Manuscrito
inédito de Muhammud Ibn Al-Mahad
hallado
a la sombra de un olivar
por Ulises Paniagua
Si miras
sólo hacia afuera, verás nada más que el mundo exterior. Si miras sólo hacia
dentro, estarás ciego de ti.
Muhammud
Ibn Al-Mahad
Hace
un par de años y en una visita a México,
el británico Johnathan F. Bartleby (quien estudiaba filología en una universidad
de Granada, cerca de la influencia de los poéticos jardines de Alhambra), me
mostró un manuscrito en árabe que aseguró pertenecía al poeta sufí Muhammud Ibn
Al-Mahad, autor de un libro que integra el erotismo amoroso a la sabiduría
cosmogónica del Medio Oriente. Me refiero a la compilación de poemas que lleva
el título de Cantos a la amada. El
documento inédito había sido encontrado en un baúl, y enterrado a la sombra de
un olivar en los campos cercanos a Damasco; bául que yacía cubierto con una
piedra en punta que apuntaba hacia la Meca.
Ibn Al-Mahad es reconocido por
algunos especialistas en poesía sufí. De él se especula que escribió también bajo
algunos heterónimos, como lo son Ahmad Ibn Al-Jallah, Hassan Ibn al-Rawiya y
Sadí Din Bajja. Algunos atribuyen, incluso, una autoría colectiva de su obra
bajo un mismo nombre, como se presume que ocurrió en el caso de Homero en los
tiempos helénicos. Al respecto de este misterio, mi amigo filólogo decidió no
asumir ninguna postura, pero sí se mostró convencido de tener en sus manos un original
inédito de Al-Mahad.
El manuscrito que Johnathan poseía me
pareció, además de ilegible, incomprensible debido a mi desconocimiento del
idioma árabe. En adición, no presentaba ninguna firma. Por ello, sólo quedaba confiar
en su versión. Según F. Bartleby, el poema (se trata de un poema de largo
aliento) aborda de manera sutil y metafórica la interpretación del universo por
medio de la geometría, un atrevimiento que en palabras del británico,“Al-Mahad habría escrito bajo la influencia
de las enseñanzas de Ibn al-Letif Khaldun Aziz, desde su célebre Tratado de
las figuras planas y esféricas del mundo”. Pero el poema también muestra una visión encarnizada
de la especie humana y la lucha por el poder, en un tipo de oda que oscila
entre la suavidad del pétalo de una flor y la crudeza de un camello abierto en
dos mitades.
Sin ser experto en el tema, dos datos
me hicieron dudar de la autenticidad del escrito. El primero de ellos era que
el documento estaba fechado en 1243, lo que parecía sospechoso si tomamos en
cuenta que el año de nacimiento de Ibn Al-Mahad ha sido referenciado entre 1258
y finales del siglo XIII por su más fiel traductor, el escritor
uruguayo-mexicano Saúl Ibargoyen. El segundo asunto que me hizo generar dudas,
es la característica de largo aliento del poema. Esta sospecha, a su vez, nacía
de una sencilla explicación: en la obra que había tenido oportunidad de leer a
través de las versiones de Ibargoyen -incluyendo los heterónimos-, Al-Mahad no
recurre en ningún momento a un recurso de tal extensión. Por otra parte, el
poema de largo aliento tiene pocos registros en la poesía sufí en el escenario
del medioevo occidental. Tal vez el poeta Omar Khayyam haya incursionado en esta exploración con más
ahínco, pero el poema era visiblemente ajeno a este autor persa, pues basta
conocer medianamente el temperamento y la textura de la poética de Khayyam para
intuir que este texto no proviene de su pluma. Además, según referencias históricas,
Khayyam murió, en el año de 1131, por lo que era imposible atribuirle la autoría.
Por su parte, el escritor y teósofo Ibn Arabi no buscaba tampoco la gran
extensión en su poética, ni se acercaba siquiera al tono agridulce de la temática
del documento. También se descartó, de esta forma, alguna probable relación del
teósofo con el texto.
Aquí será necesario hacer algunas mínimas
precisiones, antes de concluir. La obra de Ibn Al-Mahad es demoledora. Se trata
de textos condensados con una sutileza áspera, que deja a quien los lee contemplando
el mundo como si atravesara con sus manos un muro de agua, para descubrir el edén,
o el vacío. La mirada del poeta árabe aludido es un salto hacia el dentro en
comunión con el exterior, un canto del espíritu integrado a una armonía
universal, llena de humildad, pureza, y un místico erotismo. Así, recomienda en
uno de sus poemas: No hagas de la amada
el exclusivo asunto de tus versos / Pero si hablas de ella, / porque así es lo
que sucede por voluntad de la palabra, / recuerda los recursos de muchos otros
/ que en lenguas distintas / han escrito antes que tú.
