domingo, 15 de diciembre de 2013

Dos fantásticas historias de Alberto Chimal.

 
 
Hotel Luciano Scott (Antártida)
Alberto Chimal


 HORACIO KUSTOS conversó con Sergio Schiavoni, director de Relaciones Públicas del hotel, en el bar del lobby. No tardó en saber que Schiavoni era argentino y que sabía, de primera mano, de las camas.

—Cuando desperté —dijo el señor Schiavoni—, estaba en el hotel Luciano Canción de Camagüey, Cuba.

—¿Qué dice?

—Y, estuvo cerrado por varios años, pero ya eran los tiempos en los que la isla se abría nuevamente al turismo...

—¡Pero usted se había ido a acostar en el Luciano Los Toldos, en Argentina!

—Ah, ya entiendo, usted se asombra de eso. Sí. De Los Toldos a Camagüey.

—¿Pero cómo...?

El doctor Luciano (explicó Schiavoni) había sido un científico extraordinario: de los últimos inventores originales, con iniciativa individual, en esta era de grandes corporaciones. Amigo de Einstein, de Ramanujan, de Hawking, su principal interés había estado en los medios de transporte; como era millonario, y por lo tanto podía ocuparse de lo que le viniera en gana, como los antiguos investigadores dilettantes, se había puesto a pensar en una cuestión que casi nadie consideraba: las implicaciones últimas del ideal de los transportes eficientes.

—Todo medio de transporte, al menos según la definición tradicional del término —explicó el señor Schiavoni—, requiere algún elemento de control: debe ir por cierta ruta hacia un destino determinado. ¿Se da cuenta de qué restrictiva, qué pragmática, en el peor sentido, es semejante idea? ¿Dónde quedan el azar, el misterio, la excitación de lo nuevo...? El doctor Luciano comprendió que aquella limitación insensata era un signo de la decadencia de la cultura mundial.

En cuanto a Schiavoni, que en aquel día ya tan lejano sólo se proponía pasar la noche fuera de casa, después de una pelea con sus padres, le habían asignado aquella cama por error: la cadena hotelera Luciano, explicó, tenía como política no obligar a nadie a abandonar el pragmatismo ni el aburrimiento de un viaje planeado, y para tal efecto tenía camas normales en todos sus hoteles. No menos de cinco en cada uno.

—Dormí, lo recuerdo, como un bebé. Y cuando abrí los ojos...

Había comenzado a trabajar para la cadena con el fin de ahorrar para un boleto de avión.

—Primero quise regresar como había llegado, pues había sido transportado allí sin mi consentimiento y creía merecer un viaje gratis de regreso. Pero de Camagüey pasé a Kostroma, Rusia, y de ahí a Oxnard, California, y de ahí a Puntarenas, España... Al azar, que es como se gobiernan las camas en cuanto usted se entrega a ellas, no es posible elegir. Por terquedad, estuve saltando de un lado a otro por más de un año. Luego me gustó esta vida y ya no quise volver a Los Toldos...

En realidad, agregó, los hoteles Luciano eran un desastre financiero, pero continuaban, por indicación expresa del doctor Luciano en su testamento, como un servicio para la humanidad.

—Yo no sé cómo funcionan las camas, ni creo que nadie lo sepa salvo los de la fábrica, que se encuentra en Noruega y está custodiada por perros, ametralladoras y vaya a saber qué más. Pero lo que importa es tan simple como esto: la posibilidad de viajar, por todo el mundo, a donde nunca, escuche bien, a donde nunca se había creído poder llegar. Descubrimientos, incógnitas, maravillas. Y además procuramos elegir sitios menos obvios, menos concurridos, alejados de las principales rutas turísticas y comerciales... De seguro nunca había pensado en pasar, por ejemplo, un día en la Antártida, ¿verdad?

—No. Cuando di con el hotel ya pensaba que no existía, que el rumor era falso y que iba a morir congelado.

