Disfrútenlo, si se atreven.
(Es recomendable leerlo a solas, por la noche, y con una iluminación difusa)
Atte. Ulises Paniagua
Narrador y poeta.
Nadie duerme esta noche
Nueve historias de horror
México, 2012
“He cried in a whisper at some image,
at some vision -he cried out twice, a cry
that was no more than a breath-
that was no more than a breath-
"The horror! The horror!"
Joseph Conrad
Preámbulo
Noviembre del 2004
Nadie
duerme esta noche
Presagio
135
“Ocurrió
que, en un momento dado, le di mi violín (al diablo), y lo desafié
a
que tocara para mi alguna una pieza romántica. Mi asombro fue enorme
cuando
lo escuché tocar con gran bravura e
inteligencia una sonata tan
singular
y romántica como nunca antes había oído…”
Sueño de Nicolo Paganini, una noche de 1713
Despiertas.
A tu alrededor hay un espacio amplio, casi en abandono. Ni un alma
caminando los pasillos. Ningún autobús en los andenes. Un calor sofocante lo envuelve
todo. Una densa neblina se apodera de la
central camionera después de la ligera llovizna.
A lo lejos, proveniente de algún
estéreo cercano llegan las notas del Romance,
la célebre pieza para violín. Es extraño. En veinticinco años de carrera
artística nunca pensaste escuchar una pieza clásica a altas horas de la noche
en un lugar rodeado por caserones y rancherías.
De la puerta de una bodega sale una mujer madura, vistiendo un camisón. Su cabello es largo, de un castaño
profundo. Su cuerpo se trasluce compacto, firme, pero no se te antoja atractivo.
Se encamina hasta el mostrador de una tiendita improvisada dentro de la
terminal. Parece preparar un café. Puedes verla allí, de espaldas, en la
penumbra y concentrada en su labor. Su figura impone. No tiene alguna
particularidad, apenas hace ruido. Pero por algún motivo te parece amenazante.
Dentro de ti algo se agita. Sientes la alarma. El calor aprieta. El volumen de
la música se intensifica. Entra un coro de agudos inquietantes. La mujer gira
hacia el asiento desde donde contemplas la escena. Se dirige despacio hacia ti,
emergiendo desde la penumbra. Sientes miedo. No sabes por qué, pero sientes
miedo. Ante ti aparece un cuadro terrible. Puedes verla: en su faz hay un par
de cuencas sin ojos, como una virgen católica que llora sangre. Gotas de sangre
que escurren hasta el camisón, manchado; iluminado apenas con la luz de alguna
lámpara incipiente. Ella sonríe, cómplice.
Las bocinas de la terminal anuncian:
-Pasajeros con destino a la Ciudad de México, favor de abordar el autobús
135…
Despiertas.
Sabes que estuviste a punto de gritar. Malditas pesadillas que no dejan
de perseguirte desde la visita a la hacienda de Rómulo Renán, el famoso
ensayista que un día se obsesionó con los estudios sobre demonología. Miras a
tu alrededor. La terminal está desierta. Los grillos se vuelven bulliciosos. Echas
un ojo al reloj. Pasa de la medianoche. El autobús debía haber llegado hace
quince minutos. Comienzas a perder la
tranquilidad. Sientes el impulso de sacar el violín, despojarlo de su estuche
gélido y conservador para interpretar alguna pieza triste, propia del ánimo que
promueve la soledad del sitio. Pero cambias de idea cuando a lo lejos los
primeros compases del Romance te erizan la piel. ¿Quién demonios escucha a Beethoven
después de la medianoche? Parece una broma malsana de un culto perdido en este
pueblo mugroso. Te dices que no tienes nervios para soportar estas cosas.
Algo te obliga a revisar tu celular. Hay un mensaje de Rómulo Renán: Pase lo que pase, no indagues los senderos de la locura. La Papisa lo
dicta. Ocioso desequilibrado. A
quién se le puede ocurrir proseguir asustando de esta manera a un hombre en una
noche tan extraña. La música se escucha con mayor claridad. Este ir y venir
entre pesadillas en la última semana te obliga a considerar el estado de tu
cordura. Piensas en Rómulo. En sus desvaríos. Los recuerdos desfilan ante tu
mente como agitados flashbacks que
intentan reconstruir una historia: la carta que aparece de manera misteriosa,
una tarde cualquiera, debajo de tu puerta. Tú mismo leyendo las líneas de esa
carta. ¿Por qué no mandarte un mail, para qué resolverlo de una forma tan anticuada?
Renán pidiendo ayuda, implorando a un viejo conocido una visita para aclarar
sus ideas. “Soy capaz de horrorizar a la más tierna de las historias” dicta un
fragmento apenas legible en la misiva.
Haces tus maletas y partes al encuentro de ese viejo compañero que parece
haber perdido la razón. Pero en secreto te inquietas al pensar que al reunirte
con él, será inevitable el re-encuentro con Giovanna, el gran amor, el
tempestuoso amor de tu juventud. En los archivos pretéritos desfilan las
imágenes de Giovanna tomando cursos de latín en el liceo y su fabuloso interés
por citar ejemplos de mujeres insurrectas en el quehacer histórico. Su
preferida: Lilith, la mujer capaz de renunciar a Adán y a los designios de Yahvé
para mantener su libertad, su derecho a ser
en toda la extensión de la palabra. Su segunda predilección: Juana, la mujer
que, según una oscura leyenda, llegó a adueñarse del papado en el siglo IX D.C.
Giovanna te pareció siempre
brillante y sorpresiva. El momento cúspide de tu admiración por aquella chica
fue el día que te confesó que había iniciado sus trámites para la apostasía,
que estaba convencida de que no existía mejor manera de conseguir la liberación
que sacudir un yugo bautismal que nos había sido impuesto cuando aún no
teníamos edad suficiente para decidir si queríamos pertenecer a algún círculo
religioso. Mientras te contaba sus planes, miraba las gárgolas de la catedral,
disfrutando de un café exprés. Esa tarde
también te habló de los reikon. Giovanna
amaba las costumbres del lejano Oriente. En esa época, estaba muy interesada en
la concepción de los espíritus en la cultura japonesa.
-Si alguien se muere –me dijo muy seria- su reikon deja su cuerpo para habitar un espacio neutro, donde convive
con sus antepasados. En Japón piensan que puedes contemplar la aparición de tu
propio fantasma, que puedes desdoblarte de ti mismo para recibir un anuncio,
como la muerte de un familiar; o para alertarte de algún peligro. Si algún día estás
en peligro o muero, te lo haré saber por tu reikon.
-Giovanna –repusiste- Eres demasiado brillante para creer en esas
costumbres primitivas.
La imagen de ella pareciera ahora nítida, incluso palpable. Evocarla es
doloroso.
El autobús se estaciona. En una
pizarra electrónica, una y otra vez, aparece el destino del viaje: Ciudad de
México….Ciudad de México….Ciudad de Méx… Desvías tu atención ante un chofer
entrado en años que acciona el mecanismo de la puerta. Exhalando aire, la
puerta abre. Entonces escuchas, ahora sí de manera nítida, la melodía de violín
que escapa desde el interior. De modo
que de aquí provenía, te dices, un poco avergonzado por tu sugestión. Te
cuelgas la mochila de viajero. Tomas el estuche de tu instrumento, te arreglas
el cuello de la camisa, sin saber para quién te interesa verte elegante, y te preparas
a abordar.
El conductor, desde su sitio, te mira un poco aburrido, un poco aliviado al
encontrar un ser vivo esta noche.
-No crea que soy muy culto –confiesa- Es que me dijeron que en la
estación esperaba un concertista, y quise buscar la manera de hacerle agradable
el viaje.
-¿Y por qué Beethoven? –te animas a preguntar.
-¿Por qué quién?
No quieres continuar con esta conversación. Sabes que no hay tema entre
un melómano empedernido y un hombre ordinario. En ese momento la angustia
vuelve a apoderarse de ti. Cómo podría saber este hombre que eres músico.
Claro. El estuche. Algún intercambio vía radio. Además, el pueblo no es muy
grande, te convences para encontrar la lógica de los hechos. Pero si el pueblo no
es muy grande, eso quiere decir que Rómulo supo siempre donde te alojabas, que
no habías partido. Quizás sólo había estado jugado al gato y al ratón contigo.
-Suba, señor. Ya no esperamos a nadie.
Asciendes la escalinata, te sientas tres lugares detrás del conductor, en
el lugar que se halla junto al pasillo. Miras por encima de tu hombro. El
autobús está desierto. Te recuestas sobre el respaldo. El chofer cierra la
puerta. Enciende un cigarro, arranca el motor, y pone el vehículo en marcha. Comienzas
a padecer el peso de las horas y la fatiga infligida por los sobresaltos de los
últimos días. Te abandonas al sopor, al arrullo sordo de la marcha. El
conductor vuelve a encender la radio. Esta vez es Mozart. El concierto G para
violín, KV 216.
Despiertas. Miras a través de la ventanilla. Una densa niebla impide encontrar un objeto más allá de dos metros.
Por el cristal del frente, el autobús devora las líneas de la carretera, que se
van iluminando con el paso de los faros de halógeno. Giras hacia la derecha.
Una sombra gigantesca agita una daga brillante entre las penumbras. Descarga un
golpe sobre ti.
Esta vez sí gritaste. El chofer te mira a través del retrovisor, curioso.
Sabes que gritaste. Tuvo que ser así.
-¿Le pasa algo? –su tono parece sincero.
-Discúlpeme. Estos días no he podido dormir bien.
Entonces te das cuenta de que la música parece haber cesado desde hace
largo rato. Tratas de mantenerte despierto. Sacudes la cabeza de un lado a
otro. Te tallas los ojos. Intentas reconstruir los hechos. El pasado duele.
Giovanna te dijo un día que le gustabas. Que eras un chico muy agradable,
de una sensibilidad…¿cuál fue el término que usó para describirla? Sí, claro.
Irresistible. Creo que sólo ella presentía que podrías convertirte en uno de
los mejores violinistas del país. Luego te confesó que si le pidieras que fuera
tu novia, no habría forma de negarse. Pero tú eras demasiado tímido, demasiado
joven o muy imbécil y no pudiste responder ninguna palabra amable. Te limitaste
a contemplar un viejo libro de Baudelaire
(quien en ese entonces era tu poeta preferido), y asentiste en silencio,
procurando encontrar en tu corazón el coraje suficiente para declarar el amor
que profesabas. Entonces recibiste una llamada. Preferiste atender al celular a
un amigo que te invitaba a tomar una cerveza en un barcillo para estudiantes.
Miraste a Giovanna con una desolación inmensa. Y antepusiste un “Gracias por
todo.” al deseo infinito de dejarte consentir por uno de sus tiernos abrazos.
Tuviste miedo. Tanto. Pobre criatura. Vinieron las vacaciones de verano.
Giovanna se inscribió al propedéutico para estudiar la carrera de letras
inglesas, y allí conoció a Rómulo, quien la deslumbró con su refinada
educación, su trato cortés y una lucidez asombrosa. Sería inútil averiguar si
el despecho ante tu cobardía ayudó a que ella decidiera entablar un noviazgo
con él. A partir de entonces tus relaciones con Giovanna se volvieron
tortuosas, hasta llegar a ser incluso insoportables. Rómulo, en cambio,
ignorante de tu entrañable amistad con su nueva novia, te conoció en el slam de poesía que organizaron los
estudiantes de Filosofía, y te brindó una amistad cordial y desinteresada que
no haría más que aguijonarte el corazón durante tu estancia en el campus. Para
ti, concluir los estudios fue lo mejor que pudo suceder durante esos años de
titubeos.
Cuando llegaste a la mansión de
Rómulo, supiste que los habitantes del pueblo no mentían. Se trataba de un
castillo de cantera pulida, una verdadera fortaleza con detalles góticos propios
de un obseso de la arquitectura de dicha época. Por qué tu ex compañero de
clase compraría o mandaría construir una residencia tan horrenda, resultaba
indescifrable.
Rómulo emergió desde el dintel, apurado y jadeante, para invitarte a
pasar. Las canas comienzan a consumirlo, piensas mientras lo sigues a través de
húmedos corredores y pasillos alargados por una sucesión interminable de
puertas. Cuando estrechas su mano, notas el anillo rosacruz que ha distinguido
a generaciones extensas de políticos y famosos en el país, entre ellos los
Ponce de León.
-Tú sabes de mi aversión a la Muerte -confiesa Renán, un tanto apenado,
sin que medie alguna solicitud de justificar sus actos- Construir un hogar como
este, un laberinto, me permite imaginarme a salvo.
Su explicación no resulta convincente.
- Juraría que esto es una prisión ¿Cómo construiste esto? –presionas con
una voz apenas audible hasta para ti, mientras te convences de que lo único que
hace es llevarte en círculos a través de la casa, para volver a la habitación
principal.
-Los amantes de la demonología son poderosos. Comencé algunos tratados
sobre historia medieval, y de allí derivé hasta el estudio de símbolos exóticos
y oscuros encontrados en un manuscrito, escrito por un monje hereje en el siglo
VI D.C., que se presume como la versión maldita de la Biblia. Incluso los
entendidos suponen que, partir de ese libro, ha surgido a la par de
la Historia de la cristiandad una Anti-Historia: una sucesión de milenios donde
se ha desarrollado una iglesia perversa que perpetra sacrificios humanos a
partir de la lectura de algún versículo oscuro. Lo que encontré cambió mi vida.
Algunos poderosos, actores y políticos extranjeros pagaron cifras asombrosas
con tal de obtener algunos libros que pude conseguir para ellos, basándome
en datos que me proporcionaron fuentes
confidenciales. Libros escritos por verdugos y criminales. Te estremecería
conocer el número y localidad de los miembros de la comunidad. Los demonios
conviven entre nosotros. Un día despiertan en el interior del algún ser querido
y te consumen a dentelladas; como lobos salvajes. A mí me ha pasado. Lo que más
amaba se ha vuelto turbio, corrupto, a raíz de mis investigaciones. Yo sólo era
un ensayista cautivado por la imagen de
Satán. Ahora me he convertido en un justiciero.
Te detienes. No quieres continuar. Estás agotado. Recordar te produce una
fatiga terrible. Decides dejar de pensar en Rómulo y Giovanna. Tratas de
dormir.
Abres los ojos. Ante ti, la ventana llena de bruma. De pronto, una mano
pálida, surgida de una realidad inexplicable, portando un anillo con una
insignia rosacruz, llama suavemente. Cierras los ojos. La vigilia es pavorosa.
Contrario a lo que hubieras imaginado, Rómulo te hace salir de la casa.
Caminas a través de un patio terregoso hasta la caballeriza cercana. Los
relinchidos de las bestias, como si presintieran la cercanía de tu anfitrión,
se van volviendo cada vez más estruendosos. Los animales dan coces sobre las
paredes de madera de la caballeriza. Se vuelven locos de inquietud. Te
preguntas si Rómulo ha perdido el control de sí mismo. El anfitrión abre la puerta de una patada. Los ojos de los
caballos son salvajes destellos nocturnos. Te preguntas qué te llevó hasta
allí, qué esperabas encontrar en una aventura como ésta. No sabes quién es este
hombre que te conduce. No sabes qué fue de aquél muchacho reservado del que se
enamoró Giovanna. Este tipo es un completo extraño.
-Giovanna –balbuceas- ¿Dónde está? ¿Estás divorciado, Rómulo Renán?
Frente a la puerta abierta de aquél establo, se detiene, concentrado.
Habla despacio, como si sopesara cada una de sus palabras;
-Debes entender. Tú la amabas. Siempre la has amado. Pero ella ya no era
ella. Ya no es ella. Es un ente distinto a nosotros.
Asustado por el giro que están tomando los hechos, das un par de pasos
hacia atrás. Trastabillas y caes de espaldas sobre la tierra húmeda. Tu cabeza
golpea la madera de la pared del establo. Rómulo extrae una daga de alguno de
los bolsillos de su chamarra. El filo del arma incendia la noche. Aprieta el mango
en su puño. Intentas levantarte, aprisa. El miedo te hace resbalar, hasta que
en tu desesperación, imaginando tu carne perforada, te aferras al frío metal
que cuelga en la pared y logras ponerte en pie, alerta. Tu anfitrión permanece
quieto. No muestra ningún interés en atacar. La daga continúa entre sus dedos. Se
genera una pausa extraña, un momento interminable que te obliga a mirar justo a
tu espalda. Allí, a escasos centímetros, iluminados por un débil rayo de luna
que se cuela por una de las pequeñas ventanas, cuelgan dos grilletes salpicados
de un líquido oscuro y espeso. Sobre el suelo, revueltas con un amasijo de
forraje, hay algunas manchas de sangre, y dos o tres pequeños trozos blancuzcos
entre marañas de cabellos femeninos. Llevado por un impulso te olvidas de
protegerte. Todo parece cobrar sentido. Te colocas en cuclillas, tomas una de
esas piezas blancuzcas. Son dientes. El asco te obliga a dejarlos caer. Miras
la pared. Alguien ha estado rasguñando la madera, dejando en ello trozos de sus
uñas. Atónito, te vuelves hacia Rómulo.
-¿Qué has hecho?
La indignación te consume. La frialdad con la que habla te despierta el
más profundo de los desprecios.
-Comprende, Marción –la invocación a tu nombre hace más tortuoso el
momento- Ella se volvió un demonio. No el diablo mayor. Pero comenzó a actuar
de manera extraña.
-¿Qué estás diciendo?
-Es verdad. Practicaba rituales e invocaciones. Mataba corderos y
gallinas negras y se deleitaba frotando la sangre de los animales sobre su rostro.
En noches de plenilunio sostenía relaciones con la servidumbre. Hombres y
mujeres, le daba igual. Le encantaba tallar un rosario negro sobre su cuerpo.
Podía observarla: al paso de las cuentas del instrumento sobre su piel, sus
pezones se erguían, al borde del estallido. Se revolcaba extasiada sobre nuestras
sábanas, anhelando los placeres carnales.
-Eso es mentira, Rómulo.
-Disfrutaba fustigando a los caballos mientras coqueteaba con las jóvenes
que ordeñaban alguna vaca. Ella decía
que lo hacía por provocarme, por mofarse de mi alejamiento a las fuentes
científicas. Negaba pertenecer a las huestes oscuras, pero lo cierto es que,
desde que dejó atrás el bautizo cristiano, se tornó rara, elusiva y cruel.
Dime, Marción: ¿quién puede tomarse el tiempo suficiente para fingirse un daemon, sólo para despertar la culpa en
su marido? ¿Quién puede fingir un comportamiento herético sólo para vengarse de
un esposo posesivo? Tuve que encerrarla bajo llave cuando marchaba a atender algún
cliente fuera del pueblo; incluso contraté algunos hombres para traerla a casa
cuando intentó escapar. Ya no era la tierna chica que conociste en el liceo.
Una semilla de maldad había sido incubada en ella.
Comienzas a desesperar. Sus chasquidos, al hablar, te parecen insoportables.
Te pones de pie de un salto, sin importarte que esté armado. Él permanece
inmóvil.
-¿Qué hiciste con ella, pendejo?–lo sacudes por los hombros, furioso, para
que escape del trance en el que parece estar sumido.
Entonces, entre los relinchidos, escuchas el llanto de una mujer dentro
de la caballeriza. Aunque es imposible ubicar de dónde proviene. No parece humano.
Se trata de un sonido que envuelve el interior del espacio. ¿Un alma en pena?
¿Una manifestación de dolor contenida en el eco de los maderos? Rómulo Renán se
ha tirado al piso, arrepentido, y ante tus ojos atónitos, extiende su brazo
para ofrecer la daga.
