Espero guste e interese.
Un abrazo, amiga lectora, amigo lector.
Ulises.
La ira del sapo
Ulises Paniagua
(Fragmentos de una novela)
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Tenía razón. La Dolorosa no sólo me cayó
bien: me gustó. Porque es alta, apiñonada, y tiene el cabello negro, largo, con
olor a naranja fresca. Ella me regaló esa sonrisa franca que excita, que me
hace sentir alerta. Itchie dice que la Dolorosa me gusta porque no tengo mamá y
ando buscando suplente para ese puesto, así me dice, y luego se ríe con la boca
abierta y enseña sus dos dientes chimuelos. Entonces yo le digo que no sea
pendejo, pero la verdad es que no creo que lo sea. Nada más creo que está medio
loco, pero no pendejo.
Las tardes que
quiero pensar en algo bueno cuando estoy en clases, rayando la resistencia
callada de un pupitre, o mirando por la ventana cómo cae la noche, me da por
acordarme de la Dolorosa
hablándome de Ella Fitzgerald, repitiéndome que el jazz es la música pura, un
regalo sin envolturas. Me acuerdo que le dije que el jazz no sólo es música, pues
hay tantas cosas cotidianas donde podemos encontrarlo. Por ejemplo, le dije,
James Joyce ya lo intentó en alguna novela, tal vez tímidamente; y el Guernica
de Picasso es como una melodía movida de jazz; incluso le dije que el hombre
que inventó la licuadora también sabía de eso, pero ella me dijo que no, que de
eso nada. Reconoció que no sabía quién era Joyce, pero el jazz sólo podía
existir dentro de un pentagrama, y fuera sólo se llevaba en el golpeteo rítmico
del corazón. Pudo decir miocardio, alma; pero dijo corazón. Lo demás, afirmó, es blablablá. Me compartió que le cagan
las definiciones del jazz: cool, smoth, smoth-cool, medio cool-smoth,
etcétera. El jazz es jazz, simple y transparente; lo demás, aseguró acercando sus labios a mi oído, es ociosidad, invento de huevones que tienen
que catalogar lo que no comprenden. Se veía guapa la Dolorosa en esa ocasión;
se veía resplandeciente.
Y cuando la
profesora de matemáticas nos da clase de trigonometría me da por pensar en la
Dolorosa; claro, a veces me avergüenzo porque estoy pensando en ella cuando
Carmen debe estar pensando en mí, aburrida en su recámara, recortando la foto
de Gael García o la de Hugh Grant, para
pegarlas en la portada de su libreta, junto a mi foto. Recorta sus monitos y
luego cuando salimos por un helado me enseña su cuaderno; me dice que puedo
estar tranquilo, que los únicos hombres con los que puedo competir son de
papel. Al menos eso asegura. Me hierve la sangre al pensar que pueda estar
recortando la foto de alguno de sus compañeros, para guardarla bajo el colchón,
sin decirme la verdad. En esos minutos, me consume un sentimiento que supongo
debe ser un episodio de celos. Pero no hay forma de culparla, sé que la
atracción por la Dolorosa es un clavo que incomoda mi amor por Carmen, y soy el
menos indicado para quejarme de un asunto de este tipo.
Carmen y yo somos
algo así como novios, aunque no nos atrevemos a declararlo de esa forma ante
nadie, porque pensamos en el noviazgo como una cosa institucionalizada y falsa.
Salimos los martes, los jueves y casi siempre los sábados, porque lo permiten
nuestros horarios de clases, a menos que le dejen tarea y entonces sí puede
pasar hasta una semana sin que nos veamos, porque es época de exámenes. En
cambio, yo tengo más tiempo libre; eso es porque soy un estudiante bastante
mediocre. No voy a escuela de paga; además, por la tarde los maestros son menos
exigentes que los de la mañana. La verdad sea dicha, soy inteligente, pero los
sistemas de educación que usan nuestras escuelas me dan huesco (una palabra que inventamos Itchie y yo para definir lo podrido
del país, todo aquello que genera un sentimiento que oscila entre la hueva y el
asco).
