La transgresión en la literatura
española del siglo XX
Ulises
Paniagua
William Blake escribió:
Los tigres de la ira son más sabios que
los caballos de la educación. Un verso que encaja con el largo grito
español durante los años de dictadura franquista. En los años cuarentas y cincuentas del siglo XX, la producción literaria en aquel país
europeo adquirió, de manera curiosa y a pesar del régimen, notables muestras de
transgresión. Este ensayo, por su brevedad, no permite extenderse demasiado
para conseguir un estudio profundo, aunque tampoco se ha pretendido tal fin al
escribirlo. Me limitaré a explorar, de manera directa y concisa, dos fenómenos
que demuestran un impulso dialéctico: la novela
social, y la poética de los
proscritos. La primera, iniciada por Camilo José Cela, se encaminó a la
consolidación de una estética revolucionada, formal y conceptualmente, que
alcanza su más alta expresión artística en las novelas de Miguel Delibes
publicadas en los ochentas. La
segunda, sustentada en cuatro autores (Dámaso Alonso, Blas de Otero, Gabriel
Celaya, hasta llegar al maestro de la locura, Leopoldo María Panero), es una
poética que, conforme se abría la represión y la censura, alcanzaba un carácter de malditez sin máscaras ni tachones.
A
partir de 1942, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, la narrativa española recurrió
a la novela social como un arma del futuro (citando un poema de
Gabriel Celaya), y se dedicó a tratar de explicar o denunciar fenómenos como la
injusticia y la orfandad identitaria, mientras Europa era arrasada por las
bombas. Porque vivimos a golpes, porque
apenas si nos dejan / decir que somos quien somos, / nuestros cantares no
pueden ser sin pecado un adorno. / Estamos tocando el fondo. (Celaya, 1960).
Debe citarse como iniciador del movimiento narrativo a Camilo José Cela, con su
libro La familia de Pascual Duarte
(1942), novela que marca un antes y un después en la manera de contar una
historia en lengua castellana. Otros autores, a partir de este parteaguas,
continuarán en la línea durante cuatro décadas, revelando desigualdades y
relaciones de dominación a través de conflictos de señoritos y patrones contra empleados
o sirvientes. Algunos autores destacados de este periodo son: Juan A. de
Zunzunegui, con Esta oscura desbandada (1952),
Juan Goytisolo, con Juegos de manos
(1954), Rafael Sánchez Ferlosio, con El
Jarana (1956), Jesús Fernández Santos, con Los bravos (1954), Miguel Delibes (excelso, por cierto), con Mi idolatrado hijo Sísí (1953), Los santos inocentes (1981), y La Mortaja (1987), y Ángel María de
Lera, con Los olvidados (1957), (que lo
único que comparte con la cinta de Luis Buñuel de 1964 es el título).
Pablo
Gil Casado, para explicar el fenómeno de la novela
social de esos años, la divide en cinco categorías: 1) La abulia, 2) El
campo, 3) El obrero y el empleado, 4) La vivienda, 5) Libros de viaje, y 6) La
alienación (Gil, 1968: 14-16).
La narrativa social, producto de un entorno represivo, aunque
bajo atavismos de conflicto rural, mucho debe a la influencia de Bertolt Brecht
y de György Lukács (Gil, 1968: 5), y se caracteriza por tres puntos básicos:
1. El análisis exacto del pueblo
como conjunto de fuerzas diversas y opuestas entre sí.
2. La propuesta de elaborar los
principios de un arte al servicio de una clase (el proletariado), que aspira a
una función de guía, es decir, de un arte que también sobre el plano
técnico-formal desarrolle un papel hegemónico en relación a toda la sociedad
(rechazo del folklore como cultura de las masas subalternas).
3. El empalme del aporte brechtiano
con la elaboración científica de la noción de realismo, alimentado por la
realidad misma.
(Gil, 1968: 5-6)
No
se trataba ya de un realismo “rosa”, costumbrista, al estilo de Pérez Galdós o
de Leopoldo Alas “Clarín”, sino de una forma directa en la búsqueda de
identidad ante los procesos de una modernidad impuesta. Se trataba de saber qué
significaba ser español, sobre todo si se era pobre. Se buscaba el corazón de
la españolidad, con insistencia, para darle voz en medio de una esquizofrénica
batalla entre fascismo y libertad. Juan Ramón Jiménez dedicó, en ese contexto,
su obra poética “a la inmensa minoría”, declarando un carácter elitista donde
el preciosismo en la prosa, y lo intelectual, estaban destinados a unos pocos.
