HISTORIA DE LA TRÁGICA Y MISTERIOSA
DESAPARICIÓN
DE LA SEÑORITA POESÍA
(Cuento)
Existen, a lo largo de una vida, diferentes nudos; diferentes momentos donde
se tuvo que tomar una decisión difícil, que pudo no ser la más acertada, la más
conveniente. Hay quienes darían lo que fuera por no cometer un error cuyas
secuelas pudieran manifestarse durante décadas. Particularmente, pienso que eso
es para almas débiles. Yo, por ejemplo, podría decir que
me arrepiento de lo que hice. Mentiría. La verdad es que no me arrepiento
de nada. Se lo merecía. Yo hice que se lo mereciera. No es, en evidencia, el
que quiera retractarme lo que me obliga a escribir estas líneas; tal vez se
trate, en lugar de eso, de un remordimiento un tanto supersticioso, de ese
miedo que me persigue por las tardes frente a su recámara. Su habitación se ve
tan desolada, tan oscura, que la mente de vez en cuando me juega malas pasadas.
Que se joda. Cuando lo reconsidero,
cuando dejo que lo racional se imponga sobre
mis impulsos, sólo espero que se pudra en su tumba clandestina, que se
convierta en un tierno festín para los gusanos. Quién la manda ser tan buena,
tan sincera, tan ambigua. Ella ha muerto. Tenía que morir; era su destino, su
karma, su lo que quieran. No se puede ser tan metafórica y seguir conviviendo
con este desvergonzado mundo. Yo, en cambio, nací para andar estas calles de
perdición, para saciar las bocas ávidas de placer; para gozar del cuerpo y el
deleitoso convite de la carne, para disfrutar de libertades infinitas que ella
no se permitía en plenitud. Como podrá adivinarse, ambas no cabíamos en la
misma casa. Por eso me consuelo pensando que lo sucedido tiene mayor relación
con la justicia, que con un acto de envidia.
Aunque esperen un poco. Temo haber
iniciado de mala manera este relato. Tal vez debí empezar con una frase contundente,
como Mi nombre es Lujuria y hace apenas
unas semanas maté a una chica; o tal vez con un Buenos días, váyanse al diablo, no puedo dominar mi naturaleza. Lo
siento, pero hoy no tengo inventiva. Apenas puedo trazar unas cuantas líneas
sobre el cuaderno, en descargo de mi conciencia. Lo cierto es que en los
últimos días no he podido conciliar el sueño ¿Sucede entonces que sí me asaltan
el arrepentimiento y las trampas de la moral? Todo esto es angustiante.
Poesía y yo somos; fuimos hermanas.
Hermanas diametralmente opuestas, como sucede en un gran número de familias
alrededor del mundo. Ella, por supuesto, debido a su amabilidad y buena
disposición, siempre fue la favorita de mis padres. En todo momento sabía qué sentir,
qué decir, era brillante hasta la repulsión. Expresaba tan bien sus
pensamientos que parecía perfecta. Podía desprenderse en alegorías y ritmos tan
bellos e intensos que cautivaban a cualquiera que le escuchaba: amigos de
muchos años o visitas casuales. Incluso, cuando no sabía algo, su desconcierto
era lúcido y endecasílabo. Era encantadora, amplia, infinita; cómo negarlo.
Daba pocos dolores de cabeza a Papá, y hacía pocas preguntas a Mamá. Su belleza
deslumbraba a hombres y mujeres por igual. Sus sonetos eran sabios, y arrebataba
con ellos el corazón de sus amigos. Todos terminaban por convertirse en un
público a la altura de su ego. Era la hija, la novia, la utopía perfecta.
Yo, en cambio, fui siempre disipada;
una ninfómana y una viciosa, a mucho orgullo. Me complacía organizando las
mejores y más depravadas fiestas de las que se tuviera memoria. En mis
celebraciones -así gusto de llamarlas- estaba prohibido hablar de Arte,
Política o Filosofía. Es más, estaba prohibido hablar. Sólo se autorizaban los
bailes sensuales, los gritos, el exhibicionismo, el alcohol y las líneas de
cocaína; pero sobre todo, el sexo. El
perfumado, redentor, y democrático sexo; el medio más auténtico de la
comunicación humana, lejos de torpezas afectivas e hipocresías cotidianas. ¿Han
pensado alguna vez en los alcances de la igualdad que puede encontrarse en una
orgía, donde, en el deleite desenfrenado, uno nunca se pone a medir las capacidades económicas e intelectuales de
los otros? Nada como el sexo grupal, en intercambio de parejas; el acercamiento
entre mujeres y mujeres y hombres que se desbordan en otros hombres; como sea.
Lo importante, lo fundamental es siempre nuestro lado carnal. Así soy yo, así
he aprendido a ser desde que tengo edad suficiente: un torrente minifaldesco
que azota las calles; la satisfacción demandante de una vulva caliente en una
habitación de hotel; una exploradora incansable del orgasmo. Les suplico no me
juzguen, es mi naturaleza, ya se los dije. Es el único modo que tengo de
entender al mundo, amén de que cualquier comentario que puedan dirigir a mi
persona me tiene sin cuidado, sobre todo si viene precedido por sus asombros
moralistas, apegados a la conveniencia o las buenas costumbres.
Poesía,
además, no era tan buena como ustedes podrían presumirlo. Gustaba de esconder
cosas, de romper vajillas, de destrozar sistemas. Disfrutaba al llenar de barro
el piso de la casa para luego culparme a mí de ello. Le encantaba jugar una
doble vida para buscar mi perdición. Se complacía en compararse conmigo,
competir por los muchachos guapos que con frecuencia nos visitaban en la casa.
