martes, 9 de junio de 2015

"La ciudad fabulada", Ulises Paniagua, Poema.

La ciudad fabulada
Ulises Paniagua




Esta es la ciudad del amor, Atentos, Desde las paredes, Entre los muros, En besos de tezontle y cantera, Entre perros de ladridos y llamados de gas, Los cuerpos se afianzan, Aferran, Se reconocen en un braille de perfumes, Es la ciudad del amor,  Todo son brazos desnudos, Piernas desnudas, Corazones que buscan despojarse de sus ropas,  Las caricias se propagan en onda, En frecuencia modulada, Hace calor en la médula de lo vivo, Todos se derrumban sobre sí, Sobre otros, Encima y debajo y en medio de otras, Entre lagartonas, Machos mínimos, Nocturnos, Los libres, Los diversos, Noños o hippies o hipster, Los metaleros o los amantes del blues, Las podadoreas de misterios, Entre misóginos intelectuales y feminazis, Entre los que se extrañan o refugian al aullido, Los que  muerden con ansia, En jardines ahuhuetados y floridos espinajosos, Para ellos las ventanas, Las plazas y sus gemidos, Los bares y los dulces insultos, Los anhelos, Los abrazos. Para ellos la ciudad. Esta ciudad. La ciudad del amor.


Derechos reservados al autor.

sábado, 6 de junio de 2015

Exhalación espiritual (Poema de Ulises Paniagua)


Exhalación espiritual (Poema)
Ulises Paniagua 


                                   A Puerto Escondido, con intensidad…


No hay como el mar
en un día lluvioso
para indagar la naturaleza
de aquello que aguarda
para suponer la sustancia y lo mineral
tras el hondo cortinaje de la niebla

Allí donde la bella sueña
con monstruos que vendrán a seducirla
y el pescador imagina
el abrazo de una madre que lo hundirá
tarde o temprano
en su tierno regazo

Uno piensa de pronto
que abrirá el cielo
y que detrás del misterio
una garganta gigantesca
lo engullirá
todo
o que el ojo de lo inexplicable
asomará furibundo e incendiado
dejándonos tiesos
en su fija contemplación
o que un animal prehistórico
(como esos que imaginan los ancestros japoneses)
abandonará el reposo
para aplastarnos con sus largas escamas

Pero nada pasa. Ni ojo ni escamas ni seres.
El mar cruje sinfónico
La brisa envuelve el amor de los cocoteros
Las algas y las rocas no mudan de sitio
La marea va. La marea duerme.
El planeta es curvo a lo lejos. Infinito de cerca.
La niebla es pura ánima.

Y uno se pregunta
si en verdad se tenía que ir a algún lado.
Alguna vez. Algún dónde.
Y uno se vuelve agua.


Junio del 2015. 

viernes, 5 de junio de 2015

"El sueño", Ulises Paniagua (Cuento)

El sueño
 Ulises Paniagua 


“El sueño de la razón produce monstruos”
Francisco de Goya y Lucientes

No despertó. Estuvo soñando y decidió no despertar. Algunos meses atrás, en una conversación de café, se atrevió a afirmar ante sus amigos que  no existiría situación más perfecta que vivir en el mundo de los sueños. Víctima del entusiasmo, se rehusó a cualquier protesta que contrariara sus convicciones. Al final, los amigos lo vieron tan obstinado que decidieron ceder a su punto de vista. Luego consumieron las horas fumando, enfrascados en una disertación sobre las falsas premisas con las que se ha fundado la Historia posmoderna. Aquella tarde en el café debió ser una de las más rutinarias que pudiera recordar.
En su habitación, por la noche y una vez que cerró los ojos, deseó de manera fervorosa escapar del mundo consciente para reafirmar su idea. Sonrió al considerar la puerilidad de su anhelo y poco a poco fue cediendo al cansancio. Las historias y los escenarios comenzaron a desfilar en su mente (de manera imprecisa en un inicio)  alcanzando formas concretas, hasta donde eso es posible en realidades oníricas. Pudo comprobar que, una vez que lo deseara, podía vivir las fantasías más deliciosas, la satisfacción de los apetitos más perversos, o los romances más tiernos. Se sintió feliz. Pero con consternación fue descubriendo que los amores inocentes viraban hacia tendencias incestuosas, homosexuales, y hasta homicidas. En esos giros, encontró la semilla de maldad que había sembrado entre las emociones personales. Se sintió perturbado, decidió no aceptar a ese otro yo que había aparecido de improviso, y ahora le contemplaba desde una ventana oscura, con la mirada concentrada y esa maldita sonrisa socarrona.
Se esforzó por encontrar un argumento que mostrara un día de campo soleado; sin embargo, comenzó a experimentar angustia. Quiso escapar, reconstruir el guión, conducirlo a un mundo diferente presintiendo algún peligro. Era tarde: el camino torció de pronto hasta una pesadilla sicótica donde un grupo de dementes rebanaban pedacitos de sus muslos y rodillas para guardarlos en una panera de plata. Las tajadas de su cuerpo, en el tormento, eran tan reales que dejó escapar algunos alaridos. Se dio cuenta, aterrado, que era imposible gobernar la trama, buscar un orden donde no lo había. Experimentó miedo.
Cuando estaba a punto de abrir los ojos, la situación había mudado. Ahora soñaba imposibles, historias hermosas y alentadoras. Se olvidó de escapar. Pensó que, mientras se mantuviera en esa dirección, podría encontrar a algunos familiares muertos para convivir con ellos como si nunca se hubieran marchado; también tendría oportunidad de besar a ese gran amor frustrado quien estaría en disposición de corresponder; podría tener los juguetes que envidió en su infancia; emprender expediciones a sitios donde nunca se atrevió. Tal vez si encamino la imaginación a imágenes positivas -se dijo- pueda mantener la felicidad.
Pero en el éxtasis de la alegría los escenarios se desvanecieron. Sobrevino la confusión, los brotes de locura. Las personas con las que convivía en una calle concurrida, de pronto eran masas violentas que se abalanzaban sobre el cadáver de un perro en el interior de una carnicería; o se transformaban en pálidas adolescentes que lo miraban con un odio concentrado. Algunos argumentos, incluso, comenzaron a repetirse. Ésos eran los peores: sabía que al abrir la ventana, de manera invariable, los lobos blancos estarían encaramados sobre un árbol, aguardando.
Comprendió que el mundo onírico no era una alternativa para escapar de la monótona existencia. La rutina  y la barbarie también existían en  paralelo. No pudo soportarlo. Decidió volver.

Abrió los ojos de golpe. Inhaló profundo. La oscuridad lo envolvió por completo, generándole un terrible desasosiego. Intentó mantener la calma. Su vista se iba acostumbrando, lenta, a la noche. Agitado, temeroso, contempló la silueta de la lámpara del techo, justo sobre su cama; también apreció la estrechez de las paredes del cuarto, de su cuarto. Respiró con alivio. Luego pudo reconocer las ondulaciones insinuadas de una pesada colcha, las rectas intransigentes del buró cercano. Y entonces allí, en un rincón, agazapada, una figura macabra que lo contemplaba en silencio. Se sintió perturbado. Quiso reconocer el rostro del intruso, pero la penumbra no lo permitía. La figura avanzó, despacio, hasta quedar iluminada por un claro de luna que se filtraba entre las persianas. Sintió un mareo súbito. Luego rabia. Al final, impotencia. Tuvo ganas de llorar. No quiso. No pudo. Las paredes parecían estrecharse de manera gradual, pero ineludible. Le faltaba el aire. Aquella figura se agigantaba, paso a paso, amenazante. Reconoció la mirada llena de concentración en esos ojos incisivos. Sabía que no vendría para algo bueno. Luego esa sonrisa, esa maldita sonrisa socarrona que se adueñaba del silencio de la medianoche, de la que supo no podría volver a escapar. 