—Entonces no creo que le guste nuestra pista de carreras para deportistas recios... Pero tenemos también visitas guiadas en carros con clima artificial, a la tumba de la expedición británica de 1912..., o al polo propiamente dicho, si no se siente de ánimo morboso..., y también el único bar en el mundo que sirve picaditas..., ¿tapas, botanas?, botanas de..., no recuerdo cuál es el nombre... Es una comida esquimal. Grasa concentrada y carne. Increíble. Dos o tres bocados y no hay que comer nada más durante todo el día.

Cuando por fin llegó a su cuarto, Horacio Kustos se desvistió y se quedó mirando la cama. La colcha estaba estampada con la reproducción de un mapa antiguo. La cabecera era de madera tallada, y representaba a un ángel. Un trabajo precioso. Probó el colchón: era de agua y se dejaba acariciar, cedía casi como una cosa viva. Se sentó en él y descubrió que estaba muy cansado. Pero dudó, pues el señor Schiavoni se había despedido de él con un abrazo muy fuerte, como si no esperara volverlo a ver.

Dejémoslo allí, caviloso, mientras pasan los minutos. 




Álbum
Alberto Chimal


La cara de su madre. La muñeca que arrojó por la ventana. El libro que quemó. La pecera que vació en la sala. La muñeca a la que arrancó las piernas. Su primer psiquiatra. El tazón con el que golpeó a su madre. Su niñera poco antes de marcharse. Su abuela materna poco antes de marcharse. Su padre poco antes de marcharse. La cara de su madre. El gato al que metió en el horno. Su segundo psiquiatra. Su primer kinder. El niño al que pateó. Su tercer psiquiatra. La trenza cortada de su compañera. El rincón en el que estuvo castigada. La cara cortada de su compañera. Su cuarto psiquiatra. Su segundo kinder. El perro al que destripó. La silla a la que fue atada. El brazo en cabestrillo de su madre. El brazo en cabestrillo de su maestra. El brazo en cabestrillo de su quinto psiquiatra. Su tercer kinder. El niño que la golpeó. Un trozo de la oreja del niño que la golpeó. Su cuarto kinder. La denuncia en su contra. El bolso de su madre. El director de la primaria que no quiso admitirla. La cara de su madre. El director de la segunda primaria que no quiso admitirla. La tarjeta de débito de su madre. El director de la primaria que aceptó admitirla. La niña a la que trató de ahogar en un excusado. La niña a la que empujó por las escaleras. La carta en su contra de los padres de sus compañeros. La cara de su madre. Un hombro desnudo de su madre. El director de la segunda primaria que aceptó admitirla. El suéter de su compañero desaparecido. El cuerpo de su compañero desaparecido. La cara de su madre. La patrulla que fue a buscarla. La cara de su madre. El autobús que abordó con su madre. El primer motel donde durmió con su madre. El incendio del primer motel donde durmió con su madre. El boletín con la foto de su madre. La cara de su madre. El segundo motel donde durmió con su madre. El bebé que resistió tres días en el cuarto donde durmió con su madre. La cara de su madre. El tercer motel donde durmió. El teléfono que su madre trató de usar. La cara de su madre. Un ojo de su madre. La lengua de su madre. El otro ojo de su madre. El coche del hombre que la recogió en la carretera. La primera comentarista que habló de ella en la televisión. El coche del segundo hombre que la recogió en la carretera.




 ALBERTO CHIMAL nació en Toluca (México) en 1970. Se ha especializado en el cuento fantástico, género poco cultivado en su país. Publicó: El rey bajo el árbol florido (1996), El secreto de Gorco (1997), Gente del mundo (1998), El ejército de la luna (1998) y El país de los hablistas (2001). Este cuento forma parte de Estos son los días, libro que obtuvo el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí 2002.




martes, 10 de diciembre de 2013

Fragmentos de una novela de Ulises Paniagua

Hola, aquí comparto algunos breves fragmentos de mi próxima novela Bufo, bufo (La ira del sapo)
Espero guste e interese.

