"Historias de la ruina",
los cuentos de Ulises Paniagua
El magnífico escritor René Avilés Fabila,
y el escritor Ulises Paniagua, en Tezontepec de Aldama, Hgo.
Si para un diccionario común el cuento es simplemente el arte de contar y concede dos sinónimos: narración y fábula, para críticos y creadores se trata de algo más complejo y en consecuencia más profundo. Según el español Julio Casares, en otra idea sencilla, “las acepciones de la palabra cuento son: relación de un suceso falso, fábula que se cuenta a los muchachos para divertirlos”. Miguel de Cervantes distinguía dos clases de cuentos: los que deleitan y los que deleitan y enseñan, es decir, la fábula y el apólogo, mientras que para Julio Cortázar, teórico del cuento y a su vez también espléndido cuentista, la característica de Edgar Allan Poe, maestro del mismo género, era englobar los tres sentidos de su creación: el suceso a relatar es lo que importa, el suceso es falso y el relato tiene una finalidad hedónica.
En los orígenes del arte, es muy probable que el cuento haya sido una de las primeras formas de expresión literaria. Creo que estamos hablando del género primigenio: aún antes de la invención del alfabeto y en consecuencia la escritura. No es difícil imaginar a un grupo de hombres y mujeres en torno a un vivac, al anochecer, luego de una cacería o de la recolección de frutos, escuchar el relato de una hazaña o de una historia que trata de explicar un fenómeno natural. Nadie contaba una historia larga y fatigante y la continuaba noche tras noche: el relato nació breve. El cuento aparece oral y esta tradición popular pasa de un lugar a otro en un mundo sin fronteras y sin propiedad privada. El gran hombre de letras Menéndez Pidal califica al cuento como género literario emigrante por excelencia. Los mismos temas --el amor, la virtud, la maldad, el odio...-- aparecen en las más antiguas civilizaciones asiáticas del hoy llamado Medio Oriente, en Europa y más adelante en América. Va, pues, de Oriente a Occidente y viceversa.
Durante los primeros siglos de nuestra era, el cuento --oral o escrito-- tenía fines religiosos o morales, servía para exaltar las grandes tareas místicas o bélicas, en suma, estaba impregnado de una épica que ha marcado a toda la literatura aún a aquélla que se resiste. Luego de la Edad Media, los aspectos didácticos pierden fuerza y valor y aparecen los elementos de orden estético y el interés estilístico, a la par que adquiere la personalidad del autor. “El cuento moderno --dice el citado Menéndez Pidal-- es un arte absolutamente personal. Es un género literario lo mismo que otro cualquiera. Cada cuento pertenece exclusivamente a su autor, como le pertenece la novela, el drama o el soneto que haya escrito. Estas producciones individuales reniegan del pasado; no quieren tener más antecedentes que su único inventor, quieren que en él comience su historia y en él acabe: ‘mi ingenio las engendró y las parió mi pluma’”, concluye con cita de Cervantes.
No es posible, desde luego, considerar al cuento como género menor o, en todo caso, como hermano pequeño de la novela. En rigurosa cronología, el cuento nació primero, sólo que es hasta el siglo XIX cuando adquiere la mayoría de edad, en tanto que la novela moderna parte, según los especialistas, de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha en 1605. “Se ha dicho --señala Julio Cortázar- que el periodo entre 1829 y 1832 ve surgir el cuento como género autónomo. En Francia aparecen Merimée y Balzac y en EU Hawthorne y Poe.” Con plena justicia, habrá que citar a este último, el que traducido al francés por Baudelaire, le da al cuento, en la misma época en que Marx estudia el capitalismo y las formas de ponerle fin a tan injusto sistema, sus principales características, las que van a marcar a todos sus descendientes hasta hoy. Lo diré de otra forma, con las palabras de Juan Valera, quien explicaba en 1907, en el prólogo a sus Cuentos completos, lo siguiente: “Habiendo sido todo el cuento al empezar las literaturas y empezando el ingenio por componer cuentos, bien puede afirmarse que el cuento fue el último género literario que vino a inscribirse. Hubo libros religiosos, códigos, poesías líricas, epopeyas, anales y crónicas, y hasta obras de filosofía y de ciencias experimentales, antes de que aparecieran libros de cuentos.” Lo curioso o extraño de su existencia es que, según han señalado varios autores, es justo su brevedad la que le permitió ser oral por largo tiempo, ir de boca en boca sin necesidad de escribirlo, lo que retrasó su desarrollo. No obstante, no olvidemos los relatos memorables que la inventiva de los árabes nos dio en Las mil y una noches o que Chaucer (Cuentos de Canterbury) y Boccaccio (El Decamerón) escribieron sus historias de irónico erotismo mucho antes de los años citados por Cortázar y lo hicieron con características de literatura moderna.