Itchie está bien
loco. Vino ayer con una nueva: le preocupaba el círculo. Quiero decir, a Itchie
le da por tener pensamientos extraños. Le decimos Itchie porque le gusta una
película japonesa donde el personaje principal es un asesino, creo que serial. Itchie the killer, o algo similar. No he
visto la película, me han contado de ella. Sucede en ocasiones así, algún amigo
llega y me cuenta una trama, una historia, un chisme, y en base a lo que
escucho tejo una idea, como si yo fuera una araña laboriosa o en mi cabeza
existiera un laberinto. Itchie dice que soy complicado. Siempre le contesto que
no se muerda la lengua. También dice que un día va a asaltar un banco, y para
ello guarda, en su recámara y bajo llave, dos pistolas: una cuarenta cinco de
segunda mano, y una treinta y ocho un poco oxidada. Creo que la treinta y ocho
se la regaló su papá, que trabajó para la policía judicial. La otra, no tengo
ni puta idea de cómo la consiguió. Son su tesoro, dice; puede sacarlas y
contemplarlas minutos, horas enteras; aunque nunca les ha comprado balas porque
en el fondo le infunden miedo. Itchie es cobarde. Y complicado, desde luego.
Ayer me estuvo
hablando del círculo. Su planteamiento era sencillo en apariencia, aunque me
dejó pensando. Mira, me dijo, imagina cualquier punto en el contorno del
círculo, en su perímetro. Escoge el punto que quieras. Ahora intenta imaginar
que tras él vienen un montón de puntos que intentan alcanzarlo. Es frustrante:
los demás puntos, de manera perpetua intentan acercarse, pero jamás lo
consiguen; pero no sólo eso, sino que el mismo punto se pasa la vida
persiguiendo al resto de los puntos. Lo peor está por venir, fíjate bien,
sucede que tanto el punto que persigue y los que lo persiguen, es decir, el
resto de los puntos, piensan que avanzan, que van por delante de todos, y
continúan una trayectoria definida, casi como si tuvieran una meta por alcanzar.
Sin embargo, están condenados al
encierro, al movimiento eterno en su propia estática y su maliciosa cinética.
Su explicación me dejó maravillado. Me dio ideas para construir una figura de
cerámica siguiendo el concepto. Luego me preguntó si entendía lo que trataba de
decirme y le dije que sí. Por supuesto que entiendo, refunfuñé. Así me siento yo, Didi, confesó, como un círculo persiguiendo la nada todo el
tiempo. Y seguro así te sientes tú. Me
dejó sin palabras. Ante mi incapacidad de argumentar, preferí la complicidad
del silencio. Luego saqué la cajetilla de cigarros que le robé a mi madrastra,
y le extendí un cigarro. Se me quedó viendo. Esgrimió una sonrisita imbécil. Se
me olvidó que a Itchie le fascina la violencia en la pantalla, pero no le gusta
fumar de marca.
.............
Dobló a la
izquierda y de nuevo a la izquierda. Reconoció que estaba cerca cuando pasó
ante la sex shop que tanto le inquietaba,
a la que nunca se había atrevido a entrar. Siguió de frente y esta vez dobló a
la derecha: la calle se mostró amplia y bulliciosa. Un pequeño grupo de chicas
preparatorianas cruzó riendo y alborotando. Itchie intentó cazar la mirada de
alguna de ellas. El esfuerzo fue infructuoso. Ninguna pareció mostrar el menor interés,
e Itchie se resignó a reconocer que no era un joven guapo. Al desfilar frente
al Mc Donalds trató de mirarse en el
reflejo que le devolvía el cristal del local. Se dijo, para darse ánimo, que si no fuera por los
anteojos, esa sonrisa idiota que esgrimía a la menor provocación, y sus dientes
torcidos, seguro tendría una novia bonita, como Carmen. Se detuvo en seco,
avergonzado. ¿Estaba pensando en la novia de Didi? Eso sí que es desleal, Itchie, se reprendió, y continuó la marcha
hasta la tienda de música.