Un abrazo, amiga lectora, amigo lector.

Ulises.


La ira del sapo
Ulises Paniagua
 
 
(Fragmentos de una novela)
 
 
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La Dolorosa me dijo que la palabra jazz proviene de un vocablo africano, y significa hacer el amor. Ella me hablaba de música mientras apoyaba su cabeza sobre mi hombro, medio recostada en el sofá. Sonreía con malicia al notar mi turbación. No me intimidaba estar a su lado. Sólo fingía. Yo le había caído al ensayo del cuarteto porque Itchie me invitó, me dijo va a estar chido, Didi, cáele, me alcanzas en el depa que te dije, y te presento a la Dolorosa, verás que trae buen desmadre.
Tenía razón. La Dolorosa no sólo me cayó bien: me gustó. Porque es alta, apiñonada, y tiene el cabello negro, largo, con olor a naranja fresca. Ella me regaló esa sonrisa franca que excita, que me hace sentir alerta. Itchie dice que la Dolorosa me gusta porque no tengo mamá y ando buscando suplente para ese puesto, así me dice, y luego se ríe con la boca abierta y enseña sus dos dientes chimuelos. Entonces yo le digo que no sea pendejo, pero la verdad es que no creo que lo sea. Nada más creo que está medio loco, pero no pendejo.
Las tardes que quiero pensar en algo bueno cuando estoy en clases, rayando la resistencia callada de un pupitre, o mirando por la ventana cómo cae la noche, me da por acordarme de la Dolorosa hablándome de Ella Fitzgerald, repitiéndome que el jazz es la música pura, un regalo sin envolturas. Me acuerdo que le dije que el jazz no sólo es música, pues hay tantas cosas cotidianas donde podemos encontrarlo. Por ejemplo, le dije, James Joyce ya lo intentó en alguna novela, tal vez tímidamente; y el Guernica de Picasso es como una melodía movida de jazz; incluso le dije que el hombre que inventó la licuadora también sabía de eso, pero ella me dijo que no, que de eso nada. Reconoció que no sabía quién era Joyce, pero el jazz sólo podía existir dentro de un pentagrama, y fuera sólo se llevaba en el golpeteo rítmico del corazón. Pudo decir miocardio, alma; pero dijo corazón. Lo demás, afirmó, es blablablá. Me compartió que le cagan las definiciones del jazz: cool, smoth, smoth-cool, medio cool-smoth, etcétera. El jazz es jazz, simple y transparente; lo demás, aseguró acercando sus labios a mi oído, es ociosidad, invento de huevones que tienen que catalogar lo que no comprenden. Se veía guapa la Dolorosa en esa ocasión; se veía resplandeciente.
Y cuando la profesora de matemáticas nos da clase de trigonometría me da por pensar en la Dolorosa; claro, a veces me avergüenzo porque estoy pensando en ella cuando Carmen debe estar pensando en mí, aburrida en su recámara, recortando la foto de Gael García  o la de Hugh Grant, para pegarlas en la portada de su libreta, junto a mi foto. Recorta sus monitos y luego cuando salimos por un helado me enseña su cuaderno; me dice que puedo estar tranquilo, que los únicos hombres con los que puedo competir son de papel. Al menos eso asegura. Me hierve la sangre al pensar que pueda estar recortando la foto de alguno de sus compañeros, para guardarla bajo el colchón, sin decirme la verdad. En esos minutos, me consume un sentimiento que supongo debe ser un episodio de celos. Pero no hay forma de culparla, sé que la atracción por la Dolorosa es un clavo que incomoda mi amor por Carmen, y soy el menos indicado para quejarme de un asunto de este tipo.