Hace poco releí por razones de trabajo al Juan Rulfo cuentista. Al hacerlo recordé al crítico norteamericano Luis Leal, sin duda el más riguroso estudioso de la obra breve y valiosa del narrador jalisciense. En alguna página, señala, refiriéndose a “Luvina”, que, según Poe: “un cuento debe ser estructurado en torno a la unidad de impresión. Todos los elementos constituyentes del cuento dependen de ese principio. El cuento por lo tanto debe ser breve, esto es, lo suficientemente breve para ser leído en una sola sesión, porque si no lo es, ‘debemos resignarnos’ –según Poe- a perder el efecto inmediatamente importante que se deriva de la unidad de impresión: porque si es menester dos sesiones, los asuntos del mundo interponen, y todo lo que signifique totalidad queda destruido por completo…”
Aunque lo que ahora llamamos minificción o brevicuentos ha llevado al extremo la brevedad, el cuento corto es algo tradicional, con medidas establecidas y suponen al menos unas diez páginas, más o menos. Hablar de un cuento de unas cincuenta páginas es ya entrar en el campo de lo que podríamos calificar como noveleta, término apenas conocido en México. Su éxito ha crecido debido a los tiempos de excesiva velocidad con la que nos movemos en ciudades complejas y desarticuladas y, desde luego, al apoyo de Internet. Pero este es un tema más complejo y con orígenes muy variados.
Esto lo señalo como prólogo, aunque el libro Historias de la ruina de Ulises Paniagua, está bien prologado por Glafira Rocha, porque encaja en lo que antes expuse y en algo que como maestro de talleres de cuento he insistido: la unidad temática. Algo fundamental. No se trata, pues, de escribir un volumen de relatos donde hay dos de ciencia ficción, tres de amor y dos más de drama rural. Los grandes libros de cuentos están hechos como Borges escribió los suyos, o en México Arreola y Rulfo confeccionaron los suyos: con una severa unidad. Me parece, luego de la lectura de la obra de Ulises que hoy nos reúne que es un joven autor (1976), de talento y ya dueño de un trabajo respetable distribuido entre cuentos, poemas y artículos.
El prólogo de Glafira Rocha es interesante, aunque debo advertir que no soy amigo de los prólogos. A Borges le gustaban tanto que han sido reunidos los muchos que escribió a lo largo de su vida en un volumen y les estampó un prólogo. A Jorge Semprún no le eran gratos, los desdeñaba. ¿Sería insensato decir que a mí me gustan los epílogos? Lo ignoro. Glafira desentraña los cuentos de Ulises, ese es el riesgo de los prólogos sobre todo cuando provienen de alguien inteligente y de talento. Un ejemplo: “En cada uno de los cuentos de Historias de la ruina, podremos encontrar a un ser que se tambalea entre lo que es y lo que debe ser e intenta salir de una vida auténtica.” Apoya su punto de vista en ideas de Heidegger. Más adelante lo vincula a un escritor que venturosamente festeja el cumpleaños 50 de su mejor novela, Rayuela: Julio Cortázar. También esa es una lograda aseveración acaso probada por el epígrafe del escritor francés, formado en Buenos Aires en la página inicial.
Sin embargo la lectura de los relatos de Ulises Paniagua pone al descubierto una serie de facetas poco frecuentes en México. Cuidadosamente escritos, con una prosa cuidada, castigada suele decir Beatriz Espejo, nos introduce en un mundo de fantasía novedosa. De “Juguete chino” a “Cartas a un espejo muerto” y llegando al epílogo: “La rampa”, son cuentos inteligentes, escritos con belleza, cuyas tramas nunca dejan de sorprendernos. Es el caso de “El sueño”, donde alguien que se niega a dejar de soñar se topa con monstruos que ha anticipado el pintor Goya. Diálogos, historias, personajes, monólogos, reflexiones, todo en un gran libro producto de grandes lecturas y conducidos con la certeza del maestro, del joven maestro en este caso. Ulises Paniagua escribe con la perfección y destreza de un narrador experimentado, dueño de lecturas que en cada relato son evidentes.
Imagino que en este tipo de obras, no soy crítico literario, siempre hay cuentos que gustan más que otros. La selección es difícil. relato tras relato el empuje creador no cede. “Para domar las furias”, “Historia del desasosiego” y “Crónica del Minotauro", son sencillamente portentosos. Eso no significa que, digamos, “Todos somos licenciados”, donde la ironía descuella, o “Encuentro en la embajada”, historia donde el personaje central es un Cuento, así, con mayúscula y en el que la literatura barata sale humillada, como debe ser, sean textos menores. Simplemente los primeros me parecieron muy logrados, producto de una buena mezcla de imaginación y cultura literaria, disciplina. Pero cualquiera que abra el libro se verá impedido a cerrarlo hasta su conclusión. Cada cuento posee valores literarios de mérito. Pienso que Ulises Paniagua produjo un libro notable. Sin duda los que le seguirán, lo situarán en un primer plano dentro de las letras mexicanas, tan pobladas de excelentes cuentistas. Su obra está tan cargada de méritos que me dejaron, tras cada página, muchas ideas que he tratado de manifestar en esta presentación. Debo decir, antes de concluir, que la amistad entre Ulises y yo, nace en las redes sociales, en Facebook concretamente y de allí, por fortuna, pasamos a la relación insuperable, donde uno se ve y conversa sin pantallas.
Glafira Rocha hace notar en sus páginas iniciales que Ulises Paniagua estudió arquitectura y que eso lo hace edificar edificios o redificar los que están ruinosos. Pero en todos los casos la ruina es una obra maestra de las letras. No son casas tomadas como en el caso de Cortázar, las de Ulises son casonas e historias devueltas con alguna finalidad enigmática y hermosa.
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