martes, 20 de octubre de 2015

La transgresión en la literatura española del siglo XX, por: Ulises Paniagua (ensayo)

La transgresión en la literatura española del siglo XX
Ulises Paniagua

William Blake escribió: Los tigres de la ira son más sabios que los caballos de la educación. Un verso que encaja con el largo grito español durante los años de dictadura franquista. En los años cuarentas y cincuentas del siglo XX, la producción literaria en aquel país europeo adquirió, de manera curiosa y a pesar del régimen, notables muestras de transgresión. Este ensayo, por su brevedad, no permite extenderse demasiado para conseguir un estudio profundo, aunque tampoco se ha pretendido tal fin al escribirlo. Me limitaré a explorar, de manera directa y concisa, dos fenómenos que demuestran un impulso dialéctico: la novela social, y la poética de los proscritos. La primera, iniciada por Camilo José Cela, se encaminó a la consolidación de una estética revolucionada, formal y conceptualmente, que alcanza su más alta expresión artística en las novelas de Miguel Delibes publicadas en los ochentas. La segunda, sustentada en cuatro autores (Dámaso Alonso, Blas de Otero, Gabriel Celaya, hasta llegar al maestro de la locura, Leopoldo María Panero), es una poética que, conforme se abría la represión y la censura, alcanzaba un  carácter de malditez sin máscaras ni tachones.
            A partir de 1942, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, la narrativa española recurrió a la novela social como un arma del futuro (citando un poema de Gabriel Celaya), y se dedicó a tratar de explicar o denunciar fenómenos como la injusticia y la orfandad identitaria, mientras Europa era arrasada por las bombas. Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan / decir que somos quien somos, / nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno. / Estamos tocando el fondo. (Celaya, 1960). Debe citarse como iniciador del movimiento narrativo a Camilo José Cela, con su libro La familia de Pascual Duarte (1942), novela que marca un antes y un después en la manera de contar una historia en lengua castellana. Otros autores, a partir de este parteaguas, continuarán en la línea durante cuatro décadas, revelando desigualdades y relaciones de dominación a través de conflictos de señoritos y patrones contra empleados o sirvientes. Algunos autores destacados de este periodo son: Juan A. de Zunzunegui, con Esta oscura desbandada (1952), Juan Goytisolo, con Juegos de manos (1954), Rafael Sánchez Ferlosio, con El Jarana (1956), Jesús Fernández Santos, con Los bravos (1954), Miguel Delibes (excelso, por cierto), con Mi idolatrado hijo Sísí (1953), Los santos inocentes (1981), y La Mortaja (1987), y Ángel María de Lera, con Los olvidados (1957), (que lo único que comparte con la cinta de Luis Buñuel de 1964 es el título).
Pablo Gil Casado, para explicar el fenómeno de la novela social de esos años, la divide en cinco categorías: 1) La abulia, 2) El campo, 3) El obrero y el empleado, 4) La vivienda, 5) Libros de viaje, y 6) La alienación (Gil, 1968: 14-16).
            La narrativa social, producto de un entorno represivo, aunque bajo atavismos de conflicto rural, mucho debe a la influencia de Bertolt Brecht y de György Lukács (Gil, 1968: 5), y se caracteriza por tres puntos básicos:

1.      El análisis exacto del pueblo como conjunto de fuerzas diversas y opuestas entre sí.
2.      La propuesta de elaborar los principios de un arte al servicio de una clase (el proletariado), que aspira a una función de guía, es decir, de un arte que también sobre el plano técnico-formal desarrolle un papel hegemónico en relación a toda la sociedad (rechazo del folklore como cultura de las masas subalternas).
3.      El empalme del aporte brechtiano con la elaboración científica de la noción de realismo, alimentado por la realidad misma.
(Gil, 1968: 5-6)

