CON BOLETO AL INFRAMUNDO
(Cuento)
Ulises Paniagua
Ulises Paniagua, Narrador y poeta.
Uno
puede ignorarlo todo y pensar, en un intento frustrado de evasión, en aquello
que compone el corazón de un hoyo negro, o en la más insólita receta de cocina.
Uno puede llevar la cuenta del mayor número de peldaños posibles, antes de ser
engullido por la maquinaria que gobierna nuestro andar en una escalera
eléctrica; o bien, esconder el rostro tras las ajadas páginas de un diario
barato y amarillista. Uno puede hacer mil cosas para evitar el miedo; pero la
realidad dicta que, una vez a bordo del vagón del subterráneo, estamos a merced
del azar y la rapiña de unos cuantos.
Sin
embargo, deben saber que no siempre fue así, que aún hace catorce o quince años
viajar en el subterráneo no representaba un peligro de muerte. Aunque en honor
a la verdad, debo agregar que en aquel pasado inmediato no existía una
violencia tan demente ni este terrible resentimiento de clases. El mundo que
vivimos ya no es el de antes. Apenas ayer, uno de mis alumnos de secundaria preguntó
cómo había iniciado todo este asunto de las desapariciones. No supe contestar
de inmediato, tal vez porque la negación me ha obligado a no recordar el origen
de nuestro terror cotidiano. He procurado hacer los recorridos de casa a la
escuela, y de regreso a casa, bajo la mayor discreción y complicidad que me es
posible.
Aunque este día, después del
acto salvaje que presencié, tuve que reconsiderar el absurdo en el que parecen
haber desembocado nuestras vidas. Hoy, una vez que abandoné el andén, con la
camisa salpicada de sangre, la mirada perdida y el cuerpo estremecido de
espanto; harto de la indiferencia del
resto de los transeúntes a los que acaso despertaba un poco de asco mi aparente
falta de pulcritud, me asaltó el recuerdo de la mañana en que por primera
ocasión (junto a la nota discreta que mencionaba el injustificado asesinato de un conductor de
microbús), la noticia sacudió a uno de los modestos diarios del país:
“Horroroso crimen: encuentran cuerpo
decapitado y desmembrado de oficinista en la línea dieciséis del metro”
El recuerdo vino a mí, simple, escaleras
arriba, cuando estaba por abandonar la estación del subterráneo. Mientras una horda
de policías escandalizaba con sus vozarrones y el chasquido de las escopetas
cortando cartucho al ingresar al túnel, yo me debatía en la búsqueda de un
recuerdo angustiante. ¿Cómo aparecieron por primera vez estos seres tan
temibles? ¿Bajo qué circunstancias? Me impresionó mucho la capacidad del ser
humano para soportar el infortunio, sin
emitir siquiera una protesta soterrada. Es terrible esta resignación hacia la
injusticia y la muerte. Al final, uno termina por aceptar la porquería de la
que nos rodeamos cada jornada. Aunque, por supuesto, una situación como la
presente, sobrepasa cualquier entendimiento.
Pero esperen. Debo detenerme un momento antes de continuar mi relato. Lo hago
con el afán de no convertirme en un cronista invadido por el sensacionalismo y
la parcialidad. Me parece conveniente, en este punto de la narración, volver al
origen. Empezaré por mencionar la emoción que sacudió a los ciudadanos al
inaugurar una nueva línea de subterráneo. Tal vez, de esta manera, el relato
cobre mayor sentido. De antemano ofrezco una disculpa si mis recuerdos no son
tan precisos porque, seguro, esa es la función del tiempo en nuestra memoria:
una confusión de sensaciones amontonadas unas sobre otras, a las que debemos
acomodar como piezas de un gran rompecabezas, implicando, en el orden al que
las sometemos, un esfuerzo poco confiable y hasta fortuito.
