero que destacaba por los
fulgores del sol en su armadura. Montaba un poderoso corcel, al que dosificaba
el coraje mediante sutiles llamamientos de brida. Se trataba -según apuntó un
viejo que hace funciones de cartógrafo en nuestro barco-, del mismísimo Amadís
de Gaula, de quien tanto se rumoraba en libros y folletines de Occidente.
Por un momento nos
incomodamos ante la presencia del personaje; pero poco a poco, conforme
arrimábamos el esqueleto de la embarcación a la peña; nos dimos cuenta de que
el Amadís no parecía notarnos siquiera. Por el contrario, se concentraba en
vigilar una hilera de casas que descansaban en el valle; un pequeño villorrio
de tejos remendados, de paredes humedecidas por los contenidos de bacín que los
habitantes acostumbran arrojar por las estrechas ventanas.
En el pueblo,
mientras la fragata rozaba los abrojos secos e indiscretos de un terraplén;
emergió de entre lo oscuro de las casuchas un desfile de personajes que no nos
llevó mucho tiempo reconocer. Bajo el dintel de una sencilla biblioteca, –que
disimulaba una fachada barroca- el malévolo encantador de Arcalús presumía el
libro más reciente de la saga caballeresca. Mientras tanto, Urganda la Desconocida , hechicera
y protectora de Amadís y su familia, cuyas profecías afectan las acciones de los
demás; disfrutaba, a mitad de una plaza desierta, danzar sobre una pira de leña
húmeda. Por Oriente, apostados como fortalezas incólumes, dos rudos gigantes
dormitaban en espera de un desafío. Hacia el Sur, justo hacia donde se presume
el fin del globo terráqueo; una curiosa cámara que sube y baja mediante un
mecanismo semejante a una viga lagar, causaba el asombro de Tirante el blanco
y Palmerín de Oliva.
En el Norte de la villa, melancólico y lleno de angustia, Tristán cantaba, acompañado por un laúd plañidero, la
terrible pérdida de su amada Isolda, y los inmensos trabajos que le esperaban
al intentar recuperarla.
Nuestro
navío pasó de largo. En un adormecimiento casi onírico, como si una escena del Teatro de los sueños desfilara ante nuestros ojos, vimos
desaparecer al Amadís y su villorrio, entre la confusión de una niebla espesa…
Pensé entonces en
un frágil caballero, de flaco rocín y adarga antigua, contemplando la escena
bajo la mirada de un Alonso Quijano lleno de asombro. Seguramente un poco más
allá, en los umbrales de la creatividad y en la ineludible presencia de una
mazmorra triste y salitrosa, el manco de Lepanto se daba a la tarea de crear
mundos posibles; justo a la sombra de una presencia, quién sabe si funesta o
benevolente, quién sabe si de Cide Hamete Benengeli o de alguna existencia aún más
misteriosa que las anteriores, que no dejaba de escribirlo, mientras llenaba con
la tinta de su apremio y concentración, cientos y cientos y cientos de páginas
inmortales.
Ambas historias, del libro "Bitácora de una navegación efímera", de Ulises Paniagua.
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