Blas de Otero, como respuesta agria a un discurso literario segregacionista,
dedica sus versos “a la inmensa mayoría”, para integrar a las grandes masas
campesinas y obreras, unidas contra la injusticia de una figura, llamada Dios,
que bien podría ser una metáfora (consciente o inconsciente) de Franco. Es a la inmensa mayoría, fronda / de turbias
frentes y sufrientes pechos / a los que luchan contra Dios, deshechos / de un
solo golpe de tiniebla honda (Otero, 1950) También, en éste sentido de
urgencia popular, Antonio Machado escribe: Hasta
que el pueblo las canta, / las coplas, coplas no son, / y cuando las canta el
pueblo, / ya nadie sabe el autor. / Procura tú que tus coplas / vayan al pueblo
a parar, / aunque dejen de ser tuyas / para ser de los demás.
La
poesía, por su parte, se vuelca a un tono que no fue considerado contestatario
del todo, según lo miraba la censura en un inicio, pero que mucho tenía de ello.
La influencia de autores como Charles Baudelaire,
Arthur Rimbaud y Paul Verlaine es evidente en versos llenos de un reclamo
ácido. En el caso de los autores franceses, tal imprecación estaba orientada a
los estragos de una era industrial, de una modernidad asfixiante para una
comunidad que guardaba prácticas rurales todavía.
En
cuanto a España, la acidez de los versos también reclama el pasado perdido, la
destrucción del modo campesino de vida, pero esta visión de por sí pesimista se
intensifica ante los horrores de una guerra fraticida, una guerra civil encarnizada,
llena de asesinatos y persecuciones de carácter político. Para calcular las
dimensiones de este conflicto, nacional en apariencia, basta citar el Congreso
de intelectuales antifascistas, convocado en Valencia, en el año de 1937, al
que acudieron escritores y artistas de la talla de Pablo Neruda, Octavio Paz,
Silvestre Revueltas, Rafael Alberti y Elena Garro, para demostrar su repudio
ante el peligro de una derecha intransigente. (Garro describe, perfectamente,
ese episodio histórico en su libro Memorias
de España 1937).
España
estaba en el ojo del mundo. En poetas como Gabriel Celaya encontramos el
miocardio del conflicto, un conflicto similar al que se debatía en la
narrativa. Las altas esferas políticas, aliadas con pequeños grupos
intelectuales que le eran cercanos (se rumora que Camilo José Cela fue censor
de Franco) intentan hegemonizar la cultura, destacando lo que les sirve o parece
apropiado, y rechazando “la otra poesía”, la que no habla de dioses y
serafines, bajo el pretexto de no juzgarla digna por sus condiciones estéticas.
Celaya protesta: Maldigo la poesía
concebida como un lujo / cultural por los neutrales / que, lavándose las manos,
se desentienden y evaden. / Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta
mancharse. (Celaya, 1960). ¿Dónde quedaban los pobres, el pueblo en montón,
los marginados. “la inmensa mayoría? Blas de Otero y Celaya sabían que mientras
el pueblo estuviese alejado de los libros no podría dejar de padecer el peso
inhumano del régimen. Franco también. Y por ello, en algún momento de la
dictadura, cuatro años, para ser exactos, no fue publicado un solo libro de
manera oficial, bajo la consigna de Aquí
no publica ni Dios. Nuevamente Celaya responde con un grito fiero: Poesía para el pobre, poesía
necesaria / como el pan de cada día, / como el aire que exigimos trece veces
por minuto, / para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica (Celaya,
1960).
Mientras
tanto, ¿qué con lo español?, ¿qué significaba ser un español? Por momentos: el
horror, la destrucción del alma a través de la guerra. Dámaso Alonso ya había
iniciado el debate desde el momento que publicó, en 1944, un poemario que causó
estruendo: Hijos de la ira. Un
reclamo a lo celestial, extrañamente semejante a lo oficial, por los terribles
daños causados a la paz y a la esperanza. Eran tiempos oscuros de una Europa
sumida en la violencia y el hambre. Dice Dámaso Alonso: Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres / (según las
últimas estadísticas). / A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo / en
este nicho en el que hace 45 años que me pudro, / y paso largas horas oyendo
gemir al huracán, o ladrar los perros, / o fluir blandamente la luz de la luna (Dámaso, 1944).