Carmen y yo somos algo así como novios, aunque no nos atrevemos a declararlo de esa forma ante nadie, porque pensamos en el noviazgo como una cosa institucionalizada y falsa. Salimos los martes, los jueves y casi siempre los sábados, porque lo permiten nuestros horarios de clases, a menos que le dejen tarea y entonces sí puede pasar hasta una semana sin que nos veamos, porque es época de exámenes. En cambio, yo tengo más tiempo libre; eso es porque soy un estudiante bastante mediocre. No voy a escuela de paga; además, por la tarde los maestros son menos exigentes que los de la mañana. La verdad sea dicha, soy inteligente, pero los sistemas de educación que usan nuestras escuelas me dan huesco (una palabra que inventamos Itchie y yo para definir lo podrido del país, todo aquello que genera un sentimiento que oscila entre la hueva y el asco).
Itchie está bien loco. Vino ayer con una nueva: le preocupaba el círculo. Quiero decir, a Itchie le da por tener pensamientos extraños. Le decimos Itchie porque le gusta una película japonesa donde el personaje principal es un asesino, creo que serial. Itchie the killer, o algo similar. No he visto la película, me han contado de ella. Sucede en ocasiones así, algún amigo llega y me cuenta una trama, una historia, un chisme, y en base a lo que escucho tejo una idea, como si yo fuera una araña laboriosa o en mi cabeza existiera un laberinto. Itchie dice que soy complicado. Siempre le contesto que no se muerda la lengua. También dice que un día va a asaltar un banco, y para ello guarda, en su recámara y bajo llave, dos pistolas: una cuarenta cinco de segunda mano, y una treinta y ocho un poco oxidada. Creo que la treinta y ocho se la regaló su papá, que trabajó para la policía judicial. La otra, no tengo ni puta idea de cómo la consiguió. Son su tesoro, dice; puede sacarlas y contemplarlas minutos, horas enteras; aunque nunca les ha comprado balas porque en el fondo le infunden miedo. Itchie es cobarde. Y complicado, desde luego.
Ayer me estuvo hablando del círculo. Su planteamiento era sencillo en apariencia, aunque me dejó pensando. Mira, me dijo, imagina cualquier punto en el contorno del círculo, en su perímetro. Escoge el punto que quieras. Ahora intenta imaginar que tras él vienen un montón de puntos que intentan alcanzarlo. Es frustrante: los demás puntos, de manera perpetua intentan acercarse, pero jamás lo consiguen; pero no sólo eso, sino que el mismo punto se pasa la vida persiguiendo al resto de los puntos. Lo peor está por venir, fíjate bien, sucede que tanto el punto que persigue y los que lo persiguen, es decir, el resto de los puntos, piensan que avanzan, que van por delante de todos, y continúan una trayectoria definida, casi como si tuvieran una meta por alcanzar. Sin embargo, están condenados al encierro, al movimiento eterno en su propia estática y su maliciosa cinética. Su explicación me dejó maravillado. Me dio ideas para construir una figura de cerámica siguiendo el concepto. Luego me preguntó si entendía lo que trataba de decirme y le dije que sí. Por supuesto que entiendo, refunfuñé. Así me siento yo, Didi, confesó, como un círculo persiguiendo la nada todo el tiempo. Y seguro así te sientes tú. Me dejó sin palabras. Ante mi incapacidad de argumentar, preferí la complicidad del silencio. Luego saqué la cajetilla de cigarros que le robé a mi madrastra, y le extendí un cigarro. Se me quedó viendo. Esgrimió una sonrisita imbécil. Se me olvidó que a Itchie le fascina la violencia en la pantalla, pero no le gusta fumar de marca.
 