Del libro de cuentos "Historia de la ruina" (Sediento Ediciones, 2013)


jueves, 4 de junio de 2015

"Barrio viejo", Cuento de Ulises Paniagua


Barrio viejo
Ulises Paniagua

El día que la mierda tenga algún valor,
los pobres nacerán sin culo

Gabriel García Márquez


A Dylan no le gusta hablar de eso. Le duele, por lo que pasó al final, por la manera como terminaron las cosas. Aunque en el fondo le gusta la imagen de héroe, eso de volverse personaje importante en Barrio Viejo.
Hoy basta mirarlo sentado en la banqueta, recorriendo con una rama rutas imaginarias sobre el asfalto. Parece un niño abandonado. Se ve tan solo que nadie se atreve a pensar que lo que hace tiene algo de pose, una afectación admirada por los chavos de las nuevas generaciones. Ya sabes, esa idea del mártir que nos han inculcado. Por eso decidió dejarse crecer la barba y el cabello, al estilo de los guerrilleros o de los apóstoles.
            Antes era fuerte y guapo, eso podíamos verlo incluso los hombres. Tenía la piel apiñonada y un cuerpo fuerte y elástico que perseguían las chicas. A ti te hubiera gustado si lo hubieras conocido entonces, y hasta me hubieras hechos sentir celos por estar lanzando miradas a mi hermano cada vez que yo tuviera que ir a la cocina para traerte una cerveza. Estoy seguro que sería así. Y entonces yo tendría que recordarte que tú me pediste que fuéramos novios, y no al revés, para que dejaras de babear ante su presencia. A mí me enorgullecía porque era popular y querido. Y cuando las muchachas enamoradas de él me encontraban en la calle me hacían fiestas y me llenaban de besos en las mejillas. Claro, yo entonces tenía cinco o seis años; era tímido. Güerito, igual que él, decían ellas. Les fascinaba lo colorado de mis chapas cuando me avergonzaba, y mis aires huraños para fingir una fuga entre sus caras coquetas.
            Mi mamá siempre lo ha preferido. Supongo que eso se debe a que el parto que lo trajo al mundo –me lo ha dicho la abuela- fue delicado. Traía el cordón umbilical enredado en la garganta, y todos aseguraban que iba a morir. Dylan resistió no sólo el alumbramiento, sino también un par de semanas difíciles cuando lo metieron a la incubadora de la clínica popular, para tenerlo en observación.
            Mamá dice que él se iba a llamar Moisés; no yo. Les había parecido que se había librado de milagro de la muerte; como cuando el profeta en la Biblia salva la vida navegando un río dentro de una canasta. Sin embargo, vino mi padre y su onda americanizada y decidieron ponerle Dylan, porque tiene los ojos verdes. Como no querían quedarse con la esperanza de usar el significado de Moisés en alguna ocasión, me pusieron así en homenaje a mí hermano. Por cierto que a mi padre le gustaba tanto lo americano que un día nos abandonó para regresar a su trabajo en el norte. No lo volvimos a ver.
Me he reído muchas veces de su nombre gabacho. Es que Dylan no sabe inglés; ni una pizca. Yo se lo recuerdo cuando se pone grosero conmigo. Él podrá ser quien ha sido, pero no sabe inglés. Cuando se lo digo desata su rabia: comienza a manotear al aire gritando que no tengo derecho a criticarlo, yo, quien ha usurpado hasta su nombre. Enojado dice cosas terribles. Con las tías y la abuela se ha expresado de peor manera. No sabe controlarse. No lo culpo: la desesperación le hace darse cuenta de que la anemia que arrastro no me impide saltar de aquí para allá cuando juego béisbol con los del barrio: el Chino, la Mary, el Hueso. Él no puede hacerlo. A veces no puedo soportar sus miradas rencorosas. Sé que Dylan quisiera correr y reír como antes.


II

La Santísima me trajo al mundo, carnal. Ella misma me quitó las piernas. También me arrebató el ímpetu de levantar este arrabal. Dicen que ha sido porque el día que me salvé de que me acuchillaran los de San Lorenzo, por andarme tirando a la hija de un judicial, no le fui a dar las gracias a la imagen de la patrona. Preferí irme al billar con la banda para ganarme unos billetes. Yo no entiendo cómo puede ser eso, si los castigos divinos pueden ser tan malditos y esperar tantos años para concretarse. La neta es que sí me lo advirtieron.
Cuando me escapé de los de San Lorenzo tenía quince o dieciséis años, no me acuerdo bien. Era apenas un poco más grande que tú, pero ya estaba bastante maleado. En esos años sólo pensaba en la calle; en vivírmela de vago sin apoquinarle a la casa. Las viejas me jalaban mucho y la verdad, las tías me daban güeva con tanto sermón y consejos sobre las buenas costumbres y esas mamadas. Era irresponsable, pero vivía feliz ignorando tantas broncas que ya se nos venían encima.
El que me metió a la lucha fue Ayala, ese que estaba estudiando ciencias políticas en la facultad del sur. Me explicó que no quedaba mucha agua en la ciudad, que se la habían terminado los empresarios con esa mierda de la especulación inmobiliaria,  que éramos muchos los pobres y que ya no le interesábamos al gobierno porque no representábamos dinero para ellos. Me explicó lo que él llamaba conciencia. Me puso a pensar. Yo, la verdad, no le creí al principio. Él hablaba de deshielos en los polos, y que si se iba a acabar no sé que capa del cielo; que la cosa se estaba poniendo fea; y que los ricos se iban a adueñar hasta de la última gota que se conservara en los manantiales y en los pozos. Me acuerdo que el día que me platicó todo esto le grité; le dije que se dejara de pendejadas, que leer tantos comics -que le gustaban mucho- le estaba haciendo daño; le reproché que esa película ya la habían pasado muchas veces en el cine y que siempre acababa en tragedia y desmadre. Pero un poco después, un año o dos -no estoy seguro- el agua empezó a fallar en Barrio Viejo durante días, luego por semanas. Entonces me di cuenta de que Ayala tenía razón, pero no alcancé a confesárselo. Nunca lo volví a ver. Por ahí se rumora que los milicos lo raptaron por revoltoso. Alguien asegura que vio su cuerpo en un tiradero de basura, allá por los rumbos del Cayado o de Cerro Quieto. Quién sabe si será cierto.


III
           
Dylan me platicó cómo se le ocurrió todo. Él no sabe de libros, pero estaba seguro que era mejor actuar que tratar de componer el mundo a través de discusiones estúpidas en cafés universitarios. A balazos, carnal, me dijo en una ocasión, los cambios se hacen con plomo. Luego anduvo rondando unas reuniones de anarquistas que hablaban mucho sobre un tal Lipovesky, sobre democracia y la idea de imponer sistemas que a Dylan le parecieron inútiles por su pasividad.
            -Lo único que le interesa a estos compas es imponer sus ideas sobre los demás; darse a notar. En el fondo tienen madera de dictadores.
            A mi hermano no le interesaba la grilla; lo que quería era rescatar a nuestra madre y al barrio de la crisis que se avecinaba. Me pidió que le buscara en internet datos sobre las rutas de abastecimiento en la ciudad. Yo buscaba la información y le mostraba lo que encontraba. Así fui integrándome poco a poco a sus planes.
            Fue curioso: en los noticieros la información sobre la situación del agua era discreta, pero en las calles notamos mucho movimiento indicando que el ejército quería controlar los centros de abastecimiento. Era evidente que el problema se avecinaba. Dylan pensó rápido y pensó bien. Consiguió -sobornando a un coronel amante de una masajista de la calle cuatro- entrar a trabajar a la planta. El plan de rescatar a Barrio Viejo estaba en marcha.


