Presagio
135
“Ocurrió
que, en un momento dado, le di mi violín (al diablo), y lo desafié
a
que tocara para mi alguna una pieza romántica. Mi asombro fue enorme
cuando
lo escuché tocar con gran bravura e
inteligencia una sonata tan
singular
y romántica como nunca antes había oído…”
Sueño de Nicolo Paganini, una noche de 1713
Despiertas.
A tu alrededor hay un espacio amplio, casi en abandono. Ni un alma
caminando los pasillos. Ningún autobús en los andenes. Un calor sofocante lo envuelve
todo. Una densa neblina se apodera de la
central camionera después de la ligera llovizna.
A lo lejos, proveniente de algún
estéreo cercano llegan las notas del Romance,
la célebre pieza para violín. Es extraño. En veinticinco años de carrera
artística nunca pensaste escuchar una pieza clásica a altas horas de la noche
en un lugar rodeado por caserones y rancherías.
De la puerta de una bodega sale una mujer madura, vistiendo un camisón. Su cabello es largo, de un castaño
profundo. Su cuerpo se trasluce compacto, firme, pero no se te antoja atractivo.
Se encamina hasta el mostrador de una tiendita improvisada dentro de la
terminal. Parece preparar un café. Puedes verla allí, de espaldas, en la
penumbra y concentrada en su labor. Su figura impone. No tiene alguna
particularidad, apenas hace ruido. Pero por algún motivo te parece amenazante.
Dentro de ti algo se agita. Sientes la alarma. El calor aprieta. El volumen de
la música se intensifica. Entra un coro de agudos inquietantes. La mujer gira
hacia el asiento desde donde contemplas la escena. Se dirige despacio hacia ti,
emergiendo desde la penumbra. Sientes miedo. No sabes por qué, pero sientes
miedo. Ante ti aparece un cuadro terrible. Puedes verla: en su faz hay un par
de cuencas sin ojos, como una virgen católica que llora sangre. Gotas de sangre
que escurren hasta el camisón, manchado; iluminado apenas con la luz de alguna
lámpara incipiente. Ella sonríe, cómplice.
Las bocinas de la terminal anuncian:
-Pasajeros con destino a la Ciudad de México, favor de abordar el autobús
135…
Despiertas.
Sabes que estuviste a punto de gritar. Malditas pesadillas que no dejan
de perseguirte desde la visita a la hacienda de Rómulo Renán, el famoso
ensayista que un día se obsesionó con los estudios sobre demonología. Miras a
tu alrededor. La terminal está desierta. Los grillos se vuelven bulliciosos. Echas
un ojo al reloj. Pasa de la medianoche. El autobús debía haber llegado hace
quince minutos. Comienzas a perder la
tranquilidad. Sientes el impulso de sacar el violín, despojarlo de su estuche
gélido y conservador para interpretar alguna pieza triste, propia del ánimo que
promueve la soledad del sitio. Pero cambias de idea cuando a lo lejos los
primeros compases del Romance te erizan la piel. ¿Quién demonios escucha a Beethoven
después de la medianoche? Parece una broma malsana de un culto perdido en este
pueblo mugroso. Te dices que no tienes nervios para soportar estas cosas.
Algo te obliga a revisar tu celular. Hay un mensaje de Rómulo Renán: Pase lo que pase, no indagues los senderos de la locura. La Papisa lo
dicta. Ocioso desequilibrado. A
quién se le puede ocurrir proseguir asustando de esta manera a un hombre en una
noche tan extraña. La música se escucha con mayor claridad. Este ir y venir
entre pesadillas en la última semana te obliga a considerar el estado de tu
cordura. Piensas en Rómulo. En sus desvaríos. Los recuerdos desfilan ante tu
mente como agitados flashbacks que
intentan reconstruir una historia: la carta que aparece de manera misteriosa,
una tarde cualquiera, debajo de tu puerta. Tú mismo leyendo las líneas de esa
carta. ¿Por qué no mandarte un mail, para qué resolverlo de una forma tan anticuada?
Renán pidiendo ayuda, implorando a un viejo conocido una visita para aclarar
sus ideas. “Soy capaz de horrorizar a la más tierna de las historias” dicta un
fragmento apenas legible en la misiva.
Haces tus maletas y partes al encuentro de ese viejo compañero que parece
haber perdido la razón. Pero en secreto te inquietas al pensar que al reunirte
con él, será inevitable el re-encuentro con Giovanna, el gran amor, el
tempestuoso amor de tu juventud. En los archivos pretéritos desfilan las
imágenes de Giovanna tomando cursos de latín en el liceo y su fabuloso interés
por citar ejemplos de mujeres insurrectas en el quehacer histórico. Su
preferida: Lilith, la mujer capaz de renunciar a Adán y a los designios de Yahvé
para mantener su libertad, su derecho a ser
en toda la extensión de la palabra. Su segunda predilección: Juana, la mujer
que, según una oscura leyenda, llegó a adueñarse del papado en el siglo IX D.C.
Giovanna te pareció siempre
brillante y sorpresiva. El momento cúspide de tu admiración por aquella chica
fue el día que te confesó que había iniciado sus trámites para la apostasía,
que estaba convencida de que no existía mejor manera de conseguir la liberación
que sacudir un yugo bautismal que nos había sido impuesto cuando aún no
teníamos edad suficiente para decidir si queríamos pertenecer a algún círculo
religioso. Mientras te contaba sus planes, miraba las gárgolas de la catedral,
disfrutando de un café exprés. Esa tarde
también te habló de los reikon. Giovanna
amaba las costumbres del lejano Oriente. En esa época, estaba muy interesada en
la concepción de los espíritus en la cultura japonesa.
-Si alguien se muere –me dijo muy seria- su reikon deja su cuerpo para habitar un espacio neutro, donde convive
con sus antepasados. En Japón piensan que puedes contemplar la aparición de tu
propio fantasma, que puedes desdoblarte de ti mismo para recibir un anuncio,
como la muerte de un familiar; o para alertarte de algún peligro. Si algún día estás
en peligro o muero, te lo haré saber por tu reikon.
-Giovanna –repusiste- Eres demasiado brillante para creer en esas
costumbres primitivas.
La imagen de ella pareciera ahora nítida, incluso palpable. Evocarla es
doloroso.
El autobús se estaciona. En una
pizarra electrónica, una y otra vez, aparece el destino del viaje: Ciudad de
México….Ciudad de México….Ciudad de Méx… Desvías tu atención ante un chofer
entrado en años que acciona el mecanismo de la puerta. Exhalando aire, la
puerta abre. Entonces escuchas, ahora sí de manera nítida, la melodía de violín
que escapa desde el interior. De modo
que de aquí provenía, te dices, un poco avergonzado por tu sugestión. Te
cuelgas la mochila de viajero. Tomas el estuche de tu instrumento, te arreglas
el cuello de la camisa, sin saber para quién te interesa verte elegante, y te preparas
a abordar.
El conductor, desde su sitio, te mira un poco aburrido, un poco aliviado al
encontrar un ser vivo esta noche.
-No crea que soy muy culto –confiesa- Es que me dijeron que en la
estación esperaba un concertista, y quise buscar la manera de hacerle agradable
el viaje.
-¿Y por qué Beethoven? –te animas a preguntar.