-Mátame –suplica en voz baja- Necesito que me liberes.
Los caballos comienzan un golpeteo
terrible sobre las puertas y las trancas. Algunos rompen los pasadores, y
consiguen huir a todo galope. Casi arrollan, en su escape, al indefenso Rómulo,
quien permanece hincado sobre el piso en un gesto de contrición.
Despacio, con una frialdad tan
poco común que te hizo llegar a sentir que no eras tú, sino una especie de desdoblamiento
de tu persona, tomas la daga. Lo miras con rencor. Levantas el arma bien alto, dispuesto
a hacer justicia…
Entonces escuchas, muy nítido, un crujido al fondo del camión. Te
mantienes inmóvil un par de segundos, sintiendo cómo se agolpa en tu nuca el
golpe de la adrenalina. Quieres convencerte de qué no ha sido nada. Sabes que
cuando abordaste no había otro pasajero. Que es imposible no haberlo notado. Un
nuevo crujido, un sonido chirriante te eriza la piel. No soportas más la
curiosidad. Giras el torso para mirar.
Regresas a tu posición, alarmado. Pudiste verlo, apenas, entre la débil
luz de luna. A mitad del vehículo, un hombre permanece en un asiento, con el
antebrazo apoyado sobre el respaldo. Está inmóvil. Uno juraría que no respira.
Sin embargo, puedes escuchar ese sonido angustiante de nuevo. El chofer no
parece percibirlo. Continúa conduciendo, ajeno a tu terror. Piensas que debe
tratarse de una trampa de los sentidos, un engaño óptico. Echas una nueva
mirada. Maldita suerte. Sí, allí sigue. ¿Y si subió mientras dormías? Quizás en
alguna caseta, alguna parada improvisada sobre la carretera. Eso debe ser. Has permanecido entre
cavilaciones y pesadillas durante mucho
tiempo, quizás un par de horas. Te acomodas las gafas. Miras la carátula de tu
reloj. Son casi las tres de la mañana. Tal vez el tipo se había recostado
cuando subiste, y no había oportunidad de enterarte de su presencia. No. Sabes
que no fue así. De cualquier modo, prefieres no indagar. Aceptas que se trata
de un descuido o un engaño de los sentidos. Quizás, de manera evidente, estás
reflexionando dentro de un mal sueño. Tal vez. Es imposible saber. Te recuestas
de lado, mirando hacia la ventana, tratando de ignorar la presencia a tus
espaldas. Fuera, la densa niebla se ha adueñado de la carretera.
Descargas el golpe sobre él. El grito terrible de Rómulo al clavarle la
daga sobre el hombro te hace retroceder. La sangre mana profusa desde la carne
abierta de tu antiguo compañero. Asoma la palidez de un hueso entre la herida. Sólo
la noche es solidaria, y te impide apreciar la atrocidad que has cometido,
encubriendo el acto con la discreta cortina de la penumbra.
Estás avergonzado. No sabes cómo has podido llegar tan lejos. Asustado, giras
sobre tus talones, recogiendo del piso el estuche de tu violín Amati, y decides largarte, sin mirar
atrás, harto de los altos grados de neurosis y locura que se producen en el
alma atormentada de tu viejo conocido, y en tu propia alma. No te importa nada.
Tal vez cuando llegues a la ciudad pensarás en una denuncia contra él. Quizás
no, porque pudiera morir desangrado o acusarte de un ataque, si lograra salvar la
vida. Los hechos se desarrollan de una manera tan extraña que prefieres olvidar
que estuviste en este lugar. Es lo mejor. Lo que pase con él y con Giovanna no
volverá a importarte en lo absoluto, te dices, mientras emprendes una marcha
pesada. Supiste que no debías acudir a su llamado. Debiste hacer caso a tus
presentimientos. En la vida de un hombre hay llagas que no deben volverse a
abrir, bajo riesgo de desatar un carnaval de demonios internos.
-¡Te hice un favor! –lo escuchas hablar.
Te detienes un segundo. Su voz se oye dolorida, sumida en una resignación
inminente.
-Ha estado enfurecida porque te
negaste a buscarla, a reconocer que la amabas. Es rencorosa. Juró en uno de sus
múltiples trances agusanar tu corazón mediante el empleo del pentagrama y el
compás. Sus hechizos son poderosos.
-Necesitas ayuda profesional –te atreves a contestar con ironía, sin
dignarte a verlo- Puedo recomendarte un terapeuta excelente.
-Pase lo que pase, no indagues los
senderos de la locura. ¿Me escuchas? –dice muy serio- Contempla la obra de la
curiosidad en mi alma destrozada. Las noches que vendrán serán hondas, y la cifra
que te persigue parece aciaga: 135. Espera a que pase esta semana; no regreses
a la ciudad.
-Te has vuelto loco, Rómulo –alcanzas a vociferar en un tono apagado- Te
has olvidado de los principios fundamentales que la razón y la lógica nos han
otorgado durante siglos de conocimientos. Das pena.
Comienzas a dejar atrás este desafortunado encuentro. Desapareces entre
las sombras de los sauces que custodian la propiedad. Lejos, el llanto
desgarrado de tu amigo se consume en un patio solitario. Algunos pasos más
adelante, te detienes a volver el estómago cuando recuerdas la sangre bullendo
desde su carne expuesta.
¿Así sucedió? ¿Esa es la realidad? Despiertas ¿No estabas ya despierto?
¿Estás en tu cama? ¿Yaces en el lecho de un hotel barato donde te has escondido
de Renán los últimos tres días, después del suceso? No. Es el asiento de un
autobús viejo y escandaloso que brincotea, de vez en vez, debido a un sistema
de suspensión ineficiente.
El rechinido está allí, otra vez, punzando los oídos. Qué es, te
preguntas, y barajas una posibilidad abrumadora de ruidos que podrían concordar
con el que viene desde el fondo del camión. ¿Qué maldito sonido es?
-Mala noche –escuchas una voz,
frente a ti.
Experimentas un sobresalto.
-¿Cómo?
Otra vez ese sonido. Recuerdas que a tus espaldas un desconocido observa
la escena.
Te das cuenta de que la voz que escuchas es la del conductor que se ha
animado a conversar.
-Esta pinche niebla no deja mirar más allá de tres metros –insiste el
chofer.
Detrás de ti, el crujido. Entonces lo reconoces. Puedes entender: es un
rechinido de dientes cuando se frotan unos contra otros con demasiada fuerza.
Miras: el hombre enciende un fósforo. Su figura se ilumina de manera parcial.
Sus brazos son largos, sus manos pálidas y de dedos delicados. Pero su rostro se
esconde. Es imposible reconocerlo.
-Que bueno que viaja conmigo –dice el chofer- Cuando uno viaja solo, da
miedo. En la carretera he visto almas saliendo de sus cuerpos después de algún
choque cabrón. También he encontrado espíritus recorriendo los carriles donde los
atropellaron. Se lo juro.
Sabes que el conductor habla, pero ya no puedes entender sus palabras.
Acomodas tus anteojos. Los nervios te consumen. Ni siquiera puedes fumar, lo
sabes. Estás aterrado. La sombra se pone en pie. Tu corazón late con fuerza.
Aprietas los puños. Tiemblas. Si tan sólo pudieras ver su rostro. En la mano
izquierda carga un estuche. ¿Y si fuera Renán que te persigue para acabar
contigo? ¿Es posible que haya sobrevivido y ahora te busque para terminar
contigo ante la cobardía de no cumplir sus deseos suicidas? Tal vez se trate de Giovanna bajo algún
disfraz, intentando dejar la hacienda. Te gustaría tanto volver a verla.
Pero no puede ser ella. Ya habría corrido a tus brazos. Te inquieta el
silencio de la sombra que permanece frente
a tus dudas. Quizás habría que empezar a pensar en emisarios de cultos
heréticos. La figura avanza un paso hacia atrás, luego un segundo paso. Lo van
consumiendo las tinieblas. No puedes dejar de verlo ¿Por qué retrocede? ¿Qué te
quiere decir al retroceder? Sabes que su marcha debe tener una finalidad.
Carajo. ¿Qué sucede con tu pensamiento científico, dónde está quedando tu
cordura?
-¿Quién anda atrás? –espetas de manera incontrolable, casi como una
reflexión personal. Pero sabes que pudieron escucharte.
-Joven –dice el chofer, quien no se permite apartar los ojos de la
carretera –Aquí nada más estamos usted y yo.
Tu corazón late con fuerza. Ahora percibes la tensión del chofer, que
hace esfuerzos ridículos por mantener el control de la unidad a la par que
quisiera detenerse para enfrentar a lo que habita detrás del autobús. Piensas
que el conductor piensa en frenar; pero detener el autobús en una carretera tan
estrecha en estas circunstancias provocaría un choque inminente. La neblina es
demasiado espesa. Esperas.
La sombra se mueve de nuevo. Esta vez da un par de pasos hacia el frente.
Viene hacia ti. ¡Viene hacia ti! Ruegas que esto sea un mal sueño. Te pones de
pie. El desconocido se mueve lento. “Despierta, vuelve Marción”, te dices,
imploras. Renán te lo advirtió, no debiste abordar un camión antes de concluir
la semana. El desconocido se detiene. Su complexión te es familiar. ¿Por qué no
se muestra? Trémulo, con esos dedos pálidos y largos, abre el estuche, sin
prisa, y extrae un objeto de él. Te cubres el rostro. Sólo percibes el sonido
sordo del motor del autobús. De la unidad ciento treinta y cinco. Imaginas una
daga, un corazón palpitante. Imaginas los dientes de Giovanna en la palma de su
mano…
Despiertas o abres los ojos. Abres los ojos o despiertas. Da igual. Frente
a ti está tu violín. Lo miras alejarse hasta llegar hasta el hombro del
desconocido. Lo acomoda contra su cuello, afina
las cuerdas. Comienza a tocar. Es, sin lugar a dudas, la Sonata seis, de Paganini ¿Estás sobre un
escenario? No, estás en el interior de un vehículo en una noche interminable.
Reconoces las facciones, el gesto amargo del violinista al ejecutar el
instrumento. Recuerdas las palabras de Giovanna acerca de los reikon: “No siempre asumen formas
absurdas, o terroríficas, pero hay que prestarle atención”. La maestría del
ejecutante es indudable. Posee una sensibilidad…irresistible. Giovanna querida. El calor de una lágrima inflama
una de tus mejillas. Sabes que ha encontrado la manera de hacerte saber de un
peligro inminente mediante tu propio reikon.
¿O es sólo una señal con la que te anuncia su muerte? En el cristal de tus
propias gafas aparece tu rostro, lleno de desconcierto. Puedes verte ejecutando
la sonata del diablo. Te has desdoblado desde ti. Pero tu rostro, es decir, su
rostro, está surcado por filosos cristales. Su cabeza está rota y uno de sus
ojos parece demasiado fijo. De pronto comprendes. Parar. Es necesario parar. Es
lo que quiere decir tu reikon. Ahora
lo sabes, pero no haces el menor esfuerzo por contradecir a La Papisa, una carta
marcada por el tarot. Sería vano. Además, no te interesa seguir viviendo un
mundo sin su presencia. Sabes que es egoísta actuar de esta forma, pensando en
el conductor, pero la decisión ha sido tomada.
De entre la niebla emergen un par de luces que destellan en el interior
del camión. Tu reflejo se ilumina como un ángel celestial. Hay tanta luz. Sientes
cómo el piso se planta de pronto bajo
las suelas de tus zapatos. Luego, escuchas un rechinido estruendoso. El grito
de horror del chofer ante la inminencia del impacto. Escuchas las notas de
Paganini, esparciéndose sobre el ambiente, la belleza de la armonía; el crujir
del acero y los cristales acompañándote en el viaje; la comunión del arco y las
cuerdas mientras vuelas por el aire en
tu inevitable destino a través del umbral del parabrisas y de la niebla y de la
noche y de un pentagrama perfecto; a través de los rabiosos aplausos de un
público extasiado ante la precisión de los acontecimientos. Ha sido una
ejecución excelsa.
Del negro humor en la historia
de la chica Carter
¡Que Dios
ayude a mi pobre alma!
E. A.
P.
Alquiló el apartamento
en el vecindario de Baltimore, Maryland, acaso dos semanas antes de llegar el
año nuevo. No es que esa calle le inspirara un sentimiento similar a la cursilería
navideña; o se regocijara en la ridícula mística que promete un cambio de
almanaque. La verdad es que en su mudanza había intenciones ocultas. Cuando
Norah dejó sus estudios de literatura al no resistir las críticas de un
profesor fanático de Chesterton y de Raymond Carver, juró ante el busto de
Palas que escribiría excelsos relatos de horror; historias que grabaran su
nombre en la posteridad. Ella sabía que toda ambición, de cualquier origen o
pretensión, termina por volverse mezquina; pero la mezquindad no era un asunto del que se cuidara demasiado.
Por eso decidió
alquilar un piso en esa calle, justo en el edificio vecino a la casa-museo que
habitara el escritor heroinómano, amante del opio y de los cementerios: Edgar
Allan Poe. Como Norah provenía de una familia donde el dinero no era
impedimento para continuar sus nuevos estudios de abogacía y mantener sus
constantes vacaciones a Orlando, New Jersey o California; un día recibió de
parte de su padre una reliquia muy especial: la máquina de escribir que Poe
utilizara para lograr sus mejores cuentos, según rezaba la leyenda negra en la
subasta donde el artefacto fue adquirido. También recibió de papá una cantidad
equivalente a tres meses de alquiler, para comenzar una vida independiente, que
mucho tenía de simulación, pues Norah no podía cortar el cordón umbilical de
una manera tan sencilla.
En honor a la
verdad, la intención del padre de Norah Carter estaba libre de pretensiones
literarias. Sólo quería cumplir uno de tantos caprichos de su hija. Pero Norah,
con la inocencia que sus veintisiete años le brindaban; con la cabeza llena de
mitologías de hadas negras y círculos infernales, decidió manejar la mudanza
como la oportunidad de convertirse en una escritora maldita. Al día siguiente
de establecerse en el nuevo apartamento, decidió dar uso a las tarjetas de
crédito para comprarse una bata de seda oscura y algunos amuletos con símbolos
mágicos, que se echó al cuello para reforzar la imagen de mujer que conoce las
puertas de lo oculto.
-¿Se volvió
oscura? ¿Así sin más, de un día para otro? –preguntó una de las chicas becadas
por la Academia de Literatura, que habían decidido asistir a la lunada,
mientras sus bellos ojos devolvían el fulgor de la fogata.
-No interrumpas.
Estoy en el proceso de contar una historia que puede aterrar a cualquier
escritora:
Se volvió oscura.
De un negro tan falso como el de un café soluble. Quiero decir, en el fondo
Norah Carter no podía dejar de ser una snob,
pero se negaba a aceptarlo. No había sufrido ni disfrutado las letras con suficiente
sinceridad. Tampoco había vivido más allá de un par de campamentos
estudiantiles, unas vacaciones ordinarias y las emociones del club de tenis. En
esencia, el problema no era que decidiera cubrir de negrura la imagen que
proyectaba su cuerpo; sino que en su alma asomaban aún destellos de una
felicidad fácil y complacida que nada comprendía del dolor humano. Por eso sus
cuentos resultaban impostados, como esas fotografías estadounidenses de los
años cincuenta donde se muestra una familia de gente rubia, en una supuesta
armonía que hoy parece descaradamente hipócrita. Las historias de Carter, bajo
ojos críticos y ausentes de malicia, carecían de alma. Monstruos de una fealdad
extrema, gnomos caníbales extraídos desde bosques hechizados, y hadas que atacan
a viajeros para sacrificarlos en cruces de cuatro caminos eran sólo algunas de
las invenciones de la mente febril de una chica caprichosa. Quizás habría que
reconocer que la idea de las hadas era original e incluso inquietante, pero la
estructura del cuento era pésima; y cerraba con un final ridículo donde un Van
Helsing resucitado viajaba a los campos de Bosnia, para exterminar a tan
peligrosas criaturas.
-Sí, una vez leí
uno de sus cuentos. Me pareció horroroso, de manera más que literal.
-Sus cuentos
podían parecer pésimos, pero merecían un adjetivo peor. Ojalá lo hubiera
comprendido. Las lisonjas de su familia le cegaron. Siguió envenenándonos con
sus malos libros. Si me alcanzan una cerveza, continúo:
Faltando seis
noches para el festejo del nuevo año, Norah recibió un paquete fundamental en
esta historia: El Libro de los nueve abismos, (escrito de
manera clandestina por Sir Thomas Bloom en el siglo XVIII, y recuperado por un historiador mexicano cuya
identidad se ocultaba tras las iniciales R.R.). Había sabido de los libros
prohibidos gracias a un par de amigas que gustaban del espiritismo y otras
ciencias por el estilo. Le había costado una fortuna y muchas semanas de
convencer a sus padres para que le hicieran un obsequio tan caro sin hacer
preguntas que pusieran en riesgo sus actividades clandestinas.
Al desaparecer el
último rayo de sol, trazó un pentagrama en el piso, realizó una serie de
invocaciones, en voz alta, que leyó en el libro; y manchó un ejemplar de Los crímenes de la calle Morgue con
sangre de gallina negra. Luego, llegada la media noche, se sirvió un wiskhy en
las rocas; de un largo trago hizo pasar por su garganta un par de aspirinas, y
se dedicó a esperar la visita de su invocado.
En la habitación
reinaba un silencio sepulcral. Los muebles permanecían inalterables. Nada se
movía: ni las sillas victorianas, ni el pequeño comedor de roble, ni las
puertas angostas y los tejados inclinados de las casas vecinas que podían
contemplarse a través de la ventana del apartamento.
En medio de la
oscuridad, hubo un trémulo fulgor en la esquina de la sala, allí donde
descansaba la vieja máquina de escribir. Norah supuso que el destello respondía
a alguna mala jugada de los sentidos, pero pronto se percató, excitada ante la
posibilidad de aventura, de que el fulgor parecía volverse más nítido hasta
adquirir la presencia de una figura humana. El corazón de la más joven de las Carter
dio un vuelco. Frente a ella, el propio autor de La caída de la casa de Usher la contemplaba, inmóvil, con un par de
ojos ardientes como tizones. No hablaba. No exhibía ningún gesto amenazante o
que representara amabilidad. Sólo estaba allí, frente a la chica, mirándola sin
mirarla. De más estaría comentar que una mujer joven como Norah no estaba acostumbrada a emociones tan
fuertes, aunque su deseo era hacerse pasar por una sacerdotisa diabólica.
Cuando sintió la proximidad de la aparición sobre ella, perdió el sentido.
-Siempre fue una
cobarde. Una vez casi se desmaya cuando vio la sangre de un compañero del
colegio, que se había raspado las rodillas.
-Ese no es el
punto. Quiero que entiendan que la cobardía de la chica pasa a segundo término
en nuestro relato. De lo que quiero hablar es de los planes que el espíritu
tenía para ella. Alcáncenme algunos bombones para asarlos en el fuego.
-¿Quería
poseerla? ¿Robar su alma para volver al mundo de los mortales? ¿Gozar de su
cuerpo?
-Espera, espera:
A pesar de que
esa noche Norah se hizo pis en su lujosa ropa interior Victoria Secret, se impuso la heroica labor de realizar, a la
siguiente noche, el mismo ritual de invocación. Ofreció los preparativos y
esperó la llegada del visitante: Poe apareció de nuevo junto a la máquina de escribir. Pero esta vez realizó
una acción imprevista. Caminó justo tres pasos hacia el costado izquierdo de la
mesa e hizo claramente una reverencia que invitaba a la aspirante a escritora a
sentarse frente a la máquina de escribir. Norah se puso de pie, trémula, y con
un miedo inmenso que casi le hizo causar estragos en su ropa interior de nuevo,
se acercó titubeante a la mesa, aterrada ante la posibilidad de que el fantasma
pudiera atacarla. Dominando el miedo hasta donde esto era posible, tomó asiento
y se percató de que, en una hoja amarillenta, descansaba el inicio de un cuento
que llevaba por título El sello de los poseídos.