IV

El Rodo y yo comenzamos a trabajar a principios de febrero. Después de dos quincenas en la planta habíamos ganado la confianza y el respeto de los compañeros. Sobre todo gracias al Rodo, que tenía la sangre ligera y facilidad para adaptarse a la gente. Yo, en cambio, soy huraño; pero pienso que me admiraban en silencio porque no me metía con nadie, y porque soy bueno para rifarme en los tiros. La chamba estaba papita. Nos mandaban con las pipas de agua a edificios de gobierno, para llenar cisternas enormes. También hacíamos viajes a residencias lujosas que habían levantado tanques elevados para que no les faltara el líquido. Uno de los jefes nos exigió mucha discreción en nuestro trabajo; sobre todo nos pidió que no mencionáramos nombres ni direcciones por ningún motivo porque a los que les surtíamos el agua eran empresarios reconocidos, o diputados; o tipos pesados que no querían problemas. Puros picudos. Cuidadito con soltar algo, nos amenazaron.
Los tres primeros meses surtimos las casas y los edificios que nos asignaron, para no levantar sospechas. Pero al cuarto mes, una vez que le agarramos el modo, comenzamos a saquear las pipas. Fue cuando estábamos pensando en robarnos uno de los camiones de la empresa, ¿te acuerdas, Moisés? Y a tí se te ocurrió una forma más inteligente de sabotear la planta. Entonces Don Samuel, el de la tienda de abarrotes, se puso bello y prestó sus ahorros como de diez años para comprar una pipa vieja. Lo hizo por la comunidad, pensando en el futuro de sus chavos, y bien aconsejado por ti.  La neta tu idea no pudo ser mejor. Eres un chingón.


V

A Dylan le gustó lo que propuse. La planta está ubicada en el norte. Para llegar a las residencias de El Manjar hay que pasar cerca de Barrio Viejo. Entonces mi hermano y el Rodo estacionaban la pipa en la gasolinera de la calle ocho; así, la operación no llevaba más de cinco minutos. Cuando llegaban conduciendo la pipa de la empresa, el armatoste que donó Don Samuel estaba esperando justo a su lado, para que vaciaran, con apuro, la tercera parte de su contenido. Los camiones de la empresa, desde luego, tenían unidad de localización satelital; pero de cualquier forma había que abastecerlos de gasolina dos veces al día. En la planta no sospechaban. A los despachadores de la gasolinera les regalábamos uno o dos tambos, para comprar su lealtad.
La pipa de Barrio Viejo daba sus vueltas periódicas a la calle ocho. En el barrio la veíamos regresar, triunfante -cruzando entre paredes cacarizas, entre los tonos verdes y grises de las fachadas- para repartir el agua a la gente. Por supuesto,  no se podía cobrar por la labor que se hacía. Se trata de un asunto de verdadera comunidad.
Allí fue donde me encontraste ¿Te acuerdas, Yanaí? Trepado sobre la pipa, repartiendo cubetas a viejitas y niños; ordenando a los pordioseros que buscaban un trago para calmar la sed. Entonces te ví, una mulatita hermosa. Salías de casa de tus primas.  Usabas unos jeans ajustados y una ombliguera blanca, muy sexy. Primero pensé que eras una de esas que se acuestan con cualquier viejo que les regale comida. Luego me enteré de que casi no sales de tu casa, que estudias mucho porque le tienes asco a la pobreza. Y me avergoncé mucho por lo que pensé la primera vez acerca de ti.



VI

            Pásame esa botella. Ya sé que me hace daño, que me pongo mal cuando tomo. Carajo, sólo quiero olvidar. Eso quiero. No te vayas, sé que eres chido y soportas mis pláticas necias porque me quieres. ¿Tienes prisa? ¿Vas a ver a Yanaí? Ten cuidado. Ya ves cómo son de pirujonas las de su cuadra. ¿Te platiqué que una vez me tiré a una de sus  primas? Se movía rico. Está bien, si dices que tu mulata es diferente, así debe ser. No opino. No de eso. Déjame contarte al menos, otra vez, cómo me desgració la vida ese guey. Sé que lo he contado muchas veces, pero no me cierra la herida, la del corazón, quiero decir ¿Puedo?
Ya estás, entonces va de nuevo:
Pasaba de la una de la madrugada, nos habían encomendado llevar una pipa hasta la mansión de un dealer. Estábamos marcados por culpa de un administrador al que no le cuadraban los números. El hijo de puta nos denunció; como si el agua fuera suya. Estuvimos en la cuerda un rato, pero la neta es que no nos pasó por la cabeza el que nos anduvieran vigilando.  Ejecutábamos la maniobra de siempre en la gasolinera cuando vimos venir a dos gorilas. Liqué la acción y comprendí que se le iban encima al Rodo, que quería ligar con la despachadora. Supe que no iban a llevárselo vivo, se les veía en las jetas. Por la Santísima, lo juro -tú lo sabes porque te cuento cada cosa-, nunca antes había jalado del gatillo, por lo menos no para tumbar a un cabrón. Pero vi que peligraba el Rodo y me dije valió madres; y saqué de la guantera la fusca que me regaló un compa que estuvo en cana.
Nada más me vieron los polis, quisieron sacar los fogones. No tuvieron chance: de cuatro descargas los tenía tumbados en el piso; uno jodido y el otro llorando, suplicando que no lo matara. Le puse la cuarenta y cinco en la cabeza y le dije que no se pasara de huevos, que para qué nos andaba siguiendo. Entonces se dejaron venir dos patrullas que seguro les andaban haciendo el quite. El Rodo se fue sobre el arma del muerto, pero a la mera hora se arrugó, y dijo que mejor le paráramos, que nos iban a quebrar. Pinche puto, el Rodo. Pensé en mamá, y en ti, que eras un niño. Miré en mis pensamientos las caras tristes de los vecinos y de las nenas del barrio. Te juro que hasta me parecía ver los portones oxidados, y el mecanismo ese de madera que inventaron para acarrear los tambos de agua a las azoteas. Y juré que ustedes no iban a morir de sed.
Me olvidé del tipo que lloraba sobre el asfalto. No lo troné. Salí como fiera a soltar balas, a recibir tiros. Traía la suerte de mi lado: eran tres polis más, y ninguno tenía buena puntería. Creo que eran principiantes. Me fui acercando a ellos, mientras veía como los plomazos incendiaban la noche. La despachadora no dejaba de gritar que no se quería morir. Los cristales tronaban. Cada estallido de pólvora me encendía la sangre. A los tres policos les partí la madre. No hubo perdón para ellos. Al final, cuando los vi tirados, revolcándose entre espumajos de sangre, tuve la calma de prender un cigarrito. Ya sé que no es humano, pero les traía odio. Luego vino el Rodo corriendo. Escuchamos otras patrullas. Apagué el cigarro y eché una llamada acá, a la raza de Barrio Viejo, para que estuvieran al tiro cuando llegáramos. El Rodo se trepó a la pipa y la echó de reversa. Yo venía caminando cuando oí el estampido. Ya en el estribo sentí un dolor caliente que me llenó la espalda. Era una sensación rara, como si me hubieran partido. Y pues sí, carnal, me habían partido la columna de un balazo. Como pude, me arrastré hasta el asiento.
Esa fue la única ocasión en que Barrio Viejo mostró porque somos los que somos. El Rodo llevó la pipa al interior de nuestras calles. Salió un buen de banda a las aceras, a las azoteas. Todos armados con escopetas y plomos, para rifarse a lo que fuera. Los policos se asustaron. Nada más fintaban con lanzarse sobre nosotros, pero no se atrevieron. Nadie abrió fuego.
Prefirieron perder la pipa. Todos estuvieron conformes con eso: los polis y los del barrio. Yo no, porque no pude moverme para ayudar. Ni esa noche ni ninguna otra he podido moverme. Quedé hecho un vegetal, un pinche muñeco del que las mujeres sienten lástima. Estoy condenado a esta silla de ruedas, a ver cómo los niños juegan cascaritas y me miran con la compasión con la que se mira a un perro.