Cabe
agregar que no éramos absolutamente diferentes, como buenas hermanas; a veces a
ella le daba por ahondar en terrenos que lindaban la seducción y la malicia; mientras
que yo podía establecer romances espirituales con algún chico o chica que me
gustara. La verdad, estaba perdidamente enamorada del último de mis novios, el
que me traicionó; incluso, contraviniendo las expectativas de la gente que me
rodea, dejé durante algunos meses de
practicar la infidelidad y los desplantes, porque lo amaba (por supuesto, los
efectos del amor sólo podían resistir algún lapso de tiempo; los últimos cuatro
meses volví a un desenfreno que le causaba daño; ¿pero qué podía hacer?, ya lo
dije, no gobierno del todo mi naturaleza).
Pero
no quiero seguir hablando de mí, de esa Lujuria vulnerable y humana, la que en
ocasiones prefería una intimidad solitaria y meditabunda; sino de ella, de
Poesía, quien disfrutaba generando enredos, consecuencia de su mente febril
habitada por ficciones y argumentos complejos. Cuando las cosas le salían mal,
no dudaba en enturbiar los hechos hasta que lograba hacerme parecer culpable de
lo ocurrido. Por supuesto, le creían; de allí los terribles resentimientos que le
guardaba. Sin embargo, tampoco la juzgo. Sé bien que una buena dosis de rebeldía
y astucia se escondía en su persona, de otra forma no hubiera gozado de tantas
atenciones, y sé bien que todos estamos habitados por diferentes personalidades
que es muy difícil conciliar. Pero, que quede claro, yo nunca he sido dócil y
no podía aceptar el convertirme en la víctima perpetua de sus encantos. Así
que, cuando aquella tarde la vi deleitándose con el último de mis novios, el
que yo amaba, tendidos en el sofá de la sala, imaginando equivocados que yo no
estaba en casa, no pude evitarlo. Decidí, en ese momento, que se había pasado de
lista y merecía castigo. Busqué, silenciosa pero aquejada por un dolor
insoportable, cualquier ventana por la cual escapar, cualquier objeto que diera
respuesta a lo que estaba sintiendo. Aquella pala con la que acostumbraban
culparme por llenar con el lodo del jardín el piso de la sala, estaba tan a mano,
que simplemente tuve que seguir un movimiento lógico. No era yo. Me conducía una
fuerza superior, un deseo irrefrenable de venganza. Al terminar, discreta y
precisa, arrastré ambos cuerpos y los enterré, con mucho cuidado, en el jardín
posterior, junto a los arbustos que custodian las espaldas de la casita del
perro. Mis padres habían salido ese fin de semana. Al regresar a casa,
creyeron, confundidos y atónitos, mi versión de los hechos, de cómo mi hermana
había mantenido relaciones clandestinas con mi novio y que, ante la vergüenza
de ser descubierta, consideró que la mejor alternativa era huir con él. Incluso
escribí una carta magistral falsificando su letra, donde ella se disculpaba por
abandonarnos. Me comporté a la altura del mejor en esos casos; además, no
mentía del todo con mi versión. No dejé rastros, destruí pistas, fingí la más
descarada y sucia de las inocencias. Los engañé a todos. Ahora nadie sospecha
de mí.
Pero Papá está deshecho; Mamá no
cesa de llamar a la policía, de cuestionar a los vecinos, de esperar cualquier
indicio de su paradero. Cada vez la noto más triste, más enferma, lo que me
despierta celos más terribles que cuando mi hermana estaba viva. Por si el
desconcierto de mis padres no fuera suficiente, yo extraño a mi novio, cómo no
lo iba a amar si había soportado con resignación todas y cada una de mis
infidelidades. Lo humillaba con rencor; lo engañaba con elegancia. Él, en respuesta,
me perdonaba todo. Ahora me hace falta. No, no es verdad. No lo necesito. Que
se joda también. Mira que ponerme el cuerno con mi hermana la rarita, la puta
santa. Eso si se llama descaro. Le hubiera perdonado todo, cualquier cosa. Pero
con mi hermana no, nunca con esa idiota. Ojalá que tengan ahora una rata
atravesada en el cráneo, succionándoles los sesos. Así aprenderán a respetarme.
No me arrepiento, pero tengo miedo.
Temo a los fantasmas que he escuchado deambular en los pasillos desnudos. Temo
a sus susurros por las noches, a su cercanía familiar. Sobre todo a ella,
Poesía, ¿que voy a hacer si se me aparece en la mecedora que mira al jardín, la
que tanto le gustaba ocupar? ¿Qué demonios voy a hacer cuando la vea? Qué horror.
Imaginen nada más la remota posibilidad de hallarse de pronto ante un fantasma
poético. Eso sí es de dar miedo.
Ahora dejo de escribir. Ahora callo.
Espero que alguna vez, cuando nos volvamos a reunir en una segunda vida en
común, en un espacio neutro, Poesía me perdone, pueda olvidar lo que le hice. Pero
no puedo admitir que quisiera haber
actuado de otra forma; sé que tomé la decisión correcta y no hay vuelta atrás.
Además, me queda claro, ella debió asumir desde un inicio las posibles consecuencias
de su deslealtad. Así las cosas, así esta doble sensación de culpa y venganza
complacida; este remordimiento vencido por el odio; sólo pido que el infierno
tenga piedad de mi alma, porque a decir verdad, el cielo nunca estuvo en mis
planes.
2004
No hay comentarios:
Publicar un comentario