No se trataba ya de un realismo “rosa”, costumbrista, al estilo de Pérez Galdós o de Leopoldo Alas “Clarín”, sino de una forma directa en la búsqueda de identidad ante los procesos de una modernidad impuesta. Se trataba de saber qué significaba ser español, sobre todo si se era pobre. Se buscaba el corazón de la españolidad, con insistencia, para darle voz en medio de una esquizofrénica batalla entre fascismo y libertad. Juan Ramón Jiménez dedicó, en ese contexto, su obra poética “a la inmensa minoría”, declarando un carácter elitista donde el preciosismo en la prosa, y lo intelectual, estaban destinados a unos pocos. Blas de Otero, como respuesta agria a un discurso literario segregacionista, dedica sus versos “a la inmensa mayoría”, para integrar a las grandes masas campesinas y obreras, unidas contra la injusticia de una figura, llamada Dios, que bien podría ser una metáfora (consciente o inconsciente) de Franco. Es a la inmensa mayoría, fronda / de turbias frentes y sufrientes pechos / a los que luchan contra Dios, deshechos / de un solo golpe de tiniebla honda (Otero, 1950) También, en éste sentido de urgencia popular, Antonio Machado escribe: Hasta que el pueblo las canta, / las coplas, coplas no son, / y cuando las canta el pueblo, / ya nadie sabe el autor. / Procura tú que tus coplas / vayan al pueblo a parar, / aunque dejen de ser tuyas / para ser de los demás.
La poesía, por su parte, se vuelca a un tono que no fue considerado contestatario del todo, según lo miraba la censura en un inicio, pero que mucho tenía de ello. La influencia de autores como Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud y Paul Verlaine es evidente en versos llenos de un reclamo ácido. En el caso de los autores franceses, tal imprecación estaba orientada a los estragos de una era industrial, de una modernidad asfixiante para una comunidad que guardaba prácticas rurales todavía.
En cuanto a España, la acidez de los versos también reclama el pasado perdido, la destrucción del modo campesino de vida, pero esta visión de por sí pesimista se intensifica ante los horrores de una guerra fraticida, una guerra civil encarnizada, llena de asesinatos y persecuciones de carácter político. Para calcular las dimensiones de este conflicto, nacional en apariencia, basta citar el Congreso de intelectuales antifascistas, convocado en Valencia, en el año de 1937, al que acudieron escritores y artistas de la talla de Pablo Neruda, Octavio Paz, Silvestre Revueltas, Rafael Alberti y Elena Garro, para demostrar su repudio ante el peligro de una derecha intransigente. (Garro describe, perfectamente, ese episodio histórico en su libro Memorias de España 1937).
España estaba en el ojo del mundo. En poetas como Gabriel Celaya encontramos el miocardio del conflicto, un conflicto similar al que se debatía en la narrativa. Las altas esferas políticas, aliadas con pequeños grupos intelectuales que le eran cercanos (se rumora que Camilo José Cela fue censor de Franco) intentan hegemonizar la cultura, destacando lo que les sirve o parece apropiado, y rechazando “la otra poesía”, la que no habla de dioses y serafines, bajo el pretexto de no juzgarla digna por sus condiciones estéticas. Celaya protesta: Maldigo la poesía concebida como un lujo / cultural por los neutrales / que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. / Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse. (Celaya, 1960). ¿Dónde quedaban los pobres, el pueblo en montón, los marginados. “la inmensa mayoría? Blas de Otero y Celaya sabían que mientras el pueblo estuviese alejado de los libros no podría dejar de padecer el peso inhumano del régimen. Franco también. Y por ello, en algún momento de la dictadura, cuatro años, para ser exactos, no fue publicado un solo libro de manera oficial, bajo la consigna de Aquí no publica ni Dios. Nuevamente Celaya responde con un grito fiero: Poesía para el pobre, poesía necesaria / como el pan de cada día, / como el aire que exigimos trece veces por minuto, / para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica (Celaya, 1960).
Mientras tanto, ¿qué con lo español?, ¿qué significaba ser un español? Por momentos: el horror, la destrucción del alma a través de la guerra. Dámaso Alonso ya había iniciado el debate desde el momento que publicó, en 1944, un poemario que causó estruendo: Hijos de la ira. Un reclamo a lo celestial, extrañamente semejante a lo oficial, por los terribles daños causados a la paz y a la esperanza. Eran tiempos oscuros de una Europa sumida en la violencia y el hambre. Dice Dámaso Alonso: Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres / (según las últimas estadísticas). / A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo / en este nicho en el que hace 45 años que me pudro, / y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, / o fluir blandamente la luz de la luna  (Dámaso, 1944).
España como problema era el debate. ¿A dónde ir? ¿A qué aferrarse en el caos, en el naufragio? Lo cierto es que entre 1929 y 1972 la tierra española se vio se  sacudida por fuertes convulsiones socio-históricas. En este panorama aparece la figura de Blas de Otero, firme y poderosa, en un equilibrio cavernoso para comprender el proceso histórico, pero también para tratar de comprenderse a uno mismo: Aquí tenéis, en canto y alma, al hombre / aquel que amó, vivió, murió por dentro / y un buen día bajó a la calle: entonces / comprendió: y rompió todos sus versos… (Otero, 1955).  El dolor era profundo, y parecía interminable. No se querían más balas, más llanto. Escribo / en defensa del reino / del hombre y su justicia. Pido / la paz / y la palabra.  (Otero, 1955). Bajo tan aciago panorama, sólo el suicidio o la revuelta parecían opciones al infierno que se padecía. Y si ambas fracasaban, se aspiraba, destrozado, a la nada: Entonces ¿para qué vivir, oh hijos /de madre, a qué vidrieras, crucifijos / y todo lo demás? Basta la muerte (…) Termina, oh Dios, de maltratarnos. / O si no, déjanos precipitarnos / sobre Ti, ronco río que revierte. (Otero, 1955).
Es justo aquí, en este ambiente podrido, desesperanzado, que los poetas, a pesar de su unidad, se internan en los versos tremendistas, cataclísmicos. Como respuesta, un odio expresado en palabras vierte veneno hacia los opresores y ante la pasividad de los oprimidos. Destrucción, autodestrucción. La malditez toma las bridas, como puede detectarse en versos del propio Celaya dedicados a Blas de Otero. La malditez como forma de transgresión. La transgresión ya no como único instrumento de protesta, de reclamo, sino de transformación profunda. Se rompen las estructuras tradicionales dando paso a nuevas formas, dinámicas, contrarias a la rigidez de los viejos militares, industriales y ganaderos que controlan los procesos económicos. Ahora es Rilke, ahora es Blake. Son los tigres de la ira:

Amigo Blas de Otero: Porque sé que tú existes, / y porque el mundo existe, y yo también existo,  / porque tú y yo y el mundo nos estamos muriendo, / gastando nuestras vueltas como quien no hace nada, / quiero hablarte y hablarme, dejar hablar al mundo / (…) / Vamos a ver, amigo, si esto puede aguantarse: / El semillero hirviente de un corazón podrido, / los mordiscos chiquitos de las larvas hambrientas, / los días cualesquiera que nos comen por dentro, / la carga de miseria, la experiencia —un residuo—, / las penas amasadas con lento polvo y llanto. / Nos estamos muriendo por los cuatro costados, / y también por el quinto de un Dios que no entendemos. / Los metales furiosos, los mohos del cansancio, / los ácidos borrachos de amarguras antiguas, / las corrupciones vivas, las penas materiales... / todo esto —tú sabes—, todo esto y lo otro. / Tú sabes. No perdonas. Estás ardiendo vivo. / La llama que nos duele quería ser un ala. / Tú sabes y tu verso pone el grito en el cielo.
        (Celaya, 1960 )

En 1955, Ginsberg publica en Estados Unidos Howl (Aullido), poema imprescindible para la generaciones posmodernas:  I saw the best minds of my generation destroyed by madness, starving hysterical naked, / dragging themselves through the negro streets at dawn looking for an angry fix (Ginsberg, 1955) *. ¿Habrían leído Celaya y De Otero estos versos? ¿O sucede que la malditez, la crítica a la maquinaria del mundo es un horror compartido en esa década? Lo relevante es como las formas poéticas se encaminan a versos de largo aliento y a temas urbanos donde la locura y el horror son escenarios comunes.
En España, el exponente digno de esta tradición, llevado al punto máximo de transgresión treinta años después, fue Leopoldo María Panero (quien murió finalmente recluido en un hospital psiquiátrico). Panero es la locura como medio de redención, el cuestionamiento a los “normales”, alienados, “esa inmensa minoría” que se sienten superiores a los caídos. El mundo es sangre y extrañeza en la obra de Panero. Es una balada de resentidos: Los libros caían sobre mi máscara (y donde había un rictus de viejo moribundo), y las palabras me azotaban y un remolino de gente gritaba contra los libros, así que los eché todos a la hoguera para que el fuego deshiciera las palabras (Panero, 1987).
Hablamos de un poeta desarraigado, un hombre desclasado que trabaja con sus versos contra la sociedad y contra él mismo, un ser que sufre del complejo de autodestrucción y que transforma ese complejo, esa autodestrucción, en obra de arte. Un maldito, en definitiva, que se suicida a cámara lenta y, de esta manera, es capaz de hacer su obra con prisas, iluminada con destellos e impulsada, paradójicamente, por ese descenso hacia el fondo del abismo que, en realidad, busca truncar con violencia, dejar inacabada, esa misma obra (M. Orozco, 2012). Emulando a Baudeleaire, («Ten piedad de mi larga miseria», de “Le fleurs du mal”), Panero compone un Himno a Satán, una plegaria que por maldita busca la defensa de los marginados:

Tú que eres tan sólo / una herida en la pared / y un rasguño en la frente / que induce suavemente / a la muerte.  / Tú ayudas a los débiles / mejor que los cristianos / tú vienes de las estrellas / y odias esta tierra / donde moribundos descalzos / se dan la mano día tras día / buscando entre la mierda / la razón de su vida; / yo que nací del excremento / te amo / y amo posar sobre tus / manos delicadas mis heces. / Tu símbolo es el ciervo / y el mío la luna: / que caiga la lluvia sobre / nuestras faces / uniéndonos en un abrazo / silencioso y cruel en que / como el suicidio, sueño / sin ángeles ni mujeres / desnudo de todo / salvo de tu nombre / de tus besos en mi ano / y tus caricias en mi cabeza calva / rociaremos con vino, orina / y sangre las iglesias / regalo de los magos / y debajo del crucifijo / aullaremos
(Panero, 1987)

No cabe duda de que la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial, aunadas a una terrible dictadura, dejaron en el pueblo español hondas heridas, cicatrices que lentamente las nuevas generaciones han conseguido cerrar, bajo procesos de una libertad artística: de allí el movimiento del rock en español y de la liberación sexual, reflejada en las películas de Pedro Almodóvar.
España, antes de reconocerse como ahora pretende hacerlo, se debatía en dos, una oscura y amante de la muerte, y una luminosa que anhelaba la luz. Una esquizofrénica como el Guernica de Picasso; otra confundida como el payaso alegre y el payaso triste tan profunda y violentamente retratados por Alex de la Iglesia, en su cinta Balada triste para un solo de trompeta (2010). ¿Cómo comprender este camino del dolor? ¿Cómo llegar a la liberación? La novela social y la poesía brindan respuestas. La literatura, en su búsqueda, es transgresión, transgresión que redimió a una España fracturada por su propia locura. Ese enfrentamiento en el vértice, en el límite del aullido, fue una oportunidad, sin embargo, de alcanzar una salida: En el oscuro jardín del manicomio / los locos maldicen a los hombres (Panero, 1987).
Enfrentarse para reconocerse. Transgredir para dejar atrás. Maldecir para olvidar el rencor y mantener viva la memoria, eternamente. Ese es el fuego de la poesía y de la literatura. Esos son los colmillos filosos del tigre que devoran los rígidos fantasmas del pasado. España, recién salida del abismo de la dictadura, no ha podido ser la excepción.



*He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, histéricos famélicos muertos de hambre arrastrándose por las calles, negros al amanecer buscando una dosis furiosa …


Bibliografía:
1.      Alonso, Dámaso, Hijos de la ira. Espasa. España, Primera edición, 1944.
2.      Celaya, Gabriel, Poesía urgente. Losada, Argentina. Primera edición, 1960.
3.      Gil Casado, Pablo, La novela social española. Seix Barral. España, 1968.
4.      Otero, Blas de, Ángel fieramente humano. Lumen. España, 1950.
5.      Otero, Blas de, Pido la paz y la palabra. España, 1955.
6.      Panero, Leopoldo María, Poemas del manicomio de Mondragón. Hiperión. España, 1987.

Cinematografía:
1.      De la Iglesia, Alex, Balada triste de trompeta. 2010.

Fuentes electrónicas:

1.      M. Orozco, Revista de letras. Diario La Vanguardia, 27 /08/ 2012. http://revistadeletras.net/himno-a-satan-de-leopoldo-maria-panero/





jueves, 15 de octubre de 2015

Los umbrales del yo (Cuento de Ulises Paniagua)


Los umbrales del yo
 Ulises paniagua

Te vi muerto esta mañana confesó el vecino del apartamento 303, en medio de la más oscura extrañeza.
Me quedé de piedra.
Claro, ahora veo que no eras tú. El atropellado se te parecía mucho.
No quise conocer pormenores ni circunstancias. El acto de confundirme con un cadáver me llenaba (sí / claro que sí) de un horror profundo.