-¿Por qué quién?
No quieres continuar con esta conversación. Sabes que no hay tema entre
un melómano empedernido y un hombre ordinario. En ese momento la angustia
vuelve a apoderarse de ti. Cómo podría saber este hombre que eres músico.
Claro. El estuche. Algún intercambio vía radio. Además, el pueblo no es muy
grande, te convences para encontrar la lógica de los hechos. Pero si el pueblo no
es muy grande, eso quiere decir que Rómulo supo siempre donde te alojabas, que
no habías partido. Quizás sólo había estado jugado al gato y al ratón contigo.
-Suba, señor. Ya no esperamos a nadie.
Asciendes la escalinata, te sientas tres lugares detrás del conductor, en
el lugar que se halla junto al pasillo. Miras por encima de tu hombro. El
autobús está desierto. Te recuestas sobre el respaldo. El chofer cierra la
puerta. Enciende un cigarro, arranca el motor, y pone el vehículo en marcha. Comienzas
a padecer el peso de las horas y la fatiga infligida por los sobresaltos de los
últimos días. Te abandonas al sopor, al arrullo sordo de la marcha. El
conductor vuelve a encender la radio. Esta vez es Mozart. El concierto G para
violín, KV 216.
Despiertas. Miras a través de la ventanilla. Una densa niebla impide encontrar un objeto más allá de dos metros.
Por el cristal del frente, el autobús devora las líneas de la carretera, que se
van iluminando con el paso de los faros de halógeno. Giras hacia la derecha.
Una sombra gigantesca agita una daga brillante entre las penumbras. Descarga un
golpe sobre ti.
Esta vez sí gritaste. El chofer te mira a través del retrovisor, curioso.
Sabes que gritaste. Tuvo que ser así.
-¿Le pasa algo? –su tono parece sincero.
-Discúlpeme. Estos días no he podido dormir bien.
Entonces te das cuenta de que la música parece haber cesado desde hace
largo rato. Tratas de mantenerte despierto. Sacudes la cabeza de un lado a
otro. Te tallas los ojos. Intentas reconstruir los hechos. El pasado duele.
Giovanna te dijo un día que le gustabas. Que eras un chico muy agradable,
de una sensibilidad…¿cuál fue el término que usó para describirla? Sí, claro.
Irresistible. Creo que sólo ella presentía que podrías convertirte en uno de
los mejores violinistas del país. Luego te confesó que si le pidieras que fuera
tu novia, no habría forma de negarse. Pero tú eras demasiado tímido, demasiado
joven o muy imbécil y no pudiste responder ninguna palabra amable. Te limitaste
a contemplar un viejo libro de Baudelaire
(quien en ese entonces era tu poeta preferido), y asentiste en silencio,
procurando encontrar en tu corazón el coraje suficiente para declarar el amor
que profesabas. Entonces recibiste una llamada. Preferiste atender al celular a
un amigo que te invitaba a tomar una cerveza en un barcillo para estudiantes.
Miraste a Giovanna con una desolación inmensa. Y antepusiste un “Gracias por
todo.” al deseo infinito de dejarte consentir por uno de sus tiernos abrazos.
Tuviste miedo. Tanto. Pobre criatura. Vinieron las vacaciones de verano.
Giovanna se inscribió al propedéutico para estudiar la carrera de letras
inglesas, y allí conoció a Rómulo, quien la deslumbró con su refinada
educación, su trato cortés y una lucidez asombrosa. Sería inútil averiguar si
el despecho ante tu cobardía ayudó a que ella decidiera entablar un noviazgo
con él. A partir de entonces tus relaciones con Giovanna se volvieron
tortuosas, hasta llegar a ser incluso insoportables. Rómulo, en cambio,
ignorante de tu entrañable amistad con su nueva novia, te conoció en el slam de poesía que organizaron los
estudiantes de Filosofía, y te brindó una amistad cordial y desinteresada que
no haría más que aguijonarte el corazón durante tu estancia en el campus. Para
ti, concluir los estudios fue lo mejor que pudo suceder durante esos años de
titubeos.
Cuando llegaste a la mansión de
Rómulo, supiste que los habitantes del pueblo no mentían. Se trataba de un
castillo de cantera pulida, una verdadera fortaleza con detalles góticos propios
de un obseso de la arquitectura de dicha época. Por qué tu ex compañero de
clase compraría o mandaría construir una residencia tan horrenda, resultaba
indescifrable.
Rómulo emergió desde el dintel, apurado y jadeante, para invitarte a
pasar. Las canas comienzan a consumirlo, piensas mientras lo sigues a través de
húmedos corredores y pasillos alargados por una sucesión interminable de
puertas. Cuando estrechas su mano, notas el anillo rosacruz que ha distinguido
a generaciones extensas de políticos y famosos en el país, entre ellos los
Ponce de León.
-Tú sabes de mi aversión a la Muerte -confiesa Renán, un tanto apenado,
sin que medie alguna solicitud de justificar sus actos- Construir un hogar como
este, un laberinto, me permite imaginarme a salvo.
Su explicación no resulta convincente.
- Juraría que esto es una prisión ¿Cómo construiste esto? –presionas con
una voz apenas audible hasta para ti, mientras te convences de que lo único que
hace es llevarte en círculos a través de la casa, para volver a la habitación
principal.
-Los amantes de la demonología son poderosos. Comencé algunos tratados
sobre historia medieval, y de allí derivé hasta el estudio de símbolos exóticos
y oscuros encontrados en un manuscrito, escrito por un monje hereje en el siglo
VI D.C., que se presume como la versión maldita de la Biblia. Incluso los
entendidos suponen que, partir de ese libro, ha surgido a la par de
la Historia de la cristiandad una Anti-Historia: una sucesión de milenios donde
se ha desarrollado una iglesia perversa que perpetra sacrificios humanos a
partir de la lectura de algún versículo oscuro. Lo que encontré cambió mi vida.
Algunos poderosos, actores y políticos extranjeros pagaron cifras asombrosas
con tal de obtener algunos libros que pude conseguir para ellos, basándome
en datos que me proporcionaron fuentes
confidenciales. Libros escritos por verdugos y criminales. Te estremecería
conocer el número y localidad de los miembros de la comunidad. Los demonios
conviven entre nosotros. Un día despiertan en el interior del algún ser querido
y te consumen a dentelladas; como lobos salvajes. A mí me ha pasado. Lo que más
amaba se ha vuelto turbio, corrupto, a raíz de mis investigaciones. Yo sólo era
un ensayista cautivado por la imagen de
Satán. Ahora me he convertido en un justiciero.
Te detienes. No quieres continuar. Estás agotado. Recordar te produce una
fatiga terrible. Decides dejar de pensar en Rómulo y Giovanna. Tratas de
dormir.
Abres los ojos. Ante ti, la ventana llena de bruma. De pronto, una mano
pálida, surgida de una realidad inexplicable, portando un anillo con una
insignia rosacruz, llama suavemente. Cierras los ojos. La vigilia es pavorosa.
Contrario a lo que hubieras imaginado, Rómulo te hace salir de la casa.