La inauguración de la nueva
línea se celebró un primero de mayo. De eso sí me acuerdo porque, en
concordancia con lo que dicta la ley, tuve un día de descanso. Guiado por el
ocio y una curiosidad un tanto malsana, decidí acudir al evento, a falta de
algo mejor que hacer. Incluso me animé a recorrer la línea después de que
cortaron el listón. En uno de los andenes (lo ridículo que puede llegar a
convertirse un acto oficial), montaron algunas mesas y sillas; prepararon los
manteles y los cubiertos; y organizaron un gran banquete al que fue invitado el
Presidente de la República ,
quien conducía las riendas del país en tan aciagos tiempos. Todos mirábamos,
con una inocente fascinación, el despliegue del aparato de seguridad del
mandatario, que nos mantenía ajenos a cualquier posibilidad de acercamiento. Ontiveros
se apellidaba el pobre Presidente, me acuerdo bien. También es nítido el recuerdo posterior de su
muerte, misteriosa y oscura, en el último enfrentamiento entre dirigentes del
Partido Tecnócrata para la
Esperanza y el Burócrata de Oposición Nacional, ocurrida en
plena Cámara de Senadores. Eran tiempos demasiado volátiles y politizados, y
Ontiveros habría de ser una de las últimas victimas de aquél fanatismo de
partido. No era un buen gobernante, eso es cierto; pero de cualquier manera
espero que el cielo se haya apiadado de su alma.
Portento de lujo, comodidad y
tecnología, el tren que se estrenó en el nuevo subterráneo, conmocionó el
círculo de países del tercer mundo. Se trataba del primer metropolitano inteligente
circulando en América Latina. Basta enumerar sus múltiples cualidades para
comprender el boom que provocó con su
irrupción: estaciones diseñadas bajo las más interesantes tendencias de-constructivistas; vagones de
policarbonato ligero, montados sobre rieles magnéticos que les permitían
desplazarse a una velocidad de hasta doscientos veinte kilómetros por hora,
equipados con un dispositivo automático contra incendios; monitores internos;
pantallas gigantes en los andadores; anuncios publicitarios virtuales;
conexiones inalámbricas de internet
emplazadas, de manera gratuita, dentro del vagón. En resumen, una apología de
ciencia, cables y poder.
Poco más de un año duró la
felicidad en sus túneles, años de asentamiento nacional que preludiaban un mejor
futuro para el pueblo. Lo de las desapariciones vino después, cuando el metro
llevaba cerca de año y medio de servicio. Inició como un pequeño percance sin
importancia, en uno de sus tantos recorridos. Fui testigo del acontecimiento, y
el recuerdo viene siempre acompañado de violentas pulsaciones. Serían cerca de
las seis de la tarde. Bajo un bochorno insoportable y el hedor acumulado entre
los túneles, viajaba con el ceño fruncido. Hartos de un día de trabajo en las
oficinas de la ciudad, los usuarios nos mirábamos con recelo, riñendo por un
asiento como si en ello nos fuera la vida, atascados dentro de esa masa deforme
de carnes y fluidos corporales. Actitudes naturales en la rutina natural de un
hombre. Pero (siempre hay un pero) ese día iba a ser extraordinario. Yo sudaba,
lo único que quería en ese momento era descender del maldito vagón y llegar a
casa lo más pronto posible para darme un baño. Me sentía sitiado entre el gesto
agrio de una anciana, quien no sé por qué motivo me miraba con insistencia
hostil, y un enano que conservaba vestigios en su rostro de la última explosión
de una procesadora de diesel, ocurrido unas semanas antes en una nave
industrial de gran prestigio.
Entre las estaciones número doce
y número trece, el tren detuvo su marcha. La luz redujo considerablemente su
potencia, ante la incomodidad de los viajeros. No era la primera vez que se
presentaba uno de estos retrasos, por lo que ninguno de los usuarios mostramos
signos visibles de alarma. Se trataba (al menos eso fue lo que supusimos) de un
apagón como cualquier otro. Con inmenso aburrimiento miré hacia una de las
ventanillas: entre el débil parpadeo que parecía bombardear el interior del
carro, un oficinista de mediana estatura, extremadamente flaco y entrado en
años, abandonaba en ese instante el tren, saltando por aquella rendija
minúscula. Antes de saltar, no obstante, me lanzó una mirada de rencor. Sus
ojos fulminantes se clavaron en mí, de modo que evité su contacto. Por absurdo
e inverosímil que parezca, ningún otro usuario se percató de tan extraño
movimiento, o cuando menos, disimularon de maravilla. Por mi parte, estaba
dispuesto a dejar que el hombre se perdiera en lo más recóndito del túnel y que
jamás se volviese a saber nada acerca de su molesta presencia. Me había herido
con la mirada.