Leyó algunas líneas y quedó cautivada por la historia. El cuento abordaba el
tema de un gitano de apellido castellano que aterrorizaba a una legión de
campesinos con sus prácticas homicidas y paganas. La historia se desarrollaba a
mediados del siglo dieciocho. Norah Carter no podía apartar su atención de la
lectura. Cada línea era fascinante.
Justo cuando el relato llegaba a un punto
álgido, se dio cuenta de que no había más. Entonces, ante su actitud
interrogante, el espíritu de Poe sonrió de manera maliciosa, y desapareció
cruzando la puerta del armario.
Al día siguiente
la Carter pasó la mañana en un café cercano a su apartamento, tratando de
comprender el significado de la aparición. Luego tuvo una idea. Se puso en pie
y se dirigió con decisión a casa. Al llegar, transcribió en un archivo
electrónico el cuento, letra por letra, desde aquellas hojas amarillentas
surgidas de quién sabe dónde, y se atrevió a mandarlo a una revista
especializada en el género del horror. Su sorpresa fue mayúscula cuando dos
horas más tarde recibió un correo del consejo editorial, felicitándola por un
trabajo tan excelso y urgiéndola a continuar el relato. Lo que más impresionó a
Norah es que la calidad del cuento debía ser tal, que había conseguido cautivar
la atención de uno de esos editores bastardos que van por la vida minimizando
la obra de los escritores contemporáneos.
A partir de
entonces Norah se sentó noche a noche, justo frente a la máquina de escribir de
Poe, mientras el fantasma del atormentado personaje le mostraba cuatro o cinco
párrafos más de la historia.
-¡Maldita! –dijo otra
de las chicas presentes, que por esos días estaba realizando un ensayo de ética
y moral.
-Sí, se
consideraba una escritora maldita. Pero está visto que no lo era.
-Pero esta era
maldita en sí. ¿Plagiar a Poe? Qué poca madre. ¿Pero qué pasó con ella? ¿Hay
algún final para este relato?
-Lo hay:
Justo en el sexto
día ocurrieron dos hechos que provocaron mucha inquietud en el corazón de la
plagiaria. Por la tarde, el editor de la revista le solicitó el final del
cuento. Para salir del paso, se comprometió a tenerlo durante la semana, pero
el editor insistió en que se acercaba el cierre de convocatoria de un concurso
literario donde le garantizaba el triunfo, pues él formaba parte del jurado. Necesitaba
entregar el cuento al día siguiente, justo antes del mediodía.
Ella aceptó porque
no tenía opción para escapar del enredo; aunque en el fondo se moría de
ansiedad por saber si el fantasma le revelaría la conclusión del relato. Las
horas que transcurrieron hasta entrada la noche le parecieron insoportables.
Caminaba de un lado de la sala a otro, golpeando de manera repetida las paredes
del departamento con la palma de la mano. Luego se dedicó a trazar el pentagrama
invertido, junto a la mesa, para esperar
al convocado.
Los minutos se
deslizaban despacio. En la habitación, las paredes de rojo ladrillo parecían
angostarse; los tejados se retorcían. El reloj marcaba justo la medianoche. Entonces
apareció el espíritu. Un Poe contemplando con fiereza a la Carter. Esta vez no
realizó el gesto amable con el que la había recibido noche a noche. Rabiosa y apretando
los dientes, la aparición le señaló enérgicamente que tomara asiento. Este fue
el segundo hecho que despertó inquietud en Norah, una inquietud que de manera
gradual fue transformándose en un pavor incontrolable, pues la aspirante a
escritora sabía bien de los arrebatos violentos de Edgar Allan en vida. Al
tomar asiento, pudo apreciar de reojo cómo el espíritu arrastraba una silla y
se sentaba junto a ella, clavando los ojos en el rostro sudoroso de la chica.
Ella se moría de miedo.
-Write –ordenó el
espectro.
Un alarido
espeluznante partió la habitación. Norah pensó que el espíritu se había puesto
en píe para morderla, que su departamento se derrumbaría ante la ventisca como
sucedía en uno de los cuentos de su visitante; o que un inmenso péndulo surgido
del techo se desplomaría sobre ella para partirla en dos. Se cubrió los ojos en
un gesto espontáneo, esperando lo peor. Transcurrieron algunos segundos, pero
no ocurrió ninguna tragedia.
Se animó a mirar sobre
sus manos. Pensó que estaba a punto de perder la razón: el espíritu maldito
seguía allí, mirándola febril, pero empezaba a presentar el aspecto de un cuerpo
en descomposición. Algunos gusanos emergían desde su rostro de carne terrosa.
Notó, en medio de su sorpresa, que sobre el hombro de Poe estaba posado un
cuervo de plumaje tan liso y negro como la profundidad de una caverna. La
aparición insistió:
-Write.
Norah Carter
colocó las yemas de sus dedos sobre la máquina de escribir y notó que, guiada
por una fuerza misteriosa, era capaz de continuar tan extraordinaria narración
punto por punto. La sangre se agolpaba en su corazón y sus nervios estaban a punto
de estallar; pero escribía. Se dio cuenta de que escribir representaba un acto
pasional. Un acto de odio, de putrefacción; un acto de angustia y de alguna que
otra peste. Comprendió que durante mucho tiempo su vida careció del verdadero
coraje para dejar el alma sobre la superficie virgen de sus escritos. Cada
sílaba y cada acento provenían desde su interior con un frenesí de bestia
salvaje. Las palabras emergían asfixiantes
y exactas llenando con su presencia el desenlace del relato. Norah
fruncía el seño y casi lloraba al continuar la labor iniciada por una fuerza
sobrenatural.
Justo cuando
estaba a punto de llegar al fin, sintió que sus manos se detenían. Su cuerpo se
paralizaba. Tuvo un presentimiento. Supo que algo no andaba bien. Que algún
infortunio se cernía en el interior de esa sala. No se equivocaba. Frente a
ella, en la superficie amarillenta de aquél viejo papel que descansaba en la
máquina de escribir; los párrafos, cada palabra, las letras que conformaban
cada sílaba y los signos de puntuación; todo iba desapareciendo. La Carter atestiguaba,
presa de la desesperación, cómo se desvanecía el manuscrito. Quería prender las
letras, retenerlas entre las yemas crispadas por la impotencia, guarecerlas en
el interior de su bata oscura. Las palabras
continuaban esfumándose ante su vista.
Cuando pudo
moverse, se arrojó sobre el papel y lo extrajo de manera brutal de aquél
artefacto. La hoja yacía virgen. Intentó recordar las líneas mecanografiadas,
el retorcido y complejo final que remataba como el truco más asombroso de un
prestidigitador. Su mente estaba en blanco. Ni siquiera recordaba el argumento
del cuento. Norah lanzó una queja honda, un lamento de animal herido. Desconcertada,
se volvió hacia el espectro, esperando una respuesta.
Poe se levantó de su asiento. El cuervo
profirió un graznido horrible y salió volando por la ventana hasta perderse en
las contaminadas tinieblas de Baltimore. El fantasma sonrió con sarcasmo. Norah
Carter esperaba que tuviera compasión de ella, que extrajera algún nuevo manuscrito
de alguna bolsa de su abrigo, que por lo menos le revelara una vez más el
concepto y el fin de la narración. Pero como única respuesta la imagen de Edgar
Allan Poe fue desapareciendo frente a ella, de manera paulatina. Norah se humilló,
arrastrándose sobre la alfombra; suplicó compasión; exigió la fórmula para
escribir buena literatura.
En la habitación,
en cambio, una voz profunda y rasposa dominó con dos palabras el desasosiego
que habitaba dentro de ella:
-Never more –dijo
la voz.
La habitación se
llenó de soledad, ante el llanto rabioso de una Carter abandonada a su
mediocridad desde esa noche de Año Nuevo.
Las llamaradas
agonizaban, crepitando lacónicas en breves chispazos que alumbraban de vez en vez
el rostro de las chicas y los chicos que estaban sentados alrededor de la
fogata. Los bombones se habían terminado.
-Nos prometiste
un cuento aterrador –volvió a la carga la estudiante de la Academia de
Literatura.
-¿No te parece
aterrador el destino de nosotros, simples escritorzuelos como Norah? No escribimos
pensando en que nuestra literatura tendrá como destino el abandono o el olvido.
Cuando terminó de
hablar, un cuervo dolorido se posó justo sobre su hombro. Los congregados a la
fogata se incomodaron ante la extrañeza del suceso.
El
dolor que no cesa
“Aconteció después de estas cosas, que probó
Dios a Abraham, y le dijo: Abraham. Y
él respondió: heme aquí”
Génesis 22, 1-3
I
Justo después de
cenar, el pastor Mahler lavaba sus dientes, se ponía el pijama negro, y
dedicaba largas horas a estudiar las escrituras. En sus actos había una
deliberada intención de cumplir con los preceptos de la fe, noche a noche, sin
permitirse alguna distracción. Una vez cerrada la puerta del estudio y calzadas
las gafas, no admitía interrupciones. En un inicio, a su esposa le resultaba
difícil aceptar la devoción con que se sumergía entre versículos y testamentos
intentando encontrar respuestas; pero después de batallar un par de años contra
la obsesiva rutina de su marido, decidió ceder. De este modo, el tiempo invertido
por Mahler dentro del estudio adquiría niveles místicos, gracias a la solitaria
comunión que el pastor mantenía con el Señor.
En aquella
madrugada, después de las 12: 30 a.m., el presbítero meditaba sobre algunas líneas del libro sagrado,
cuando el teléfono timbró por primera vez. Luego volvió a dejarse escuchar en
dos ocasiones. El sacerdote supuso que
se trataba de un error o de algún impertinente que se atrevía a molestar para
pasar el rato. Luego consideró la posibilidad de que, al insistir en la llamada,
despertaran a su mujer. Molesto, descolgó el auricular. Una vez que contestó,
una voz contenida, sin inflexiones, profirió un par de frases que determinarían
el futuro en la vida del pastor.
La primera, en
sí, no ofrecía mayor sobresalto:
-¿Bueno? ¿La casa
de la familia Mahler Urrutia?
El pastor
contestó de manera afirmativa.
La segunda frase llenó
de una aflicción insondable su alma:
-Habla el
director del servicio forense. Lamento comunicarle el posible fallecimiento de Iván.
Necesitamos que venga a reconocer el cuerpo.
El sedán último
modelo, cuatro puertas, dobló en una de las avenidas principales. Al volante,
el pastor rogaba que hubiera una confusión, que el cuerpo que descansaba en
alguna gélida plancha fuese el de otro. Sabía que el Señor no podría permitir
una tragedia en el seno de su familia.
Al llegar al
semáforo contempló las calles desiertas de un martes citadino. Los fast food cerrados; los antros en
absoluto silencio; las ratas pardas que mordisqueaban residuos de comida entre
bolsas de basura. Había charcos discretos en una que otra acera después de una
ligera llovizna. Hacía frío. Afuera y dentro de su corazón hacía mucho frío. Y
existían las dudas. ¿Por qué Iván decidió largarse de casa? ¿Por qué no pudo
esperar a que su padre pudiera mitigar su furia y esperar a que se resolviera
la situación? Era deber de los hijos respetar la voluntad de los padres. Iván
siempre había sido un desobligado; un joven que no se acercaba a la lectura de
las sagradas escrituras con compromiso. En cuanto abandonó la infancia, sólo se
interesaba en películas extrañas donde imperaba la violencia y la blasfemia
–Iván solía llamarlas Cine de Arte-, y en una música estruendosa y agitada de
bandas de “neo-punk”, que todo el
tiempo traía conectada a los oídos a través de los audífonos. Si tan siquiera
los grupos que escuchaba dedicaran su música a las alabanzas. No había
formalidad en su pensamiento, solía repetirse el presbítero. Mundo moderno de
porquería. Su hijo rara vez se acercaba al templo, y cuando ayudaba a la
comunidad los domingos lo hacía para conocer algún prospecto de novia, y no con
el beneplácito requerido para estas labores. Más de una vez el ministro le
había dicho a su hijo que iba a terminar por provocarle un infarto fulminante
con sus necedades, y tal vez no exageraba: sabido era en la comunidad que
Mahler padecía de una antigua insuficiencia cardiaca.
La madrugada se tornaba
confusa. Era incapaz de entender. Iván se había alejado de Dios. Tal vez porque
él, en sus obligaciones paternas, no había ejercido suficiente mano dura. O quizás
sólo estaba en su naturaleza. Una naturaleza desobligada y con inclinaciones al
mal. Es cierto que más de una ocasión, cuando Iván tenía ocho o nueve años, lo
había castigado por no asistir a misa encadenándolo a una de las patas de la
cama, fustigándole las espaldas con un trozo de alambre, para hacerle
comprender lo imprescindible que es dedicar nuestro amor a Dios. Tal vez se
había excedido cuando al púber Ivan se le ocurrió dejarse el cabello más allá
de los hombros, y en un arrebato de imponer su poder patriarcal el pastor
decidió atarlo de manos –para evitar cualquier resistencia-, y utilizar una
máquina para rapar al insolente muchacho, que ya avisaba sobre sus ideas
radicales y paganas. Quizás, un par de semanas más tarde, se había
extralimitado al ejercer su furia manoteando sobre la cara de un Iván aterrado,
hasta dejarle las mejillas rojas y los pómulos hinchados. Pero Mahler sabía que
cada uno de estos actos tenían la finalidad de que su vástago tuviera una vida
mejor. Si no en este mundo, en el sitio que esperaba a los fieles después del
juicio final. Quién podría determinar si era suficiente o no la disciplina
impuesta al chico.
Una vez, en medio
de una reunión familiar, Iván había llorado, avergonzándolo con tal comportamiento.
Entre lágrimas y lamentos no cesaba de repetir que era un buen muchacho y que
no merecía el trato que sus padres le daban. Exigía cariño y aceptación. Como
si eso se pudiera exigir. El estallido que tuvo el chico delató su aliento
alcohólico. Supieron que había estado bebiendo a escondidas en su habitación. Cuando
terminó la reunión, Mahler tuvo que usar un atiezador para callar las quejas de
su hijo, increpándole su falta de respeto ante su figura, pero sobre todo su
afrenta ante el líder espiritual de una comunidad, recordándole que un buen
chico no es sólo el que no se mete en problemas, sino el que sigue con atención
los preceptos divinos. También en esa ocasión se propasó un poco: dos huesos
rotos y una ligera fractura de costilla. Pero siempre en aras del bienestar.
Iván cumplió
dieciséis años, y cualquier día comenzó a llegar a casa alcoholizado o después
de haber ingerido alguna droga que lo mantenía en un estado degradante. Como las palizas no daban
resultado, Mahler decidió correrlo de casa. Lo último que supo de él es que se
fue a vivir al departamento de un par de compañeros del colegio que habían
decidió independizarse. Poco tiempo después se enteró de que, a pesar de que
siguió estudiando la preparatoria, no había abandonado las fiestas ni la
indisciplina.
Ahora no
importaba. Nada importaba. Ni que hubiera sido un mal hijo ni un pésimo ejemplo
para las nuevas generaciones. Mahler quería que estuviera vivo. Aceptaría de
buen modo cualquier grosería del muchacho deseando que no hubiera sido
alcanzado por el ángel de la muerte. Pero por alguna razón, el único recuerdo nítido
que asaltaba la mente del párroco era el alambre furioso azotando la espalda de
Iván. Una. Dos. Tres veces. Inmisericorde. Las gotas sobre el parabrisas no
ayudaban a disipar la terrible imagen desde su mente. Frenó. En su
ensimismamiento, había estado a punto de cruzar a pesar de la luz roja.
II
Cuando el
uniformado abrió la puerta, Mahler percibió un penetrante olor a formol. Las
paredes blancas y desnudas conferían una imagen solitaria al anfiteatro. Ante
ellos, tres filas, en las que descansaban cuatro cuerpos en cada una, como en
un juego de cartas. Los cadáveres yacían sobre las planchas, cubiertos por la
blancura de sábanas ordinarias.
El párroco no se
atrevió a moverse. Sintió que sus piernas se vencían ante la posibilidad de que
alguno de esos cuerpos tuviese el rostro de Iván. El uniformado consideró dar
una explicación breve:
-Cayó desde una escalera
mecánica dentro de una estación del subterráneo. Venía con dos amigos. Habían
ido a una fiesta, y se colocaron un poco de vodka y cristal. Se veía muy triste, según dicen.
Se hizo un
silencio incómodo. El oficial dudó un instante. No sabía si era conveniente
continuar; así que se apresuró:
-Los muchachos
dicen que subió al borde de la escalera para gritar su odio a Dios. Perdió el
equilibrio. Si le sirve de consuelo, murió de inmediato. Aunque la cabeza del
chico…
-Déjeme sólo
–interrumpió el párroco- Quisiera identificarlo. De ser mi hijo, quiero rezar
por su descanso.
-Entiendo. Espero
afuera. Es el último de la derecha.
Escuchó los pasos
del uniformado al abandonar la habitación. Luego una puerta que se cerraba a
sus espaldas. Por primera vez en su vida supo lo que era el vacío. La
inmensidad del vacío.
Un sentimiento
semejante al miedo le impedía dar un primer paso. Respiró profundo. En la
oscuridad parcial encontró un ligero descanso. Las columnas de cuerpos lo
esperaban, silenciosas. Caminó despacio hasta el rincón derecho del anfiteatro.
Sus pasos raspaban el frío de la loseta. Del primero de los cuerpos asomaba una
cabellera larga y castaña. Del segundo, alcanzaba a apreciarse una mano de
tonos azules, con las uñas largas y sucias. Se detuvo ante el cuarto de los
cuerpos. La sábana envolvía un cadáver delgado, de huesos amplios, cuyos músculos
se adivinaban elásticos debajo de la blancura de la tela. Estaba manchado de
sangre a la altura de uno de los pómulos. El párroco tuvo el deseo de
detenerse, de mandar todo al carajo, de dar media vuelta y abandonar ese
espacio asfixiante. Pero sabía que tenía una obligación como jefe de familia.
Acercó la mano hacia la sábana. Estaba a punto de llegar a la tela, cuando le
pareció escuchar un quejido. Un estremecimiento súbito le recorrió el cuerpo.
Dirigió su mirada hacia la puerta, hacia las otras planchas buscando una
respuesta al lamento. Nada se había movido. La puerta permanecía cerrada. Una
súbita angustia comenzó a adueñarse de él. Se maldijo por sugestionarse; por
dejarse imponer por la proximidad de la presencia de la Muerte. Debía ser
valiente.
A punto de
derrumbarse, incapaz de descorrer el velo sobre la identidad del difunto, dio
media vuelta, y con marcha pesada buscó alguna pared para recargarse. El
ambiente estaba enrarecido. Como si caminara dentro de un mal sueño. Al llegar al muro más próximo, se recargó, víctima de un mareo súbito, respirando
con dificultad. Contempló una vez más las filas de cuerpos que, desde esa
perspectiva, le parecían menos amenazantes. ¿Qué le diría a su mujer cuando
llegara a su casa? Ni siquiera se atrevió a avisarle que salía al servicio
forense para no perturbarla hasta tener la certeza sobre la identidad del
cuerpo.