Caminas a través de un patio terregoso hasta la caballeriza cercana. Los
relinchidos de las bestias, como si presintieran la cercanía de tu anfitrión,
se van volviendo cada vez más estruendosos. Los animales dan coces sobre las
paredes de madera de la caballeriza. Se vuelven locos de inquietud. Te
preguntas si Rómulo ha perdido el control de sí mismo. El anfitrión abre la puerta de una patada. Los ojos de los
caballos son salvajes destellos nocturnos. Te preguntas qué te llevó hasta
allí, qué esperabas encontrar en una aventura como ésta. No sabes quién es este
hombre que te conduce. No sabes qué fue de aquél muchacho reservado del que se
enamoró Giovanna. Este tipo es un completo extraño.
-Giovanna –balbuceas- ¿Dónde está? ¿Estás divorciado, Rómulo Renán?
Frente a la puerta abierta de aquél establo, se detiene, concentrado.
Habla despacio, como si sopesara cada una de sus palabras;
-Debes entender. Tú la amabas. Siempre la has amado. Pero ella ya no era
ella. Ya no es ella. Es un ente distinto a nosotros.
Asustado por el giro que están tomando los hechos, das un par de pasos
hacia atrás. Trastabillas y caes de espaldas sobre la tierra húmeda. Tu cabeza
golpea la madera de la pared del establo. Rómulo extrae una daga de alguno de
los bolsillos de su chamarra. El filo del arma incendia la noche. Aprieta el mango
en su puño. Intentas levantarte, aprisa. El miedo te hace resbalar, hasta que
en tu desesperación, imaginando tu carne perforada, te aferras al frío metal
que cuelga en la pared y logras ponerte en pie, alerta. Tu anfitrión permanece
quieto. No muestra ningún interés en atacar. La daga continúa entre sus dedos. Se
genera una pausa extraña, un momento interminable que te obliga a mirar justo a
tu espalda. Allí, a escasos centímetros, iluminados por un débil rayo de luna
que se cuela por una de las pequeñas ventanas, cuelgan dos grilletes salpicados
de un líquido oscuro y espeso. Sobre el suelo, revueltas con un amasijo de
forraje, hay algunas manchas de sangre, y dos o tres pequeños trozos blancuzcos
entre marañas de cabellos femeninos. Llevado por un impulso te olvidas de
protegerte. Todo parece cobrar sentido. Te colocas en cuclillas, tomas una de
esas piezas blancuzcas. Son dientes. El asco te obliga a dejarlos caer. Miras
la pared. Alguien ha estado rasguñando la madera, dejando en ello trozos de sus
uñas. Atónito, te vuelves hacia Rómulo.
-¿Qué has hecho?
La indignación te consume. La frialdad con la que habla te despierta el
más profundo de los desprecios.
-Comprende, Marción –la invocación a tu nombre hace más tortuoso el
momento- Ella se volvió un demonio. No el diablo mayor. Pero comenzó a actuar
de manera extraña.
-¿Qué estás diciendo?
-Es verdad. Practicaba rituales e invocaciones. Mataba corderos y
gallinas negras y se deleitaba frotando la sangre de los animales sobre su rostro.
En noches de plenilunio sostenía relaciones con la servidumbre. Hombres y
mujeres, le daba igual. Le encantaba tallar un rosario negro sobre su cuerpo.
Podía observarla: al paso de las cuentas del instrumento sobre su piel, sus
pezones se erguían, al borde del estallido. Se revolcaba extasiada sobre nuestras
sábanas, anhelando los placeres carnales.
-Eso es mentira, Rómulo.
-Disfrutaba fustigando a los caballos mientras coqueteaba con las jóvenes
que ordeñaban alguna vaca. Ella decía
que lo hacía por provocarme, por mofarse de mi alejamiento a las fuentes
científicas. Negaba pertenecer a las huestes oscuras, pero lo cierto es que,
desde que dejó atrás el bautizo cristiano, se tornó rara, elusiva y cruel.
Dime, Marción: ¿quién puede tomarse el tiempo suficiente para fingirse un daemon, sólo para despertar la culpa en
su marido? ¿Quién puede fingir un comportamiento herético sólo para vengarse de
un esposo posesivo? Tuve que encerrarla bajo llave cuando marchaba a atender algún
cliente fuera del pueblo; incluso contraté algunos hombres para traerla a casa
cuando intentó escapar. Ya no era la tierna chica que conociste en el liceo.
Una semilla de maldad había sido incubada en ella.
Comienzas a desesperar. Sus chasquidos, al hablar, te parecen insoportables.
Te pones de pie de un salto, sin importarte que esté armado. Él permanece
inmóvil.
-¿Qué hiciste con ella, pendejo?–lo sacudes por los hombros, furioso, para
que escape del trance en el que parece estar sumido.
Entonces, entre los relinchidos, escuchas el llanto de una mujer dentro
de la caballeriza. Aunque es imposible ubicar de dónde proviene. No parece humano.
Se trata de un sonido que envuelve el interior del espacio. ¿Un alma en pena?
¿Una manifestación de dolor contenida en el eco de los maderos? Rómulo Renán se
ha tirado al piso, arrepentido, y ante tus ojos atónitos, extiende su brazo
para ofrecer la daga.
-Mátame –suplica en voz baja- Necesito que me liberes.
Los caballos comienzan un golpeteo
terrible sobre las puertas y las trancas. Algunos rompen los pasadores, y
consiguen huir a todo galope. Casi arrollan, en su escape, al indefenso Rómulo,
quien permanece hincado sobre el piso en un gesto de contrición.
Despacio, con una frialdad tan
poco común que te hizo llegar a sentir que no eras tú, sino una especie de desdoblamiento
de tu persona, tomas la daga. Lo miras con rencor. Levantas el arma bien alto, dispuesto
a hacer justicia…
Entonces escuchas, muy nítido, un crujido al fondo del camión. Te
mantienes inmóvil un par de segundos, sintiendo cómo se agolpa en tu nuca el
golpe de la adrenalina. Quieres convencerte de qué no ha sido nada. Sabes que
cuando abordaste no había otro pasajero. Que es imposible no haberlo notado. Un
nuevo crujido, un sonido chirriante te eriza la piel. No soportas más la
curiosidad. Giras el torso para mirar.
Regresas a tu posición, alarmado. Pudiste verlo, apenas, entre la débil
luz de luna. A mitad del vehículo, un hombre permanece en un asiento, con el
antebrazo apoyado sobre el respaldo. Está inmóvil. Uno juraría que no respira.
Sin embargo, puedes escuchar ese sonido angustiante de nuevo. El chofer no
parece percibirlo. Continúa conduciendo, ajeno a tu terror. Piensas que debe
tratarse de una trampa de los sentidos, un engaño óptico. Echas una nueva
mirada. Maldita suerte. Sí, allí sigue. ¿Y si subió mientras dormías? Quizás en
alguna caseta, alguna parada improvisada sobre la carretera. Eso debe ser. Has permanecido entre
cavilaciones y pesadillas durante mucho
tiempo, quizás un par de horas. Te acomodas las gafas. Miras la carátula de tu
reloj. Son casi las tres de la mañana. Tal vez el tipo se había recostado
cuando subiste, y no había oportunidad de enterarte de su presencia. No. Sabes
que no fue así. De cualquier modo, prefieres no indagar. Aceptas que se trata
de un descuido o un engaño de los sentidos. Quizás, de manera evidente, estás
reflexionando dentro de un mal sueño. Tal vez. Es imposible saber. Te recuestas
de lado, mirando hacia la ventana, tratando de ignorar la presencia a tus
espaldas. Fuera, la densa niebla se ha adueñado de la carretera.