Pero un niño, (siempre es un niño el que nos conduce a salir de nuestro
autismo social) quien restregaba su nariz contra uno de los cristales, vio
pasar al hombre junto a la ventanilla, unos centímetros debajo de su campo de
visión, trastabillando sobre los rieles, evidentemente ebrio.
-Mamá,
un hombre está caminando en el túnel.
-Cállate, niño, no digas
idioteces – lo reprimió la madre.
-De verdad; asómate para que lo
veas.
La madre, como es de suponer,
atisbó curiosa a través del cristal, hacia el sitio que un pequeño dedo índice
le señalaba. Hubo un grito un tanto teatral, casi ensayado. Luego rumores,
interjecciones de asombro, ansiedad y diversión entre la multitud. Alguien
activó la palanca de emergencia; y así fue como se inició el caos.
El
conductor apareció minutos después, llevando en mano una potente lámpara de
halógeno. Inútilmente convocó al orden a la muchedumbre, quien peleaba por alcanzar la mejor plaza para
gozar del denigrante espectáculo.
–Un borracho camina allá abajo-
apuntó la anciana de gesto agrio.
Como
una respuesta de reconocimiento ante la voz del conductor, la puerta se abrió.
Lo vimos descender, cauto, en busca del usuario, quien ahora se confundía con
la oscuridad. El haz luminoso de la lámpara se empequeñecía cada vez más,
conforme el conductor se alejaba de nosotros. Me sentí asqueado, frustrado ante
el percance; lo único que deseaba en ese momento era ver regresar al causante
de tal desorden para sumarme a la ola de improperios. Pero el hombre no volvió;
sólo regresó el conductor, muy afligido y pensativo.
-¿Lo encontró?
-No, es como si se lo hubiese
tragado la vía.
Pero no se lo había tragado la
vía; había sido devorado por los raptores. Claro, en ese momento nadie podía
suponer una hipótesis tan descabellada. El incidente apareció en la penúltima
página de un noticiero de oposición, a propósito de la proximidad de la
elección de Regente de la Ciudad ,
denunciando la negligencia que demostraron las autoridades responsables de la
seguridad en el subterráneo, al negarse a continuar con la búsqueda de un
pasajero beodo. Poco después, apareció la nota que mencioné con anterioridad.
Las siguientes noticias, aparecidas en un diario de circulación nacional,
hicieron volver los ojos de toda la opinión pública ante tales eventos. Empezó
a rumorarse sobre desaparecidos en pleno viaje, en los segundos que duraba un
apagón; se presumía, por otra parte, un
truco publicitario ideado por mentes maquiavélicas, para distraer a las masas,
dada la cercanía de las elecciones. Se especulaba sobre magia negra, venganzas
de almas en pena, y sobre un posible asesino serial que encontraba, en el
territorio comprendido entre las estaciones doce y trece de la línea, un sitio
inmejorable para saciar sus pulsiones homicidas.
El peligro de cruzar el túnel se
incrementó día a día. La propuesta de suspender el servicio en el sitio de las
desapariciones obedeció a una lógica indiscutible, por lo que se puso manos a
la obra. Algunas semanas la propuesta funcionó de maravilla. Pero las
desapariciones, contraviniendo las expectativas de tal medida, comenzaron a
producirse en diferentes estaciones y en otras líneas, algunas muy alejadas
entre si. La región de los secuestros se extendió, estableciendo un juego de
macabras permutaciones. La presión llegó a un punto en el que fue imposible mantener a la televisión
lejos. El gobierno de la ciudad y hasta el federal comenzaron a mostrar una
alarma notoria.
