Estimado lector: debajo de un librero antiguo, empotrado a las paredes de una reducida habitación, encontré este maravilloso cuento de Papini. Espero lo disfrutes.
Atte. Gog.
LA PLEGARIA DEL BUZO
Giovanni Papini (Italia,
1881-1956)
1
El mismo día en que cumplí dieciocho años mi
padre me llamó dulcemente y me dijo con la debida
gravedad:
-El Señor, Dios, quiere que todo hombre
haga, en la tierra, un trabajo. Él no quiere a los que miran, sentados al borde
de los campos, la obra de los sembradores y de los labradores. Es preciso, pues,
que elijas sin demora un arte que dé a tu vida un sentido y una finalidad.
Cualquiera que sea tu elección, te prometo no ponerte obstáculos. Así, pues,
decide y habla.
Y yo, que reverenciaba profundamente al
Señor, Dios, y obedecía siempre a mi padre, respondí:
-Mi elección está hecha: seré
buzo.
Mi padre palideció un poco, pero contestó en
seguida:
-¡Hágase tu
voluntad!
2
Así, desde aquel día, fui buzo. Durante
muchos y largos años he vivido, solo y en silencio, bajo las grandes aguas. He
habitado en todos los mares, he explorado todos los océanos, he bajado a todos
los abismos. He encontrado esqueletos de barcos, cuellos de viejas anclas
despuntadas, arcones llenos de monedas de oro cuyas efigies estaban corroídas
por el agua; grandes; grandes monstruos luminosos, con enormes ojos blancos, me
han iluminado con su resplandor irreal; largos cuerpos verdosos, semejantes a
los de las sirenas, me han acariciado; he penetrado en las bocas oscuras de los
volcanes sumergidos; he pisado el suelo de las Atlántidas desaparecidas; he
topado con los hinchados cadáveres de los náufragos; me he debatido entre los
tentáculos de pulpos colosales; he sacado a la luz montones de maravillosas
perlas, de extrañas conchas, de árboles fosforescentes, los puñales que
arrojaron en la noche los tremebundos homicidas, los anillos de los Dogos y la
áurea copa del Rey de Tule…
Llegó, pues, el día en que conocí todas las
profundidades marinas, todos los valles de los océanos y todos los golfos más
tenebrosos y los tesoros más ocultos. Llegó un día en que estuve impregnado por
todos los perfumes salobres y supe todos los ritmos de las olas y todas las
sinfonías de las tempestades, y entonces pensé que el Señor, Dios, podía estar
ya satisfecho de mi obra y decidí volver a vivir en mi ciudad, entre los seres
terrestres que había dejado desde hacía larguísimos
años.
3
Pero, apenas llegué a la ciudad en donde
había nacido y en donde quería morir, tuve como una sensación de terrible
disgusto y de tormentoso estupor. Ya no reconocía ni amaba todo aquello que me
había visto niño. Acostumbrado a las grandes soledades submarinas, iluminadas
por reflejos milagrosos y por luces intensas que parecen venir de las
profundidades, no podía habituarme a la angosta colmena fangosa que se llama
ciudad. El cielo se me antojaba como juna especie de extraña prisión, surcada
por estrechos y sucios corredores, en los que pequeños animales, corrían
mirándose cruel o lascivamente. Ruidosas carcajadas móviles se arrastraban por
los corredores, llevando dentro a bestezuelas aprisionadas y acurrucadas; el
aire pesaba por el humo y el polvo, y pesaba a alientos infectos y a olores
sofocantes. Los hombres me daban la idea de condenados a muerte, enloquecidos en
la inútil espera de la gracia. Sus caras me resultaban odiosas, como las de los
reptiles blanquecinos que deponen sus huevos cerca de las tumbas; sus ojos me
parecían vacíos, como si el alma los hubiera abandonado; sus palabras sonaban en
mis oídos como cantinelas de mendigos eternamente hambrientos o como gritos
descompuestos de águilas a las que están cortando las alas. En sus casas
tenebrosas y angostas vi yacijas en que se arrojaban por la noche como si fueran
a morir, y mesas cubiertas de restos de cadáveres y de hojas arrancadas
brutalmente a la frescura de la tierra. Habían fabricado grandes habitaciones,
en donde algunos simulaban amar y morir, moviéndose con vestidos de muchos
colores y bordados bajo la luz falsa de lámparas redondas, y grandes salas, en
donde algunos de ellos, vestidos grotescamente de negro, simulaban salvar a la
patria y al mundo chillando con gran seriedad. Y otras salas, en cuyas paredes
estaban colgados pedacitos de tela cubiertos de colores y de líneas, con la
intención de hacer soñar un mundo mejor que aquel en que
viven.