Entonces comenzó
a orar de manera mecánica, como un acto involuntario. Oró por el descanso de
las almas de todos los que yacían sobre esas planchas; oró por su propia
soledad. Los murmullos sórdidos provenientes de sus labios inundaron, macabros,
la habitación. De pronto, apenas por el rabillo del ojo, pudo percibir como se
incorporaba, muy despacio, el último de los cuerpos de la derecha. El cadáver
se irguió hasta quedar sentado; sin que la sábana manchada por la sangre se
deslizara lo suficiente para mostrar el rostro. Percibió un llanto dolorido que
ya había escuchado en alguna reunión familiar. El cuerpo se agitaba, discreto,
en pequeños espasmos. No supo qué sentir. No sabía si el difunto lloraba en
verdad; o aquel pobre diablo había sobrevivido al accidente; o sólo estaba
siendo engañado por su cobardía para enfrentar la escena. La idea de que Iván
no hubiera muerto le hizo recobrar el ánimo. Después, las dudas volvieron a
asaltarlo. Recordó que en ocasiones el sistema nervioso sigue funcionando aún
después de que alguien ha fallecido, y los cadáveres tienden a sentarse, en un
acto reflejo. Pero no alcanzaba a explicar los espasmos.
Con una sensación
terrible, oscilando entre la curiosidad y el espanto, el párroco Mahler se puso
de pie. Trastabillando, intentado no rozar siquiera ninguna de las planchas por
miedo a que los demás cuerpos cobraran vida, volvió despacio hasta el cadáver
que se había erguido. Le imponía la mancha de sangre sobre la blancura de la
tela. Un largo y aberrante silencio llenaba la habitación. Sintió la sangre
agolpándose sobre su cabeza, la adrenalina que alimentaba su necesidad de
continuar. Al menos ya no podía percibir ese llanto callado. Quizás se tratara
de una mala pasada de sus nervios.
Como en un sueño;
no una pesadilla, sino un sueño desagradable donde es ineludible continuar, su
mano derecha se dirigió, temblorosa, hacia la cabeza. Con la yema de los dedos retiró
la sábana. El rostro de Iván, amoratado y en completa hinchazón; con el pómulo
hundido varios centímetros y con el cartílago de la nariz colgando, le dejó sin
palabras.
-Mi Iván- dijo desgarrado,
mientras con la mano intentaba acariciar el rostro despedazado del muchacho,
sin atreverse a hacerlo.
Sintió piedad. Experimentó
el dolor en segunda instancia. Luego miró el pecho y los hombros del chico:
lleno de cicatrices de golpes de alambre. No recordaba que hubiera sido tan estricto.
¿Qué diría de esas evidencia la policía cuando practicara la autopsia?
¿Preguntarían sobre la relación entre ellos? ¿Cuestionarían sus métodos para
educarlo? Por un momento se olvidó de Iván, de su esposa, de ese dolor que no cesa
cuando uno pierde a un ser querido; y se preocupó por las consecuencias de
alguna probable investigación.
No podían saber.
Tendría que esconder los rastros de cualquier maltrato. Aunque no sabía cómo.
Tal vez si incinerara el cuerpo, provocando un incendio, alegando la pérdida
temporal de la razón debido al impacto de la noticia. Quizás si robara el
cadáver por la madrugada, para desaparecerlo fuera de la ciudad, en algún
terreno baldío. Se sintió un miserable por pensar en cuidar su reputación antes
que en la muerte de su hijo.
Entonces escuchó, apenas, ese llanto dolorido
de nuevo. No quiso creer. Cerró los ojos y fingió que todo seguía en calma. No
podía creer. Esta vez el llanto se escuchó claro y cercano. Aterrado, abrió los
ojos para contemplar aquel cuerpo. Entonces sucedió. El cadáver giró la cabeza.
Eran los ojos de Iván, cubiertos de sangre y desorbitados, que lo miraban fijo.
Sintió la fuerza de una mano gélida que le atenazaba la muñeca. Quiso gritar,
pero de su garganta emergió apenas una especie de chillido entrecortado. Sintió
cómo su pulso salía de control. Su brazo izquierdo comenzó a adormilarse. Había
hormigas en su brazo. El corazón latía de manera furiosa, como una bestia
desbocada. Luego lo asaltó una punzada. No podía respirar. Los ojos de Iván demandaban
explicaciones. El hombre se rindió ante esa mirada interrogante. Una voz ronca,
aunque muy triste, rompió el silencio del anfiteatro:
-Papá –dijo- he
sido un buen hijo.
La mano apretó
con más fuerza la muñeca del pastor Mahler; mientras él, con un gesto
descompuesto y desesperado ante el inminente infarto, comprobaba cómo la oscuridad se iba
apoderando de él de una manera gradual y pausada, pero absoluta.
Dulce
Correggio
“..su carne era muy blanca, y cuando se había
derretido añadí un
frasco de
colonia, y después de mucho tiempo en ebullición fui
capaz de hacer
un poco de (producto) cremoso más que aceptable”
I
Leonarda pasaba las tardes junto a la ventana, husmeando un poco en la
calle, un tanto en la gente, otro tanto en su propio interior. Desde que su
hijo predilecto regresó a casa tras combatir en la Gran Guerra defendiendo a su
patria (al llamado de Il Duce), había
decidido desvivirse en atenciones para él.
-Giussepe –le dijo Leonarda cuando le abrió las puertas de su casa- Ya eres un hombre hecho y derecho. Qué
hermoso te miras con ese uniforme, aunque esté estropeado por las manchas de
sangre.
Él, maligno como lo había sido desde que era un adolescente, sólo tuvo
una retorcida sonrisa de agradecimiento para su madre, antes de entrar.
Desde la muerte de su marido, ocurrida largo tiempo atrás, sus hijos se
habían convertido en lo más importante para la anciana¸ aunque ninguno de ellos
viviera con ella. Se hallaban casadas o casados, inmersos en sus propias vidas,
ajenos a la soledad de la madre.
El retorno del hijo preferido brindó una alegría inmensa a Leonarda,
porque al fin después de muchos años podía sentirse acompañada. Le gustaba
levantarse temprano para prepararle el desayuno, plancharle los pantalones,
coser los botones de un uniforme que había sido condenado a simple trofeo.
Pero, aunque era feliz, una
angustia secreta le quejaba: en la feria anual del pueblo de Correggio,
Giussepe dio con un carromato viejo y mugroso que anunciaba los servicios de un
quiromántico, quien al leer el futuro del muchacho no pudo evitar mencionar un
destino desafortunado, donde podía leerse de manera nítida la cárcel, en una de
sus manos, y un asilo de asesinos, en la otra. Guissepe contó a Leonarda su
encuentro con el adivino. Ella, obsesiva y protectora como cualquier madre que
se precie de serlo, se consternó ante la suerte que le esperaba a su cachorro.
Debido a ello, la mujer gastaba las horas contemplando el mundo, llena de
angustia, reflexionando en el destino criminal que le esperaba a su vástago;
deseando con fervor poder ayudarlo de algún modo.
Muchas veces, para desentenderse de sus preocupaciones, Leonarda la
pasaba cocinando deliciosas galletas que metía, con una profunda dedicación, en la hornilla
del patio trasero. También elaboraba jabones artesanales, utilizando los moldes
con las formas más extrañas y variadas en los que se pudiera pensar: una mano
larga y delicada, un rostro con los párpados
cerrados, un corazón redondo y mullido. Los vecinos y visitantes se
sentían un poco intimidados ante la extrañeza de las formas, pero no dejaban de
alabar la suavidad y tersura de esos jabones. De esta manera, la anciana podía
mantener sus gastos y los de Giussepe, quien desde que llegó no había podido
colocarse en un empleo y por ello invertía el día entre los billares de la
ciudad y alguna que otra taberna barata. Desde muy temprano el muchacho salía a
la calle y sólo regresaba, para comer con su vieja, pasado el mediodía. Luego
volvía a marcharse hasta el crepúsculo o bien entrada la noche. Un par de
ocasiones, su Giussepe había vuelto con rastros de sangre en la playera. Cuando
Leonarda le preguntó que había pasado, él se mostraba elusivo, pretextando peleas
estúpidas con algún borracho que había insultado la estirpe de los Cianciulli.
-¿Qué dicen de nosotros, mi hermoso? –preguntaba Leonarda.
-Dicen muchas cosas, mami. Rumores vergonzosos. –respondía Giusseppe,
parco- Que mi padre era violento, que cuando murió te volviste loca y que un
gen malvado habita en nuestra sangre, como un lobo en espera de dar el zarpazo.
Dicen que estoy condenado al crimen.
Ella lo miraba con dulzura:
- No sabes cómo me hace feliz que defiendas el honor de tu madre. Y por
lo demás no debes preocuparte. Ya hallaremos la forma de hacerte escapar de la
maldición que persigue tus pasos.
A mediodía, se hallaba perdida en su reflexiones, imbuida en un laberinto
de voces que marcaban múltiples posibilidades dentro de su cabeza, cuando
llamaron a la puerta. Entonces se dio cuenta de que había olvidado la visita de
la señora Virginia Cacioppo, una mujer entrada a la madurez quien en su
juventud había sido una prestigiosa soprano,
y que incluso llegó a conocer el escenario de la Scala en la época cúspide de su carrera. Virginia había sido amiga
de Leonarda desde que aquélla era una jovencita, y sobre todo una fiel amiga de
Giussepe aunque le llevara más de diez años de edad. La amistad con el vástago
de la viuda era tan estrecha que algunos llegaron a pensar que la relación
concluiría en el altar. Pero la carrera operística de la Cacioppo haría
imposible la continuación del romance. Luego Giussepe partió al frente, a
defender los ideales de un Benito Mussolini que, para ser sinceros, le era
ajeno en absoluto.
La guerra había roto los últimos lazos amorosos, hasta fechas recientes,
en que la Cacioppo se animó a enviar una carta a su vieja amiga para saber cómo
iba todo. Emocionada, casi eufórica, la anciana contestó la misiva, rogando a
la ex soprano viniera a visitarla, prometiendo buscar una
habitación donde pudiera quedarse, así como conseguirle un empleo de secretaria
para que pudiera mantener sus gastos. La cita estaba pactada para ese día.
Leonarda estaba tan contenta por la llegada de Virginia, que decidió que esa
noche prepararía en su honor las más deliciosas galletas de las que se tuviera
memoria.
Cuando volvieron a llamar a la puerta, acudió a abrir. Frente a ella, una
Virginia madura, de rasgos marchitos, sonreía de oreja a oreja. Leonarda mostró
un gesto de reconocimiento. Luego, enormemente feliz, se lanzó a los brazos de
su amiga. Se desvivió en besarle las mejillas, en estrecharle las manos, efusiva.
La invito a pasar.
Afuera, a no más de cincuenta metros de distancia y oculto tras una
barda, Giussepe contemplaba la escena, absorto. Ningún rastro de odio o
felicidad se traslucía en su gesto. Permanecía de pie, silencioso y concentrado,
mirando con frialdad la puerta de la casa. Cualquier habitante de Correggio que
hubiera pasado cerca de él, en ese momento, hubiera hecho todo lo posible por
ignorar cualquier especulación sobre los pensamientos de aquél joven sombrío,
que había decidido contemplar la llegada de un viejo desamor desde la soledad
que el muro de adobe le obsequiaba.
II
Al cuerpo de Virginia lo encontraron una mañana, contenido en un tambo
apestoso y flotando sobre vinagre. La apariencia del cuerpo de la soprano no era muy buena: yacía en nueve
partes.
De inmediato se iniciaron las investigaciones, en medio de los rumores y
los chismes en Correggio. Cuando el inspector municipal llegó al lugar de los
hechos, lo primero que llamó su atención era el silencio que reinaba en el
interior de la casa de los Cianciulli. El pueblo entero se hallaba apostado alrededor
del patio trasero de la residencia, pero Leonarda y su hijo no daban señales de
vida. El inspector se acercó a los niños traviesos que, jugando a las batallas
entre japoneses y americanos, hicieron el macabro hallazgo buscando un
escondite.
-No van a decirle nada ahora, inspector –Están muertos de miedo, le dijo
su asistente. El inspector consideró la situación. Los dos niños del panadero,
pálidos y flacos, se hallaban muy perturbados.
-¿Y la anciana? –se atrevió a preguntar -¿Alguien la ha visto?
-Nadie contesta dentro de la casa. Eso no es todo: justo a dos metros del
tambo, había una cacerola: dentro de ella encontramos la cabeza de otra mujer.
Parece que la hirvieron en aceite. Es imposible reconocerla. Del paradero del
hijo no se sabe nada.
El inspector maldijo su suerte. En más de ciento cincuenta años en la
villa de Correggio no había sucedido un hecho tan atroz. Y le tenía que suceder
a él. Sudó frío. Sacó un cigarrillo, pero los nervios le impidieron encenderlo
al primer y segundo intento. Renunció al cigarrillo. Supo que un inspector
rural de su talla era incapaz de resolver el misterio más insignificante. Los
hechos a partir de entonces tomarían un tinte confuso, hasta conseguir
aclararse de una manera demoledora.
La noticia que se aproximaba era la punta del iceberg: un adolescente,
moreno y de bigote incipiente, venía corriendo desde una esquina, levantando
una polvareda tremenda. Cuando llegó ante el inspector, tomó una bocanada de
aire, antes de intentar explicar los eventos. El inspector se moría de
impaciencia.
III
-Volvamos al inicio: ¿Te declaras culpable de los tres asesinatos?
–preguntó un poco fatigado el inspector.
-Sí –una débil respuesta fue todo lo que el agente pudo obtener.
La lámpara de keroseno que yacía sobre la mesa de roble parpadeaba
constante, iluminando apenas sus rostros. Los separos municipales, desnudos y mohosos, no podían intimidar a
nadie. Después de un ligero silencio, un instante de duda y tal vez
arrepentimiento, la voz habló:
-No podía soportar más. Era necesario. Usted no sabe lo que es eso.
Escuchar voces desde que se es adolescente, casi desde la infancia. Es por
completo intolerable, le digo.
El inspector le daba vueltas al asunto en su cabeza, sin conseguir una
respuesta lógica a un acto tan aberrante.
-¿Por qué? –fue lo único que atinó a decir.
-Porque el infortunio nos perseguía, quiero decir, perseguía a toda la
familia Cianciulli. No podía permitirlo.
-¿Cómo ocurrió?
-Pues como deben ocurrir las cosas. Conversamos un poco. Luego me acerqué
a ella cuando se hallaba de espaldas ¿Sabe la exactitud con la que se puede dar
un golpe de hacha? Lo demás lo sabe: ella terminó en el bote, al igual que las otras dos
que vinieron a casa antes. Era necesario. Es parte del sacrificio humano que
debo cumplir para evitar la desventura de Giussepe. La carne de Virginia era
muy blanca, y cuando se había derretido añadí un frasco de colonia, y después
de mucho tiempo en ebullición fui capaz de hacer un poco de jabón cremoso más
que aceptable. Le di algunas pastillas de jabón a los vecinos y conocidos. Los
pastelillos también eran los mejores: la mujer era muy dulce.
El inspector tomó
una larga bocanada de aire. Su ayudante tenía la misma cara de imbécil que
seguro mostraba él. En un inicio, Giussepe se declaró culpable una vez que lo capturaron huyendo por los
bosques; pero a la insistencia de su madre, que se entregó de manera
voluntaria, decidió declarar una sospechosa inocencia. Los crímenes eran
terribles. Lo más repugnante de todo, era que con la carne de las tres mujeres
asesinadas alguien pudiera dedicarse a cocinar pastelillos que había probado
todo el pueblo. En lo más álgido de la polémica, en un movimiento que al
inspector le pareció incluso absurdo, Leonarda pidió hicieran traer un cadáver
desde alguna villa vecina. La anciana juraba que su hijo era inocente, que ella
se había encargado de la carnicería.
Los inspectores
midieron con la vista la fragilidad de Leonarda, por una parte; y la corpulenta
juventud de Giussepe, por la otra. Pero, finalmente, contagiados por la locura
de Leonarda, o tal vez desesperados por darle fin a las investigaciones de un
caso tan escabroso al que no estaban acostumbrados, aceptaron la propuesta de
la vieja de Corregio. Hicieron traer el cadáver de un vagabundo que había
muerto un par de días antes, de causas naturales, en la villa vecina. Y lo
colocaron sobre una mesa rústica.
Leonarda lo
miraba con concentración sombría. El inspector no cabía en su incomodidad.
Sopesó el tamaño del absurdo al que se estaba prestando. Hizo un ligero gesto
que demostraba aprobación:
-Vamos, ande.
Muéstrenos cómo se hace –dijo a la mujer, sarcástico. Luego miró de reojo a
Giussepe, esperando encontrar en él alguna señal de contrición, un ligero
movimiento que evitara una situación tan penosa, deseando de manera ferviente
que el joven declarara su culpabilidad y acabara con la farsa.
Como única respuesta,
la anciana se puso de pie. Se encaminó hasta el hacha que yacía en una de las
paredes de los separos. Los hombres
de la ley desenfundaron un par de revólveres, sólo por si la situación se ponía
difícil. El inspector se preguntó qué diablos hacía allí, en medio de una
habitación desnuda, con un cadáver sobre la mesa y su revólver apuntado a la
sien de una pobre y sacrificada anciana. También se preguntó por qué Leonarda
seguía su paso, segura, hasta el cadáver que yacía sobre la mesa de exhibición,
sin aceptar el destino que le esperaba a su incómodo vástago.
Sintió que el
cielo se desplomaba. Sintió que Dios se cagaba a carcajadas de él y de todos
los idiotas de ese pueblo. Y allí, como
si se hallara más que complacida por la oportunidad, mostrando una dedicada maestría
y valiéndose del sangriento filo de un hacha, Leonarda Cianciulli procedió a
despedazar aquél cadáver, antes de un periodo de diez minutos, en nueve partes
exactas; nueve retazos precisos, ante los ojos atónitos del inspector, del ayudante,
de su propio hijo, y del mundo.
Las voces del Zigurat
¿A dónde vas, Gilgamesh?
La vida que tú buscas nunca
la encontrarás.
Tablilla X, columna 1
-Buen día. Agencia de viajes Aqua Nueva ¿Quién llama?
-“......”
-Bastardos
degenerados” Qué oficio es éste de joder a la gente, se dijo Isimud. Colgó.
Nueva llamada. Acercó el auricular hacia él. Desde la bocina emergió una voz
apagada, apenas inteligible, que intentaba comunicar algo. Una suerte de
mensaje. Entre su escasa claridad, Isimud pudo reconocer algunas frases acerca
de mares tenebrosos donde las almas de los abandonados se purifican en
arrepentimiento; algo sobre destinos de navíos destrozados y otras chifladuras por el estilo. Por supuesto volvió a colgar, harto
de descifrar esa retahíla de palabras que más bien semejaban el discurso de
algún fanático.
Tres
días atrás: alguien –quizás el subgerente de ventas o el propio director
general con su sonrisita de niño bien- decidió instalarle una línea, con el pretexto
pueril de otorgarle privacidad. La verdad es que cada empleado de la agencia
sabía que se encontraba en camino de un despido inminente a causa de su edad, y
lo único que procuraban era apartarlo del grupo. “Marranos malagradecidos”,
pensó cuando instalaron la línea, y se soltó a reír con esos ronquidos
asmáticos que le despertaban la antipatía de sus compañeros.
“Las vísceras de Dios; la
rabia que precede la furia del infierno, el ojo de la lucidez enferma” eran
frases repetidas a menudo por las voces en el teléfono. Se podían adivinar,
audibles apenas entre el monótonofrustrantecarraspeo de la propia línea y una
serie de susurros inquietantes, andróginos, que enturbiaban el sentido de lo
que se decía.