Se
nombró entonces una comisión investigadora, conformada por el más selecto grupo
de agentes de la policía secreta. Los tipos más rudos y brutales, que habían
hecho gala de sus cualidades durante las marchas de estudiantes en la huelga
general: el Sargento Orda, el teniente Peña y hasta el mismísimo general
Echeverri, participaron en el operativo. Una multitud de curiosos los vimos
internarse en los túneles, armados hasta los dientes con una dotación de
granadas, potentes cuernos de chivo
y escopetas con balas expansivas. Tras ellos, un grupo numeroso de agentes paramilitares
incursionò a las estaciones de mayor riesgo. Los despedimos como héroes; los
recibimos muertos. Cuarenta y tres hombres se habían atrevido a explorar los
peligrosos senderos: sólo tres sobrevivieron; dos de ellos internados en el
Hospital Militar, en estado de gravedad.
El
hombre quien corriera con mejor suerte
regresó, para sorpresa de todos, con algo más que su vida. Traía arrastrando el
cuerpo inerte de uno de aquellos raptores. Las cámaras y los reporteros se
arremolinaron a su alrededor para conseguir la mejor toma. El agente tenía el
rostro del que vuelve después de visitar al diablo. Pronto la gran masa de
reporteros se sobrepuso a la sorpresa de encontrarse ante el cadáver de una
criatura tan brutal; y alentada por un instinto de rapiña editorial, inició un
largo y desordenado interrogatorio, del que aquel sobreviviente sólo pudo huir,
gracias a la protección de los cuerpos policíacos: “¿Qué pasó allá dentro?
¿Usted mató a la bestia? ¿Cuántas son? ¿Sabía que el resto de los integrantes
de la expedición están muertos?”.
Sí sabía. Claro que sabía.
-Sí, yo estuve ahí.
Lo vi todo.
El cuerpo de la
bestia fue conducido hasta un laboratorio genético subsidiado por una
universidad gubernamental, donde se le realizaron exámenes de todo tipo. Tuve
oportunidad de contemplar, por televisión, una fotografía del ente. Se trataba,
de acuerdo a las afirmaciones científicas, de una extraña mutación humana,
producida por la radiación y los desperdicios tóxicos derramados de manera
ilegal por algunas trasnacionales en un río cercano a los linderos de la
ciudad. La teoría que se manejó indicaba la presencia de un sigiloso manto
freático que había conseguido, a raíz del movimiento de placas tectónicas en el
último sismo, alargar uno de sus vasos hasta el interior de los túneles. Al
parecer, aquella bestia, extraviada en la oscuridad, sedienta, había dado con
uno de los abrevaderos que se formaron al paso de las lluvias. Medía cerca de
dos metros y medio, poseía una carne verdosa, como la de un muerto. Los brazos
y las piernas eran extensos y nervudos. Sus dientes, enormes y amarillos. La
mandíbula desencajada sobresalía del rostro, que parecía cobrar un aspecto más
primitivo debido a las narices chatas. Su cabello era larguísimo, cubría parte
de su cara, concediéndole un aspecto más siniestro. Las ropas raídas, pequeñas,
sucias; las manos y los labios presumían rastros de sangre. Los ojos sumamente
irritados y una flacura descomunal, completaban un cuadro temible.
Se iniciaron las
especulaciones acerca de su origen, aunque después de una cadena de intensos
debates entre científicos y sociólogos, no se llegó a ninguna conclusión
convincente. Pero cuando una mujer declaró haber reconocido, en el cuerpo del
monstruo, a su hijo desaparecido años atrás, las dudas se diluyeron. Las
investigaciones arrojaron un resultado sorprendente. El monstruo, tras una
serie de estudios avanzados de fisonomía, coincidía, de manera irrefutable, con
muchos de los rasgos del adolescente desaparecido. La mujer declaró que Abraham
(tal era el nombre del muchacho) había escapado de su casa para refugiarse en
la amistad de algunos niños de la calle, con quienes convivió mucho tiempo
hasta que, de manera intempestiva, desaparecieron. La posibilidad de que el
hallazgo no implicara un hecho aislado, llenó de ansiedad a los habitantes de
la metrópoli. Muchos se preguntaron si habría más de aquellas bestias entre los
túneles, y si podrían seguir viajando con absoluta confianza por las arterias
del subterráneo.