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Dobló a la izquierda y de nuevo a la izquierda. Reconoció que estaba cerca cuando pasó ante la sex shop que tanto le inquietaba, a la que nunca se había atrevido a entrar. Siguió de frente y esta vez dobló a la derecha: la calle se mostró amplia y bulliciosa. Un pequeño grupo de chicas preparatorianas cruzó riendo y alborotando. Itchie intentó cazar la mirada de alguna de ellas. El esfuerzo fue infructuoso. Ninguna pareció mostrar el menor interés, e Itchie se resignó a reconocer que no era un joven guapo. Al desfilar frente al Mc Donalds trató de mirarse en el reflejo que le devolvía el cristal del local. Se dijo, para  darse ánimo, que si no fuera por los anteojos, esa sonrisa idiota que esgrimía a la menor provocación, y sus dientes torcidos, seguro tendría una novia bonita, como Carmen. Se detuvo en seco, avergonzado. ¿Estaba pensando en la novia de Didi? Eso sí que es desleal, Itchie, se reprendió, y continuó la marcha hasta la tienda de música.

Decidió pensar en otra cosa: en el puesto de películas  del centro de la ciudad. Seguro ya podía conseguir la nueva cinta de Lans Von Trier. Mañana se daría una vuelta para comprarla. Le gustaban las películas de Von Trier, aunque un compañero de clase se empeñaba  en asegurar que en sus películas podían leerse los símbolos nazis como si se tratase de un folleto educativo. Itchie no lo tomaba en serio. Consideraba que el mensaje que pudiera sospecharse en Von Trier era independiente de la propuesta estética y de condición humana que planteaba en sus cintas.

La imagen de una Carmen sonriente le vino a la memoria. Para combatirla, se enfocó en la diáspora de los salmones hacia tierras prometedoras, y su ridícula obstinación para luchar contra corriente. Tuvo que abandonar el pensamiento porque asoció su idea a Carmen, una de esas mujeres que siempre reman contra corriente, junto a sus dos hermanas y su madre. Vivir en un hogar donde la cabeza es un obrero semiparalítico, aunque la madre trabaje en Petróleos Mexicanos, resulta admirable, se dijo, y volvió a amonestarse por traer el rostro de la novia de su amigo a la mente. Entró de lleno entonces al tema de las manchas solares y su probable similitud con las corrientes marinas, el movimiento perpetuo y las ondulaciones de vida en ambos lugares. En esta reflexión estaba cuando llegó a la tienda de discos. Respiró profundo y sonrió con tanta alegría que el vigilante, en el acceso, le rehuyó la mirada, incómodo.

A los primeros pasos se sintió en casa, se internó por el corredor donde las nuevas importaciones de progresivo se exhibían en los mostradores; se perdió en los colores de las portadas de los nuevos discos y en la gratuidad de unos audífonos. Cuando escuchó Dynamo, el éxito de una banda japonesa por demás atractiva y desconocida para él: Dante`s place, se sintió conmovido de una manera poderosa e inexplicable. La música de la banda guardaba tintes, por momentos siniestros, a ratos nostálgicos. Un violín parecía conciliar la marejada de una batería a tres cuartos, con un sampleo de lo más funkie.

Entonces sucedió: aquél halo misterioso alrededor de la figura flaca y triste de Itchie. Esa especie de escudo celestial que lo aislaba del mundo cuando escuchaba una buena rola. Lo reconocía en seguida, un ligero hormigueo en las manos,  luego un mareo sin importancia. Después el cuerpo se relajaba y podía sentir la música inundando la piel, la carne, las entrañas. El halo aparecía ante él, primero como una tímida insinuación, después violento como una tormenta. El final era una luz intensa, una riada lumínica instándolo a cerrar los ojos, aunque de antemano sabía que con los ojos cerrados continuaría el resplandor alejándolo de su vida miserable, conduciéndolo a la esquizofrenia propuesta por la banda. Le daban ganas de reír, pero se contenía para que no creyeran que era un enfermo mental o que había fumado demasiados gallos; sin embargo, la sensación de paz era tan grande que los nervios le traicionaron, y entonces apretó los ojos para guardar la concentración. Venían el recuerdo de sus padres, sus profesores, de Carmen. La soledad y la rabia desaparecían o se metían dentro de algún disco compacto, se perdían en la espiral del láser de un disco. El mundo era bueno entonces; no ese monstruo hostil que promete devorarlo todo a la menor provocación. Se veía allí, en medio de un banco, hermoso y vengador, portando en la diestra una escuadra cuarenta y cinco, reluciente como la espada de un arcángel, esgrimiendo con la izquierda un pliego petitorio conteniendo los principios básicos de la buena convivencia entre los seres humanos. Esto no es un asalto, podía imaginarse gritando en medio de los rostros desencajados y huraños de más de dos o tres cajeros del banco, esto es una declaración de rebeldía, mientras la cuarenta y cinco, humeante, mostraba a todos el potencial violento de un acto de paz. Itchie sonrió.