Decidió pensar en
otra cosa: en el puesto de películas del
centro de la ciudad. Seguro ya podía conseguir la nueva cinta de Lans Von Trier.
Mañana se daría una vuelta para comprarla. Le gustaban las películas de Von
Trier, aunque un compañero de clase se empeñaba en asegurar que en sus películas podían leerse
los símbolos nazis como si se tratase de un folleto educativo. Itchie no lo
tomaba en serio. Consideraba que el mensaje que pudiera sospecharse en Von
Trier era independiente de la propuesta estética y de condición humana que
planteaba en sus cintas.
La imagen de una
Carmen sonriente le vino a la memoria. Para combatirla, se enfocó en la diáspora
de los salmones hacia tierras prometedoras, y su ridícula obstinación para
luchar contra corriente. Tuvo que abandonar el pensamiento porque asoció su
idea a Carmen, una de esas mujeres que siempre reman contra corriente, junto a
sus dos hermanas y su madre. Vivir en un hogar
donde la cabeza es un obrero semiparalítico, aunque la madre trabaje en
Petróleos Mexicanos, resulta admirable, se dijo, y volvió a amonestarse por
traer el rostro de la novia de su amigo a la mente. Entró de lleno entonces al
tema de las manchas solares y su probable similitud con las corrientes marinas,
el movimiento perpetuo y las ondulaciones de vida en ambos lugares. En esta
reflexión estaba cuando llegó a la tienda de discos. Respiró profundo y sonrió
con tanta alegría que el vigilante, en el acceso, le rehuyó la mirada, incómodo.
A los primeros
pasos se sintió en casa, se internó por el corredor donde las nuevas importaciones
de progresivo se exhibían en los mostradores;
se perdió en los colores de las portadas de los nuevos discos y en la gratuidad
de unos audífonos. Cuando escuchó Dynamo,
el éxito de una banda japonesa por demás atractiva y desconocida para él: Dante`s place, se sintió conmovido de
una manera poderosa e inexplicable. La música de la banda guardaba tintes, por
momentos siniestros, a ratos nostálgicos. Un violín parecía conciliar la marejada
de una batería a tres cuartos, con un sampleo
de lo más funkie.
Entonces sucedió:
aquél halo misterioso alrededor de la figura flaca y triste de Itchie. Esa
especie de escudo celestial que lo aislaba del mundo cuando escuchaba una buena
rola. Lo reconocía en seguida, un ligero hormigueo en las manos, luego un mareo sin importancia. Después el
cuerpo se relajaba y podía sentir la música inundando la piel, la carne, las
entrañas. El halo aparecía ante él, primero como una tímida insinuación,
después violento como una tormenta. El final era una luz intensa, una riada
lumínica instándolo a cerrar los ojos, aunque de antemano sabía que con los
ojos cerrados continuaría el resplandor alejándolo de su vida miserable, conduciéndolo
a la esquizofrenia propuesta por la banda. Le daban ganas de reír, pero se
contenía para que no creyeran que era un enfermo mental o que había fumado
demasiados gallos; sin embargo, la
sensación de paz era tan grande que los nervios le traicionaron, y entonces apretó
los ojos para guardar la concentración. Venían el recuerdo de sus padres, sus
profesores, de Carmen. La soledad y la rabia desaparecían o se metían dentro de
algún disco compacto, se perdían en
la espiral del láser de un disco. El mundo era bueno entonces; no ese monstruo
hostil que promete devorarlo todo a la menor provocación. Se veía allí, en
medio de un banco, hermoso y vengador, portando en la diestra una escuadra
cuarenta y cinco, reluciente como la espada de un arcángel, esgrimiendo con la
izquierda un pliego petitorio conteniendo los principios básicos de la buena
convivencia entre los seres humanos. Esto
no es un asalto, podía imaginarse gritando en medio de los rostros
desencajados y huraños de más de dos o tres cajeros del banco, esto es una declaración de rebeldía,
mientras la cuarenta y cinco, humeante, mostraba a todos el potencial violento
de un acto de paz. Itchie sonrió.