Descargas el golpe sobre él. El grito terrible de Rómulo al clavarle la
daga sobre el hombro te hace retroceder. La sangre mana profusa desde la carne
abierta de tu antiguo compañero. Asoma la palidez de un hueso entre la herida. Sólo
la noche es solidaria, y te impide apreciar la atrocidad que has cometido,
encubriendo el acto con la discreta cortina de la penumbra.
Estás avergonzado. No sabes cómo has podido llegar tan lejos. Asustado, giras
sobre tus talones, recogiendo del piso el estuche de tu violín Amati, y decides largarte, sin mirar
atrás, harto de los altos grados de neurosis y locura que se producen en el
alma atormentada de tu viejo conocido, y en tu propia alma. No te importa nada.
Tal vez cuando llegues a la ciudad pensarás en una denuncia contra él. Quizás
no, porque pudiera morir desangrado o acusarte de un ataque, si lograra salvar la
vida. Los hechos se desarrollan de una manera tan extraña que prefieres olvidar
que estuviste en este lugar. Es lo mejor. Lo que pase con él y con Giovanna no
volverá a importarte en lo absoluto, te dices, mientras emprendes una marcha
pesada. Supiste que no debías acudir a su llamado. Debiste hacer caso a tus
presentimientos. En la vida de un hombre hay llagas que no deben volverse a
abrir, bajo riesgo de desatar un carnaval de demonios internos.
-¡Te hice un favor! –lo escuchas hablar.
Te detienes un segundo. Su voz se oye dolorida, sumida en una resignación
inminente.
-Ha estado enfurecida porque te
negaste a buscarla, a reconocer que la amabas. Es rencorosa. Juró en uno de sus
múltiples trances agusanar tu corazón mediante el empleo del pentagrama y el
compás. Sus hechizos son poderosos.
-Necesitas ayuda profesional –te atreves a contestar con ironía, sin
dignarte a verlo- Puedo recomendarte un terapeuta excelente.
-Pase lo que pase, no indagues los
senderos de la locura. ¿Me escuchas? –dice muy serio- Contempla la obra de la
curiosidad en mi alma destrozada. Las noches que vendrán serán hondas, y la cifra
que te persigue parece aciaga: 135. Espera a que pase esta semana; no regreses
a la ciudad.
-Te has vuelto loco, Rómulo –alcanzas a vociferar en un tono apagado- Te
has olvidado de los principios fundamentales que la razón y la lógica nos han
otorgado durante siglos de conocimientos. Das pena.
Comienzas a dejar atrás este desafortunado encuentro. Desapareces entre
las sombras de los sauces que custodian la propiedad. Lejos, el llanto
desgarrado de tu amigo se consume en un patio solitario. Algunos pasos más
adelante, te detienes a volver el estómago cuando recuerdas la sangre bullendo
desde su carne expuesta.
¿Así sucedió? ¿Esa es la realidad? Despiertas ¿No estabas ya despierto?
¿Estás en tu cama? ¿Yaces en el lecho de un hotel barato donde te has escondido
de Renán los últimos tres días, después del suceso? No. Es el asiento de un
autobús viejo y escandaloso que brincotea, de vez en vez, debido a un sistema
de suspensión ineficiente.
El rechinido está allí, otra vez, punzando los oídos. Qué es, te
preguntas, y barajas una posibilidad abrumadora de ruidos que podrían concordar
con el que viene desde el fondo del camión. ¿Qué maldito sonido es?
-Mala noche –escuchas una voz,
frente a ti.
Experimentas un sobresalto.
-¿Cómo?
Otra vez ese sonido. Recuerdas que a tus espaldas un desconocido observa
la escena.
Te das cuenta de que la voz que escuchas es la del conductor que se ha
animado a conversar.
-Esta pinche niebla no deja mirar más allá de tres metros –insiste el
chofer.
Detrás de ti, el crujido. Entonces lo reconoces. Puedes entender: es un
rechinido de dientes cuando se frotan unos contra otros con demasiada fuerza.
Miras: el hombre enciende un fósforo. Su figura se ilumina de manera parcial.
Sus brazos son largos, sus manos pálidas y de dedos delicados. Pero su rostro se
esconde. Es imposible reconocerlo.
-Que bueno que viaja conmigo –dice el chofer- Cuando uno viaja solo, da
miedo. En la carretera he visto almas saliendo de sus cuerpos después de algún
choque cabrón. También he encontrado espíritus recorriendo los carriles donde los
atropellaron. Se lo juro.
Sabes que el conductor habla, pero ya no puedes entender sus palabras.
Acomodas tus anteojos. Los nervios te consumen. Ni siquiera puedes fumar, lo
sabes. Estás aterrado. La sombra se pone en pie. Tu corazón late con fuerza.
Aprietas los puños. Tiemblas. Si tan sólo pudieras ver su rostro. En la mano
izquierda carga un estuche. ¿Y si fuera Renán que te persigue para acabar
contigo? ¿Es posible que haya sobrevivido y ahora te busque para terminar
contigo ante la cobardía de no cumplir sus deseos suicidas? Tal vez se trate de Giovanna bajo algún
disfraz, intentando dejar la hacienda. Te gustaría tanto volver a verla.
Pero no puede ser ella. Ya habría corrido a tus brazos. Te inquieta el
silencio de la sombra que permanece frente
a tus dudas. Quizás habría que empezar a pensar en emisarios de cultos
heréticos. La figura avanza un paso hacia atrás, luego un segundo paso. Lo van
consumiendo las tinieblas. No puedes dejar de verlo ¿Por qué retrocede? ¿Qué te
quiere decir al retroceder? Sabes que su marcha debe tener una finalidad.
Carajo. ¿Qué sucede con tu pensamiento científico, dónde está quedando tu
cordura?
-¿Quién anda atrás? –espetas de manera incontrolable, casi como una
reflexión personal. Pero sabes que pudieron escucharte.
-Joven –dice el chofer, quien no se permite apartar los ojos de la
carretera –Aquí nada más estamos usted y yo.
Tu corazón late con fuerza. Ahora percibes la tensión del chofer, que
hace esfuerzos ridículos por mantener el control de la unidad a la par que
quisiera detenerse para enfrentar a lo que habita detrás del autobús. Piensas
que el conductor piensa en frenar; pero detener el autobús en una carretera tan
estrecha en estas circunstancias provocaría un choque inminente. La neblina es
demasiado espesa. Esperas.
La sombra se mueve de nuevo. Esta vez da un par de pasos hacia el frente.
Viene hacia ti. ¡Viene hacia ti! Ruegas que esto sea un mal sueño. Te pones de
pie. El desconocido se mueve lento. “Despierta, vuelve Marción”, te dices,
imploras. Renán te lo advirtió, no debiste abordar un camión antes de concluir
la semana. El desconocido se detiene. Su complexión te es familiar. ¿Por qué no
se muestra? Trémulo, con esos dedos pálidos y largos, abre el estuche, sin
prisa, y extrae un objeto de él. Te cubres el rostro. Sólo percibes el sonido
sordo del motor del autobús. De la unidad ciento treinta y cinco. Imaginas una
daga, un corazón palpitante. Imaginas los dientes de Giovanna en la palma de su
mano…
Despiertas o abres los ojos. Abres los ojos o despiertas. Da igual. Frente
a ti está tu violín. Lo miras alejarse hasta llegar hasta el hombro del
desconocido. Lo acomoda contra su cuello, afina
las cuerdas. Comienza a tocar. Es, sin lugar a dudas, la Sonata seis, de Paganini ¿Estás sobre un
escenario? No, estás en el interior de un vehículo en una noche interminable.