Te estuve observando en el gimnasio el martes  —comentó siete días antes la vecina del 105, una guapa puertorriqueña. Allí comenzó el juego macabroTe veías bien.
Era imposible negarme al elogio. Había pasado mucho tiempo desde que una mujer bella me coqueteara. Me limité a cerrar el ojo, no sin torpeza, y a asentir (vamos muchacho / impresiónala) con docilidad.

Te vi corriendo en la mañana  —inició la conversación un amigo de infancia, cuando lo encontré hace tres días, camino a la oficina.
No era yo  —respondí, desconcertado Creo que me viste ayer, ayer sí corrí un rato.
No, fue hoy, temprano. Parecías un profesional.
Qué carajo significa parecer un corredor profesional, aún no lo sé. Pero comenzaba a sospechar que algún atleta vivía cerca de casa, una especie de doble de este humilde corrector de estilo.

¿No estabas abajo, en la entrada del edificio? me preguntó ayer un compañero, en la oficina de la editorial. Te acabo de ver con una rubia buenísima.
Maldije al otro mí. No sólo era un deportista, era un don juan, y también trabajaba en una oficina.
No he salido de…Ah, claro, si (cómo no / cómo no). Claro que era. Quién más podía ser. balbuceé, para no quedar en ridículo.
Aunque la confusión me alegraba porque generaba una buena imagen de mis capacidades galantes, comenzó a invadirme la paranoia.

Horas más tarde, el dueño de la tienda de la esquina juraba haberme visto pasar en un auto de lujo. Mi prima me llamó para felicitarme por mi entrevista en un noticiero. Mi hermano casi se infarta al verme entrar a un motel acompañado por dos chicas. Una foto con mi rostro aparecía en la portada de un diario importante.
A mí se me ha negado siempre la envidia, pero tuve que reconocer que las noticias que llegaban a mis oídos despertaron un justificado sentimiento de celos ante ese otro, ese que decían era mi yo exitoso, ubicuo.

Te vi muerto esta mañana  —confesó hoy el vecino del apartamento 303, en medio de la más oscura extrañeza.
No quise conocer pormenores ni circunstancias. Sin embargo, mi rostro emitió un rictus de satisfacción torcida. Experimenté una placidez morbosa, por un instante. Luego me puse triste nada más llegar a mi apartamento solitario, y encender el televisor.


Del libro: "Entre el día y la noche", de próxima publicación.


viernes, 2 de octubre de 2015

Peticiones inesperadas, un cuento de Ulises Paniagua.


Peticiones inesperadas
 Ulises Paniagua
Cuento


Se ha rebelado mi perro. Hace unas semanas me hizo entrega de sus peticiones. Se queja de que no le atiendo como antes, de que las labores de oficina y mis frustradas conquistas amorosas lo tienen en el olvido. Tal vez tenga razón. Asegura, con el ceño fruncido, que merece alguien mejor, alguien con quien experimente mayor empatía. Me muestra a cada rato un tomo titulado “Los derechos de las mascotas”. No sé de dónde lo ha sacado.
        La primera vez me dejó con la boca abierta. Debo reconocerlo, su oratoria era impecable. Luego me he acostumbrado a sus peroratas, interminables, sosegadas, racionales. Ha llegado a límites gnoseológicos y epistemológicos impensables, se pregunta por el “ser” de cualquier perro, y  cuestiona incluso el concepto de aquello que llamamos “perro”.
      Está insoportable, ya no quiere que le acaricie el lomo, que lo llame a silbidos, que le sirva croquetas. Un aparato para masajes, un celular, una buena arrachera, eso es lo que me ha pedido, esas son sus exigencias. Amenaza con sindicalizarse.
       Comenzó con sutilezas absurdas pero comprensibles. Ahora se ha apoderado de la casa y de mis fuerzas. Se pasa el día viendo el televisor mientras calza mis pantuflas. Yo me desvivo por atenderlo: le llevo comida, le acerco un libro, una cerveza. No puedo explicar por qué lo hago, supongo que los años que lo tuve en el descuido me han despertado una sensación similar al remordimiento.
      Las razones no importan. Explicarlo o aprehenderlo, qué más da. Ahora duermo en el sillón; él duerme en la recámara. El automóvil que le he comprado me tiene hundido en deudas. Si continúo faltando al trabajo van a despedirme.  Y por si fuera poco, las croquetas que me sirve en estos días saben horrible, parecen de pésima calidad. No sé dónde las ha comprado.


Del libro: "Entre el día y la noche".
Derechos reservados al autor.