La amante nocturna
René Avilés Fabila
Allí los dos amante se sepultaron en el océano
de esos deleites lánguidos y
perversos, en los
cuales el espíritu se mezcla
con la carne misteriosa.
“Vera”
Villiers de L”Isle Adam.
Mis intenciones eran no
acudir a aquella velada literaria, estaba fatigado, el tema era
insuficientemente atractivo y, por último, llovía. Mis compañeros de jornada,
para estimularme, dijeron que entre el público estarían sus jóvenes alumnas.
Pero fue el sentido del deber, la promesa hecha, lo que me convenció. Llegué
con puntualidad, pensando en que la lluvia retrasaría a los invitados y a los
propios organizadores y que bien podría –acomodado en el lugar más iluminado de
la sala de conferencias- aligerar mi texto. A mi lado, entre los primeros
asistentes, una presencia femenina tomó asiento. Sentí su perfume, de reojo
noté los colores llamativos de su ropa. Sin dejarme atrapar, seguí corrigiendo.
Ella, silenciosamente, se cambió de lugar, a la primera fila, la que en este
tipo de eventos eluden hasta los periodistas y los familiares.
Con el tiempo que nos mostraba ese invierno y el
cansancio, supuse que en cuanto termináramos, correría a mi casa a leer y en
seguida a dormir. Me llamaron, en ese mismo momento, a la mesa desde la cual
hablaríamos. Durante la primera intervención que hubo, miré hacia el público;
en efecto, las mujeres eran muy jóvenes, estudiantes. Mi recorrido se detuvo en
la señora que había pasado junto a mí. Sus piernas eran hermosas. Una falda
roja, tableada, arriba de las rodillas, permitía verlas. La cara era de una
belleza extraordinaria enmarcada por una cabellera rubia aleonada. En mi turno,
concentrado como estaba en mis papeles, no la vi, pero al concluir
abruptamente, noté que sus ojos me escudriñaban. De inmediato volvió a su
pequeña libreta. El resto de la velada estuve luchando con el deseo de mirarla.
Cuando el acto concluyó, saludé a algunos amigos y cuando
trataba de escapar al vino tinto y los canapés, apareció aquella atractiva
señora. Me ofreció un libro mío y yo, desconcertado, dije ah, como tonto. Saqué
mi pluma para firmarlo y solicitó con voz tímida: Antes tiene usted que leer
una nota, en la primera página. Sin mirarla la busqué: estaba en inglés: decía
ser mi lectora, seguidora de mis novelas y artículos. Finalizaba: Could you drink that glass of wine with me?
You
would like my home. Graciela. Y una posdata en castellano: Tu sonrisa es
encantadora. Turbado, volví a sonreír. Un mesero ofreció vino y yo acepté. Al
pasar la copa sobre sus piernas derramó algunas gotas, le entregué mi pañuelo,
limpió el líquido y me pidió la prenda. Conversamos sobre libros míos. Yo no
atinaba qué hacer. Fue cuando Graciela (muy pronto comenzamos a tutearnos)
renovó su propuesta. Sí, claro, de acuerdo. Y caminamos rumbo a la salida. Me desconcertaba
esa mujer que tenía una gran cantidad de información acerca de mí. Le advertí
que había seguramente un problema: ambos teníamos automóviles. Puedes seguirme,
vivo en Tlalpan, en donde tú mismo. Traté de defenderme, qué curioso yo, en cambio,
nada sé de ti. No es importante, el famoso eres tú.
En el camino, mi coche atrás del suyo, traté de imaginar
su casa, su profesión, su familia. La fatiga y el tedio habían desaparecido,
era yo distinto y me emocionaba enfrentar una aventura inusitada. Pasamos el
rumbo de mi casa y proseguimos, era la parte más antigua de Tlalpan. Una zona
aislada, que por fortuna había quedado lejos del tránsito y de las áreas
comerciales. ¿Podría ser maestra o profesionista universitaria? Hacia donde
íbamos no había edificios departamentales, sólo casas, lo que le concedía una
posición social distinta. ¿Y el esposo, los hijos? Estaría soltera, de otro
modo me habría invitado a su casa. En eso detuvo su auto frente a una gran
casona, de estilo antiguo, pero recién construida, espaciosa, techo de dos
aguas, rodeada de árboles los cuales a su vez estaban protegidos por un alto
muro. La calle era cerrada y solitaria. Me hizo pasar y noté algo obvio: olía a
humedad. Todo estaba en el sitio correcto, no había polvo y el decorado
mostraba a una persona de alta posición económica: las antigüedades proliferaban,
los muebles eran francamente de buen gusto. Pisos y techos eran de madera, así
como las escaleras. Con suma curiosidad vi los cuadros, las fotografías,
observé las figuras decorativas. Impecable, perfecto, eran los calificativos
que podía usar. Busqué dónde sentarme sin esperar ofrecimiento; ella me detuvo,
no, por favor, sígueme, vamos al sitio donde paso la mayor parte del tiempo.