Sintió una mano
tibia que le rozaba el codo y abrió los ojos. A su lado, el rostro amable de
Carmen lo devolvió a la realidad. Le bastaron algunos segundos para comprender
que se había fugado de nuevo, desprendido de la tierra desafiando los conceptos
de tiempo y carnalidad. Era hora de regresar. No pudo ocultar su emoción. No
esperaba ver a Carmen en la tienda de discos esa tarde. Ella le dio un ligero empujón
para sacarlo del trance, pues bien sabida tenía la naturaleza mística de Itchie
cuando le daba por escuchar música. Ella comentó un par de cosas que Itchie no
entendió porque aún tenía los audífonos conectados a los oídos, pero una vez
que se deshizo de ellos pudo alcanzar el
epílogo de una frase:
-…como te vi
aquí, pensé que venían juntos. Supongo que no ha llegado.
-¿Quién, Carmencilla?
-Didi, ¿Quién iba a ser? Andas en las nubes,
como siempre.
Itchie le dijo que
no lo había visto ese día. No era una mentira, porque Itchie se había ausentado
de clases antes de que Didi llegara. A Carmen se le antojó un cono helado. Envueltos
en la cordialidad de una tarde sin prisa, se internaron en alguna calle llena
de establecimientos y parejas de enamorados. Una mujer gorda se acercó a ellos
y ofreció una rosa. Son de a diez, joven,
ande, para su novia, tan bonita. Entonces Carmen soltó una carcajada estruendosa
pero no se atrevió a desmentir a la mujer. Cómprame
una, amor, mi osito loco, bromeó
ella. A él no le quedó más remedio que seguir el juego, y le compró la rosa. No
le disgustaba la idea de que Carmen y él pudieran ser novios. Se quedó pensando
en Didi y volvió a sentirse miserable, pero la vitalidad de Carmen lo hizo olvidarse
de todo: de los salmones, de las manchas solares, de la película de Lans Von
Trier, del banco, de su imaginada deslealtad, y hasta de los discos. Esa boca de labios
acolchados, de sonrisa de dientes blancos y delicados, era una delicia. Sus
ojos, miel pura. Itchie se abandonó al momento, y el tiempo transcurrió
apacible ante su felicidad y un par de conos helados. Ni siquiera se dio cuenta
de que Carmen respondía a una llamada de Didi, donde ella le rogaba que se
escapara de clases para estar con ellos, esa tarde.
..............
El sueño loco de Carmen, a ritmo de
jazz…
Kuno Kumbo, señor del reino de lo que viene y de lo que se
murió, leía un extraño manuscrito mientras bailaba, magnético, en medio de un
ácido rave. Suave, suave, decía, la vida es una melodía suave, y luego se
tocaba las caderas como si se ajustara un cinturón alrededor de ellas; y se
quitaba y se ponía la cabeza a voluntad. Era raro, pero no me causaba ningún
temor que jugara con su cabez.
Entré al antro. Para entonces yo lo veía todo,
aunque aún no había llegado al lugar podía verlo todo con claridad. Itchie
venía conmigo, explicando las especies de sapos que conocía: el bufo ailaoanus, el bufo aspinius, el bufo
spinosus, el bufo bufo. Hay diecisiete especies, decía en el
sueño, pero la última que te menciono es
la más común. En realidad, yo lo sabía porque acababa de estudiar para mi
examen de Biología, y supongo que por eso el conocimiento se proyectaba en el
mundo onírico. Luego comenzó una lluvia de tachas.