VII

Eso me contó Dylan. Después me hizo jurar que yo defendería a Barrio Viejo, que usaría mi inteligencia para salvarnos. Tú tienes cabeza, me dijo, abrazándome, eres un chingón para eso de los planes. Es la única vez que me ha dado un abrazo. Aunque no le hice mucho caso porque sé que estaba mal, que andaba muy borracho.
 ¿Verdad que aunque sea guapo no me cambiarías por él? ¿Verdad que me quieres mucho, aunque no sea alto ni musculoso?
Pienso en lo que me pidió mi hermano. Estoy en tercero de secundaria y tengo claro que voy a terminar la carrera de abogado dentro de unos años. Con mi promedio puedo conseguir una beca. Pero tengo dudas. Para qué sirve una carrera si nos vamos a morir de sed. Para quién voy a ejercer, a quién voy a rescatar de la cárcel. Mi madre se ve cansada. Los niños de la cuadra se muestran deshidratados. Estuve meditando durante noches enteras. Por eso me cargo estas ojeras, preciosa, mi Yanaí.
Temo por la vida de los que quiero. Hace poco mataron a unos compas, aquí cerca. Eran gente buena, con la pinta suficiente para robar pero jamás para herir a un cristiano. Tuvieron problemas con un judicial. Se habla de algunos kilos de coca que quedaron a deber. Por la noche, mientras dormían, los llenaron de plomo. Estaban tan drogados que no se enteraron de su muerte. Desde entonces las cosas han cambiado, se han vuelto salvajes. La policía arma investigaciones sobre cualquiera que pueda dar problemas, que les parezca sospechoso de un delito, verdadero o inventado.
No sé qué intentarán cuando se enteren de que hemos vuelto a surtir nuestras pipas de agua, con nuevos métodos. Te cuento esto porque me lo pides, y porque te quiero. Será un orgullo demostrar a todos que puedo ser tan grande como Dylan; tal vez no tan guapo ni tan intrépido, pero sí inteligente y efectivo. Quiero que me admiren tanto como lo han hecho con él. No sé si me mueven las ganas de salvar a mi gente, o justificaciones idiotas de un ego atormentado. A veces pienso que no debería meterme en problemas. Pero Barrio Viejo me necesita. Y la sed de nuestra gente no va a esperar tanto tiempo. En sueños recientes mi madre me acaricia el cabello con dulzura, como cuando era pequeño, mientras Dylan me mira desde el fondo de la habitación. No sé qué signifique ese sueño. La verdad, no quiero pensar más. Ya sabes que no me gusta hablar de eso.



De: "Entre el día y la noche"
Derechos reservados al autor.


El secreto de la muerta, un cuento de Lafcadio Hearn

El secreto de la muerta
Lafcadio Hearn 



Hace mucho tiempo, en la provincia de Tamba, vivía un rico mercader llamado Inamuraya Gensuké. Tenía una hija llamada O-Sono. Como ésta era muy bonita y sagaz, el mercader juzgó inoportuno brindarle sólo la exigua educación que podían ofrecerle los maestros rurales; la confió, pues, a unos servidores fieles y la envió a Kyõto, para que allí adquiriera las gráciles virtudes que suelen exhibir las damas de la capital. En cuanto la muchacha completó su educación, fue cedida en matrimonio a un amigo de la familia paterna, un mercader llamado Nagaraya, y con él compartió una dicha que duró casi cuatro años. Sólo tuvieron un hijo, un varón, pues O-Sono cayó enferma y murió después del cuarto año de matrimonio.

En la noche siguiente al funeral de O-Sono, su hijito dijo que la madre había vuelto y que estaba en el cuarto de arriba. Le había sonreído, pero sin dirigirle la palabra: el niño se había asustado y había emprendido la fuga. Algunos miembros de la familia subieron al cuarto que había pertenecido a O-Sono, y no poco se asombraron al ver, a la luz de una pequeña lámpara que ardía ante un altar en el cuarto, la imagen de la muerta. Parecía estar de pie ante un tansu, o cómoda, que aún contenía sus joyas y atuendos. La cabeza y los hombros eran nítidamente visibles, pero de la cintura para abajo la imagen se esfumaba hasta tornarse invisible; semejaba un imperfecto reflejo, transparente como una sombra en el agua.

Todos se asustaron y abandonaron la habitación. Abajo se consultaron entre sí; y la madre del esposo de O-Sono declaró:

-Toda mujer siente predilección por sus pequeñas cosas, y O-Sono le tenía gran afecto a sus pertenencias. Acaso haya vuelto para contemplarlas. Muchos muertos suelen hacerlo... a menos que las cosas se donen al templo de la zona. Si le regalamos al templo las ropas y adornos de O-Sono, es probable que su espíritu guarde sosiego.

Todos estuvieron de acuerdo en hacerlo tan pronto como fuera posible. A la mañana siguiente, por tanto, vaciaron los cajones y llevaron al templo las ropas y los adornos. Pero O-Sono regresó la próxima noche y contempló el tansu tal como la vez anterior. Y también volvió la noche siguiente, y todas las noches se repitió su visita, que transformó esa casa en una morada del temor.

La madre del esposo de O-Sono acudió entonces al templo y le contó al sumo sacerdote lo que había sucedido, pidiéndole que la aconsejara al respecto. El templo pertenecía a la secta Zen, y el sumo sacerdote era un docto anciano, conocido como Daigen Oshõ.

Dijo el sacerdote:

-Debe haber algo que le causa ansiedad, dentro o cerca del tansu.

-Pero vaciamos todos los cajones -replicó la anciana-; no hay nada en el tansu.

-Bien -dijo Daigen Oshõ-, esta noche iré a la casa y montaré guardia en el cuarto para ver qué puede hacerse. Den órdenes de que nadie entre a la habitación mientras monto guardia, a menos que yo lo requiera.

Después del crepúsculo, Daigen Oshõ fue a la casa y comprobó que el cuarto estaba listo para él. Permaneció allí a solas, leyendo los sûtras; y nada apareció hasta la Hora de la Rata. Entonces la imagen de O-Sono surgió súbitamente ante el tansu. Su rostro denotaba ansiedad, y permaneció con los ojos fijos en el tansu.

El sacerdote pronunció la fórmula sagrada prescrita para tales casos, y luego, dirigiéndose a la imagen por el kaimyõ de O-Sono le dijo:

-Vine aquí para ayudarte. Quizá haya en ese tansu algo que despierta tu ansiedad. ¿Quieres que te ayude a buscarlo?

La sombra pareció asentir mediante un leve movimiento de cabeza; el sacerdote se incorporó y abrió el cajón de arriba. Estaba vacío. A continuación, abrió el segundo, el tercero y el cuarto cajón; hurgó detrás y encima de cada uno de ellos; examinó con cuidado el interior de la cómoda. No halló nada. Pero la imagen permanecía erguida, con tanta ansiedad como antes. “¿Qué querrá?”, pensó el sacerdote. De pronto se le ocurrió que acaso hubiera algo oculto debajo del papel que revestía los cajones. Levantó el forro del primer cajón: ¡nada! Pero debajo del forro del cajón inferior halló algo: una carta.

-¿Era esto lo que te inquietaba? -preguntó.

La sombra de la mujer se volvió hacia él, con su lánguida mirada en la cara.