La primera vez
que escuchó las voces no les dio importancia por estar embelesado en el escote
de su compañera de escritorio. Lo tomó como una broma infantil de algún ocioso.
La segunda vez el eco en la línea fue terrible. Era imposible distinguir un
vocablo de otro. En la tercera ocasión despertó una malsana curiosidad en él:
notó que, aunque inconexos, los vocablos parecían perseguir algún fin. Así
que pasó veinte minutos después de la
hora de salida descifrando la llamada. Fue inútil. Le era imposible comprender todo este asunto de naufragios y
almas malditas que no tenía nada en común con su vida.
Al
día siguiente, cerca de las 2:15 p.m, mientras descansaba en un café cercano a
la oficina, una noticia en el televisor
capturó su atención. La nota mencionaba el extraño hundimiento de un
lujoso crucero, justo donde él había conseguido la venta de algunos viajes para
un grupo de turistas alemanes. Se calculaban doscientos o trescientos muertos.
Entre las fotos de los fallecidos pudo reconocer cuando menos tres o cuatro
rostros de los turistas que lo habían visitado en la agencia. El café le
pareció amargo. Se le revolvió el estómago. Prefirió dar por concluida la hora
de su descanso.
Esa
tarde, cuando estaba por abandonar la oficina después de vender un destino a
Medio Oriente, escuchó el timbre del teléfono. Pensó que se trataba de una
llamada que regresaba, como es frecuente en esos asuntos de ventas. Se puso al auricular
como un acto mecánico.
-Está hecho- confirmó
al otro lado de la línea una voz que no parecía humana. Sintió cómo se helaba su
sangre.
Miró a su
alrededor: el movimiento de la agencia era natural. Sonrisas fingidas.
Resentimientos traducidos en franca camaradería. El gerente de piso que se
quería ligar a la recepcionista, que a su vez se quería ligar al office boy, que a su vez se quería ligar
al encargado de almacén. Un orden perfecto. Ninguna alteración por considerar.
Dos
días más tarde se hallaba en casa leyendo en el complemento cultural de un
diario un aburrido cuento de vampiros, de nombre Juguete Barroco, cuando se sobresaltó con el llamado del teléfono que
descansaba en el buró. Isimud consultó la hora: las dos de la mañana. ¿Quién
carajo se atrevía a…? Deseo con fervor que no fueran ellos. Con mucha
precaución, se llevó la bocina al oído. Esta vez le hablaron de calderas
hirvientes y destellos infernales que azotaban la torre de Babel.
Esa noche soñó un
enorme zigurat, rematado por preciosas cúpulas de oro, por cuyas rampas
descendían los cuerpos chamuscados de algunos guerreros asirios. Al menos sabía
que eran asirios porque un demonio a su lado, investido con una heroica coraza
y que juraba llamarse Marduk, se lo hizo saber. Ese tal Marduk parecía haberle
cobrado cierto aprecio dentro del sueño. Le hacía sentir tranquilidad en su
trato y en sus gestos, aún cuando fueran lejanos.
Contrario a lo
que pudiera pensarse, al despertar se sintió lleno de energía y con un ánimo
afable. Aunque sabía que no tardaría en tener noticias acerca del presagio. Esperó
algunos días, impaciente. No hubo más llamadas de este tipo en el transcurso de
la semana, pero estaba seguro que una tragedia ocurriría tarde o temprano. El
día 19 pudo leer en uno de los diarios nacionales: “Nuevo atentado terrorista
en las torres de gobierno de Madrid. Cientos de muertos y heridos.” Las
fotografías de la portada eran tan similares en muchos aspectos a los de su
sueño, que no se mostró siquiera sorprendido. Excitado por su capacidad de
conocer el futuro de los otros, se dirigió a su escritorio y descolgó el
auricular. Las voces confirmaron lo que ya sabía: “Está hecho”. Fue justo en
ese momento que una gran idea acudió a su mente.
Ochenta
y dos días después, Isimud había logrado lucrar con sus conocimientos del
futuro inmediato. A uno de sus compañeros lo había hecho desistir de su
propósito de acampar al pie de un volcán que sufrió un derrumbe de mortales
consecuencias. Por salvarle la vida, su amigo le ofreció una cantidad modesta,
pero muy útil para sus ahorros, que primero rechazó con un falso desdén y
terminó por aceptar. Al operador de la fotocopiadora lo rescató de una trampa
homicida urdida por su mujer y el amante en turno. A una clienta la previno de
una hermana que quería arrebatarle una herencia. Para cada caso, conforme
aumentaba su infalibilidad en los pronósticos, aumentaba también el costo de
sus servicios. Los domingos los pasaba en el hipódromo, enriqueciéndose a sus
anchas. Por fin era feliz. No necesitaba de una mujer que le cocinara ni lo
importunara con sus peripecias laborales. No había pañales de por medio ni
mamilas con leche caliente que llenar. No tenía que mantener a nadie ni
cuidarse de que alguien le arrebatara su pequeña fortuna, que ya se equiparaba
a una cifra que era capaz de ahorrar en ocho meses de trabajo en la agencia.
Comenzó a planear unas vacaciones en Europa, pero desistió del plan al
considerar la cantidad de desgracias que se cernían en torno a los viajes.
El
nonagésimo cuarto día se hallaba en el colmo de la satisfacción. Se había
atrevido a apostar con algunos vecinos incautos sobre la muerte en carretera de
uno de los magistrados más reconocidos en el país. Ganó una apuesta fácil y muy
gorda. Caminaba esa misma tarde sobre un corredor lleno de aparadores, de elegantes
boutiques y de tiendas de zapatos finos, extasiado, cuando llegó a la esquina y
torció a la izquierda. Lo que vio lo dejó atónito. Frente a él, a través de la
angostura de las fachadas, un enorme zigurat se erigía majestuoso en el horizonte,
como si la calle gozara de una longitud infinita, y allí a una cuadra, se viera
interrumpida por la fantástica construcción. En una de aquéllas cúpulas, Isimud
contempló, mudo, la portentosa figura de Marduk. Una capa litúrgica que portaba
el demonio se agitaba por los aires, dotando a la escena de un aire teatral. Se
sintió desconcertado. Buscó en los transeúntes alguna señal de sorpresa ante el
edificio; pero la gente continuaba su camino con prisa o desenfado. Era
evidente que nadie más podía notar la presencia de esa visión. Marduk se movió
con lentitud. De manera parsimoniosa, la pesada coraza del demonio le permitió
alargar el brazo, hasta apuntar justo a
donde él se encontraba, atónito. Marduk parecía
estar de su lado, como en el sueño. Pero Isimud no comprendía lo que
significaba el señalamiento. No tuvo tiempo de reflexionar. Detrás de él, un
policía y un gordo asaltante se enfrentaban a tiros. La gente corrió
despavorida al primer disparo. Alguna mujer gritó de manera escandalosa; y un
hombre de mediana edad se tiró al piso, gritando a todos hicieran lo mismo. Algunos
tardaron en reaccionar, pero finalmente todos se tendieron sobre la loseta de
concreto. Todos excepto Isimud, que permanecía sumergido en sus cavilaciones,
tratando de recomponer los actos, de descifrar el enigma del zigurat.
No tuvo
oportunidad. Una bala desprendida desde una certera cuarenta y cinco surcó los
aires, dejando atrás en su recorrido cajeros
automáticos, heladerías, aparadores con elegantes pantalones y cafés para
concluir su recorrido en la vieja fachada colonial de una bisutería, después de
atravesar limpiamente el corazón de Isimud. El azar posee una exactitud
insoportable. Un par de segundos después, el cuerpo inerte de Isimud caía sobre
las duras baldosas del centro histórico de la ciudad.
En una oficina
remota, el auxiliar de un contador trabajaba concentrado en los balances en su
segundo turno, cuando su teléfono celular timbró. Despacio, con una sonrisa de
satisfacción que no le cabía en el rostro, apretó un botón y se acercó el
aparato a su oído. Dos simples palabras le dieron la respuesta que, con un dejo
de morbo, había estado esperando.
La
historia de Mirna
Existen hombres y mujeres para
quienes las fechas dejan de tener un significado. Da lo mismo que sea aniversario
de la Constitución, San Valentín o un viernes de quincena. Hay gente que no
aprecia los días especiales; porque nadie les espera en ningún lado, ni esperan
a alguien, ni esperan nada.
Algo así me
sucedía cuando trabajaba dando capacitaciones de personal para un outsourcing, seis o siete años atrás. La
historia en sí es extraña, como extraños son el lugar y el empleo para el que
fui requerido. Una tarde recibí una llamada a la oficina pidiendo una
cotización para capacitar un determinado número de empleados. Cuando pregunté
qué tipo de personal manejaban, la voz al otro lado del teléfono habló de
cazadores de muertos vivientes y de exterminadores de demonios. Me eché a reír
con franqueza. Pensé que se trataba de una broma. No se puede tomar en serio
una petición de este género. Pero la voz al otro lado sonaba comprometida, y
sobre todo ofrecía una fortuna por el trabajo. Repuse que no estaba capacitado
para este tipo de funciones; pero la voz pidió que sólo me enfocara en
conseguir que la gente se mentalizara en lograr objetivos, no importando la
naturaleza de los mismos. Como lo mío en ese entonces era ver la plata antes
que tocarme el corazón, acepté de inmediato. Hablé con mi jefa acerca de la
propuesta. Se mostró fascinada con la oferta económica, hasta tal punto que
juró ascenderme a una subgerencia si conseguía éxito en mantener al cliente.
Al
día siguiente partí al lugar señalado por Rómulo Renán, el hombre que me había
contratado. Como a mí estas cosas de brujerías y muertos sí me imponen, llevé
conmigo un crucifijo que me había regalado mi abuela cuando era un adolescente;
y una pesada y gorda biblia que sirviera de escudo para los peores males. Al
llegar a esa pequeña villa, lo primero que hice fue apearme al único hotel del
lugar; pero resultó un sitio incómodo, húmedo e insalubre. Además, la figura de
un tipo con mirada extraviada, que salía del lugar cargando el estuche de un
violín y una maleta, me hicieron pensar que no se trataba de un espacio
recomendable. Hablé con el dueño del hotel; acordamos que me facturara una
habitación al costo de cuatro estrellas para cobrársela a la empresa, y me di a la tarea de buscar una posada
decente. Casi todas habían sido cerradas. Sólo había una disponible: La posada de Thot; un caserón antiguo
donde las habitaciones comunicaban a un modesto patio central, que guardaba en
su interior un huerto y un pozo profundo. Me recibió una mujer cercana a la
vejez. Con muchas atenciones me hizo llegar hasta la habitación siete,
mostrándome el interior de la misma: se veía cómoda y limpia, lo que parecía
suficiente para un viajero fatigado. Le adelanté el pago por la semana en que
impartiría el curso. Ella se marchó a su habitación para atender a su hija, una
adolescente que se encontraba muy delicada de salud, según me confesó.
Cuando la vieja se
fue, desempaqué la ropa de la valija y me dediqué a colgarla dentro de un
antiguo ropero que dominaba el cuarto. La biblia y el crucifico los coloqué
debajo de mi almohada. Me pregunté entonces si los espíritus se detenían al
encontrar algún símbolo católico sólo porque hemos sobrevivido milenios bajo el
yugo de una ideología basada en estas ideas religiosas. Quiero decir, si un
aparecido cree en el poder de la cruz, todo está bajo control. ¿Pero qué pasa
en estos tiempos en que el catolicismo está en crisis? Imaginarme la
posibilidad de un fantasma ateo o agnóstico me causaba preocupación. Era
extraño: cada vez que daba la espalda a la ventana que daba al patio, tenía la
sensación de que alguien espiaba desde el exterior. Como a mí las historias
sobrenaturales me quitan el sueño, intenté de inmediato llevar mi pensamiento a
tópicos menos angustiantes.
Esa
tarde encontré la primera sorpresa desagradable, cuando al llegar a la sala de
conferencias del palacio municipal, la encontré desierta. Ni siquiera había a
quien dirigirme, o por lo menos a quien mentarle la madre por el abandono al
que me vi sometido. Con desencanto, me dirigí a la mesa principal. Allí, en el
interior de un sobre discreto que llevaba mi nombre, habían dejado el pago de
mi día.
Esa
tarde decidí meterme a una cantina para matar el tiempo. Dentro del lugar tres
parroquianos bebían con actitud derrotista. No me importó. Comprendí que en ese
momento y bajo esas circunstancias mi vida no era mejor que la de ellos. Al
calor de cuatro cervezas llegó la noche. En cuanto oscureció, el encargado me
pidió de manera cortés me retirara, porque las ventas no prometían mucho y los
tres hombres ya se habían marchado. Me largué un poco aburrido y en un estado
de sobriedad desesperante. En una situación así, me hubiera gustado perder la
conciencia con algunos traguitos más, pero la tarde entera bebí a sabiendas de
que debía presentarme a trabajar a la mañana siguiente.
Al llegar a la
posada, no bien había cruzado el largo pasillo que daba al patio, cuando quedé
sorprendido: una chica de entre quince y dieciséis años lloraba sentada en el
brocal del pozo. Lloraba silenciosa y resignada, luciendo de manera triste un
vestido púrpura, otrora elegante. Yo no podía dejar de mirarla. De pronto, como
si recordara algo, levantó el rostro.
Estaba pálida y sus ojeras acusaban cansancio. A pesar de ello, era
evidente la belleza y delicadeza en sus facciones. Me miró interrogante. Luego
me dedicó una sonrisa tierna. Reponiéndome al estupor inicial, correspondí al
saludo; también sonreí, aunque con
timidez, intimidado ante la idea de que pudiera pensarse que un hombre de mi
edad buscaba algo más con una jovencita. Caminé sin prisa, para encerrarme en
la habitación número siete. Esa noche, antes de conciliar el sueño, no pude
dejar de pensar en el motivo que podría desatar el llanto de una adolescente en
una posada rural.
Por
la mañana llegaron trece alumnos al curso. Un pequeño grupo constituido por
campesinos y tenderos y albañiles y flacos y viejos de mirada turbia. Les hablé
de la importancia de cumplir objetivos y metas. Ellos desviaron la conversación
hacia la necesidad de exterminar a los muertos que por las noches se levantaban
para asustar a los vivos. En un inicio, me reí de sus supersticiones, pero la
seriedad con la que hablaban y los rumores que corrían sobre la mansión de
Rómulo Renán lograron inquietarme. De esa réplica de castillo gótico de pésimo
gusto -que se podía apreciar desde cualquier tejado-, se rumoraba sobre
brujerías y apariciones. Juraban que el mismo Renán -un personaje siniestro, a
decir de los habitantes- había conseguido abrir, cualquier noche, la puerta que
conduce a los infiernos. Que desde allí una legión de muertos había logrado
escapar, para posesionarse de la tranquilidad de los habitantes. El propietario
de la hacienda, horrorizado por el mal que había provocado con sus estudios
demonológicos, solicitó mis servicios para convencer a la población de
defenderse de alguna manera de los ataques sobrenaturales. Colgados a sus
cuellos, portaban escapularios y crucifijos. Estaban tan resueltos que tuve que
continuar el curso, convencido de que podría ayudar con la labor mística de
aquellos pobres diablos. Lo cierto es que mientras impartía la cátedra,
consideraba la posibilidad inmediata de regresar a la paz de mi oficina, mi
escritorio y las banalidades que nos permiten las redes sociales en el
ciberespacio. También pensaba que, de existir un grado de verdad en esas
historias, cualquier día de estos acabaría tirado sobre el suelo, víctima de
una crisis nerviosa o de un ataque de alguna especie de zombie ranchero. En tal estado emocional regresé a la posada.
Al entrar, entre
la oscuridad del patio pude distinguir la silueta de la chica del pozo, que
volvió a sonreírme en cuanto me vio llegar. Su cara de rasgos afables me
pareció encantadora. Sin prisa, para no producir una sensación hostil, me
acerqué a la muchacha:
-Hola
–dije - Parece que nunca duermes.
-Hola
–contestó alegre- Sí, por lo general no puedo dormir. Prefiero sentarme aquí en
las noches, para mirar la luna.
-¿Cómo
te llamas?
-
Mirna. Me llamo Mirna.
Deduje
que era la hija de la casera, la adolescente que se hallaba enferma dos noches
antes. ¿Era posible que se le mirara tan repuesta en el transcurso de unas
cuantas horas? Traté de capturar su
rostro en mi memoria, de manera discreta, cada vez que ella dirigía la mirada a
la punta de sus zapatos en un gesto infantil. Me sentía impulsado a
contemplarla. Entonces descubrí que, tras su espalda, guardaba un objeto.
-¿Qué
tienes allí? –la pregunta fue espontánea.
-No
querrás saberlo –contestó, con una expresión llena de misterio.
-
Por favor.
Desde su espalda,
asomó una muñeca de trapo, maltratada y vieja. La muñeca tenía el cabello
largo, de un negro profundo. Aunque el fabricante se había esmerado por dotarla
de facciones hermosas, lucía terrible, quizás a causa del uso o el abandono. El
parecido era evidente.
-También se llama
Mirna, como yo. Representa a mi gemela, la enfermita.
No esperaba una
aclaración de ese tipo. Por un par de segundos, me sentí confundido. El ruido
seco de una naranja que caía desde uno de los árboles del huerto, me sacó de mi
marasmo.
-Tengo que irme
–se despidió amable- Se hace tarde. Ha sido un placer platicar contigo. ¿Mañana
aquí, a la misma hora?
-¿Por qué no?
–fue todo lo que atiné a responder. Aunque, a decir verdad, aquello no me había
parecido una plática.
La vi desaparecer
entre las sombras de los limoneros. Me recargué en el brocal del pozo. Por
curiosidad eché un vistazo al fondo. Era tan profundo que no parecía tener fin.
Algo en ese elemento me despertó escalofríos de manera súbita. Asumí que esa
sensación despertaba con la humedad de las paredes. De cualquier forma, era
incómodo permanecer cerca del pozo sin Mirna. Decidí marcharme a dormir de
inmediato.
Por la madrugada
y en recurrentes ocasiones, sueños espantosos sobre una Mirna maligna me
hicieron despertar. En una de ellas, al incorporarme sudoroso, juraría haber
visto el rostro de la casera al otro lado del cristal de la ventana. Pasé una
noche terrible.
En mi tercera
sesión, ninguno de mis oyentes se presentó. Mandaron a comunicar por medio de
un niño descalzo que no vendrían. El pequeño me explicó que era día de San
Miguel Arcángel, un día fundamental para los hombres del pueblo y sus planes de
cazar muertos resurrectos. Como ya empezaba a acostumbrarme al extraño
comportamiento de los habitantes, recogí el pago que habían dejado dentro de un
sobre y me di a la aventura de buscar a alguno de mis alumnos entre las calles
de la villa, intentando echar abajo un argumento que me parecía falso además de
absurdo. No encontré a ninguno. En cambio, los collares de ajo sobre los dinteles
de las puertas de cada casa eran evidentes. En algún momento me atreví a
internarme al despoblado para buscar rastros de los hombres del pueblo. Pero
los campos lucían tan desolados y la hacienda de Renán era tan imponente, que
terminé por sugestionarme. Lo cierto es que habían desaparecido de manera
misteriosa de la villa; y las mujeres y los niños se ocultaban dentro de sus
casas, asomándose apenas por las ventanas y rendijas de las puertas. Opté por
abandonar la aventura. La villa comenzaba a asfixiarme.