Sintió una mano tibia que le rozaba el codo y abrió los ojos. A su lado, el rostro amable de Carmen lo devolvió a la realidad. Le bastaron algunos segundos para comprender que se había fugado de nuevo, desprendido de la tierra desafiando los conceptos de tiempo y carnalidad. Era hora de regresar. No pudo ocultar su emoción. No esperaba ver a Carmen en la tienda de discos esa tarde. Ella le dio un ligero empujón para sacarlo del trance, pues bien sabida tenía la naturaleza mística de Itchie cuando le daba por escuchar música. Ella comentó un par de cosas que Itchie no entendió porque aún tenía los audífonos conectados a los oídos, pero una vez que  se deshizo de ellos pudo alcanzar el epílogo de una frase:

-…como te vi aquí, pensé que venían juntos. Supongo que no ha llegado.

-¿Quién, Carmencilla?

-Didi, ¿Quién iba a ser? Andas en las nubes, como siempre.

Itchie le dijo que no lo había visto ese día. No era una mentira, porque Itchie se había ausentado de clases antes de que Didi llegara. A Carmen se le antojó un cono helado. Envueltos en la cordialidad de una tarde sin prisa, se internaron en alguna calle llena de establecimientos y parejas de enamorados. Una mujer gorda se acercó a ellos y ofreció una rosa. Son de a diez, joven, ande, para su novia, tan bonita. Entonces Carmen soltó una carcajada estruendosa pero no se atrevió a desmentir a la mujer. Cómprame una, amor, mi osito loco, bromeó ella. A él no le quedó más remedio que seguir el juego, y le compró la rosa. No le disgustaba la idea de que Carmen y él pudieran ser novios. Se quedó pensando en Didi y volvió a sentirse miserable, pero la vitalidad de Carmen lo hizo olvidarse de todo: de los salmones, de las manchas solares, de la película de Lans Von Trier, del banco, de su imaginada deslealtad,  y hasta de los discos. Esa boca de labios acolchados, de sonrisa de dientes blancos y delicados, era una delicia. Sus ojos, miel pura. Itchie se abandonó al momento, y el tiempo transcurrió apacible ante su felicidad y un par de conos helados. Ni siquiera se dio cuenta de que Carmen respondía a una llamada de Didi, donde ella le rogaba que se escapara de clases para estar con ellos, esa tarde.
 