Reconoces las facciones, el gesto amargo del violinista al ejecutar el
instrumento. Recuerdas las palabras de Giovanna acerca de los reikon: “No siempre asumen formas
absurdas, o terroríficas, pero hay que prestarle atención”. La maestría del
ejecutante es indudable. Posee una sensibilidad…irresistible. Giovanna querida. El calor de una lágrima inflama
una de tus mejillas. Sabes que ha encontrado la manera de hacerte saber de un
peligro inminente mediante tu propio reikon.
¿O es sólo una señal con la que te anuncia su muerte? En el cristal de tus
propias gafas aparece tu rostro, lleno de desconcierto. Puedes verte ejecutando
la sonata del diablo. Te has desdoblado desde ti. Pero tu rostro, es decir, su
rostro, está surcado por filosos cristales. Su cabeza está rota y uno de sus
ojos parece demasiado fijo. De pronto comprendes. Parar. Es necesario parar. Es
lo que quiere decir tu reikon. Ahora
lo sabes, pero no haces el menor esfuerzo por contradecir a La Papisa, una carta
marcada por el tarot. Sería vano. Además, no te interesa seguir viviendo un
mundo sin su presencia. Sabes que es egoísta actuar de esta forma, pensando en
el conductor, pero la decisión ha sido tomada.
De entre la niebla emergen un par de luces que destellan en el interior
del camión. Tu reflejo se ilumina como un ángel celestial. Hay tanta luz. Sientes
cómo el piso se planta de pronto bajo
las suelas de tus zapatos. Luego, escuchas un rechinido estruendoso. El grito
de horror del chofer ante la inminencia del impacto. Escuchas las notas de
Paganini, esparciéndose sobre el ambiente, la belleza de la armonía; el crujir
del acero y los cristales acompañándote en el viaje; la comunión del arco y las
cuerdas mientras vuelas por el aire en
tu inevitable destino a través del umbral del parabrisas y de la niebla y de la
noche y de un pentagrama perfecto; a través de los rabiosos aplausos de un
público extasiado ante la precisión de los acontecimientos. Ha sido una
ejecución excelsa.
La colección
“Se puede decir lo que se quiera, pero el
simple hecho de reflexionar sobre el mal aunque sea por accidente, corrompe.”
William Faulkner
I
Bernardo siempre
fue un hombre extraño. Una criatura solitaria que despertaba cierta repulsión.
Quizás fuera su carácter silencioso y austero, o su manera desagradable de
acosar a una chica cuando le nacía el instinto seductor; pero en honor a la
verdad, debo decir que la sola presencia de Bernardo era fastidiosa y
frustrante. En particular lo era para mí.
Cómo pude
soportar durante largos meses su amistad, su cercanía, es algo que no alcanzo a
descifrar en las noches donde los malos sueños vuelven a acosarme. Supongo que
existe cierto tipo de personas que nos permite descubrir, al relacionarnos con
ellas, un pasillo oscuro y tortuoso de nuestra psicología, una puerta mórbida
que abre paso a nuestros peores anhelos reprimidos. Sin embargo, una amistad como esta no podía
fructificar, y como es de suponerse, no podía terminar sin un asomo de crimen.
A Bernardo lo
conocí en una famosa librería del sur de la ciudad, en la sección de literatura
de horror. Justo cuando yo estaba a punto de tomar del estante un libro de Lovecraft
que durante años había buscado con insistencia, una mano compacta, luciendo un
pesado anillo de Rosacruz, me lo arrebató. Era Bernardo (Tal vez su
mirada insana y su rostro demacrado
hubieran podido prevenirme, pero en ese momento mi atención se enfocaba al
libro). Como era el último ejemplar en existencia, Bernardo me lo prestó bajo
la promesa de que se lo devolviera pronto. Estuve de acuerdo con él, y después
de pagar en la caja iniciamos (a petición suya y con el argumento de que
necesitaba alguien con quien conversar esa tarde) una larga caminata entre
muchos estrechos y callados callejones, intercambiando opiniones acerca de las
mejores historias fantásticas que se hubieran escrito. Bernardo habló de
Stocker y de Shelley, yo en cambio cité a Maupassant y a Quiroga. Terminó la
conversación una vez que arribamos al lugar donde Bernardo había estacionado un
poderoso Mercedes Benz del año. Abordó su automóvil, no sin antes
convenir una cita la semana próxima en el café de la librería, pues mis
aportaciones, aseguró, le parecían de gran interés.
A partir de
entonces las citas crearon compromiso, y el compromiso se transformó en una
tibia amistad. En tardes frías, una vez que yo olvidaba el despacho y la
arquitectura y él dejaba atrás sus actividades como empresario, repasamos autores, historias y
personajes. Desciframos símbolos y esquemas ocultos en novelas y cuentos de terror y de necrofilia.
Compartimos el gusto por la sangre y la fascinación de la muerte por sobre
todas las cosas.
Pero una sesión
todo cambió. Un detalle funesto regiría nuestras relaciones a partir de entonces. Caminábamos hasta su automóvil como
cada sábado, cuando una quiromántica de cabellos oscuros y revueltos, una mujer
madura de sonrisa maléfica y ojos de engaño, se acercó a nosotros. Prometió
descubrir nuestros destinos con sólo estudiar la palma de nuestras manos. Sólo
pedía unas monedas. Yo intenté deshacerme de ella mostrándole desprecio, pero
Bernardo se sintió inclinado a tentar a la suerte. La mujer lo tomó de la mano,
y meticulosa, comenzó su labor. De pronto se detuvo, impactada. Lanzó una
mirada de disgusto a mi compañero y lo insultó:
-Hijo de puta.
Bernardo
retrocedió asustado. A mí, en cambio, la ofensa me pareció excesiva. Si bien
para mí su compañía resultaba nada más que una obligación para mantener
una buena plática sobre literatura, no
me parecía que el hombre mereciera el repudio de alguien que apenas lo conocía.
Intenté alejarlo de ahí pero la mujer tenía bien aferrado el brazo de Bernardo.
-¿Cómo te atreves
a jugar con los sin descanso? ¿Acaso no conoces de respeto?- la mujer escupió a
los pies de mi compañero.
Quise intervenir,
apaciguar los ánimos. Pero aquélla extraña estaba enfurecida:
-Escucha bien lo
que te digo, hijo de la peor de las putas - imprecó- Tu destino está escrito y
merecido lo tienes. Habrás de perecer a manos de aquella criatura que más
estimas en este mundo. No se puede jugar así y quedar impune.