España como problema
era el debate. ¿A dónde ir? ¿A qué aferrarse en el caos, en el naufragio? Lo cierto
es que entre 1929 y 1972 la tierra española se vio se sacudida por fuertes convulsiones
socio-históricas. En este panorama aparece la figura de Blas de Otero, firme y poderosa,
en un equilibrio cavernoso para comprender el proceso histórico, pero también
para tratar de comprenderse a uno mismo: Aquí
tenéis, en canto y alma, al hombre / aquel que amó, vivió, murió por dentro / y
un buen día bajó a la calle: entonces / comprendió: y rompió todos sus versos…
(Otero, 1955). El dolor era profundo, y
parecía interminable. No se querían más balas, más llanto. Escribo / en defensa del reino / del hombre y su justicia. Pido / la
paz / y la palabra. (Otero, 1955).
Bajo tan aciago panorama, sólo el suicidio o la revuelta parecían opciones al
infierno que se padecía. Y si ambas fracasaban, se aspiraba, destrozado, a la
nada: Entonces ¿para qué vivir, oh hijos
/de madre, a qué vidrieras, crucifijos / y todo lo demás? Basta la muerte (…)
Termina, oh Dios, de maltratarnos. / O si no, déjanos precipitarnos / sobre Ti,
ronco río que revierte. (Otero, 1955).
Es
justo aquí, en este ambiente podrido, desesperanzado, que los poetas, a pesar
de su unidad, se internan en los versos tremendistas, cataclísmicos. Como
respuesta, un odio expresado en palabras vierte veneno hacia los opresores y
ante la pasividad de los oprimidos. Destrucción, autodestrucción. La malditez
toma las bridas, como puede detectarse en versos del propio Celaya dedicados a
Blas de Otero. La malditez como forma de transgresión. La transgresión ya no
como único instrumento de protesta, de reclamo, sino de transformación
profunda. Se rompen las estructuras tradicionales dando paso a nuevas formas,
dinámicas, contrarias a la rigidez de los viejos militares, industriales y
ganaderos que controlan los procesos económicos. Ahora es Rilke, ahora es
Blake. Son los tigres de la ira:
Amigo Blas de Otero: Porque sé que tú existes,
/ y porque el mundo existe, y yo también existo, / porque tú y yo y el mundo nos estamos
muriendo, / gastando nuestras vueltas como quien no hace nada, / quiero
hablarte y hablarme, dejar hablar al mundo / (…) / Vamos a ver, amigo, si esto
puede aguantarse: / El semillero hirviente de un corazón podrido, / los
mordiscos chiquitos de las larvas hambrientas, / los días cualesquiera que nos
comen por dentro, / la carga de miseria, la experiencia —un residuo—, / las
penas amasadas con lento polvo y llanto. / Nos estamos muriendo por los cuatro
costados, / y también por el quinto de un Dios que no entendemos. / Los metales
furiosos, los mohos del cansancio, / los ácidos borrachos de amarguras
antiguas, / las corrupciones vivas, las penas materiales... / todo esto —tú
sabes—, todo esto y lo otro. / Tú sabes. No perdonas. Estás ardiendo vivo. / La
llama que nos duele quería ser un ala. / Tú sabes y tu verso pone el grito en
el cielo.
(Celaya,
1960 )
En 1955, Ginsberg publica en
Estados Unidos Howl (Aullido), poema imprescindible para la generaciones
posmodernas: I saw the best minds of my generation
destroyed by madness, starving hysterical naked, / dragging themselves through
the negro streets at dawn looking for an angry fix (Ginsberg, 1955) *. ¿Habrían
leído Celaya y De Otero estos versos? ¿O sucede que la malditez, la crítica a
la maquinaria del mundo es un horror compartido en esa década? Lo relevante es
como las formas poéticas se encaminan a versos de largo aliento y a temas
urbanos donde la locura y el horror son escenarios comunes.
En
España, el exponente digno de esta tradición, llevado al punto máximo de
transgresión treinta años después, fue Leopoldo María Panero (quien murió
finalmente recluido en un hospital psiquiátrico). Panero es la locura como
medio de redención, el cuestionamiento a los “normales”, alienados, “esa
inmensa minoría” que se sienten superiores a los caídos. El mundo es sangre y
extrañeza en la obra de Panero. Es una balada de resentidos: Los libros caían sobre mi máscara (y donde
había un rictus de viejo moribundo), y las palabras me azotaban y un remolino
de gente gritaba contra los libros, así que los eché todos a la hoguera para
que el fuego deshiciera las palabras (Panero, 1987).