-¿Quieres que la queme? -preguntó Daigen Oshõ.

Ella se inclinó ante él.

-Esta misma mañana será quemada en el templo -prometió el sacerdote-, y nadie la leerá salvo yo.

La imagen sonrió y se disipó.

Rompía el alba cuando el sacerdote bajó las escaleras, a cuyo pie la familia lo aguardaba expectante.

-Cálmense -les dijo-, no volverá a aparecer.

Y la sombra, en efecto, jamás regresó.

La carta fue quemada. Era una carta de amor redactada por O-Sono en la época de sus estudios en Kyõto. Pero sólo el sacerdote se enteró de su contenido, y el secreto murió con él.




lunes, 1 de junio de 2015

"Lluvia ácida", Cuento de Ulises Paniagua

LLUVIA ÁCIDA



Ulises Paniagua 


Por tanto, ¿dónde están los infiernos? En el mundo, pues.
El infierno está en el mundo y ustedes mismo son los diablos.
Augusto Roa Bastos. Yo el Supremo


-¿Por qué está haciendo esto?- preguntó el otro, muerto de miedo, mientras un frío implacable le estremecía la espalda.
La figura se agigantaba con la angustia, con el crepitar furioso de la lluvia que presagia desgracia, con la opresión interminable de un cielo gris que no prometía abrir por algún lado.
-No sé. Quisiera tener un motivo- sentenció el primero, con una voz en la que se confundían la indignación y un dolor ancestral- A lo mejor tengo muchos. No puedo explicar nada. Lo lamento mucho, créame.
Bang. Bang. Bang. Iluminando furtivos el  interior de la unidad, tres tiros se incrustaron en la cabeza de Santiago Guadalupe.

Como bisturí recorriendo piel, besando asfalto en su andar humedecido, el microbús de Santiago seccionaba avenidas, calles y callejones. Un viento fresco custodiaba la tarde; la ciudad respiraba con dificultad. Entonces comenzó la lluvia. Ácida, como era costumbre: partículas que enturbiaban oxígeno e hidrógeno y se  traducían en gotas quemantes; una comezón implacable que obligaba a los transeúntes a refugiarse bajo la protección de una cornisa insuficiente. Con las primeras gotas, Santiago Guadalupe le mentó la madre a su suerte. No le gustaba que lloviera porque el tráfico se volvía más pesado, y en esta ciudad de eternos remiendos, ninguna avenida parecía una válvula de escape recomendable. Pinche ciudad de jodidos, pensó Santiago Guadalupe, mientras miraba con atención a un par de niños flacos y tristes que corrían desde un crucero hasta un puesto callejero de comida, buscando protegerse del aguacero.
Santigo Guadalupe arremetió, con rabia, el clutch; cambió de velocidad y aceleró un poco para ganarle la batalla al semáforo. Las llantas, salvajes y urbanas, salpicaron sin consideración las faldas de una casa. Al cruzar la avenida, una figura indefinible levantó la mano para hacer parada; afuera, casi de puntas sobre la guarnición, podía adivinarse una silueta ambigua y asexuada, fragmentada por los goterones que corrían sobre el parabrisas. Santiago se movió un poco sobre su asiento, intentando descifrar la sombra que aguardaba en la banqueta, pero la tormenta le negaba cualquier certeza. Cuando la figura abordó, el cielo pareció caerse a pedazos.
Santiago lo miró de reojo: era un hombre de talla mediana; vestía una chamarra mullida con el logotipo de los Delfines de Miami. Iba precedido de un bastón de aluminio barato; también iba precedido del silencio. Abordó, nervioso. El hombre depositó, en la palma de la mano de Santiago, un par de monedas discretas; luego buscó asiento dentro del carro. Encontró uno justo detrás del chofer. A Santiago le incomodó la presencia del nuevo pasajero; pero a decir verdad no había una razón para su rechazo, el hombre no había sido desconsiderado de ninguna manera. Decidió no prestarle mayor atención al tipo, y se concentró en rodear uno o dos carros, en un intento frustrante de avanzar.
Cuadras adelante, una chica hermosa y sensual, con facha de universitaria, abordó luciendo una minifalda que dejaba admirar un par de piernas perfectas; aunque, en contraposición, su figura iba resguardada por un abrigo oscuro. Al investigar en el espejo retrovisor (Santiago nunca perdía oportunidad de admirar un cuerpo como el que recorría el pasillo), notó que la tarde lluviosa comenzaba a disolverse en la amenaza de la noche. También se percató de que el Pasajero que había subido cuadras atrás, lo miraba fijamente. Molesto, decidió desviar la mirada hasta el par de piernas que tomaban asiento en la antepenúltima fila del microbús. Al levantar la vista y contemplar el rostro de la chica, se dio cuenta que ella sonreía con descaro a todo mundo. Santiago olvidó por un breve instante su mal humor: siempre le habían gustado las mujeres decididas.
Las gotas se estrellaban contra el parabrisas, emitiendo murmullos mecánicos. Plap, plap. Una lluvia cansada como amanecer de fábrica. En oposición y en un gesto que resultaba inútil, un par de limpiadores automáticos trataban de desaparecerlas. Shhhuuut, shuuut. El ritmo de los limpiadores era casi una discreta plegaria. El cielo seguía llorando. Santiago echó una nueva ojeada al espejo retrovisor. Era un pasaje extraño, sin duda: un licenciado (seguro se trataba de un licenciado), gris y de traje lustroso; la chica con coqueteos de puta; una anciana de gesto agrio; una mujer madura, tipo secretaria, de evidente nerviosismo; una madre despeinada acompañada de un niño frágil; el hombre pálido que acababa de subir. Santiago se preguntó, sin alcanzar a responderse de manera convincente, por qué la gente que viajaba hasta la terminal, o al menos cerca de ella, siempre era extraña, una especie de alebrijes nacidos de un mal sueño. Lo mismo le ocurría cuando viajaba a altas horas de la noche en el subterráneo: lo siniestro podía aparecer en cualquier andén, en cualquier vagón. Había ocasiones que, al ver el circo que llevaba en andas el microbús, deseaba ferviente olvidarse de conducir y echar a correr a cualquier parte, como una cabra loca, dejando atrás las huestes ásperas de una humanidad que parecía ajena. Lástima que hubiera que ganarse los centavos de esta manera. Se acomodó el cuello de la camisa y bostezó un poco. De pronto, se sintió incómodo.
Plap, plap.
            Ahora la chica se contemplaba en el espejo. Pero su expresión había mudado, se había tornado fría. Santiago le miraba por ratos las piernas, por ratos el rostro, tratando de adivinar sus pensamientos. En apenas unas cuantas cuadras, el estado de ánimo de la chica había decaído; ahora exhibía un pesar inmenso. Entonces, sin ningún motivo, la muchacha, despertando de su meditativa actitud, lanzó una mirada de desprecio al conductor del microbús. Tal vez había percibido sobre ella la lascivia de Santiago. Molesta (seguro estaba enfurecida), se puso de pie, y recalcando su indignación con movimientos bruscos, se dirigió a la puerta de atrás.
-Bajan- dijo la joven.
-Pero si acaba de subir- replicó Santiago, desconcertado.
-¡Bajan, con una chingada!
Nunca había visto una mirada más violenta que la de aquella mujer. Frenó de inmediato. Los pasajeros se quejaron con amargura, pero prefirió ignorarlos. La chica descendió apresurada. Miró nerviosa a ambos lados de la calle, se arregló la minifalda con ansiedad; después encendió un cigarro. De manera absurda, en un gesto que escapaba de toda lógica, se sentó en la banqueta frente a una vecindad cuyas ventanas estaban plagadas por abejas inexplicables. Permaneció allí, estática, con la mirada perdida y el cigarro en la boca, permitiendo que la lluvia empapara su blusa, dejando entrever un par de senos firmes y redondos.
-Llueve mucho, ¿verdad? - inquirió una voz, a espaldas de Santiago, una vez que el vehículo se puso en marcha.
Santiago miró de reojo a quien hablaba. Era el hombre que había abordado minutos antes. Pudo apreciar su palidez y su avanzada calvicie.
-Sí, mucho- respondió para no parecer descortés, convencido de que el tipo debía ser uno de esos imbéciles amables.
-Se llama Lujuria. Es joven. Se bajó porque tiene algo que esconder- inició el Pasajero.
-¿Cómo dijo? – a Santiago le costaba un poco de trabajo escuchar porque la lluvia se había intensificado durante breves segundos.
-La chica. La que acaba de bajar. Tiene algo que esconder. Como todos nosotros.
Ahora, el hombre había bajado la voz. Sus palabras habían adoptado un tono confidencial; sin embargo, a pesar de la lluvia, se le escuchaba claro.
-No le entiendo.
-No se preocupe- dijo el Pasajero- Yo llevo años sin entender.
-Ah.

