sábado, 8 de agosto de 2015

"La amante nocturna", un cuento de René Avilés Fabila.

La amante nocturna
René Avilés Fabila



Allí los dos amante se sepultaron en el océano
de esos deleites lánguidos y perversos, en los
cuales el espíritu se mezcla con la carne misteriosa.
“Vera”
Villiers de L”Isle Adam.
                                                                                                              
Mis intenciones eran no acudir a aquella velada literaria, estaba fatigado, el tema era insuficientemente atractivo y, por último, llovía. Mis compañeros de jornada, para estimularme, dijeron que entre el público estarían sus jóvenes alumnas. Pero fue el sentido del deber, la promesa hecha, lo que me convenció. Llegué con puntualidad, pensando en que la lluvia retrasaría a los invitados y a los propios organizadores y que bien podría –acomodado en el lugar más iluminado de la sala de conferencias- aligerar mi texto. A mi lado, entre los primeros asistentes, una presencia femenina tomó asiento. Sentí su perfume, de reojo noté los colores llamativos de su ropa. Sin dejarme atrapar, seguí corrigiendo. Ella, silenciosamente, se cambió de lugar, a la primera fila, la que en este tipo de eventos eluden hasta los periodistas y los familiares.
            Con el tiempo que nos mostraba ese invierno y el cansancio, supuse que en cuanto termináramos, correría a mi casa a leer y en seguida a dormir. Me llamaron, en ese mismo momento, a la mesa desde la cual hablaríamos. Durante la primera intervención que hubo, miré hacia el público; en efecto, las mujeres eran muy jóvenes, estudiantes. Mi recorrido se detuvo en la señora que había pasado junto a mí. Sus piernas eran hermosas. Una falda roja, tableada, arriba de las rodillas, permitía verlas. La cara era de una belleza extraordinaria enmarcada por una cabellera rubia aleonada. En mi turno, concentrado como estaba en mis papeles, no la vi, pero al concluir abruptamente, noté que sus ojos me escudriñaban. De inmediato volvió a su pequeña libreta. El resto de la velada estuve luchando con el deseo de mirarla.
            Cuando el acto concluyó, saludé a algunos amigos y cuando trataba de escapar al vino tinto y los canapés, apareció aquella atractiva señora. Me ofreció un libro mío y yo, desconcertado, dije ah, como tonto. Saqué mi pluma para firmarlo y solicitó con voz tímida: Antes tiene usted que leer una nota, en la primera página. Sin mirarla la busqué: estaba en inglés: decía ser mi lectora, seguidora de mis novelas y artículos. Finalizaba: Could you drink that glass of wine with me? You would like my home. Graciela. Y una posdata en castellano: Tu sonrisa es encantadora. Turbado, volví a sonreír. Un mesero ofreció vino y yo acepté. Al pasar la copa sobre sus piernas derramó algunas gotas, le entregué mi pañuelo, limpió el líquido y me pidió la prenda. Conversamos sobre libros míos. Yo no atinaba qué hacer. Fue cuando Graciela (muy pronto comenzamos a tutearnos) renovó su propuesta. Sí, claro, de acuerdo. Y caminamos rumbo a la salida. Me desconcertaba esa mujer que tenía una gran cantidad de información acerca de mí. Le advertí que había seguramente un problema: ambos teníamos automóviles. Puedes seguirme, vivo en Tlalpan, en donde tú mismo. Traté de defenderme, qué curioso yo, en cambio, nada sé de ti. No es importante, el famoso eres tú.
            En el camino, mi coche atrás del suyo, traté de imaginar su casa, su profesión, su familia. La fatiga y el tedio habían desaparecido, era yo distinto y me emocionaba enfrentar una aventura inusitada. Pasamos el rumbo de mi casa y proseguimos, era la parte más antigua de Tlalpan. Una zona aislada, que por fortuna había quedado lejos del tránsito y de las áreas comerciales. ¿Podría ser maestra o profesionista universitaria? Hacia donde íbamos no había edificios departamentales, sólo casas, lo que le concedía una posición social distinta. ¿Y el esposo, los hijos? Estaría soltera, de otro modo me habría invitado a su casa. En eso detuvo su auto frente a una gran casona, de estilo antiguo, pero recién construida, espaciosa, techo de dos aguas, rodeada de árboles los cuales a su vez estaban protegidos por un alto muro. La calle era cerrada y solitaria. Me hizo pasar y noté algo obvio: olía a humedad. Todo estaba en el sitio correcto, no había polvo y el decorado mostraba a una persona de alta posición económica: las antigüedades proliferaban, los muebles eran francamente de buen gusto. Pisos y techos eran de madera, así