Cuando llegué a
la posada por la tarde, bajo un deseo sincero de encontrar una presencia humana,
me dirigí a la habitación de la casera. Primero discreto, y después con sincera
desfachatez, llamé a la puerta. Nadie respondió a mi llamado. A mí nunca me ha
gustado que la gente me ignoré, así es que insistí repetidamente, con la misma
respuesta. Intrigado ante circunstancias tan atípicas, durante largos minutos
me dediqué a colocar el oído sobre la puerta para captar algún sonido a través
de la madera. Apenas perceptible, escuchaba los quejidos y lamentos de una chica
que parecía agonizar. Por supuesto, estaba latente la posibilidad de que los
nervios me estuvieran jugando una mala pasada. Un tanto perturbado, decidí
recostarme en mi habitación para olvidar esa villa miserable. Los sueños
volvieron a provocarme muchas incomodidades. Además, una necesidad imperiosa
por volver a encontrar a Mirna parecía ser el foco de mis pesadillas.
Lo primero que
hice al despertar fue dirigirme al pozo. Anochecía. Mirna estaba allí,
enfundada en su vestido púrpura. Empecé a considerar que se trataba de una tipa
extraña, una chica guapa pero pobre que sólo tenía ese vestido de noche como
única selección en su armario, y aprovechaba cualquier ocasión para lucirlo.
Esta vez la
encontré consternada, un poco más pálida.
-Hola –saludé,
aliviado por volver a escuchar mi propia voz- Hoy me hicieron dar una vuelta inútil.
-Me imagino –dijo
con voz dulce pero entrecortada- Es día de San Miguel Arcángel. ¿Sabías?
-Sí.
-Los hombres
están ocupados en otros asuntos.
-Lo sé.
- Las almas de
los que vivimos aquí han sido condenadas al abandono. No existe la piedad ni el
reposo. Si existe un dios, hace rato que se alejó de esta villa.
-Hablas con
resentimiento.
Su rostro estaba
concentrado en las baldosas del patio. Era evidente que algo le preocupaba.
-Esta noche…Hay
algo que debes saber de mí…
Un alarido
estruendoso terminó con la tranquilidad del patio. A lo lejos, se escucharon algunos
escopetazos. Me incorporé de inmediato, lleno de desconcierto. En un impulso
súbito, me vi caminando hacia el corredor. Eché un vistazo a la calle. Todo
permanecía quieto. De pronto, una nueva carga de balas repartidas por diferentes
rumbos cimbró las ventanas y las puertas. Me pregunté cómo se cazaba un muerto.
Tal vez usando balas de plata; quizás empleando la decapitación de los cuerpos
como hacían los primeros buscadores de tumbas de vampiros. No quise seguir pensando
en ello. Lo que menos me apetecía era predisponerme a imágenes de cuerpos
mutilados. Después de dejarme llevar por ese arrebato de cobardía, recordé a
Mirna. Cuando me volví hacia ella, pude ver un objeto pesado que se internaba
en las profundidades del pozo. Mirna ya no estaba allí. Una voz, un susurro
apenas, pareció llamarme a mis espaldas:
-Sólo quisiera
descansar.
Estaba seguro de
reconocer la voz de Mirna. Cuando giré de nuevo me encontré con el rostro agrio
de la casera. Comencé a experimentar el horror. No alcanzaba a comprender la
sucesión de eventos.
-¿Con quién habla?
–preguntó furiosa.
-Yo…
-¿Hablaba con Mirna?
-Sí.
El rostro de la
casera pasó de una actitud amenazante a un estado francamente homicida. Sus
manos se crisparon y comenzó a estremecerse, casi a punto de una convulsión. Se
arrojó sobre mí; me sacudió por las solapas de la camisa:
-¿Usted también
se va a burlar de mí, estúpido? ¿También me va a decir como esos cabrones que ha visto a mi hija? Sépalo
usted: ella murió hace tres noches.
Mi sorpresa fue
infinita. Me quedé sin palabras. La mujer me soltó. Parecía volver a una
aparente calma, de manera gradual, mientras yo entraba a un estado de
alteración nerviosa. Era imposible que hubiera muerto. ¿En este pueblo no
acostumbraban los entierros? ¿En qué momento velaron el cuerpo? No había forma
de que no lo hubiera notado. Aunque de esta gente podía esperar cualquier
barbarie.
-Es la segunda hija
que tengo –continuó la mujer- Las dos llevaban el mismo nombre. Las dos
murieron. La primera justo cuando cumplió dieciséis.
Fue como una
revelación. Como si alguien me lo explicara en un susurro. La primera Mirna
había muerto cayendo al interior del pozo. No quise enterarme de los detalles. Yo,
por mi parte, me sentí miserable y desamparado. La anciana insistió:
-¿Cómo era?
–dijo.
-Era dulce.
Dentro de ella
algo se quebraba.
-La primera Mirna
–dijo.
La vi
angustiarse, desquebrajarse en un instante donde predominaban la tortura del
pasado y la pérdida de la razón. La vi desgarrarse hasta el epicentro del alma.
Luego la vi volver, convertirse en un ser violento que intenta soportar el
martirio de la muerte:
-Lárguese. Son
mis hijas y las he querido mucho. Usted ha tenido suerte de conocer a esa
Mirna. La otra es distinta. Yo preferí dejarla morir.
No quería saber
más de aquella loca, sus historias de fantasmas y sus traumas familiares. Sentí
que me faltaba aire, que el cielo giraba aprisa, que las continuas descargas de
escopetas y revólveres generaban ruidos insoportables. Sin mediar palabra, di
media vuelta y me dirigí a mi cuarto. Antes de cerrar la puerta, alcancé a
escuchar las últimas explicaciones de la vieja:
-No duerma esta
noche en la casa. Es noche de San Miguel Arcángel.
Por supuesto, al
cerrar la puerta estuve a punto de reír como un histérico. ¿A dónde pensaba que
podía marcharme? ¿A la calle, para reposar sobre alguna banqueta repleta de
muertos decapitados? Vieja imbécil. Las calles resultaban tan peligrosas con
una cacería de muertos de por medio, que yo sabía que lo mejor era quedarme a
dormir en esa habitación horrenda, aunque la idea me produjera escalofríos. Así
lo hice: sobreponiéndome a los hechos, dejé que el sopor se adueñara de mí. No
fue fácil. Tuve que recurrir a un par de pastillas para conseguirlo. Deseaba
que pronto amaneciera.
Creo que cerré
los ojos durante quince o veinte minutos. La inquietud me agobiaba. Una sed
espantosa comenzó a invadirme. Lejos, de vez en cuando, se escuchaban los
últimos estallidos provenientes de las armas de los perseguidores. Había
apagado la luz para conciliar el sueño, pero por la ventana se filtraba un
resplandor proveniente de la luna que permitía apreciar, entre penumbras, lo
que había dentro de la habitación. En medio de la soledad del cuarto siete, un
lamento largo y profundo se hizo escuchar. Me incorporé, retrocediendo hasta la
cabecera de la cama. Allí me quedé sentado, a la expectativa de no sabía qué.
Entonces vino lo peor. Primero la ventana. Mirna estaba allí, asomada, con sus
rasgos finos y frágiles iluminados por la palidez de la luna. Su imagen me
aterró. Sufría; podía apreciarlo a la distancia en sus ojos tristes y una mueca
desesperanzada. Luego desapareció. Por un momento sentí un gran alivio, deseando
que se hubiera marchado; pero de pronto, causándome el peor de los sobresaltos,
alguien llamó a la puerta. Primero, con suavidad. Luego, los llamados pasaron
de insistentes a salvajes. Con golpes furiosos, como si patearan la madera de
la pesada puerta, alguien luchaba por entrar. La perilla de la puerta giraba
lentamente, pero el pestillo que coloqué impedía del paso de quien estuviera o
lo que estuviera al otro lado de la puerta. Comencé a rogar a Dios, yo que
nunca he sido un católico devoto, pidiendo que aquello terminara, que yo
pudiera regresar sano y salvo a casa. Un nuevo lamento partió la noche. Estaba
sudando frío.
Del piso. Juro
que venía del piso: una sombra espantosa comenzó a emerger. Primero asumió una
forma indefinida, semicircular, que se desprendía desde las losetas. Al
ascender despacio, una cabellera larga y oscura iba haciendo aparición. Era como
si levitara desde alguna puerta infernal colocada justo en medio de la
habitación, cerca del pie de la cama. La sombra se iba agigantando, sin prisa,
ante mis ojos abiertos y mi gesto desencajado. Tuve ganas de llorar y gritar y
suplicar por ayuda y por piedad. El miedo me impedía moverme. La figura iba
cobrando sentido: unos pechos breves pero bien torneados; una cintura delgada y
juvenil; el vestido púrpura que ya conocía. Pero no podía ver su rostro. Largos
mechones oscuros me impedían descifrar sus ojos. Flotaba sobre el piso.
Luego inició un lento
y desesperante vuelo sobre las patas de la cama, sobre el colchón, a una altura
próxima a mis ojos, en medio de la noche. Sus pies, en una terrible levitación,
amenazaban con acercarla. Macabra flotaba hacia mí. De pronto se detuvo. Alzó
la cabeza en un movimiento parsimonioso que le descubrió el rostro.
-Mirna –por fin atiné
a decir, con un dejo de voz- No me hagas daño.
El espíritu me
miraba con una rabia profunda. Sus facciones delicadas parecían aguzarse con la
maldad que residía en sus pupilas. Entonces estiró sus manos, como si me
quisiera tocar. Mi cama comenzó a sacudirse de manera incontrolable. Se agitó
cada cajón del armario. Terribles golpes azotaban la puerta, insistentes. La
sombra se inclinó hacia mí. Puedo jurar que descubrí el miedo en su esencia más
pura al contemplar sus ojos incendiarios. Con las pocas fuerzas que mi espíritu
me permitió reunir, me arrojé sobre el buró y tomé el crucifijo, y lo apunté
sobre aquella aparición. Luego tomé la Biblia entre mis manos y la arrojé sobre
la sombra, esperando alguna respuesta celestial. El libro cayó, pesado, en
algún rincón del cuarto. La aparición sonrió maliciosa ante mi ingenuidad. Me
sentí estúpido y alarmado. Entonces se
venció el pestillo de la puerta. El aire helado se filtró a la habitación y
allí, en el dintel, como si estuviera en una representación teatral, la figura
de la casera hizo su aparición, cargando una escopeta.
-¡Mirna!
El espíritu se
volvió hacia ella.
-Vuelve de
inmediato a tu habitación –la mujer se plantaba firme, apuntando el arma.
Mirna. ¿La
primera? ¿La segunda? Mirna la contempló un par de segundos, como si la midiera
con los ojos. Y después de una ligera pausa donde creí adivinar sumisión, la
chica lanzó un alarido horrible que sacudió la posada entera. Luego desapareció.
Desperté perlado
de sudor. Sobre el buró descansaban la Biblia y el crucifijo, intactos. La
habitación aparecía, en la penumbra, en completo orden. Lejos, se escuchaban algunos
tiros, espaciados. ¿Lo había soñado? ¿Me había desvanecido? ¿Estaba bajo el
efecto de alguna droga poderosa, una de esas brujerías primitivas en las que
nunca he querido creer, pero que tanto me asustan; o se trataba de una
consecuencia de las pastillas? Como fuera, me puse de pie y corrí a encender la
luz. Con el cuerpo a tope debido a los altos niveles de adrenalina, preparé mis
maletas. Lancé camisas y pantalones de manera desordenada, sin poner atención sobre
si olvidaba algo –qué importaba- y me dirigí a la puerta, presuroso. El miedo
volvió a apoderarse de mí, por un momento: el pestillo estaba vencido; la
puerta entreabierta. Me eché el abrigo sobre los hombros y abandoné la
habitación número siete.
Salí al patio. Desde
la habitación de la casera escapaban lamentos terribles. En el brocal del pozo,
erizándome los cabellos, el fantasma de una adolescente me suplicaba con mirada
triste que no me marchara, dejándola en la espesura de su desconcierto. ¿Se
trataba de la Mirna dulce? ¿O era la otra que fingía, para arrojarse sobre mí apenas
estuviera cerca? No me interesaba saber si aquel espectro era el de la tímida
chica que había compartido conmigo breves destellos en la soledad de la noche,
o aquél súcubo temible que azotaba con su presencia a aquella vieja casa. Por
mí, las dos podían irse a la mierda, junto con la loca de su madre.
No tuve, en lo
consecutivo, intención ninguna de revelar el misterio. Tomé la maleta con
firmeza, sin mirar atrás. Decidí salir a las calles impredecibles de aquella
villa salvaje y desquiciada. Los primeros destellos del alba comenzaban a
aparecer. Los disparos parecían haber cesado. Creo que se trataba apenas de una
breve tregua que anunciaba una larga guerra entre vivos y muertos.
El
oficio de la demonología
Cualquier
ciudad del mundo
Vísperas
de la noche de San Miguel Arcángel
Estimada criatura:
He visto
sus ojos. Sus ojos feroces, encumbrados en una vivacidad ambigua. Debe saber
que antes no vi pupilas similares. Quiero decir, las he visto decenas de veces
en una región inhóspita habitada por demonios y muertos sin descanso. Pero
hasta ahora es la primera vez que las encuentro en la ciudad.
No se ría. Debe ser fuerte, y sobre todo prestar atención a mis
argumentos sin que haya de por medio alguna sonrisa socarrona o vestigios de
incredulidad de su parte. Es importante que crea. Le repito que es el primer
caso que registro.
Mi nombre es un nombre simple,
ordinario: Rómulo Renán. Cercano a una onomatopeya, a una especia de paronomasia;
quizás una simple coincidencia de consonantes. Soy –o dicho de mejor manera,
solía ser- de oficio ensayista y profesor de historia en una prestigiada
universidad del país. Mis artículos e
investigaciones eran envidiados por algunos aspirantes a doctorados
sociológicos y dos o tres plagiarios en busca de nuevas ideas por desarrollar.
Gozaba de buenas amistades y una ostentosa beca que proporcionaba una de las
más importantes instituciones de investigaciones históricas a nivel nacional.
Mi vida, si no era perfecta -¿a qué vida se le puede considerar perfecta?-, era en extremo tranquila y exitosa. Por si esto
le parece insuficiente, debe saber que desde que era estudiante había tenido
oportunidad de conocer a una chica con una inteligencia notable y un humor tan
agudo que atraparon mi pensamiento hasta hacerme llegar con ella al altar. Les
suplico no me juzguen. En aquéllos años yo no me atrevería a hablar de Giovanna
de esta forma; de una manera gélida y desapasionada. En aquéllos años estaba
perdidamente enamorado. No lograba quitarme de encima el recuerdo de su hermosura,
de esos ojos de un radiante color turquesa. Su cuerpo, además, era tan delicado
como voluptuoso. De completa armonía. Cuando aceptó mi propuesta de matrimonio fui
el hombre más feliz, aunque supiera de antemano que rompería el corazón de tres
de sus eternos pretendientes: Lucas Torri, el estudiante de Etimología; Mateo
Rodallega, un ecuatoriano que cursaba Filosofía; y Marción, un tipo confundido en la vida que
terminó por dedicarse a ejecutar el violín. Éste resultó ser el más terrible de
mis contendientes por el amor de Giovanna, porque además se volvió un amigo
cercano. Los primeros meses de mi matrimonio viví un poco desdichado,
atormentándome con la idea de que Giovanna hubiera elegido al peor de sus
partidos. Pero cuanto más se asentaba nuestra relación, los nombres de los
otros chicos se volvían sombras ambiguas que no podían despertar la más mínima
incomodidad. Solo entonces mis días fueron completos. No anhelaba nada ni
envidiaba a nadie.
Un día llegó hasta mi oficina un hombre
extraño; un tipo sórdido cuyo trato despertaba sospechas inexplicables y una
sensación de alarma constante. Juró descender de los Ponce de León, una de las
familias más poderosas del país. Dijo acudir a mí habiéndose enterado de mis
capacidades de investigador y ensayista. Tenía urgencia por desentrañar algunos
misterios sobre una de las ciencias más ambiguas que se hayan establecido en la
historia de la humanidad: la demonología. Habló de libros muy particulares y
difíciles de conseguir: Las clavículas de
Salomón, de origen anónimo; Los
secretos, surgido de la pluma de El gran Alberto; y del Enchiridión, cuya autoría se atribuye
León III. Yo sabía de esos libros, pues muchos episodios de las culturas
antiguas (y algunos de la política y la lírica moderna) se hallan contagiados
de arrebatos espiritistas o místicos. Pero este hombre no era común: no me
hablaba de tales libros como un simple lector o un curioso, sino como un
avezado o un fanático. Le hice saber –y era sincero al respecto- que no
entendía el punto al que quería llegar; que yo era un hombre culto, es cierto,
pero no un especialista en tales temas y mucho menos un admirador de Satán. Muy
serio, me exigió que no volviera a mencionar ese nombre en vano, y metiendo las
manos entre los forros interiores de su gabardina, colocó sobre la mesa un
cheque al portador por una cantidad considerable.
-Pago bien por lo que quiero. La
capacidad de creer o no en estos libros, déjesela a un hombre simple como yo.
Fue la primera vez en mi vida que una
suma importante me sedujo. Semanas después, hurgando entre mis contactos,
revisando entre mis apuntes, acercándome a notas bibliográficas, manuscritos y
colecciones privadas, me hice de algunos ejemplares originales del Libro de Thot, y de El Gran Grimorio, redactados en latín. Por supuesto, tuve que pedir
una suma más fuerte a mi cliente para solventar los gastos de las
adquisiciones.
Para
entonces ya estaba perdido. Había comenzado a profundizar en las letras de esos
libros, en sus invocaciones y métodos; y la semilla mórbida había sido
inseminada en mi corazón. Tres o cuatro meses después gocé de la visita de un
poderoso empresario del norte del país con un nuevo encargo, por recomendación,
según me explico, de un amigo cercano. En lo sucesivo, los clientes fueron visitándome
como en un efecto dominó. Las cantidades de dinero que llegaron hasta mis manos
me parecían incluso un verdadero insulto, pero un insulto exquisito.
Novelistas, gobernadores, poderosos magnates del petróleo y uno que otro actor o
sacristán extranjero contrataron mis servicios; por supuesto bajo el amparo de algún
prestanombres o sirviente. Los fines o rituales para los que pudieran ser usados
tales textos, eran un asunto que no era de mi interés.
Para poder continuar mis estudios y
establecer una oficina, convencí a Giovanna de mudarnos a una villa apartada de
cualquier mancha urbana. Le prometí que en ese lugar hallaríamos la
tranquilidad espiritual que se requiere para un oficio tan solitario como es el
de dos intelectuales. Ella por ese entonces se había dado a la tarea de iniciar
una novela. Estaba absorta en su concepción. Como le encantaba escribir
historias que ponían en entredicho el actual sistema económico; así como poemas
de índole científica que tenían como objeto de sus versos a escarabajos de duro
caparazón, intrépidas hormigas o grillos armónicos como símbolo de lo pagano;
la idea de residir cerca del campo le vino como anillo al dedo. Aunque debo
reconocer que esa fue la primera ocasión donde descubrí un asomo de oscuridad
en sus pupilas. Sus intereses no eran muy claros. Giovanna –ya lo he dicho- era
una mujer independiente y de una capacidad intelectual digna de asombro. Sus
constantes lecturas sobre psicología, en adición, la habían dotado de poderosos
mecanismos de defensa y observación. El caso es que la mayor parte del tiempo
podía adivinar qué estaba pensando yo, o las intenciones de cualquier extraño
en la calle. Ahora que lo considero bien, tal vez ya estaba ejerciendo sus
poderes demoniacos recién adquiridos. Como fuera, Giovanna se dio cuenta desde
que llegamos a la villa que algo no andaba bien. Se opuso a la idea de
construir una mansión amurallada con características de castillo gótico.