De entre la masa
de cuerpos que se agitaban en el rave
emergió una marmota vestida como chica de ánime
japonés. Era gigantesca, sus chillidos muy claros a pesar del volumen de la
música con su pumb bumb pumb bumb; y su minifalda era demasiado corta. Entonces
Itchie gritó: Oialaaááá, perenteeeéééé,
y se disculpó diciendo que tenía que comprar el nuevo álbum de una banda
folclórica en la tienda de discos. Me dejó sola con la marmota, pero el animal
ya no estaba; en su lugar, Didi permanecía de espaldas, con la camisa empapada
de sangre. Una masa viscosa escurría desde su cuello hasta el líquido púrpura
espeso. Cuando me acerqué me di cuenta que era retazos de un cerebro. La música
se había detenido, y la gente había virado para contemplar la escena.
Didi flotaba,
levitaba entre la cara contrariada de los curiosos y mi estupefacción. Como en
una película coreana de horror, de esas buenas pelis que presentaron en un tiempo, Didi flotante, Didi elevándose
en el piso sobre sus pies descalzos, chorreantes de sangre, giró, giró
lentamente desde los pies, pasando por su tronco, hasta el último cabello de la
cabeza. Cuando dio la media vuelta, en un movimiento que me pareció angustioso
y eterno, pude percatarme de que existía un hueco en su cuerpo, un agujero
enorme a la altura del pecho, que lo atravesaba y permitía ver las mesas
vecinas, los estrobos a lo lejos, y las botellas de cerveza y las colillas de
cigarro y el mundo contenido en el antro
a través de él.
Su rostro,
pálido, lucía inmensamente solo. Entonces desperté.
Yo no creo en
premoniciones, doca, siempre me han
causado risa esos asuntos, pero le confieso que este sueño si logró atraparme
en el horror. Me ha tenido muy intranquila, como si algo terrible estuviera por
ocurrir, al estilo de las tragedias de Sófocles y Eurípides (me sé los nombres
porque los acabo de leer en la clase de literatura).
Bien, creo que ya
terminó la hora, ¿me puedo ir? Alguien asegura que nos harán un examen sorpresa
de Química, mañana temprano. Quiero aprobar, antes que otra cosa. No se
preocupe. Le prometo no tener más sueños. Pero, mejor, aún, prométame usted que
hoy podré dormir tranquila, y que las premoniciones que sospecho en mis sueños
no se materializaran en ningún momento.
.........
Aspirar una línea
es como encontrar el ojo de Dios, o de un dios, o de cualquier ente divino, de
cualquier sombra. Es descubrirse en la frialdad del reptil que nos mira con
fijeza, con sus pupilas amarillentas y agrietadas. El mundo no se ve mejor ni más
pequeño: se ve más lento. Uno se mueve con la destreza de una multiplicidad, se
desprende de sí a cada paso. El aire apenas se siente, el cuerpo se vuelve una
máquina para hacer el amor, para saltar un muro, para jugar al futbol, supongo
que también para matar.
Bueno, para matar
no. Esos pensamientos asustarían a Carmen si se los contara. También a la
Dolorosa. Ayer estuve con uno de los chavos
en el parque. Itchie se había lanzado a un concierto, y busqué compañía con
este compa que siempre se la pasa
fumando sus churros. No lo conozco muy bien, apenas habíamos parlado dos o tres veces, pero me cae
bien. Pero ayer que me compartió una línea (también le gusta de vez en vez), me
volví loco de pronto.
Supongo que él andaba
de buenas, que le nació lo comunitario. Je. No sé. Cuando aspiré, pude sentir
cómo volvían a conectarse mis neuronas y las cosas parecían claras, transparentes.
Las ideas que me venían a la mente eran brillantes y lúcidas. Pero poco a poco
(lo que no me había pasado en ese grado), una vez que fui recordando el
terrible peso de la vida, sentí el deseo de hacerle daño a alguien, de patear a
un perro o de cortarme una oreja, allí mismo, como un Van Gogh de barrio, me
dije, y me reí de mis pensamientos.
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