como las escaleras. Con suma curiosidad vi los cuadros, las fotografías, observé las figuras decorativas. Impecable, perfecto, eran los calificativos que podía usar. Busqué dónde sentarme sin esperar ofrecimiento; ella me detuvo, no, por favor, sígueme, vamos al sitio donde paso la mayor parte del tiempo. Caminé tras ella y subimos por una gran escalera de caracol que giraba sobre un magnífico, inmenso, tronco de roble. Iba yo tocando la piedra de los muros cuando me dijo: aguarda, voy a prender la luz. Un botón iluminó tenuemente una gran estancia: sala con chimenea, que al final se transformaba en una recámara en un nivel superior y dos puertas: una conducía al baño, la otra a una pequeña cocina.
            El lugar era deslumbrante. Me ofreció vino y descorché una botella francesa. La música era de Albinoni y de Bach. La plática, un monólogo estimulado por ella que preguntaba detalles para crear un esbozo de biografía mía. De pronto dijo: quédate a dormir conmigo, y yo me sentí aún más excitado. Traté de besarla y antes de que aceptara, me pidió que no la tocara hasta que ella lo autorizara. Así fue. La chimenea seguía encendida y en el tocadiscos había comenzado una música de suave tema de alguna película que me resultó familiar. Graciela, que hasta ese momento nunca dijo su apellido ni proporcionó mayores datos sobre ella, fue despojándose de la ropa y acto seguido, sin atender mi deslumbramiento, me acarició y arrastró a la cama. Después de algunos segundos de enorme intensidad, simplemente dijo ya.
            Al concluir el amor, accedió a dar informes sobre su vida, unos cuantos en realidad y muy vagos: soltera, un hijo estudiando en el extranjero…El resto podía ser adivinado: su soledad. Su enamoramiento (no sé cómo llamarle) de un escritor que nunca había visto. En fin. ¿No te parece, pregunté, una audacia invitar a un desconocido?: nadie sabe que estoy aquí, podría robarte o matarte. Como respuesta, y sonriendo: Puedes hacer lo que gustes, ésta es tu casa, toma lo que desees, incluso mi vida. Bueno, no exageremos, dije evitando el tono fúnebre, de literatura gótica. ¿No serás un vampiro como la Clarimonda de Gauthier o la Carmilla de Le Fanu? Con frecuencia el sexo y lo demoniaco van juntos. Y si así fuera, no me importaría enamorarme de ti, es hermoso abrazarte, sentir tu cuerpo junto al mío, es una sensación que desconocía o que en otras mujeres probablemente no me había importado. Es lo más maravilloso que he escuchado en largo tiempo, confirmó lo que se notaba en sus ojos, y seguimos abrazados, desnudos, bajo el amparo del fuego, mucho rato.
            Y hablamos y hablamos de cine, de literatura. Sus gustos eran los míos y los míos los suyos. Como a las cuatro de la mañana, le expliqué, créeme, es terrible, tengo que irme, debo trabajar dentro de pocas horas. Pero no te muevas, quédate aquí, conozco el camino. Está bien, no quiero más que conservar tu aroma, ver las copas vacías, seguir escuchando la misma música, hasta quedarme dormida. La besé, me vestí sin apresuramientos y dejé la casa. En el trayecto a la mía, cinco minutos a los sumo, recordé que el tema musical pertenecía al filme Pide al tiempo que vuelva, cuya trama es el enamoramiento de un hombre de nuestro tiempo por una mujer del pasado y su esfuerzo por regresar del presente otra vez hacia ella.
            Dormí unas tres horas. Comenzó la actividad. El recuerdo de Graciela era obsesionante. El día transcurrió con lentitud, con terrible monotonía. Mi encanto por aquella noche mágica impedía concentrarme en mi trabajo. Alrededor de las ocho, con la ciudad plenamente iluminada, decidí ir a buscarla: recordaba la ruta. Cuando llegué a la calle solitaria del día anterior sólo encontré un terreno baldío. Imposible equivocarme. Regresé al camino y me percaté de que no había posibilidad de error. Pregunté en una caseta de vigilancia: me miraron como si estuviera loco: allí no hay ninguna casa, ni la hubo, desde siempre fue un terreno; ignoraban quién era el propietario.
            Parecía –pensé ya en mi biblioteca- un sueño o una historia fantástica que sirvió para romper la rutina o para hacerme presentir que aún hay sorpresas en un mundo terriblemente realista. Dudo mucho que el encuentro haya sido producto de mi imaginación: sé que esa mujer existe y que volveré a verla para juntos obtener el prodigio del amor.


Diciembre 6, 1990. Tlalpan.




De Borges y yo, 1991.









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