Despreció mis ideas sobre contratar servidumbre para nuestra protección
personal y se mostró renuente a la idea de establecernos en ese lugar durante
más de un año. Me acusaba de manera constante los primeros meses de haberla
llevado con engaños. En el lugar, me reclamó en adición, no había más que
alimañas y mamíferos carroñeros.
-Querido Renán –me dijo irónica- La
libertad es mi estado natural. No quiero morir como un ave en cautiverio.
Comprendí bien que sólo dos motivos
podían obligarla a soportar la villa: o en verdad me amaba demasiado y me
permitía cumplir mis caprichos porque le interesaba lo nuestro; o fingía una
falsa rebeldía mientras experimentaba una profunda satisfacción por convertirse
en una especie de primera dama en ese gran pueblo. Desconocía sus razones. Así
que comencé a espiar sus movimientos, intentando descubrir la verdad.
Una tarde lluviosa la sorprendí en la
biblioteca, hurgando entre mis apuntes y mis libros. Furioso azoté la puerta de
la estancia y le demandé un poco de respeto hacia mi intimidad.
Entonces rió como un demonio, y me dijo
en el tono más falto de delicadeza:
-Tantos siglos donde Descartes, Galileo
y Newton nos han ilustrado con el conocimiento, para que vengas con tus pinches
rituales primitivos. ¿A esto te dedicas ahora? ¿Tus tesis sobre demonios te han
hecho olvidarte de tus estudios, y de mí?
No pude responder. No supe qué
responder. Ella había iniciado el lento ascenso hasta la cima donde mi odio y
mi desprecio me harían perder la ilusión sobre su persona. No soportaba que se
riera de las ciencias ocultas. Yo había estudiado suficiente sobre estos temas
hasta desarrollar un profundo respeto y fascinación por los mismos, y me
enfurecía la idea de que no se respetara mi trabajo. Sabía lo que un pentagrama
dibujado sobre el suelo, cualquier primero de noviembre a medianoche, era capaz
de hacer. Sabía de las cuotas de sangre y carne fresca que se habían requerido
en algunas mansiones privadas alrededor del mundo para mantener contento al
invitado. El mal existía. Era evidente. El mal era una fuerza incontrolable que
amenazaba con apoderarse de nosotros. Debíamos erradicar de tajo cualquier brote de maldad en nuestra sociedad. De pronto
me sentí asqueado de trabajar para propósitos tan sucios. Me sentí preocupado
por el desparpajo con el que Giovanna abordaba esos temas. Me sentí asqueado de
Giovanna.
Aquélla noche, en un acto de una rebeldía irracional, fervoroso comencé a
leer a San Agustín. De paso, me decidí a mezclar algunos tranquilizantes con un
poco de whisky fino. Presentía que la oscuridad se cernía sobre mi fortaleza.
Entonces escuché de manera nítida algunos gemidos provenientes del exterior.
Intrigado, me dejé conducir por el sentido del oído hasta el lugar proveniente
de tales ruidos. Sigiloso, crucé habitaciones de paredes amplias y húmedas y
salí justo por el pasadizo al exterior que hice construir en la cava. Pasaba de
medianoche y una luna roja, sangrienta, dominaba la espesura de los campos. Al
emerger de la residencia por una retorcida escalinata me quedé sin habla. Allí
estaba Giovanna, con su cuerpo ardiente, desnuda; montada sobre algún campesino
de tendones y músculos de acero. Se deleitaban como perros desatando los más
terribles gritos y desgarres de goce que hubiera escuchado. Entonces Giovanna,
no sé cómo, sacó de entre las maleza una máscara horrorosa, de rasgos
distorsionados por la hinchazón y la lepra. Se veía repugnante. En el clímax
del coito, se contoneaba deleitosa, con urgencia, sobre el miembro erguido de
aquél hombre, repitiendo un nombre terrible que se me clavó en el corazón como
una daga:
-¡Dame, Marción. Más fuerte! ¡Que venga
a nosotros el rostro prohibido!
Y desatando un gemido profundo,
desfondando su cuerpo en el despliegue húmedo de un gran orgasmo, susurró con
voz extraña, acercando sus labios al campesino:
-Rey de
los infiernos, poderoso señor a quien el mundo rinde culto.
Tu que dominas desde los antros tenebrosos del infierno hasta la superficie de la tierra y sobre las aguas del mar. Tu espíritu infernal todo lo puede. Yo te adoro, te invoco, te pido y exijo…
Tu que dominas desde los antros tenebrosos del infierno hasta la superficie de la tierra y sobre las aguas del mar. Tu espíritu infernal todo lo puede. Yo te adoro, te invoco, te pido y exijo…
Y termino la
temida invocación con un cinismo herético, sonriente, trazando un triángulo en
el aire, extasiada; mientras su cuerpo se exhibía impúdico ante la macabra
iluminación de la luna. En el colmo del horror, di un paso
atrás y provoqué un crujido al pisar alguna rama seca. Ella miró en la
dirección en que me hallaba. Al descubrirme se sintió complacida. Me sonrió con
lascivia, retadora. Juro que una larga lengua, una lengua sobrehumana, se
agitaba desde el interior de su boca, provocando chasquidos desagradables.
Asustado, corrí escaleras abajo, tropezando con paredes y muebles, hasta que
perdí el conocimiento.
Desperté en la
clínica. Giovanna estaba a mi lado, esgrimiendo una sonrisa triste y sobreprotectora.
¿A quién quería engañar? Le pedí que confesara lo que hacía por las noches, los
rituales negros que practicaba con la servidumbre y los aldeanos. Ella me miró
con compasión.
-Tu literatura
sobre demonios te está perdiendo. El día menos pensado voy a dejarte.
¿Estaba jugando
conmigo? ¿Había decidido convertirse en un súcubo sólo por desafiarme?¿Quería
hacerme perder la razón para volver con Marción, al que nunca había dejado de
amar? ¿En verdad esos libros me estaban predisponiendo a la paranoia; o era
sólo que el acto de leer sobre invocaciones y ritos de la antigüedad me estaba
cobrando factura?
Decidí ponerme en
acción. Al volver a casa, despedí a la servidumbre e hice venir a mi casa sólo
hombres y mujeres de corte evangelista. Los armé de escopetas y giré la orden
de que por ningún motivo la señora de la casa saliera de mi nuevo recinto de
Dios. Me sumergí en el delirio del alcohol y los estupefacientes. Me interné en
largas lecturas sobre la Biblia y algunos textos de carácter divino. Pero
soñaba, cada noche, cada siesta, con una Giovanna deseosa que recorría con su
larga lengua las ingles de un macho cabrío de aspecto aterrador. Durante el
día, mi esposa –atenta a mis movimientos y presintiendo la delicadeza de la situación-
hacía lo posible por mantenerse alejada. ¡De mi, de su pareja, de su hombre
ante la ley y ante Dios! ¿Ante Dios? Ahora todo estaba claro. El por qué ella
había decidido dedicarse a la apostasía desde joven. Por qué se negó a que
llegáramos al altar dentro de un templo católico y sólo contrajimos compromiso
en un registro civil. Yo estaba sufriendo, mi alma se hallaba sumida en los
terribles abismos del desengaño y la confusión.
La noche de San
Miguel Arcángel, Giovanna escapó de mi vigilancia mientras yo era visitado por las pesadillas.
No sé que hizo a ciencia cierta, pero logró mediante invocaciones y sacrificios
dejar salir a los muertos desde las mismas puertas del infierno. ¿O fui yo,
quien en un acto de desesperación, cometí semejante locura? Las imágenes son
tan inciertas: rostros descompuestos, ojos turquesa, cuerpos de muslos
voluptuosos, muertos deambulando en las calles de la villa, clamando descanso. Desde
entonces me he dado a la tarea de investigar las maneras de terminar con este
embrollo. La manera de exterminar a los seres que no pertenecen al mundo ni de
los vivos ni del inframundo, y que deambulan las noches penando su dolor
perpetuo.
Como imaginarán,
por mera precaución, no tuve más remedio que encadenar a Giovanna. Hice construir
en el establo una especie de aparato inquisitorial donde incrusté un par de
grilletes para mantenerla alejada de las tentaciones del perverso. Si había
cometido errores en el pasado trabajando desde el lado de las fuerzas oscuras,
esta vez resarciría mi nombre exterminando la naturaleza maligna que había
engendrado. Largas semanas pasó suplicando que la dejara libre, abogando por
Diderot y Montesquiu y esa basura racional que ahora me repugna. En cambio, yo
recurrí a los mejores métodos del Malleus
Maleficarum para hacerla renegar de su maldad y su método. A menudo,
apelaba al amor que le profesaba cuando éramos jóvenes; pero yo sabía que
mentía. Era terrible. De vez en vez infligía dolor en su cuerpo maltrecho pero
a ciencia cierta no sabía qué hacer con ella. No podía matarla. No quería
hacerlo. Dios sabe que no soy despiadado. Además, conservaba tanto cariño hacia
ella. Aún admiraba su ingenio. A los sirvientes les expliqué la naturaleza de
mi misión, y estuvieron de acuerdo en apoyarme en todo momento. Víctima de la
confusión más espantosa, hice venir a Marción bajo pretextos estúpidos, y
contraté a un empleado de un outsourcing
para ayudarme a fortalecer mis huestes del bien. Organicé un pequeño ejército
de campesinos a los que ordené clavar largas varillas en el corazón de los
muertos andantes, para luego decapitarlos con filosos cuchillos y llenarles la
boca con dientes de ajo. A otros les
pedí disparar balas de plata justo a la cabeza de los resurrectos. ¿Eran
muertos aquéllos a los que exterminamos? Mi memoria es imprecisa. No sé si el
mal se imponía sobre mí, o era sólo víctima del demonio que me pedía cesara de
torturarla para seguir contando entre sus huestes con una de sus más notables
colaboradoras. Sufría mucho. Sufro mucho. Permanezco en estado de ebriedad o
drogado casi todo el tiempo. Mi fortaleza se derrumba día a día, los sirvientes
escapan. ¿O debo decir escaparon?
La misma noche
que Marción llegó a la villa, no sé cómo, Giovanna logró huir del establo bajo
la alarma de un connato de incendio. Sospecho de alguno de mis sirvientes, que
se compadeció o se enamoro de ella. Lo cierto es que dejó atrás los grilletes y
salió a recorrer el mundo. La dejé escapar porque en ese momento me importaba
un carajo. (Algún viejo amigo me confesó haber hablado con ella en París, al
amparo de la calidez de un café en Montmartre. Mi amigo dice que se ha vuelto
una gran novelista, bajo un astuto seudónimo). Maldita sea. Quién puede saber
cuántas palabras cargadas de ira y de maldad haya en esas novelas que están
leyéndose en los colegios, en los cafés, en el subterráneo, en las calles, sin
conciencia de irse acercando al rostro del innombrable. Qué clase de peligro se
avecina sobre nosotros ¡Que haya piedad para nuestras almas!
En realidad, yo prefiero
la otra versión, la de unos gitanos que visitaron la villa meses después, y que
juraban haber descubierto el cadáver de Giovanna flotando río abajo. Me parece
más aceptable.
Harto de todo y
de todos, hasta de mí, me hice internar en un centro de rehabilitación. Cuando recobré la sobriedad, tomé la difícil decisión
de convertirme en un cazador de demonios. Es cierto que Giovanna había escapado
de mis manos, esparciendo la semilla del mal a su paso en discotecas y bares de
galos y galas imprudentes, si me fío de la primera versión. Quizás algún día pueda
encontrarme cara a cara con ella.
Por lo pronto, hay tanto por hacer en este país, en este
continente. Tuve que escapar de la clínica de rehabilitación porque consideraron
que mi estado mental no era el más adecuado. Cuando hablaba de mis planes
futuros los terapeutas ponían cara de idiotas.
Ahora sé que busco
en el camino correcto. Ahora sé que persigo a la persona correcta. A usted, por
ejemplo. Hace rato que le sigo de cerca. Sé a qué se dedica y a dónde se dirige
cada hora, cada minuto. Le estoy viendo ahora mismo leer estas líneas,
indefenso, desde este rincón donde me escondo. Ni se atreva a abandonar la
lectura. No tiene escapatoria. Escribo esta misiva con la vana esperanza de que
recapacite, de que persiga un nuevo rumbo y no se deje dominar por las fuerzas
del demonio.
No miento. Usted
tiene la señal oscura. Sus movimientos pausados y errabundos se parecen tanto a
los de Giovanna, que no puede mentir. Hay, además, un aura terrible que rodea la
coronilla de su cabeza, anunciando el génesis del mal. Los libros lo explican.
Es una cuestión que tratan las ciencias ocultas. No se ría. Le irá peor. El
aura de la maldad reside alrededor de usted. Y sus ojos. Los ojos de usted. La
he visto antes. Estoy seguro. La señal herética que palpita en esos temibles
ojos…
La colección
“Se puede decir lo que se quiera, pero el
simple hecho de reflexionar sobre el mal aunque sea por accidente, corrompe.”
William Faulkner
I
Bernardo siempre
fue un hombre extraño. Una criatura solitaria que despertaba cierta repulsión.
Quizás fuera su carácter silencioso y austero, o su manera desagradable de
acosar a una chica cuando le nacía el instinto seductor; pero en honor a la
verdad, debo decir que la sola presencia de Bernardo era fastidiosa y
frustrante. En particular lo era para mí.
Cómo pude
soportar durante largos meses su amistad, su cercanía, es algo que no alcanzo a
descifrar en las noches donde los malos sueños vuelven a acosarme. Supongo que
existe cierto tipo de personas que nos permite descubrir, al relacionarnos con
ellas, un pasillo oscuro y tortuoso de nuestra psicología, una puerta mórbida
que abre paso a nuestros peores anhelos reprimidos. Sin embargo, una amistad como esta no podía
fructificar, y como es de suponerse, no podía terminar sin un asomo de crimen.
A Bernardo lo
conocí en una famosa librería del sur de la ciudad, en la sección de literatura
de horror. Justo cuando yo estaba a punto de tomar del estante un libro de Lovecraft
que durante años había buscado con insistencia, una mano compacta, luciendo un
pesado anillo de Rosacruz, me lo arrebató. Era Bernardo (Tal vez su
mirada insana y su rostro demacrado
hubieran podido prevenirme, pero en ese momento mi atención se enfocaba al
libro). Como era el último ejemplar en existencia, Bernardo me lo prestó bajo
la promesa de que se lo devolviera pronto. Estuve de acuerdo con él, y después
de pagar en la caja iniciamos (a petición suya y con el argumento de que
necesitaba alguien con quien conversar esa tarde) una larga caminata entre
muchos estrechos y callados callejones, intercambiando opiniones acerca de las
mejores historias fantásticas que se hubieran escrito. Bernardo habló de
Stocker y de Shelley, yo en cambio cité a Maupassant y a Quiroga. Terminó la
conversación una vez que arribamos al lugar donde Bernardo había estacionado un
poderoso Mercedes Benz del año. Abordó su automóvil, no sin antes
convenir una cita la semana próxima en el café de la librería, pues mis
aportaciones, aseguró, le parecían de gran interés.
A partir de
entonces las citas crearon compromiso, y el compromiso se transformó en una
tibia amistad. En tardes frías, una vez que yo olvidaba el despacho y la
arquitectura y él dejaba atrás sus actividades como empresario, repasamos autores, historias y
personajes. Desciframos símbolos y esquemas ocultos en novelas y cuentos de terror y de necrofilia.
Compartimos el gusto por la sangre y la fascinación de la muerte por sobre
todas las cosas.
Pero una sesión
todo cambió. Un detalle funesto regiría nuestras relaciones a partir de entonces. Caminábamos hasta su automóvil como
cada sábado, cuando una quiromántica de cabellos oscuros y revueltos, una mujer
madura de sonrisa maléfica y ojos de engaño, se acercó a nosotros. Prometió
descubrir nuestros destinos con sólo estudiar la palma de nuestras manos. Sólo
pedía unas monedas. Yo intenté deshacerme de ella mostrándole desprecio, pero
Bernardo se sintió inclinado a tentar a la suerte. La mujer lo tomó de la mano,
y meticulosa, comenzó su labor. De pronto se detuvo, impactada. Lanzó una
mirada de disgusto a mi compañero y lo insultó:
-Hijo de puta.
Bernardo
retrocedió asustado. A mí, en cambio, la ofensa me pareció excesiva. Si bien
para mí su compañía resultaba nada más que una obligación para mantener
una buena plática sobre literatura, no
me parecía que el hombre mereciera el repudio de alguien que apenas lo conocía.
Intenté alejarlo de ahí pero la mujer tenía bien aferrado el brazo de Bernardo.
-¿Cómo te atreves
a jugar con los sin descanso? ¿Acaso no conoces de respeto?- la mujer escupió a
los pies de mi compañero.
Quise intervenir,
apaciguar los ánimos. Pero aquélla extraña estaba enfurecida:
-Escucha bien lo
que te digo, hijo de la peor de las putas - imprecó- Tu destino está escrito y
merecido lo tienes. Habrás de perecer a manos de aquella criatura que más
estimas en este mundo. No se puede jugar así y quedar impune.
Lo alejé de allí a
empellones, apresuradamente. La gente nos miraba con curiosidad y extrañeza. A
pesar del desconcierto, alcanzamos a doblar la esquina. Aunque a mí el destino
de mi compañero me importaba un carajo, creí mi deber, como un acto solidario,
tranquilizarlo. Sus manos temblaban
rabiosas; sus ojos, ocultos bajo unas gafas impersonales y deslucidas,
parecían más hundidos que nunca. Argumenté que aquella vieja de seguro estaría
loca, que quizás habría leído la historia de Macbeth y se habría lanzado a la
calle para desatar su furia, que no debía prestar mucha atención a sus
palabras. Finalmente, antes de que Bernardo se alejara en su Mercedes Benz
después de haber permanecido mucho tiempo pensativo, me pareció escuchar que
lloraba.
La semana
siguiente preferí pasarlo en casa de una amiga que cocina bien y renta muy
buenas películas. Hacía tiempo que había descuidado a mis amistades, en aras de
un profundo intercambio de ideas literarias que ellos no podían ofrecerme (sus
conversaciones se avocaban más bien a tópicos comunes: líos amorosos,
situaciones familiares, e infidelidad). Antes de llegar al departamento de mi
amiga, traté de localizar a mi compañero de tertulias literarias marcándole a
su teléfono celular, para ofrecerle una disculpa, pero nunca contestó. Me
olvidé de él, y la tarde transcurrió plácida, entre jugueteos y acercamientos
íntimos entre mi amiga y yo, hasta que la cercanía (como siempre sucedía en las
visitas a su casa) nos condujo a hacer el amor. Por la noche, después de
despedirme de ella con un beso largo, me dirigía a casa, rendido, cuando recibí
una llamada. Era Bernardo. Se escuchaba inquieto.
-Debe venir aquí,
señor arquitecto- me dijo perturbado- hay algunas amistades mías que le
encantará conocer.
Una angustia
súbita se apoderó de mí. Su voz era oscura, densa. Me dio la dirección de su
residencia, me explicó detalladamente cómo podía llegar. No tuve tiempo de
pensar, me gobernaban los impulsos. No traté ni siquiera de adivinar, de sacar
conclusiones de su invitación. Una vez que colgué, me detuve y tomé un taxi.
Bernardo esperaba
al pie de la puerta principal de su residencia, se le veía nervioso. Como
siempre, vestía un impecable traje a rayas. Bajé del taxi y me reuní con él.