Shhhuuut. Shuuut. Navegaban los limpiadores.

-¿Quiere saber acerca de mi don?- insistió el Pasajero.
-¿Qué?
-Mi don. Tengo un don.
El conductor lo miró con desaprobación. No estaba para cuentos en ese momento. Lo único que hacía falta para completar el cuadro de una tarde enrarecida, era un tipo insistente y desequilibrado. Se preguntó si de alguna manera había amanecido con un maldito imán de la mala suerte, o un aroma particular que atraía a los perturbados.
-¿Quiere o no quiere?- volvió a preguntar el desconocido.
Al volver a mirar por el retrovisor, recorrido por un estremecimiento súbito, Santiago descubrió, sin poder asegurar cómo, que el Pasajero era ciego. Un par de ojos grises, asaltados por terribles cataratas, parecían acusarlo desde un rostro blanco y deslucido. ¿Lo miraban? No, desde luego, si se tomaba en cuenta la discapacidad del hombre; pero, misteriosos y amenazantes, parecían contemplar algo más allá que el resto de los usuarios, que el resto de los mortales.
-Usted es judío ¿no?- preguntó Santiago Guadalupe, por impulso.
-No. ¿Por qué la pregunta?- dijo el Pasajero.
-Parece; tiene la piel muy blanca y los rasgos finos. Y se le está cayendo el cabello.
-No soy judío. Soy ciego, y argentino. A los argentinos ciegos también se les cae el cabello.
-Usted no es argentino –replicó Guadalupe - no tiene el acento.
Un silencio embarazoso se abrió de pronto entre ellos; una brecha infranqueable al llevar la conversación a puntos delicados. Santiago pensó que había sido demasiado rudo y el Pasajero tuvo la misma consideración de los hechos, pero no le importó; decidió seguir adelante a pesar de la rispidez de la conversación.
-¿Quiere saber?- insistió el ciego.
-¿Por qué me habla en voz baja? Eso me molesta.
-No quiero que los demás sepan.
-¿De qué?
-De mi don. Se lo he repetido muchas veces… ¿Quiere saber, o no?
Santiago dudó. Escupió por la ventanilla y le mentó la madre al chofer de un camión de Coca Cola, por no avanzar con la luz verde del semáforo. Alzó la mirada, y desconcertado, miró en un balcón de la calle, a un hombre en mangas de camisa, que en compañía de una nube indescifrable -¿de donde demonios provenía aquel jirón etéreo al costado del hombre?- se dejaba bañar por la lluvia, indiferente. Decidió dejar de mirar aquella imagen, y acorralado por las circunstancias, molesto consigo mismo, continuó la conversación, casi contra su propia voluntad.
-Está bien, carajo. Usted gana. Quiero saber...
Esta ciudad no tiene futuro, pensó Santiago de pronto, el mundo tampoco. Sólo nos deja mirar el pasado, que arde como pimienta en el ojo, incomoda y no permite respirar. Y hoy estamos parados aquí, sin saber cómo ni cuando, en esta avenida de tendencias suicidas. Seguro somos locos, como este tipo. Alguien tocó el timbre y lo arrancó de sus pensamientos. Santiago se sobresaltó y se detuvo de golpe. El licenciado, trajeado y lleno de angustia, esperaba impaciente que se abriera la puerta. El microbús detuvo la marcha. Después de bajar, el licenciado caminó algunos pasos, y luego, desfalleciente, se recargó en un poste de luz. Guadalupe se convenció de que esta tarde la gente estaba actuando de manera más extraña de la habitual.
-Ese tipo tiene problemas existenciales, literalmente hablando - inició el Pasajero.
-¿Ah sí? No me diga, ¿qué es usted?, ¿la doctora corazón?- asestó, harto, Santiago.
Hubo un silencio mínimo, un resquicio. Después la voz monótona, irritante, del Pasajero.
-Conozco los pecados de todos. Esa es mi habilidad - retomó la conversación el Pasajero.
El microbusero dejó escapar una carcajada
-No me diga.
-Así es. Ya sé que no me cree.
-Le creo.
-No sea mentiroso. No necesita engañarme.
Plap, plap, plap. El chofer se alegró al pensar que no faltaba mucho para terminar la ruta, que apenas unas calles más adelante todo habría concluido, que no tendría que escuchar más la voz opresora y desconcertante de aquel hombre.
-¿Usted vio al hombre que bajó?- Preguntó el Pasajero, con un gesto aterrador.
-Claro - dijo Santiago, y luego agregó con desprecio- ¿Usted no?
-También. Con la intuición.
Santiago reflexionó un momento. Luego se alarmó. Si el hombre era incapaz de ver, ¿cómo podía saber quien había bajado del microbús? Por supuesto: el timbre, no podía ser de otra manera.
-Sé lo que está pensando. No sé como, pero lo sé. También sé, que hace un rato, la que bajó era una muchacha con minifalda. Muy atractiva, por cierto.
-¿Cómo sabe?- preguntó Santiago Guadalupe, comenzando a sentir miedo- Usted no es ciego; se está haciendo pendejo.
-Ya le dije. Conozco los pecados de todos, pero usted se resiste a creerme – una sonrisa maligna se dibujó en el rostro del interlocutor.
El microbús viró hacia la derecha, se internó en una calle desvencijada. Cruzó justo frente a una escuela abandonada. Santiago se llevó el dorso de la mano hasta la frente: estaba sudando. Un poco asustado, decidió contraatacar:
-¿Así que puede ver lo que pasa?- dijo en voz baja.
-Lo que  pasa. Lo que pasó. Y a ratos lo que pasará.
-Ah.
-Mire. Todo está contenido aquí.
El Pasajero metió la mano al interior de su chamarra; de entre ella extrajo, con mucha discreción, una esfera extraña, no mayor al tamaño de la palma de su mano. Parecía construida de un metal opaco, similar a la plata desgastada, aunque con el ajetreo de los amortiguadores era imposible precisarlo. El tipo la mostraba, protegiéndola con el regazo de la chamarra. A Santiago le asustaba lo que estaba ocurriendo; pero, por alguna razón, no podía evitar que las acciones avanzaran. Lo más desconcertante, era que el resto del pasaje no demostraba interés por lo que ocurría. Por si fuera poco, el aire húmedo proveniente del asfalto parecía volverse más pesado a cada vuelta de rueda; cada calle se antojaba interminable, una hilera infinita de casas y comercios.
La esfera, en inicio opaca, comenzó a bullir, a agitarse como una olla con agua hirviendo. Muchos colores se derramaron en el interior, hasta conseguir completar una imagen. Entonces, Santiago Guadalupe se vio a sí mismo dentro de un templo. Todo estaba oscuro. Sin embargo, los cirios pascuales colocados alrededor de él, dejaban que hubiera luz suficiente para distinguir su propia figura abriendo, con habilidad extrema, la caja de las limosnas.
El microbusero frenó bruscamente. Estaba aterrado. Los pasajeros se deshicieron en improperios.