Lo alejé de allí a
empellones, apresuradamente. La gente nos miraba con curiosidad y extrañeza. A
pesar del desconcierto, alcanzamos a doblar la esquina. Aunque a mí el destino
de mi compañero me importaba un carajo, creí mi deber, como un acto solidario,
tranquilizarlo. Sus manos temblaban
rabiosas; sus ojos, ocultos bajo unas gafas impersonales y deslucidas,
parecían más hundidos que nunca. Argumenté que aquella vieja de seguro estaría
loca, que quizás habría leído la historia de Macbeth y se habría lanzado a la
calle para desatar su furia, que no debía prestar mucha atención a sus
palabras. Finalmente, antes de que Bernardo se alejara en su Mercedes Benz
después de haber permanecido mucho tiempo pensativo, me pareció escuchar que
lloraba.
La semana
siguiente preferí pasarlo en casa de una amiga que cocina bien y renta muy
buenas películas. Hacía tiempo que había descuidado a mis amistades, en aras de
un profundo intercambio de ideas literarias que ellos no podían ofrecerme (sus
conversaciones se avocaban más bien a tópicos comunes: líos amorosos,
situaciones familiares, e infidelidad). Antes de llegar al departamento de mi
amiga, traté de localizar a mi compañero de tertulias literarias marcándole a
su teléfono celular, para ofrecerle una disculpa, pero nunca contestó. Me
olvidé de él, y la tarde transcurrió plácida, entre jugueteos y acercamientos
íntimos entre mi amiga y yo, hasta que la cercanía (como siempre sucedía en las
visitas a su casa) nos condujo a hacer el amor. Por la noche, después de
despedirme de ella con un beso largo, me dirigía a casa, rendido, cuando recibí
una llamada. Era Bernardo. Se escuchaba inquieto.
-Debe venir aquí,
señor arquitecto- me dijo perturbado- hay algunas amistades mías que le
encantará conocer.
Una angustia
súbita se apoderó de mí. Su voz era oscura, densa. Me dio la dirección de su
residencia, me explicó detalladamente cómo podía llegar. No tuve tiempo de
pensar, me gobernaban los impulsos. No traté ni siquiera de adivinar, de sacar
conclusiones de su invitación. Una vez que colgué, me detuve y tomé un taxi.
Bernardo esperaba
al pie de la puerta principal de su residencia, se le veía nervioso. Como
siempre, vestía un impecable traje a rayas. Bajé del taxi y me reuní con él.
Cruzamos un amplio jardín lleno de sauces, ahuehuetes y marmóreas esculturas de damas tristes. Un
ladrido feroz partió la noche. De entre las sombras un decidido dóberman
emergió mostrando los dientes. Se acercaba amenazante, decidido. Bernardo lanzó
un grito, una imprecación. El perro se detuvo ante la voz de su amo.
-Es mi propio Sabueso
de Baskerville –dijo- Estuve pensando largo tiempo en un mastín como
el de la historia de Conan Doyle,
pero la idea no me convenció. Un dóberman es más práctico.
El perro ladró
enfurecido.
-¡Diavolo¡-
ordenó Bernardo a aquella bestia- No seas impertinente con las visitas.
Pareciera que Diavolo es bravo –se dirigió a mí- pero en el fondo es
noble. Probablemente sea el ser que más amo en esta vida, a falta de familia y
esas cosas-puntualizó.
Por si las dudas,
evité apartar la vista del animal, hasta que dejamos el jardín.
Entramos a la
mansión. Un amplio vestíbulo del siglo XVIII desembocaba en una lujosa
escalera. Ésta ascendía, enmarcada con lúgubres candelabros que reflejaban
sombras siniestras y translúcidas. El techo del salón, a doble altura, era una
inmensa cúpula. Tristes, algunos vitrales violáceos y azules daban paso a un
resquicio de luz de luna. El silencio podía respirarse a cada paso sobre la
mullida alfombra purpúrea.
A la izquierda,
un nicho pequeño, mínimo, permitía descubrir una puerta de acceso a lo que seguramente
sería el sótano de aquel salón.
-Este es mi
palacio, señor arquitecto. Este es mi descanso de toda intromisión mundana. ¿Le
gusta?
-Me parece un
poco macabro- respondí.
-No me diga que
usted es prejuicioso. Un hombre culto no puede inquietarse por tan poco. Pero
esto no es nada. Las habitaciones son más extrañas aún. Y el sótano...usted
tiene que ver esto.
Caminó apresurado
hasta el nicho de la puerta. Tras sus absurdas gafas, sus ojos autistas
brillaban con efervescencia. Sacó de su bolsillo un llavero oxidado. Corrió los
cerrojos, abrió la puerta y se internó en aquella habitación. La puerta rechinó
amenazante, y mi anfitrión estalló en una carcajada enfermiza.
-No aceito mis
puertas. Es una tradición en las novelas de fantasmas.
Inquieto, después
de un instante de duda, camine tras él.
-¿Y la
servidumbre, en donde está?- alcancé a preguntar, sintiendo como la sangre se
agolpaba en mi cabeza.
-La servidumbre
no trabaja los sábados, señor arquitecto. Los sábados los dedico a mi colección
particular.
Encendió la luz.
Una empinada escalera, cercada por dos paredes estrechas, desembocaba a lo
lejos, en otra habitación. La espalda de Bernardo estorbaba mi visión mientras
descendíamos, pero el poco margen que su figura otorgaba, me permitía descubrir
al final de la escalinata un enorme y amplio pasillo. El piso y las paredes estaban rematados con losetas
blancas, a la manera de un quirófano, de un anfiteatro.
Experimenté el
miedo. A los costados del pasillo, una fila de urnas cada una con la forma de
un ataúd, custodiaban el recorrido.
-Mi colección
personal- exclamó fúnebre.
Yo no daba
crédito a lo que veía. Cada urna poseía una serie de objetos que evocaban algún
célebre cuento de terror. Bernardo procedió a mostrar cada elemento de la
colección. En la primera urna, un animal asqueroso y no mayor a una cabeza
humana, se escondía tras un almohadón antiguo.
-El cuento de
Quiroga- adiviné- El almohadón de plumas.
-Ese fue fácil-
contestó febril mi interlocutor.
Continué
resolviendo las pruebas. De entre una maqueta de un pueblo olvidado, un ser
bizarro y enorme emergía. Recordé el Horror de Dunwinch con facilidad.
También encontré algunas referencias a narraciones de Maupassant.
Conforme el
recorrido avanzaba, las urnas se iban tornando más sombrías. En una de ellas
unos dientes macabros y una maraña de cabellos oscuros, acompañados de una pala
salpicada de tierra, hacían referencia a
Berenice. Todavía eran evidentes rastros de sangre. Decidí que no podía
continuar, aunque empezaba a fascinarme tener tan cercanos los elementos de
aquellas inolvidables historias. Di un paso atrás. Bernardo notó mi turbación.
Me tomó del brazo y me condujo adelante. Pude darme cuenta entonces que el
pasillo torcía hasta una sala más amplia, resguardada tras una pálida
mortaja.
-Creo que no
quiero entrar ahí- le dije a Bernardo.
-Pero usted no
puede detenerse ahora. Lo mejor está adentro- dijo eufórico.