La respuesta tuvo
lugar en breve. Una semana más tarde, un segundo comando, realizando la misma
acción militar (con mayores precauciones), consiguió capturar vivo a uno de los
raptores. Lo condujeron a una celda, donde le realizaron una serie de
interrogatorios, acompañados por las torturas practicadas por la policía de
nuestro país. No es asombroso aclarar que la bestia era capaz de establecer
conversación, pues después de todo era un humano, con voz cavernosa y ademanes
animales, pero humano. Además, con semejante sesión de tortura, quién no podría
confesar.
La voz rasposa de
la bestia, sorprendió menos que su primitiva pero coherente capacidad de
estructurar ideas:
-Somos –declaró a
una prensa ávida, mostrando una mirada llena de resignación- personas, asó,
como usé. Niños calle fuimos; no somos. Fuimos vivir a uno de los túneles, y
allí hallamos comida rato; pero aluego no, ya no hubo. Y se nos ocurrió comer, no
sé, a un perro perdido, estaba enfermiko... sintió nada. Y aluego comimos ratas, y
cosas. No sabia que aquellos animales, y aquel perro, tenían bebido del charco
brillante, el que confunde sentidos, o cosa asó. Bebimos de su sangre. De perro
enfermiko y de ratas Hacía sed. Y aluego nos cambiamos cuerpos, poco poco, y
nos fuimos siendo fuertes y raros. Eso llevó tempo, no fue de días, ni pocos mese.
Luego nos gustó beber más agua brillante. Y aluego no se nos ocurrió gente
comida, nos bastaban ratas… pero el borracho llegó y despertó nuesa hambre, y
el nueso odio. Y líder dijo debemos matar maldita sociedà, nunca entendieron
niños calle. Así organizamos y nos metimos con nuesas mujeres, somos muchos,
seremos más muy pronto...y matar es lo queremos. Puta sociedad muerta. Volvimos
fuertes, y somos dentro de túneles mejores que tú; y no salimos de túneles
porque nos matar. Queremos nuesa vida: ustedes fuera, nosotros dentro. Todo
felicidad...somos muchos.”
Ofendido ante tal
declaración, el Presidente envió un ejército de quinientos hombres a exterminar
a los raptores. Se rememora ahora, a la distancia, como histórica aquélla
terrible masacre de soldados. Cuentan que murió la mitad del comando y un medio
centenar de raptores, quienes habían aprendido a batallar bajo el sistema de
guerrillas bajo tierra (se intuía que entre los niños de la calle, había
algunos que alguna vez se acercaron a una orientación militar). La batalla fue
espantosa. Los túneles apestaban a sangre y a cuerpos descompuestos.
Atemorizados algún tiempo por el
ataque, los raptores se ocultaron entre las rendijas de sus territorios de
concreto. Se replegaron, apretando los dientes con rabia, babeantes ante el
recuerdo de las balas silbando sobre sus cabezas y las de sus hijos; ante el
recuerdo de sus hermanos muertos. Las autoridades pensaron que, una vez
hostilizados, no se atreverían a atacar de nuevo, de modo que se tomó la decisión,
tras algunos de meses de una sospechosa tregua, de reanudar el servicio del
subterráneo, como una solución al tráfico caótico que comenzaba a transformar
la ciudad en una megalópolis intransitable.
Se equivocaron una vez más. Los
raptores recrudecieron sus incursiones, intensificando sus procesos de
intimidación una vez que se reanudó el servicio: ahora hasta se tomaban el
tiempo de devorar a los pasajeros en plena marcha, arrancando cada uno de los
miembros de la víctima con cruel parsimonia, exhibiendo su rencor ante los
pasajeros al acercarles la cabeza de alguno de los muertos, o escupiendo los
ojos de las victimas a sus pies, mientras gritaban que los niños de la calle
ahora sí poseían un reino.
Se les unió, tiempo después, un
grupo de niños cansados de crecer en la miseria, quienes veían la vida dentro
de los túneles como una oportunidad de experimentar una especie de jungla
citadina. El gobierno, por su parte, tras la siguiente sucesión presidencial, y
aún bajo el mismo apoyo de algunos agentes de la C.I .A., intentó exterminar a los sublevados
peleando diversas batallas en contra de ellos. Mataron a muchos, pero no
pudieron exterminarlos. Finalmente, se dieron por vencidos.