Caminé tras ella y subimos por una gran escalera de caracol que giraba sobre un
magnífico, inmenso, tronco de roble. Iba yo tocando la piedra de los muros
cuando me dijo: aguarda, voy a prender la luz. Un botón iluminó tenuemente una
gran estancia: sala con chimenea, que al final se transformaba en una recámara
en un nivel superior y dos puertas: una conducía al baño, la otra a una pequeña
cocina.
El lugar era deslumbrante. Me ofreció vino y descorché
una botella francesa. La música era de Albinoni y de Bach. La plática, un
monólogo estimulado por ella que preguntaba detalles para crear un esbozo de
biografía mía. De pronto dijo: quédate a dormir conmigo, y yo me sentí aún más
excitado. Traté de besarla y antes de que aceptara, me pidió que no la tocara
hasta que ella lo autorizara. Así fue. La chimenea seguía encendida y en el
tocadiscos había comenzado una música de suave tema de alguna película que me
resultó familiar. Graciela, que hasta ese momento nunca dijo su apellido ni
proporcionó mayores datos sobre ella, fue despojándose de la ropa y acto
seguido, sin atender mi deslumbramiento, me acarició y arrastró a la cama.
Después de algunos segundos de enorme intensidad, simplemente dijo ya.
Al concluir el amor, accedió a dar informes sobre su
vida, unos cuantos en realidad y muy vagos: soltera, un hijo estudiando en el
extranjero…El resto podía ser adivinado: su soledad. Su enamoramiento (no sé
cómo llamarle) de un escritor que nunca había visto. En fin. ¿No te parece,
pregunté, una audacia invitar a un desconocido?: nadie sabe que estoy aquí,
podría robarte o matarte. Como respuesta, y sonriendo: Puedes hacer lo que
gustes, ésta es tu casa, toma lo que desees, incluso mi vida. Bueno, no exageremos,
dije evitando el tono fúnebre, de literatura gótica. ¿No serás un vampiro como
la Clarimonda de Gauthier o la Carmilla de Le Fanu? Con frecuencia el sexo y lo
demoniaco van juntos. Y si así fuera, no me importaría enamorarme de ti, es
hermoso abrazarte, sentir tu cuerpo junto al mío, es una sensación que
desconocía o que en otras mujeres probablemente no me había importado. Es lo más
maravilloso que he escuchado en largo tiempo, confirmó lo que se notaba en sus
ojos, y seguimos abrazados, desnudos, bajo el amparo del fuego, mucho rato.
Y hablamos y hablamos de cine, de literatura. Sus gustos
eran los míos y los míos los suyos. Como a las cuatro de la mañana, le
expliqué, créeme, es terrible, tengo que irme, debo trabajar dentro de pocas
horas. Pero no te muevas, quédate aquí, conozco el camino. Está bien, no quiero
más que conservar tu aroma, ver las copas vacías, seguir escuchando la misma
música, hasta quedarme dormida. La besé, me vestí sin apresuramientos y dejé la
casa. En el trayecto a la mía, cinco minutos a los sumo, recordé que el tema
musical pertenecía al filme Pide al
tiempo que vuelva, cuya trama es el enamoramiento de un hombre de nuestro
tiempo por una mujer del pasado y su esfuerzo por regresar del presente otra
vez hacia ella.
Dormí unas tres horas. Comenzó la actividad. El recuerdo
de Graciela era obsesionante. El día transcurrió con lentitud, con terrible
monotonía. Mi encanto por aquella noche mágica impedía concentrarme en mi
trabajo. Alrededor de las ocho, con la ciudad plenamente iluminada, decidí ir a
buscarla: recordaba la ruta. Cuando llegué a la calle solitaria del día
anterior sólo encontré un terreno baldío. Imposible equivocarme. Regresé al
camino y me percaté de que no había posibilidad de error. Pregunté en una
caseta de vigilancia: me miraron como si estuviera loco: allí no hay ninguna
casa, ni la hubo, desde siempre fue un terreno; ignoraban quién era el
propietario.
Parecía –pensé ya en mi biblioteca- un sueño o una
historia fantástica que sirvió para romper la rutina o para hacerme presentir
que aún hay sorpresas en un mundo terriblemente realista. Dudo mucho que el
encuentro haya sido producto de mi imaginación: sé que esa mujer existe y que
volveré a verla para juntos obtener el prodigio del amor.
Diciembre 6,
1990. Tlalpan.
De Borges y yo,
1991.
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