No sé cómo me
convenció o me convencí, pero entramos a ese maldito pozo del miedo. La
oscuridad lo envolvía casi todo. Siete urnas iluminadas fúnebremente desde el
interior de los cajones destacaban el espectáculo siniestro. En cada una de las
primeras cinco, un cuerpo, un cadáver maquillado, caracterizando a un horroroso
personaje. Entre el olor fétido de la descomposición de los cuerpos, y la
sustancia con la que seguramente Bernardo procuraba conservarlos, tal vez
formol, no pude articular palabra.
Empezó la
verborrea de Bernardo. Se veía claramente que había esperado esto durante años.
Por fin había encontrado una persona que compartía sus aficiones y a la cual
podía descubrir su privacidad, consciente de la capacidad literaria del
invitado, de su gusto por el terror puro. Pero se equivocaba. Me di cuenta
entonces de que una cosa era que a uno le gustaran las historias de espectros y
maldiciones, y otra cosa muy distinta era construirse su propia Mansión de
Usher a costa de otras vidas.
Bernardo
describió cada una de las escenas en las urnas. En las dos primeras, los
cadáveres de dos adolescentes que evidenciaban retraso mental, hacían alusión a
los hermanos Manzzini, de la Gallina
degollada. Luego, en una chica ensangrentada y con crucifijo en mano
reconocí a Carrie. Sus ojos eran tan espantosos que me era imposible
continuar el terrible espectáculo. No pude reconocer el resto de los
personajes; no tenía ánimo para continuar. Bernardo me explicó entonces que
para él, el contacto con los muertos era más natural, más afectuoso. Porque
ellos no guardan hipocresía ni resentimientos, son sencillos y predecibles.
Rebatí, le dije que seguramente los muertos podrían ser caprichosos y
vengativos si se lo proponían.
-Estúpido -me
dijo- no me gusta que nadie venga a contradecirme.
Luego pareció recapacitar sobre su
actitud. Después prosiguió.
-Una de estas
urnas vacías -explicó fuera de sí- le guarda una sorpresa. La otra está
destinada para mí. Aquí mismo quiero que coloque mi cadáver cuando haya muerto.
Pronto moriré, eso ha dicho la gitana. Por eso me he sentido inquieto estos días.
Pero no puedo morir sin antes escoger un buen personaje, una caracterización
adecuada.
Sus ojos
brillaban, de su boca la baba resbalaba repugnante. Se quedó allí, en medio de
la habitación, alabando sus cualidades criminales, describiendo paso a paso,
sin prisa, cómo había elegido a sus víctimas, cómo pacientemente las había
torturado obteniendo de ellas la expresión perfecta, la caracterización
adecuada. Confesó cómo algunos ministros del gobierno lo sabían todo, pero aún
así la impunidad ante su poder y su fortuna estaba garantizada. Después de todo
se trataba de un Ponce de León, de un intocable.
-Bernardo Ponce
de León -estalló en una risa eufórica- el artista de la sangre. Yo no escribo,
señor arquitecto, Yo plasmo imágenes. Soy un artista visual, ¿entiende?
No quise saber
más. Un puñetazo certero, pesado, cayó sobre él y le partió la nariz. Lo vi
arrastrarse en el piso, intentando detener la hemorragia. Di media vuelta y
apresurado abandoné el sótano. Con largas y veloces zancadas atravesé el
jardín, presintiendo que Diavolo podría alcanzarme en un descuido. A
salvo y al borde de un colapso nervioso, escapé de la residencia y cerré la
puerta.
Dentro de la
mansión emergían los gritos contrariados de Bernardo. Lo escuché amenazarme de
muerte y correr hasta la puerta que yo apenas cerraba. Una serie de ladridos
salvajes anunció el ataque. Después alcancé a escuchar los alaridos de dolor
del amo atacado por su amada bestia. Terribles lamentos que parecían
interminables. Luego escuché un tiro. La noche, finalmente, quedo envuelta en el
silencio. Huí a casa.
No pude dormir.
La inquietud era muy grande. Imaginaba que en cualquier momento uno de esos
malditos cadáveres podría introducirse entre mis sábanas y recriminarme el que
no los hubiera rescatado. Traté a toda costa de olvidar el asunto. Después de
todo, Bernardo ignoraba donde vivía y la dirección de mi despacho.
La mañana
siguiente fue agitada. Muy temprano llamó al timbre de mi casa la policía.
Mencionaron una nota donde Bernardo había escrito una última petición: que yo
identificara su cuerpo sin vida. Las hipótesis de los agentes me resultaron
infantiles. Según su versión, después de una larga batalla con un perro furioso
que intempestivamente había desconocido a su amo, Bernardo agonizante había
alcanzado a escribir una nota donde involucraba mi nombre. Pregunté por Diavolo.
Me contestaron que también había muerto, víctima de un disparo. Debieron pensar
que estaba loco cuando les dije que era imposible. Que esto era parte de un
plan complejo y perverso. Bernardo no había muerto. Una persona agonizante no
podía escribir una nota. Estuvieron de acuerdo conmigo, pero cuando les conté
lo del incidente con la adivina comenzaron a dudar de mi lucidez. Intenté
explicarme, les dije cómo Bernardo debía morir a manos de la criatura más
cercana, y esa criatura, esa persona era yo. Les dije que debía haber un error.
Un oficial me contrarió. Comentó que yo estaba muy nervioso y debía
tranquilizarme.
-Si no quiere
identificar el cuerpo ahora no tiene porque hacerlo, podemos esperar.
Angustiado, fuera
de mí, me apresuré a contestar.
-Pero si quiero-
dije, y partimos de inmediato al anfiteatro.
II
Una vez que
descubrieron el cuerpo, el pesado anillo de Rosacruz refulgió acusador.
Era el mismo anillo, no cabía duda. El resto de él era imposible de
identificar: tenía el rostro destrozado y las vísceras fuera. Concluí que la
talla y la estatura correspondían con las de Bernardo y se lo hice saber a la
policía. No quise comentar nada acerca de su macabra colección y los incidentes
de la noche anterior, porque sabía que no me creerían.
Me dejaron en
libertad, no sin antes recordarme que estaba bajo sospecha, y que debía
cooperar para resolver el caso. Garanticé mi solidaridad para su
conclusión y regresé a casa.
Del cajón de mi
buró, saqué un viejo revólver 22 que un tío, apasionado de la
violencia, me había regalado hacía dos cumpleaños. No dudé en guardarlo en la
bolsa de mi chamarra. Sabía lo que tenía que hacer.
Media hora más
tarde entró a mi celular la llamada que había estado esperando. Era Bernardo.
Me dijo lo que ya sabía, que no estaba muerto, que lo disculpara pero que un
vecino había escuchado el disparo y que, inquieto, decidió llamar a la policía
por la madrugada. Mientras tanto Bernardo tuvo tiempo de pensar, de acomodar un
nuevo cadáver de entre las reservas de su colección, un cuerpo que se ajustara
a su talla en el lugar de los hechos. Lo de Diavolo era cierto, había
tratado de atacarlo. Y eso le había disgustado mucho.
-¿Sabe usted,
arquitecto? La maldita profecía de la vieja me tiene inquieto- reconoció.
Colgué de
inmediato. No quise conversar más. Sabía que era mejor terminar con esta
ridícula historia de horror de una buena vez.