Al respecto de asuntos metafísicos y
espirituales, afirma: Detrás del mundo
perceptible / hay otro cosmos que se mueve / como la garra del tigre/ entre las
hojas que agonizan. / De igual modo la imagen de la amada tiembla debajo de tu
piel. Y líneas adelante concluye, a manera
de epílogo: (…) Recién cuando deba cumplirse
tu día, conocerás lo que es la sustancia del silencio. Por eso, sin saber nada,
nunca dejes de cantar.
Din es una palabra árabe que expresa
en el sufismo una manera de vivir. La vida de quien practica los preceptos sufíes
es equilibrada y luminosa, en comunión con lo que habita dentro, afuera y
alrededor de nosotros. Implica una
cosmovisión (…) y un compromiso de por vida en todos y cada uno de los aspectos
y facetas de la existencia. Todo lo que hace el sufí está orientado a la
conquista de la Iluminación, a la apertura espiritual que le permita
“contemplar la faz de Allah”, o lo que
es lo mismo, aniquilar el ego para experimentar con todo el Ser (y no sólo con
la mente) la Unidad de todo lo creado, la Unión mística (Ballesteros, Emilio).
Basado en estos preceptos, había un cabo
suelto, un tercer dato que me hacía vacilar de la validez del manuscrito en poder
de F. Bartleby. El poema mencionaba los
tiempos de mansedumbre de las gacelas dulces: allí donde moran los corazones de
los hombres; pero también exaltaba las artes de la guerra con la fascinación con la que un áspid segrega
sus encantos entre el plácido cantar de los vientos. Esta visión bélica,
aunada a pasajes donde se describían batallas cruentas y verdaderas carnicerías
entre califatos, me hacía cuestionar la postura de F. Bartlebly. Esta exaltación
de la violencia era a todas luces contraria a los principios del sufismo.
Johnathan defendió al manuscrito, tal vez
mayormente por necedad que por una actitud crítica. Tenía fe en su
descubrimiento, o necesitaba tenerla. Para resolver el asunto que casi rayaba
en una franca disputa, debimos acercarnos a expertos en la materia. En primera
instancia, intentamos establecer contacto vía mail con Reyna Carretero Rangel,
quien de manera reciente publicó una tesis en la Universidad Autónoma Nacional
de México acerca de la obra de este autor, al que compara en su mística con poetas
como el ya mencionado Ibn Arabi, y el filósofo Rumi, quien pereciera víctima de
una desobediencia política. No obtuvimos respuesta a nuestros mensajes electrónicos.
Ibargoyen, estudioso y traductor del poeta árabe, se hallaba vacacionando en
Montevideo en aquellos días, y habría que esperar al menos un mes para poder
conversar con él.
Ansioso y obsesivo,
víctima de la desesperación y cansado de mis cuestionamientos, F. Bartleby decidió
exponerse: envío el manuscrito a un laboratorio donde trabajaba uno de sus
primos lejanos, y facilitó un par de copias a expertos en caligrafía que
contactó en un área de posgrado de Londres. El resultado para él fue
desalentador. Después de las pruebas de carbono-14, y de múltiples
comparaciones, el poema fue atribuido a Jalil Al Rashid, un autor poco estudiado
hasta el día de hoy, quien escribiera poemas menores en el Bagdag de los años 1122
y 1159, y que resultó descendiente directo de la vasta familia del califa Harán
al-Rashid, ese neurótico protagonista de Las
mil y una noches al que Sherezada le contaba cada luna una historia.
Volviendo al caso
del poema de largo aliento referido, se concluyó entonces que se trataba
de un texto apócrifo, que poco o nada tenía
que ver con Muhammud Ibn Al-Mahad y su vasto talento. El asunto sobre la
veracidad del manuscrito me costó la amistad de F. Bartleby, pues el filólogo
británico me escribió, en una carta breve y poco emotiva, que preferiría no ser
mi amigo nunca más, después de la vergonzosa derrota que el episodio
representaba para su imagen erudita. Para ser franco, no me interesó en lo más
mínimo su furia, pues al final del asunto yo estaba harto de su actitud
veleidosa, de fiera herida.
Trato de olvidar esa
historia. Lo conseguiré pronto, si me empeño, y sé que no representará para mí una
paja dentro del ojo, siquiera. Sin embargo, un resabio de incertidumbre ha sido
sembrado en un pequeño grupo de expertos: siempre quedará abierta la posibilidad
de hallar un texto inédito de Ibn Al-Mahad. Por lo pronto, lo único que permanece
como verídico y único, son los versos del poeta árabe, Al-Mahad, alentándome a
descubrir la luz entre tanto misterio, como una resonancia magnética que
alimenta sensaciones a través de la palabra: Teje un tapiz con la sombra que separan los hilos materiales de
estambre. Luego, descansa sobre tanta luz.
No cabe duda, la
frontera entre lo verdadero y lo que no lo es, no es más lejana que la frecuencia
que separa un aleteo de otro, de un colibrí al amanecer.
Ulises Paniagua,
en las proximidades de Alhambra.
2 de Diciembre del 2014
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