 
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El sueño loco de Carmen, a ritmo de jazz…
Kuno Kumbo, señor del reino de lo que viene y de lo que se murió, leía un extraño manuscrito mientras bailaba, magnético, en medio de un ácido rave. Suave, suave, decía, la vida es una melodía suave, y luego se tocaba las caderas como si se ajustara un cinturón alrededor de ellas; y se quitaba y se ponía la cabeza a voluntad. Era raro, pero no me causaba ningún temor que jugara con su cabez.
Entré al antro. Para entonces yo lo veía todo, aunque aún no había llegado al lugar podía verlo todo con claridad. Itchie venía conmigo, explicando las especies de sapos que conocía: el bufo ailaoanus, el bufo aspinius, el bufo spinosus, el bufo bufo. Hay diecisiete especies, decía en el sueño, pero la última que te menciono es la más común. En realidad, yo lo sabía porque acababa de estudiar para mi examen de Biología, y supongo que por eso el conocimiento se proyectaba en el mundo onírico. Luego comenzó una lluvia de tachas.
De entre la masa de cuerpos que se agitaban en el rave emergió una marmota vestida como chica de ánime japonés. Era gigantesca, sus chillidos muy claros a pesar del volumen de la música con su pumb bumb pumb bumb; y su minifalda era demasiado corta. Entonces Itchie gritó: Oialaaááá, perenteeeéééé, y se disculpó diciendo que tenía que comprar el nuevo álbum de una banda folclórica en la tienda de discos. Me dejó sola con la marmota, pero el animal ya no estaba; en su lugar, Didi permanecía de espaldas, con la camisa empapada de sangre. Una masa viscosa escurría desde su cuello hasta el líquido púrpura espeso. Cuando me acerqué me di cuenta que era retazos de un cerebro. La música se había detenido, y la gente había virado para contemplar la escena.
Didi flotaba, levitaba entre la cara contrariada de los curiosos y mi estupefacción. Como en una película coreana de horror, de esas buenas pelis que presentaron en un tiempo, Didi flotante, Didi elevándose en el piso sobre sus pies descalzos, chorreantes de sangre, giró, giró lentamente desde los pies, pasando por su tronco, hasta el último cabello de la cabeza. Cuando dio la media vuelta, en un movimiento que me pareció angustioso y eterno, pude percatarme de que existía un hueco en su cuerpo, un agujero enorme a la altura del pecho, que lo atravesaba y permitía ver las mesas vecinas, los estrobos a lo lejos, y las botellas de cerveza y las colillas de cigarro y el mundo contenido en el antro a través de él.
Su rostro, pálido, lucía inmensamente solo. Entonces desperté.
Yo no creo en premoniciones, doca, siempre me han causado risa esos asuntos, pero le confieso que este sueño si logró atraparme en el horror. Me ha tenido muy intranquila, como si algo terrible estuviera por ocurrir, al estilo de las tragedias de Sófocles y Eurípides (me sé los nombres porque los acabo de leer en la clase de literatura).
Bien, creo que ya terminó la hora, ¿me puedo ir? Alguien asegura que nos harán un examen sorpresa de Química, mañana temprano. Quiero aprobar, antes que otra cosa. No se preocupe. Le prometo no tener más sueños. Pero, mejor, aún, prométame usted que hoy podré dormir tranquila, y que las premoniciones que sospecho en mis sueños no se materializaran en ningún momento.
 
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Aspirar una línea es como encontrar el ojo de Dios, o de un dios, o de cualquier ente divino, de cualquier sombra. Es descubrirse en la frialdad del reptil que nos mira con fijeza, con sus pupilas amarillentas y agrietadas. El mundo no se ve mejor ni más pequeño: se ve más lento. Uno se mueve con la destreza de una multiplicidad, se desprende de sí a cada paso. El aire apenas se siente, el cuerpo se vuelve una máquina para hacer el amor, para saltar un muro, para jugar al futbol, supongo que también para matar.
Bueno, para matar no. Esos pensamientos asustarían a Carmen si se los contara. También a la Dolorosa. Ayer estuve con uno de los chavos en el parque. Itchie se había lanzado a un concierto, y busqué compañía con este compa que siempre se la pasa fumando sus churros. No lo conozco muy bien, apenas habíamos parlado dos o tres veces, pero me cae bien. Pero ayer que me compartió una línea (también le gusta de vez en vez), me volví loco de pronto.
Supongo que él andaba de buenas, que le nació lo comunitario. Je. No sé. Cuando aspiré, pude sentir cómo volvían a conectarse mis neuronas y las cosas parecían claras, transparentes. Las ideas que me venían a la mente eran brillantes y lúcidas. Pero poco a poco (lo que no me había pasado en ese grado), una vez que fui recordando el terrible peso de la vida, sentí el deseo de hacerle daño a alguien, de patear a un perro o de cortarme una oreja, allí mismo, como un Van Gogh de barrio, me dije, y me reí de mis pensamientos.