De eso hará quince o dieciséis
años, no recuerdo con precisión. Ahora estamos acostumbrados a ellos. Siempre
que uno aborda un vagón, sabe de antemano el riesgo al que se expone. Las
estadísticas revelan que uno de cada ciento sesenta y cinco viajes es atacado
por un raptor, y al menos un pasajero es devorado. Por otra parte, es imposible
cerrar las líneas del subterráneo, debido a que se ha convertido en el único
transporte eficiente al alcance de la masa proletaria (son demasiados los automóviles
de la clase empresarial como para intentar establecer una red de autobuses o
algo similar en el exterior). A fin de cuentas, al gobierno no le interesa
demasiado la clase proletaria. Baste decir que a las desapariciones ya les
hemos encontrado nombre: les denominamos “riesgos de tipo fortuito”.
De
modo que hoy no resulta extraño que los usuarios viajen bien despiertos, al
acecho, tratando de no convertirse en víctimas del previsto ataque. Resulta
familiar, por otra parte, realizar un viaje común en una jornada de trabajo y
de repente hallarse ante un apagón. Es entonces cuando la sangre se hiela y los
músculos se contraen. Después, no es difícil escuchar los malditos y pesados pasos
sobre el vagón, para contemplar, un par de segundos después y con desconcierto,
a uno de los raptores deslizarse dentro, después de quebrar uno de los
cristales con habilidad, afianzándose con sus largas garras al techo, para
después desprenderse en un movimiento furtivo, tomar a su víctima por los
cabellos, y escapar arrastrándola, en un movimiento en el que el cuerpo de la
víctima, desnucado, se deja conducir como un guiñapo. Eso, claro, si no se
toman la molestia de destazarlo dentro. Así que cuando el tren frena su marcha
y se produce un oscuro, la cosa es para alarmarse. La sangre hierve y se sabe
uno en peligro. Esa es la casa de los raptores, de los ex -niños de la calle,
hambrientos dentro de su territorio. Ellos nunca avisan. Ellos entran, toman su
presa y se marchan, dejando los cristales salpicados de sangre. A veces
parecemos ignorar los hechos, para que nuestras vidas sean más llevaderas; pero
cuando sucede, como me tocó presenciarlo esta mañana, cuando un trozo de carne
cruda nos mancha con sangre la frente, acusatorio, es inevitable llorar un
poco, o maldecir nuestro destino.
Estoy convencido de nuestra
condena en vida. Pero hay un lado bueno en la tragedia: ahora, al menos, sé que
contestar a mi alumno; puedo recordar a la perfección como sucedió. Los
raptores tienen un origen más remoto que el que les atribuimos: surgieron
cuando aprendimos a construir una ciudad sustentada en la indiferencia y la
desconfianza del otro, cuando olvidamos que los niños de la calle formaban
parte de nuestra especie y de nuestro tiempo. Hoy por hoy, la voz de los niños
de la calle me asalta de vez en cuando, en plena noche, al despertar de un mal
sueño, lo que no es poco frecuente. Sus palabras son claras e incriminatorias;
me es imposible apartarlas de mi memoria en noches de desesperación:
-Nuesa libertad dentro, vuesa
vida fuera, asó todos felicidad.
Sin embargo, tengo que
reconocerlo con vergüenza, después de unos minutos de intranquilidad, uno de
esos ratos pesados en que uno se agita en la cama de un lado al otro, sin poder
conciliar el sueño; después de permanecer recargado en la cabecera, con los
ojos abiertos y respirando con dificultad; después de una de esas veladas que
parecen interminables, en las que uno piensa un poco en la falacia de la inmortalidad
y otras menudencias; aún a nuestro pesar, debo reconocer que uno vuelve
lentamente a recuperar el sueño, como hace un crío, y entonces es posible dormir
durante algunas horas, ajeno a los problemas cotidianos, como si nada de nada
estuviera ocurriendo en alguna parte de la ciudad. No cabe duda: es
impresionante nuestra capacidad natural de adaptación a un medio hostil. Somos
peores que las cucarachas.
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