Pero yo no comprendía, acostumbrado a los
deslumbrantes silencios de las profundidades, muchos de sus gestos y muchas de
sus palabras. Toda aquella vida, en medio de la cual, sin embargo, había nacido
y crecido, me parecía sin significado: vacía, pavorosa, torpe, soez, pútrida,
como la de un cubil subterráneo habitado por bestias ciegas, débiles e inmundas.
Me parecía haber caído en un pozo habitado por cadáveres ambulantes y hediondos,
y por la noche no tenía fuerzas para levantar los ojos, temiendo que de aquel
cielo, demasiado ciudadano, hasta las estrellas hubieran
huido.
Y yo pensé entre mí: “¿Quién puede haberme
reducido a este estado? ¿Quién puede haberme cambiado el alma de tan terrible
modo que ahora descubre lo ridículo, lo oscuro y lo feo dondequiera que mire? La
ciudad es como yo la dejé de jovencito. Es más, dicen que desde aquel tiempo ha
hecho muchos e insignes progresos de todo tipo. ¿Por qué, pues, se presenta ante
mí, que vuelvo de los mares, tan extraña y nauseabunda, a mí que, sin embargo,
la amé siendo niño con toda el alma y la encontré más bella, más majestuosa y
más hospitalaria que ninguna?”
Pero no supe contestar a tales preguntas. Un
hombre, que me asistía en aquel terrible estado, me aconsejó que leyera los
libros de los médicos del alma y del cuerpo para encontrar el origen y el
remedio de aquella que él llamaba, con sincera tristeza, mi
alienación.
Y yo leí centenares y millares de libros,
día y noche, siempre despierto y siempre ansioso en busca de salud. Pero en
ningún libro encontré lo que buscaba. Entonces, encerrado en mi casa paterna,
pensé y sufrí durante centenares y millares de horas, siempre despierto y
siempre atento a la tremenda ansiedad de la salud. Pero todavía no he encontrado
lo que buscaba.
Ahora me dirijo a ti, hombre que estás ante
mí con tu malvada sonrisa de verdugo ocioso y con tus ojos que nunca han mirado
el cielo; me dirijo a ti, hombre de las precoces e insaciables perversidades y
de los secretos bien custodiados, y te ruego, en nombre de la tierra de la que
naciste, de la tierra de que te nutres, de la tierra por la que te arrastras, te
ruego que me digas por qué no comprendo y no amo la vida de los
hombres.
Y, si me contestas, te daré una perla que
recogí un día en el valle más fantástico del mar y que ningún ojo, fuera de los
míos, ha visto.
Giovanni Papini (Florencia, 1881–1956) fue uno de los principales renovadores culturales de la Italia del siglo XX. A pesar de su origen humilde y de su formación autodidacta, colaboró en numerosas revistas literarias y filosóficas, fundó dos de ellas, Leonardo (1902) y Lacerba (1913), y codirigió La Voce (1912). Radical y polemista, a partir de 1920 saltó del escepticismo provocador de sus primeros años a un catolicismo militante que coincidió con su acercamiento a Benito Mussolini, al que llegó a dedicar su Historia de la Literatura Italiana (1937). Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, esta alineación con el fascismo influyó negativamente en su suerte literaria, lo que no ha impedido que su obra, especialmente los relatos fantásticos recogidos en libros como El piloto ciego (1909) y Palabras y sangre (1910), haya sido valorada y reivindicada por escritores como Jorge Luis Borges. Su novela Gog (1931), diario de un imaginario millonario yanqui, retrata con crueldad la sociedad europea de entreguerras y supuso un éxito mundial que le animó a publicar veinte años más tarde la secuela El libro negro (1951).
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