Los umbrales del yo
Ulises paniagua
—Te
vi muerto esta mañana —confesó el
vecino del apartamento 303, en medio de la más oscura extrañeza.
Me quedé de piedra.
—Claro, ahora veo que no eras tú. El atropellado
se te parecía mucho.
No quise conocer pormenores ni circunstancias. El acto de confundirme con
un cadáver me llenaba (sí / claro que sí) de un horror profundo.
—Te estuve observando en el gimnasio el martes —comentó siete
días antes la vecina del 105, una guapa puertorriqueña. Allí comenzó el juego
macabro — Te veías bien.
Era imposible negarme al elogio. Había pasado mucho tiempo desde que una
mujer bella me coqueteara. Me limité a cerrar el ojo, no sin torpeza, y a
asentir (vamos muchacho / impresiónala) con docilidad.
—Te vi corriendo en la mañana —inició la
conversación un amigo de infancia, cuando lo encontré hace tres días, camino a
la oficina.
—No era yo —respondí, desconcertado — Creo que me viste ayer, ayer sí corrí un rato.
—No, fue hoy, temprano. Parecías un profesional.
Qué carajo significa parecer un corredor profesional, aún no lo sé. Pero
comenzaba a sospechar que algún atleta vivía cerca de casa, una especie de
doble de este humilde corrector de estilo.
—¿No estabas abajo, en la entrada del edificio? —me preguntó ayer un compañero, en la oficina de la editorial.
—Te acabo de ver con una rubia buenísima.
Maldije al otro mí. No sólo era un deportista, era un don juan, y también
trabajaba en una oficina.
—No he salido de…Ah, claro, si (cómo no / cómo
no). Claro que era. Quién más podía ser. —balbuceé,
para no quedar en ridículo.
Aunque la confusión me alegraba porque generaba una buena imagen de mis
capacidades galantes, comenzó a invadirme la paranoia.
Horas más tarde, el dueño de la tienda de la esquina juraba haberme visto
pasar en un auto de lujo. Mi prima me llamó para felicitarme por mi entrevista
en un noticiero. Mi hermano casi se infarta al verme entrar a un motel
acompañado por dos chicas. Una foto con mi rostro aparecía en la portada de un
diario importante.
A mí se me ha negado siempre la envidia, pero tuve que reconocer que las
noticias que llegaban a mis oídos despertaron un justificado sentimiento de
celos ante ese otro, ese que decían era mi yo exitoso, ubicuo.
—Te vi muerto esta mañana —confesó hoy el vecino del
apartamento 303, en medio de la más oscura extrañeza.
No quise conocer pormenores ni circunstancias. Sin embargo, mi rostro
emitió un rictus de satisfacción torcida. Experimenté una placidez morbosa, por
un instante. Luego me puse triste nada más llegar a mi apartamento solitario, y
encender el televisor.
Del libro: "Entre el día y la noche", de próxima publicación.
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