-Hay mucho tráfico, chingada madre -dijo para tranquilizarse- Parece que allá enfrente chocó alguien. Yo nomás veo una ambulancia medio jodida. ¿A poco chocaría la ambulancia? Que friega, ¿no? Andar herido y luego tener un encontronazo -Enseguida gritó, para hacerse notar:
-¡Me voy a desviar! Voy por la calle de Incertidumbre. ¡Ahí ustedes sabrán si les queda!
-Está lloviendo- dijo la mujer despeinada, mientras despertaba suavemente a su hijo.
-No seas cabrón.- agregó la anciana de gesto agrio.
Hubo muchas protestas, todas insuficientes. Derrotados e inconformes, todos bajaron. Aunque se quejaron con dureza, finalmente aceptaron, cabizbajos. El microbús se fue abandonando al silencio, mientras un montón de pasos resonaban al descender los escalones del carro. Cuando estuvieron en la acera, en lugar de correr a resguardarse del agua, se quedaron como autómatas, contemplando de lejos el accidente. Sin hablar, sin moverse: una pequeña multitud anormal.
 El único que permaneció a bordo fue el Pasajero, quien, tras un movimiento calculado, guardó la esfera en el interior de su chamarra. La lluvia arreció.
-¿Usted no baja por aquí?- preguntó muy alterado Santiago.
-No. Aún falta.
            -¿Falta para qué?
-No me creyó, ¿verdad?
-¿Qué?
-Qué lo veo todo.
Las gotas taladraban el toldo. La presencia del extraño se volvía cada más asfixiante. Santiago podría jurar que las paredes del microbús se comprimían.
-Bueno, sí,- se justificó Guadalupe- a veces me robo las limosnas. Es por pura costumbre. ¿Usted nunca ha hecho nada malo?
-Sí, ya le dije que todos tenemos algo que esconder. Algunas veces he hecho daño, pero no tanto. Aunque lo voy a hacer.
-¿Hacer qué?
-Algo muy malo.
-¿Como qué?- musitó el conductor, escurriendo las palabras contra su voluntad.
Los limpiaparabrisas intensificaron su frenética danza, en el clímax de una representación que parecía ensayada hace mucho tiempo.
-Cada vez está más fuerte el aguacero -dijo el Pasajero, intentando darle un respiro a lo inevitable.
Santiago, inquieto, miró por el retrovisor. Los ojos-grises-perdidos del maldito tipo lo acusaban con su brillo gélido. Parecía que hablaban. Se fijó bien, de uno de los ojos escaparon un par de lágrimas, bañando los labios inmóviles. Sobre ellos se posó una mosca.
-Huele raro.-dijo Santiago.
-Huele a muerto- le contestó el otro.
-¿Dónde baja? ¿Por qué llora?
-Tranquilo. Falta poco.
-¿Falta poco para qué, chingada madre? ¿Qué quiere? – Guadalupe tuvo un último impulso de ponerse de pie; pero las piernas lo traicionaron, el ánimo se le venía quebrando desde cuadras atrás.
-Lo siento. De veras. Voy a hacer algo muy malo.
-Mire cabrón, mejor lo dejo en la esquina. Ya me tiene hasta la madre. No me importa que esté ciego.
Los ojos de Santiago no se apartaban de las manos del Pasajero. Sabía qué venia a continuación; era más que un presentimiento. Por un momento quiso creer que todo era parte de un sueño, que no estaba sucediendo. Lo observó, lento, sacar algo de la chamarra. Es la bola esa rara, se dijo para tranquilizarse. Pero no era la esfera. La mosca se paró sobre el parabrisas. El agua no dejaba ver; resbalaba sobre el cristal. Resbalaba interminable, infinita. Santiago frenó de improviso, temblando.
El Pasajero se había puesto de pie. Se veía enorme. También el revolver que colocó sobre la nuca de Santiago se veía enorme. El microbusero sintió un aro de metal incrustándose en su cabeza. Empezó a sollozar, recargado sobre el volante, resignado. Una lágrima caliente acompañó a las suyas, y cayó justo sobre él. También el Pasajero  sufría.
-La vida es finita, amigo –dijo con la garganta anudada el Pasajero- Nada es para siempre. El Destino tampoco. Todo se bifurca, se nos pierde entre las calles, entre las alcantarillas, se oculta en las azoteas, pero siempre llega adonde quiere. Siempre. Mi Destino dice que tengo que hacerlo. Usted disculpará.
Shuut. Plap. Shuut. Santiago buscaba una salida, una justificación para lo que estaba ocurriendo.
-No he podido remediarlo –continuó el Pasajero- Todas las mañanas de mi vida me levanto harto, sin ganas de levantar los brazos. Y me pregunto por qué yo. Por qué yo debía tener este don. Por qué debía saber que lo iba a encontrar a usted aquí, esta tarde. Hasta me quise mudar de ciudad, para evitarlo. Cómo sabía, que usted, el hombre que aparecía en el sueño persistente de cada noche, me levantaría en este microbús, justo a la hora señalada, no puedo explicarlo. Busqué alivio en largas lecturas, en intensas caminatas. No sirvió lo que haya intentado. Supongo que tengo que cumplir el otro sueño, el sueño malo, para estar en paz.
-Déjeme ir.
-No puedo. Es el Destino.
-Mierda. Déjeme ir. Tengo familia, un hijo. Sé que nos los trato bien. Que les pego, pero...
-¿Les pega? Eso sí no lo sabía, palabra.
-Ya me quiero bajar. Está jugando, ¿no? –suplicó Santiago.
-Póngase a rezar. Más vale.
La tarde, oscurecida, se quedó al acecho. Los nubarrones caminaban despacio. Una mosca se posó sobre los labios del conductor. Éste la lamió con la lengua al intentar humedecerse la boca. Hizo un gesto de asco. La mosca le supo ácida, como la lluvia. La ciudad se detuvo un segundo. Nadie respiró. Todos se quedaron quietos. El Pasajero, con los ojos-perdidos-grises bien abiertos, tiró, lentamente, del gatillo.
-¿Por qué está haciendo esto?- preguntó el otro, muerto de miedo, mientras un frío implacable le estremecía la espalda.
La figura se agigantaba con la angustia, con el crepitar furioso de la lluvia que presagia desgracia, con la opresión interminable de un cielo gris que no prometía abrir por algún lado.
-No sé. Quisiera tener un motivo- sentenció el Pasajero, con una voz en la que se confundían la indignación y un dolor ancestral- A lo mejor tengo muchos. No puedo explicar nada. Lo lamento, mucho, créame.
Bang. Bang. Bang. Tres luces iluminaron una calle solitaria.
La lluvia quemaba las banquetas; algunos perros ladraban al aire, inquietos. Un charco en la acera capturó un reflejo de luna; el único que escapaba por una rendija entre las nubes cuando el Pasajero abandonó el microbús. El cuerpo de Santiago quedó reclinado sobre el volante, conforme y ordinario. El ciego extendió con calma su bastón. Lo colocó sobre el piso adoquinado, se echó encima la capucha de la chamarra, y sereno, como si se hubiese desprendido de un peso insoportable en el momento de jalar el gatillo, echó a andar bajo la lluvia ácida de una ciudad ácida. Caminaba sin prisa. Alrededor, sólo reinaba el silencio, cómplice; un silencio profundo e inevitable que lo precedía y lo continuaba todo.