Cruzamos un amplio jardín lleno de sauces, ahuehuetes y marmóreas esculturas de damas tristes. Un
ladrido feroz partió la noche. De entre las sombras un decidido dóberman
emergió mostrando los dientes. Se acercaba amenazante, decidido. Bernardo lanzó
un grito, una imprecación. El perro se detuvo ante la voz de su amo.
-Es mi propio Sabueso
de Baskerville –dijo- Estuve pensando largo tiempo en un mastín como
el de la historia de Conan Doyle,
pero la idea no me convenció. Un dóberman es más práctico.
El perro ladró
enfurecido.
-¡Diavolo¡-
ordenó Bernardo a aquella bestia- No seas impertinente con las visitas.
Pareciera que Diavolo es bravo –se dirigió a mí- pero en el fondo es
noble. Probablemente sea el ser que más amo en esta vida, a falta de familia y
esas cosas-puntualizó.
Por si las dudas,
evité apartar la vista del animal, hasta que dejamos el jardín.
Entramos a la
mansión. Un amplio vestíbulo del siglo XVIII desembocaba en una lujosa
escalera. Ésta ascendía, enmarcada con lúgubres candelabros que reflejaban
sombras siniestras y translúcidas. El techo del salón, a doble altura, era una
inmensa cúpula. Tristes, algunos vitrales violáceos y azules daban paso a un
resquicio de luz de luna. El silencio podía respirarse a cada paso sobre la
mullida alfombra purpúrea.
A la izquierda,
un nicho pequeño, mínimo, permitía descubrir una puerta de acceso a lo que seguramente
sería el sótano de aquel salón.
-Este es mi
palacio, señor arquitecto. Este es mi descanso de toda intromisión mundana. ¿Le
gusta?
-Me parece un
poco macabro- respondí.
-No me diga que
usted es prejuicioso. Un hombre culto no puede inquietarse por tan poco. Pero
esto no es nada. Las habitaciones son más extrañas aún. Y el sótano...usted
tiene que ver esto.
Caminó apresurado
hasta el nicho de la puerta. Tras sus absurdas gafas, sus ojos autistas
brillaban con efervescencia. Sacó de su bolsillo un llavero oxidado. Corrió los
cerrojos, abrió la puerta y se internó en aquella habitación. La puerta rechinó
amenazante, y mi anfitrión estalló en una carcajada enfermiza.
-No aceito mis
puertas. Es una tradición en las novelas de fantasmas.
Inquieto, después
de un instante de duda, camine tras él.
-¿Y la
servidumbre, en donde está?- alcancé a preguntar, sintiendo como la sangre se
agolpaba en mi cabeza.
-La servidumbre
no trabaja los sábados, señor arquitecto. Los sábados los dedico a mi colección
particular.
Encendió la luz.
Una empinada escalera, cercada por dos paredes estrechas, desembocaba a lo
lejos, en otra habitación. La espalda de Bernardo estorbaba mi visión mientras
descendíamos, pero el poco margen que su figura otorgaba, me permitía descubrir
al final de la escalinata un enorme y amplio pasillo. El piso y las paredes estaban rematados con losetas
blancas, a la manera de un quirófano, de un anfiteatro.
Experimenté el
miedo. A los costados del pasillo, una fila de urnas cada una con la forma de
un ataúd, custodiaban el recorrido.
-Mi colección
personal- exclamó fúnebre.
Yo no daba
crédito a lo que veía. Cada urna poseía una serie de objetos que evocaban algún
célebre cuento de terror. Bernardo procedió a mostrar cada elemento de la
colección. En la primera urna, un animal asqueroso y no mayor a una cabeza
humana, se escondía tras un almohadón antiguo.
-El cuento de
Quiroga- adiviné- El almohadón de plumas.
-Ese fue fácil-
contestó febril mi interlocutor.
Continué
resolviendo las pruebas. De entre una maqueta de un pueblo olvidado, un ser
bizarro y enorme emergía. Recordé el Horror de Dunwinch con facilidad.
También encontré algunas referencias a narraciones de Maupassant.
Conforme el
recorrido avanzaba, las urnas se iban tornando más sombrías. En una de ellas
unos dientes macabros y una maraña de cabellos oscuros, acompañados de una pala
salpicada de tierra, hacían referencia a
Berenice. Todavía eran evidentes rastros de sangre. Decidí que no podía
continuar, aunque empezaba a fascinarme tener tan cercanos los elementos de
aquellas inolvidables historias. Di un paso atrás. Bernardo notó mi turbación.
Me tomó del brazo y me condujo adelante. Pude darme cuenta entonces que el
pasillo torcía hasta una sala más amplia, resguardada tras una pálida
mortaja.
-Creo que no
quiero entrar ahí- le dije a Bernardo.
-Pero usted no
puede detenerse ahora. Lo mejor está adentro- dijo eufórico.
No sé cómo me
convenció o me convencí, pero entramos a ese maldito pozo del miedo. La
oscuridad lo envolvía casi todo. Siete urnas iluminadas fúnebremente desde el
interior de los cajones destacaban el espectáculo siniestro. En cada una de las
primeras cinco, un cuerpo, un cadáver maquillado, caracterizando a un horroroso
personaje. Entre el olor fétido de la descomposición de los cuerpos, y la
sustancia con la que seguramente Bernardo procuraba conservarlos, tal vez
formol, no pude articular palabra.
Empezó la
verborrea de Bernardo. Se veía claramente que había esperado esto durante años.
Por fin había encontrado una persona que compartía sus aficiones y a la cual
podía descubrir su privacidad, consciente de la capacidad literaria del
invitado, de su gusto por el terror puro. Pero se equivocaba. Me di cuenta
entonces de que una cosa era que a uno le gustaran las historias de espectros y
maldiciones, y otra cosa muy distinta era construirse su propia Mansión de
Usher a costa de otras vidas.
Bernardo
describió cada una de las escenas en las urnas. En las dos primeras, los
cadáveres de dos adolescentes que evidenciaban retraso mental, hacían alusión a
los hermanos Manzzini, de la Gallina
degollada. Luego, en una chica ensangrentada y con crucifijo en mano
reconocí a Carrie. Sus ojos eran tan espantosos que me era imposible
continuar el terrible espectáculo. No pude reconocer el resto de los
personajes; no tenía ánimo para continuar. Bernardo me explicó entonces que
para él, el contacto con los muertos era más natural, más afectuoso. Porque
ellos no guardan hipocresía ni resentimientos, son sencillos y predecibles.
Rebatí, le dije que seguramente los muertos podrían ser caprichosos y
vengativos si se lo proponían.
-Estúpido -me
dijo- no me gusta que nadie venga a contradecirme.
Luego pareció recapacitar sobre su
actitud. Después prosiguió.
-Una de estas
urnas vacías -explicó fuera de sí- le guarda una sorpresa. La otra está
destinada para mí. Aquí mismo quiero que coloque mi cadáver cuando haya muerto.
Pronto moriré, eso ha dicho la gitana. Por eso me he sentido inquieto estos días.
Pero no puedo morir sin antes escoger un buen personaje, una caracterización
adecuada.
Sus ojos
brillaban, de su boca la baba resbalaba repugnante. Se quedó allí, en medio de
la habitación, alabando sus cualidades criminales, describiendo paso a paso,
sin prisa, cómo había elegido a sus víctimas, cómo pacientemente las había
torturado obteniendo de ellas la expresión perfecta, la caracterización
adecuada. Confesó cómo algunos ministros del gobierno lo sabían todo, pero aún
así la impunidad ante su poder y su fortuna estaba garantizada. Después de todo
se trataba de un Ponce de León, de un intocable.
-Bernardo Ponce
de León -estalló en una risa eufórica- el artista de la sangre. Yo no escribo,
señor arquitecto, Yo plasmo imágenes. Soy un artista visual, ¿entiende?
No quise saber
más. Un puñetazo certero, pesado, cayó sobre él y le partió la nariz. Lo vi
arrastrarse en el piso, intentando detener la hemorragia. Di media vuelta y
apresurado abandoné el sótano. Con largas y veloces zancadas atravesé el
jardín, presintiendo que Diavolo podría alcanzarme en un descuido. A
salvo y al borde de un colapso nervioso, escapé de la residencia y cerré la
puerta.
Dentro de la
mansión emergían los gritos contrariados de Bernardo. Lo escuché amenazarme de
muerte y correr hasta la puerta que yo apenas cerraba. Una serie de ladridos
salvajes anunció el ataque. Después alcancé a escuchar los alaridos de dolor
del amo atacado por su amada bestia. Terribles lamentos que parecían
interminables. Luego escuché un tiro. La noche, finalmente, quedo envuelta en el
silencio. Huí a casa.
No pude dormir.
La inquietud era muy grande. Imaginaba que en cualquier momento uno de esos
malditos cadáveres podría introducirse entre mis sábanas y recriminarme el que
no los hubiera rescatado. Traté a toda costa de olvidar el asunto. Después de
todo, Bernardo ignoraba donde vivía y la dirección de mi despacho.
La mañana
siguiente fue agitada. Muy temprano llamó al timbre de mi casa la policía.
Mencionaron una nota donde Bernardo había escrito una última petición: que yo
identificara su cuerpo sin vida. Las hipótesis de los agentes me resultaron
infantiles. Según su versión, después de una larga batalla con un perro furioso
que intempestivamente había desconocido a su amo, Bernardo agonizante había
alcanzado a escribir una nota donde involucraba mi nombre. Pregunté por Diavolo.
Me contestaron que también había muerto, víctima de un disparo. Debieron pensar
que estaba loco cuando les dije que era imposible. Que esto era parte de un
plan complejo y perverso. Bernardo no había muerto. Una persona agonizante no
podía escribir una nota. Estuvieron de acuerdo conmigo, pero cuando les conté
lo del incidente con la adivina comenzaron a dudar de mi lucidez. Intenté
explicarme, les dije cómo Bernardo debía morir a manos de la criatura más
cercana, y esa criatura, esa persona era yo. Les dije que debía haber un error.
Un oficial me contrarió. Comentó que yo estaba muy nervioso y debía
tranquilizarme.
-Si no quiere
identificar el cuerpo ahora no tiene porque hacerlo, podemos esperar.
Angustiado, fuera
de mí, me apresuré a contestar.
-Pero si quiero-
dije, y partimos de inmediato al anfiteatro.
II
Una vez que
descubrieron el cuerpo, el pesado anillo de Rosacruz refulgió acusador.
Era el mismo anillo, no cabía duda. El resto de él era imposible de
identificar: tenía el rostro destrozado y las vísceras fuera. Concluí que la
talla y la estatura correspondían con las de Bernardo y se lo hice saber a la
policía. No quise comentar nada acerca de su macabra colección y los incidentes
de la noche anterior, porque sabía que no me creerían.
Me dejaron en
libertad, no sin antes recordarme que estaba bajo sospecha, y que debía
cooperar para resolver el caso. Garanticé mi solidaridad para su
conclusión y regresé a casa.
Del cajón de mi
buró, saqué un viejo revólver 22 que un tío, apasionado de la
violencia, me había regalado hacía dos cumpleaños. No dudé en guardarlo en la
bolsa de mi chamarra. Sabía lo que tenía que hacer.
Media hora más
tarde entró a mi celular la llamada que había estado esperando. Era Bernardo.
Me dijo lo que ya sabía, que no estaba muerto, que lo disculpara pero que un
vecino había escuchado el disparo y que, inquieto, decidió llamar a la policía
por la madrugada. Mientras tanto Bernardo tuvo tiempo de pensar, de acomodar un
nuevo cadáver de entre las reservas de su colección, un cuerpo que se ajustara
a su talla en el lugar de los hechos. Lo de Diavolo era cierto, había
tratado de atacarlo. Y eso le había disgustado mucho.
-¿Sabe usted,
arquitecto? La maldita profecía de la vieja me tiene inquieto- reconoció.
Colgué de
inmediato. No quise conversar más. Sabía que era mejor terminar con esta
ridícula historia de horror de una buena vez.
Llegué a las ocho
en punto a su casa. Oscurecía y los chillidos de algunos zanates resultaban
sombríos. La puerta, como era de preverse, estaba abierta de par en par. No
había ningún rastro del trabajo policiaco, salvo una débil banda de precaución
en la zona del incidente. Crucé nuevamente el oscuro jardín, perseguido por el
terrible recuerdo de los ladridos del dóberman muerto.
Cuando entré al
salón, las luces estaban encendidas, invitándome a continuar la travesía. Hasta
la puerta del sótano, siempre hermética, celosamente resguardaba, estaba
abierta. No tuve duda alguna de lo que me estaba esperando. Pero cuando bajé la
escalera, el escenario era aterrador. Bernardo había apagado las luces del
pasillo. Al fondo de la escalinata reinaba la oscuridad. Descendí meticuloso,
inseguro, escalón por escalón, hasta tocar fondo. No se veía nada. El miedo lo
cercaba todo. A lo lejos, en la otra habitación, una respiración profunda
resonaba espectral. A tientas caminé entre las primeras urnas, tropezando con
los cristales, con la madera de los ataúdes, imaginando los dientes de Berenice,
la sangre de los asesinatos. No quería seguir. Pero bastaba acariciar el
revólver para tomar un poco de valor. Con las yemas de los dedos, escuchando el
propio latir de mi corazón, descubrí el quiebre del pasillo. Avancé lento,
dubitativo, explorando el frente, angustiado, imaginando las muecas grotescas
de los cadáveres, guiándome por el estridente olor a formol.
Reconocí la
mortaja, la acaricié con una morbosa calma. Un espacio familiar se abrió ante
mí. Adentro de la sala, los cadáveres seguían cada cual en su urna, iluminados
y teatrales. Pero al fondo una figura escalofriante despertó mi angustia.
Reconocí una figura alta y flaca, envuelta en una mortaja salpicada de sangre,
con la frente amplia y el rostro escarlata. Reconocí en ella a la Muerte
Roja, de Edgar Allan Poe, extraída del cuento -había que aceptarlo- con
magistral fidelidad.
Apunté directo a
la frente, decidido. Pero aquélla figura no se movía. Serena y firme,
permanecía escrutando cada uno de mis movimientos. Era el momento. Debía
cumplir la predicción. Jalé tres veces del gatillo y entonces la espantosa
figura se derrumbó, mostrando a mis ojos incrédulos una marioneta, un muñeco de
trapo contenido tras el disfraz. Una voz, a mis espaldas, me obligó a
permanecer quieto.
-No soy tan
imbécil, mi querido arquitecto. La profecía no va a cumplirse.
Giré completo.
Bernardo empuñaba una pala, siniestro. Sus ojos lucían desorbitados. Su rostro,
reconstruido de las múltiples mordidas, causaba una impresión muy desagradable.
No tuve tiempo de
reaccionar. Con un golpe seco, la pala cayó de lleno sobre mí.
III
Cuando desperté
dentro de la rígida máscara de la Muerte Roja, descubrí que Bernardo,
convertido en un hábil albañil, colocaba ladrillo a ladrillo con una paciencia
desesperante. Yo tenía las manos y los pies atados, así que pude comprender de
inmediato la premura de mi situación. Fue la más fácil de todas las adivinanzas
que hasta ahora hubiera tenido que responder. Estaba emulando sin duda el final
de El barril de amontillado. Me estaba emparedando. Colocaría pieza por
pieza hasta que yo dejara de respirar. El muy hijo de puta.
-Fortunato
muere en el cuento- dije en un último arrebato de rebeldía- Pero en la realidad
debe matarte para que tu alma descanse en paz.
Bernardo me miró
de reojo. Su mirada no evidenciaba ningún sentimiento.
-Esto cierra el
ciclo – asentó- tu nunca has sido mi amigo. Eras sólo parte del juego.
Supe que no tenía
salida. Que la historia llegaba al final. Bernardo continuaba levantando el
muro mientras se relamía los labios. Cada ladrillo colocado me atormentaba.
Comencé a gritar, asustado, pidiendo clemencia. En respuesta, el hábil
constructor, daba rienda suelta a su risa insana.
De pronto, al
fondo, en lo oscuro, en el silencio del cuarto, un quejido prolongado e
imponente retumbó. Voces sobrehumanas emitieron quejas, deseos de venganza.
Bernardo se detuvo impávido. Sus ojos estaban bien abiertos. Sudaba. Me miraba
como pidiendo una explicación concreta, real. Tratando de confirmar conmigo la
procedencia de los ruidos. Esta vez el sonido de los huesos que tronaban, de
los cuerpos que despertaban con lentitud, era evidente. Se movían.
Agité mi cabeza
intentando derribar la máscara que me habían impuesto. Me retorcí invadido por
el espanto. Mis nervios se crispaban con cada uno de sus pasos. Los vi venir,
lento, avanzando con sus muecas grotescas, hasta un Bernardo que suplicante,
levantó los brazos en señal de arrepentimiento.
Cerré los ojos.
Sentía como sus cuerpos chocaban constantemente con el mío, impregnándolo con
su fetidez. Escuché sus últimos lamentos; escuché como con una fuerza
descomunal, hacían pedazos de él. Lo mutilaron. La espera fue larga, pero fui
cuidadoso de no intervenir en lo que no me correspondía. La profecía debía
cumplirse al pie de la letra, a manos de las criaturas que Bernardo consideraba
más cercanas, más personales.
Cuando abrí los
ojos, su boca aún echaba espumarajos de sangre; sus ojos aún estaban abiertos
en busca de alguna salida. Pero su cuerpo era una masa sanguinolenta, impúdica
e irreconocible. Mis manos en cambio, habían sido desatadas durante el ataque,
y los cuerpos habían vuelto a ser colocados, de manera inexplicable, en sus
urnas. Desaté mis pies y salí huyendo del lugar.
IV
Denuncié los hechos
a la policía. No me creyeron. Ellos aseguran que fui yo quien destrozó el
cuerpo de Bernardo con la pala de albañil. Dicen que estaba sugestionado, y no
podía ver más allá de mi imaginación azotada por paranoicas historias de
difuntos. No estoy tan convencido de negarlo. Tal vez sí fui yo quien cometió
el asesinato. Tal vez una gran cantidad de detalles que ahora narro sean
producto de una mente alimentada por la sangre de los libros.
No fueron muy
severos conmigo después de todo. Los crímenes de Bernardo eran imperdonables, y a fin de cuentas, fui sólo un instrumento de
la justicia social. Me dieron un año y luego me dejaron libre. Antes, por
supuesto, pedí que me dejaran atestiguar la inhumación de cada uno de los
cuerpos, y la cremación de Bernardo. Me concedieron el capricho. Ahora me
siento a salvo.
Ya no leo más
historias de horror. Apenas me he aventurado a reconstruir la presente
narración de los hechos como una descarga de conciencia, en la búsqueda de
cierta absolución. La Casa de Usher de Bernardo fue demolida y sobre
ella se erige, en contraposición, un florido y ordenado parque público. He
encontrado refugio en historias más agradables, en narraciones más cercanas al
lado cordial de la humanidad. Espero que algún día pueda olvidar lo ocurrido.
Después de todo, a pesar de los excesos que a veces nos brinda la Muerte;
nuestras vidas, cotidianas y sorpresivas, pueden revelarse ante nuestros ojos
con su amplia e infinita belleza.
México
D.F. 12 de Julio del 2006
Índice herético
Preámbulo…………………………………………………………………...3
Juguete
Barroco……………………………………………………………...4
Nadie duerme esta noche…………………………………………………...8
Presagio
135………………………………………………………………….9
Del negro humor en la historia de la chica Carter.………………..
………...27
El dolor que no
cesa………………………………………………………..37
Dulce Corregio……………………………………………………………..46
Las voces del
Zigurat………………………………………………………53
La historia de
Mirna……………………………………………………….60
Sobre el oficio de
la demonología…………………………………………74
La
colección……………………………………………………………......84
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