Llegué a las ocho
en punto a su casa. Oscurecía y los chillidos de algunos zanates resultaban
sombríos. La puerta, como era de preverse, estaba abierta de par en par. No
había ningún rastro del trabajo policiaco, salvo una débil banda de precaución
en la zona del incidente. Crucé nuevamente el oscuro jardín, perseguido por el
terrible recuerdo de los ladridos del dóberman muerto.
Cuando entré al
salón, las luces estaban encendidas, invitándome a continuar la travesía. Hasta
la puerta del sótano, siempre hermética, celosamente resguardaba, estaba
abierta. No tuve duda alguna de lo que me estaba esperando. Pero cuando bajé la
escalera, el escenario era aterrador. Bernardo había apagado las luces del
pasillo. Al fondo de la escalinata reinaba la oscuridad. Descendí meticuloso,
inseguro, escalón por escalón, hasta tocar fondo. No se veía nada. El miedo lo
cercaba todo. A lo lejos, en la otra habitación, una respiración profunda
resonaba espectral. A tientas caminé entre las primeras urnas, tropezando con
los cristales, con la madera de los ataúdes, imaginando los dientes de Berenice,
la sangre de los asesinatos. No quería seguir. Pero bastaba acariciar el
revólver para tomar un poco de valor. Con las yemas de los dedos, escuchando el
propio latir de mi corazón, descubrí el quiebre del pasillo. Avancé lento,
dubitativo, explorando el frente, angustiado, imaginando las muecas grotescas
de los cadáveres, guiándome por el estridente olor a formol.
Reconocí la
mortaja, la acaricié con una morbosa calma. Un espacio familiar se abrió ante
mí. Adentro de la sala, los cadáveres seguían cada cual en su urna, iluminados
y teatrales. Pero al fondo una figura escalofriante despertó mi angustia.
Reconocí una figura alta y flaca, envuelta en una mortaja salpicada de sangre,
con la frente amplia y el rostro escarlata. Reconocí en ella a la Muerte
Roja, de Edgar Allan Poe, extraída del cuento -había que aceptarlo- con
magistral fidelidad.
Apunté directo a
la frente, decidido. Pero aquélla figura no se movía. Serena y firme,
permanecía escrutando cada uno de mis movimientos. Era el momento. Debía
cumplir la predicción. Jalé tres veces del gatillo y entonces la espantosa
figura se derrumbó, mostrando a mis ojos incrédulos una marioneta, un muñeco de
trapo contenido tras el disfraz. Una voz, a mis espaldas, me obligó a
permanecer quieto.
-No soy tan
imbécil, mi querido arquitecto. La profecía no va a cumplirse.
Giré completo.
Bernardo empuñaba una pala, siniestro. Sus ojos lucían desorbitados. Su rostro,
reconstruido de las múltiples mordidas, causaba una impresión muy desagradable.
No tuve tiempo de
reaccionar. Con un golpe seco, la pala cayó de lleno sobre mí.
III
Cuando desperté
dentro de la rígida máscara de la Muerte Roja, descubrí que Bernardo,
convertido en un hábil albañil, colocaba ladrillo a ladrillo con una paciencia
desesperante. Yo tenía las manos y los pies atados, así que pude comprender de
inmediato la premura de mi situación. Fue la más fácil de todas las adivinanzas
que hasta ahora hubiera tenido que responder. Estaba emulando sin duda el final
de El barril de amontillado. Me estaba emparedando. Colocaría pieza por
pieza hasta que yo dejara de respirar. El muy hijo de puta.
-Fortunato
muere en el cuento- dije en un último arrebato de rebeldía- Pero en la realidad
debe matarte para que tu alma descanse en paz.
Bernardo me miró
de reojo. Su mirada no evidenciaba ningún sentimiento.
-Esto cierra el
ciclo – asentó- tu nunca has sido mi amigo. Eras sólo parte del juego.
Supe que no tenía
salida. Que la historia llegaba al final. Bernardo continuaba levantando el
muro mientras se relamía los labios. Cada ladrillo colocado me atormentaba.
Comencé a gritar, asustado, pidiendo clemencia. En respuesta, el hábil
constructor, daba rienda suelta a su risa insana.
De pronto, al
fondo, en lo oscuro, en el silencio del cuarto, un quejido prolongado e
imponente retumbó. Voces sobrehumanas emitieron quejas, deseos de venganza.
Bernardo se detuvo impávido. Sus ojos estaban bien abiertos. Sudaba. Me miraba
como pidiendo una explicación concreta, real. Tratando de confirmar conmigo la
procedencia de los ruidos. Esta vez el sonido de los huesos que tronaban, de
los cuerpos que despertaban con lentitud, era evidente. Se movían.
Agité mi cabeza
intentando derribar la máscara que me habían impuesto. Me retorcí invadido por
el espanto. Mis nervios se crispaban con cada uno de sus pasos. Los vi venir,
lento, avanzando con sus muecas grotescas, hasta un Bernardo que suplicante,
levantó los brazos en señal de arrepentimiento.
Cerré los ojos.
Sentía como sus cuerpos chocaban constantemente con el mío, impregnándolo con
su fetidez. Escuché sus últimos lamentos; escuché como con una fuerza
descomunal, hacían pedazos de él. Lo mutilaron. La espera fue larga, pero fui
cuidadoso de no intervenir en lo que no me correspondía. La profecía debía
cumplirse al pie de la letra, a manos de las criaturas que Bernardo consideraba
más cercanas, más personales.
Cuando abrí los
ojos, su boca aún echaba espumarajos de sangre; sus ojos aún estaban abiertos
en busca de alguna salida. Pero su cuerpo era una masa sanguinolenta, impúdica
e irreconocible. Mis manos en cambio, habían sido desatadas durante el ataque,
y los cuerpos habían vuelto a ser colocados, de manera inexplicable, en sus
urnas. Desaté mis pies y salí huyendo del lugar.
IV
Denuncié los hechos
a la policía. No me creyeron. Ellos aseguran que fui yo quien destrozó el
cuerpo de Bernardo con la pala de albañil. Dicen que estaba sugestionado, y no
podía ver más allá de mi imaginación azotada por paranoicas historias de
difuntos. No estoy tan convencido de negarlo. Tal vez sí fui yo quien cometió
el asesinato. Tal vez una gran cantidad de detalles que ahora narro sean
producto de una mente alimentada por la sangre de los libros.
No fueron muy
severos conmigo después de todo. Los crímenes de Bernardo eran imperdonables, y a fin de cuentas, fui sólo un instrumento de
la justicia social. Me dieron un año y luego me dejaron libre. Antes, por
supuesto, pedí que me dejaran atestiguar la inhumación de cada uno de los
cuerpos, y la cremación de Bernardo. Me concedieron el capricho. Ahora me
siento a salvo.
Ya no leo más
historias de horror. Apenas me he aventurado a reconstruir la presente
narración de los hechos como una descarga de conciencia, en la búsqueda de
cierta absolución. La Casa de Usher de Bernardo fue demolida y sobre
ella se erige, en contraposición, un florido y ordenado parque público. He
encontrado refugio en historias más agradables, en narraciones más cercanas al
lado cordial de la humanidad. Espero que algún día pueda olvidar lo ocurrido.
Después de todo, a pesar de los excesos que a veces nos brinda la Muerte;
nuestras vidas, cotidianas y sorpresivas, pueden revelarse ante nuestros ojos
con su amplia e infinita belleza.
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