2002

De: "Patibulario, cuentos al final del túnel" (Editorial Muribilda) 



Ganar la torre, un cuento de Ulises Paniagua

Ganar la torre
Ulises Paniagua


El ajedrez es un cuento de hadas de 1001 metidas de patas.
Savielly Tartakower

Se sintió ofendido. Había vencido a Dios a pesar de dejarlo iniciar con las blancas. Sin embargo, intuía gato encerrado en esta victoria. Era posible que su oponente estuviera distraído pensando en la manufactura de las cuerdas cósmicas, en la expansión de alguna galaxia, en la propagación de su eco en el Universo. Seguro el tablero se extendería ante él, enrarecido a causa de sus preocupaciones. Vencer de esa forma no representaba ningún mérito. Tal vez se tratara de una provocación, es decir, cabía la posibilidad de que Dios se dejase ganar. En esa derrota simulada sospechaba un mensaje oculto, la sorna, la malicia de hacerle recordar. Una cosa llevaba a otra. De Dios llegaba a la imagen de su aborrecido rival. Volvían las humillaciones de cada partida disputada con el otro, ese otro al que no le gustaba nombrar, quien rondaba los espacios de la memoria herida. Lo invadió la ansiedad. Sabía que cuando la oscuridad se adueñara de la habitación permanecería con los ojos fijos, mirando las sombras proyectarse desde la calle hasta el plafón. Intentaría llevar la cuenta de cada minuto mediante una estructura analítica; diseccionaría paso a paso los eventos de su fracaso matrimonial, en orden cronológico. Y después arribarían las reflexiones extrañas, surgidas de un impulso que no creía suyo, frases que le parecían nacidas de otras bocas: Yo no creo en la psicología, yo creo en las buenas jugadas; se dijo; el ajedrez es tortura mental, cuando veas un buen movimiento, busca uno mejor. Y no te preocupes del error. Sin error no puede haber brillantez. 
Se sorprendió hablando en voz alta. Luego las sombras formarían un diseño: el del tablero. Comenzarían los planteamientos, las dudas sobre qué pieza hubiera sido la mejor para combatir cada movimiento del oponente; retornaría la exigencia del triunfo, ese constante pensar pensar pensar pensar en el alfil negro, en el caballo, hasta que, cuando la luz de la mañana hubiera vuelto, la enfermera flaca se acercara para darle los buenos días antes de limpiar el bacín.
Una duda le asaltaba: si era capaz de darle jaque mate a Dios en seis jugadas, ¿cómo era posible que no hubiera vencido al doctor Lasker, el innombrable, en sus múltiples encuentros? Sabía que Dios podía haber permitido la derrota, y esa angustia no le dejaba dormir ¿Era una culpa expiada? El insomnio le había asaltado también en aquéllas vísperas de partida, en ese nerviosismo con que deben tomarse los campeonatos mundiales. Se dedicaba a repasar las aperturas, los movimientos; ejecutaba con minuciosidad un ataque frontal, valoraba los giros. Era inútil. Lasker, el innombrado, siempre ganaba el enfrentamiento final. En alguna ocasión le había derrotado dos veces seguidas utilizando la apertura española que él mismo había desarrollado.
Doctor hijo de puta, no era más que un cínico, un arrogante. Una vez, en aquellos días en que el mundo era más extenso que los paseos en el jardín trasero de la clínica, o que las ciento cuarenta y cuatro losetas de su habitación, había enfrentado al innombrado en la Universidad de Michigan, para intimidarlo. Pero el doctor no era de los que se asustan con facilidad. Permaneció interrogándolo con esos ojos de lince que le caracterizaban; y luego de una concienzuda reflexión, declaró:
-El día es demasiado largo para gastarlo en su rostro.
La afrenta lo obligó a contestar con una frase que se volvió histórica:
-Lasker, para usted sólo tengo tres palabras: jaque y mate.
Luego le dio la espalda y se marchó, altivo, al comedor.
Esa noche también perdió. Esa y todas las jodidas ocasiones en que jugaron. Idear una estrategia para ganar la torre se volvió ineludible. Comía mal y andaba distraído por la calle, pensando en ello. Se preocupó cuando el día del cumpleaños de su hijo se sorprendió dibujando -durante horas- estrategias ajedrecísticas en el azogue del espejo.  La última vez que fue derrotado por su acérrimo enemigo decidió retirarse: los nervios amenazaban con colapsar; el negocio de la familia estaba al borde de la quiebra y los reclamos de su mujer iban en aumento. Luego de lo del espejo vino lo de los poderes magnéticos sobre el tablero: esa misteriosa cualidad de mover las piezas sin alcanzarlas con la mano.
-El secreto de mover las piezas con la energía mental reside en la parte cóncava de la cabeza- había confesado a su esposa. Fue la última declaración que hizo en casa. Días después lo internaron en el psiquiátrico. 
Ahora, mientras la mañana despuntaba invadiendo las losetas de la habitación, reflexionaba.
-¿Lo puede ver ahora?- le dijo a la enfermera- Es el campo de luz.
Ella lo miró como se mira a un mueble. Y es que mientras que el innombrado abandonaba el ajedrez para dedicarse, junto a su amigo Albert Einstein, a investigar las infinitas posibilidades de la novedosa Teoría de la Relatividad; él había conseguido, en oposición, generar chispazos entre sus dedos, encender bombillas con la boca, calentar el colchón con la energía que circulaba por cada uno de sus poros. Las consideraciones científicas no le interesaban: sabía que la luz provenía de su interior. La verdad es que eso de irradiar luz de vez en cuando podía hacerlo, pero a fuerza de insistir la enfermera había dejado de sorprenderse. Cuando le miró emitir rayos ambarinos desde los oídos, le pareció lo más natural de mundo.
-Claro que tiene luz - le dijo una vez la enfermera, mientras cambiaba la sábana-, y no se apaga fácilmente. Se llama envidia.
Como respuesta, él desplegaba un tablero imaginario entre las ramas del árbol que asomaba por la ventana. Se dedicaba a magnetizar cada pieza para moverla a distancia, sopesando la mejor salida, cuidando el centro, reservando la reina. Cada día tramaba una ruta que lo aproximara a la victoria.
Se sintió cansado, quizás mañana, se dijo. Se cubrió el pecho con el cobertor, en un gesto infantil. Dio un último chispazo y se dejó invadir por el sopor. Mientras los párpados le negaban, poco a poco, la posibilidad de seguir contemplando el tablero en el árbol, su mente se disolvía en recuerdos amables: la sonrisa de su esposa, el cuerpecito rechoncho de su hijo. Todo se volvía negro. Algún día, se recordó en un penúltimo pensamiento, podría vencer a ese mañoso. Por lo pronto era necesario descansar, desechar el resentimiento.
Pero, ¿por qué otro día? ¿Por qué no hoy? Era mejor no dejarse invadir por el sueño. Debía mantenerse despierto. Se incorporó con fatiga y se pellizcó los brazos. El cristal de la ventana le devolvió el reflejo de un rostro demacrado en medio de una barba abundante. Le dolía la cabeza, pero las voces le instaban de vuelta, le llamaban insistentes: Wilhelm Steinitz, Steinitz Steinitz Steinitz. No podía detenerse. Estaba cerca de descubrir la verdad. El jugador que lleva ventaja debe atacar o perderá dicha ventaja, se convenció. Trató de llamar con la mente al innombrado. Después supo que podría conseguirlo si le telegrafiaba alguna frase mediante el uso de la parte cóncava de su cabeza. La electricidad de su pensamiento activó las piezas. Estaba listo para el reto; era tiempo de revancha. Se le había ocurrido una estrategia genial.



Del libro de cuentos "Entre el día y la noche", inédito.
Ulises Paniagua, Derechos reservados, 2015.