Hablamos
de un poeta desarraigado, un hombre desclasado que trabaja con sus versos
contra la sociedad y contra él mismo, un ser que sufre del complejo de
autodestrucción y que transforma ese complejo, esa autodestrucción, en obra de arte.
Un maldito, en definitiva, que se suicida a cámara lenta y, de esta manera, es
capaz de hacer su obra con prisas, iluminada con destellos e impulsada,
paradójicamente, por ese descenso hacia el fondo del abismo que, en realidad,
busca truncar con violencia, dejar inacabada, esa misma obra (M. Orozco, 2012).
Emulando a Baudeleaire, («Ten piedad de
mi larga miseria», de “Le fleurs du mal”), Panero compone un Himno a Satán, una plegaria que por
maldita busca la defensa de los marginados:
Tú
que eres tan sólo / una herida en la pared / y un rasguño en la frente / que
induce suavemente / a la muerte. / Tú ayudas a los débiles / mejor
que los cristianos / tú vienes de las estrellas / y odias esta tierra / donde
moribundos descalzos / se dan la mano día tras día / buscando entre la mierda /
la razón de su vida; / yo que nací del excremento / te amo / y amo posar sobre
tus / manos delicadas mis heces. / Tu símbolo es el ciervo / y el mío la luna:
/ que caiga la lluvia sobre / nuestras faces / uniéndonos en un abrazo /
silencioso y cruel en que / como el suicidio, sueño / sin ángeles ni mujeres /
desnudo de todo / salvo de tu nombre / de tus besos en mi ano / y tus caricias
en mi cabeza calva / rociaremos con vino, orina / y sangre las iglesias /
regalo de los magos / y debajo del crucifijo / aullaremos
(Panero,
1987)
No
cabe duda de que la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial, aunadas a una
terrible dictadura, dejaron en el pueblo español hondas heridas, cicatrices que
lentamente las nuevas generaciones han conseguido cerrar, bajo procesos de una
libertad artística: de allí el movimiento del rock en español y de la liberación sexual, reflejada en las
películas de Pedro Almodóvar.
España,
antes de reconocerse como ahora pretende hacerlo, se debatía en dos, una oscura
y amante de la muerte, y una luminosa que anhelaba la luz. Una esquizofrénica
como el Guernica de Picasso; otra
confundida como el payaso alegre y el payaso triste tan profunda y
violentamente retratados por Alex de la Iglesia, en su cinta Balada triste para un solo de trompeta (2010).
¿Cómo comprender este camino del dolor? ¿Cómo llegar a la liberación? La novela social y la poesía brindan respuestas.
La literatura, en su búsqueda, es transgresión, transgresión que redimió a una
España fracturada por su propia locura. Ese enfrentamiento en el vértice, en el
límite del aullido, fue una oportunidad, sin embargo, de alcanzar una salida: En el oscuro jardín del manicomio / los
locos maldicen a los hombres (Panero, 1987).
Enfrentarse
para reconocerse. Transgredir para dejar atrás. Maldecir para olvidar el rencor
y mantener viva la memoria, eternamente. Ese es el fuego de la poesía y de la
literatura. Esos son los colmillos filosos del tigre que devoran los rígidos
fantasmas del pasado. España, recién salida del abismo de la dictadura, no ha
podido ser la excepción.
*He visto las
mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, histéricos famélicos
muertos de hambre arrastrándose por las calles, negros al amanecer buscando una
dosis furiosa …
Bibliografía:
1. Alonso,
Dámaso, Hijos de la ira. Espasa. España, Primera edición, 1944.
2. Celaya,
Gabriel, Poesía urgente. Losada, Argentina. Primera edición, 1960.
3. Gil
Casado, Pablo, La novela social española. Seix Barral. España, 1968.
4. Otero,
Blas de, Ángel fieramente humano. Lumen. España, 1950.
5. Otero,
Blas de, Pido la paz y la palabra. España, 1955.
6. Panero,
Leopoldo María, Poemas del manicomio de Mondragón. Hiperión. España, 1987.
Cinematografía:
1. De
la Iglesia, Alex, Balada triste de trompeta. 2010.
Fuentes electrónicas:
1. M.
Orozco, Revista de letras. Diario La Vanguardia, 27 /08/ 2012. http://revistadeletras.net/himno-a-satan-de-leopoldo-maria-panero/
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