LLUVIA
ÁCIDA
Ulises Paniagua
Por tanto, ¿dónde están los
infiernos? En el mundo, pues.
El infierno está en el
mundo y ustedes mismo son los diablos.
Augusto
Roa Bastos. Yo el Supremo
-¿Por qué está haciendo esto?- preguntó el otro, muerto de miedo,
mientras un frío implacable le estremecía la espalda.
La figura se agigantaba con la angustia, con el crepitar furioso de la
lluvia que presagia desgracia, con la opresión interminable de un cielo gris
que no prometía abrir por algún lado.
-No sé. Quisiera tener un motivo- sentenció el primero, con una voz en
la que se confundían la indignación y un dolor ancestral- A lo mejor tengo
muchos. No puedo explicar nada. Lo lamento mucho, créame.
Bang. Bang. Bang. Iluminando
furtivos el interior de la unidad, tres tiros se incrustaron en la cabeza de Santiago Guadalupe.
Como
bisturí recorriendo piel, besando asfalto en su andar humedecido, el microbús de
Santiago seccionaba avenidas, calles y callejones. Un viento fresco custodiaba
la tarde; la ciudad respiraba con dificultad. Entonces comenzó la lluvia. Ácida,
como era costumbre: partículas que enturbiaban oxígeno e hidrógeno y se traducían en gotas quemantes; una comezón implacable
que obligaba a los transeúntes a refugiarse bajo la protección de una cornisa
insuficiente. Con las primeras gotas, Santiago Guadalupe le mentó la madre a su
suerte. No le gustaba que lloviera porque el tráfico se volvía más pesado, y en
esta ciudad de eternos remiendos, ninguna avenida parecía una válvula de escape
recomendable. Pinche ciudad de jodidos, pensó Santiago Guadalupe, mientras
miraba con atención a un par de niños flacos y tristes que corrían desde un
crucero hasta un puesto callejero de comida, buscando protegerse del aguacero.
Santigo
Guadalupe arremetió, con rabia, el clutch;
cambió de velocidad y aceleró un poco para ganarle la batalla al semáforo. Las
llantas, salvajes y urbanas, salpicaron sin consideración las faldas de una
casa. Al cruzar la avenida, una figura indefinible levantó la mano para hacer
parada; afuera, casi de puntas sobre la guarnición, podía adivinarse una
silueta ambigua y asexuada, fragmentada por los goterones que corrían sobre el
parabrisas. Santiago se movió un poco sobre su asiento, intentando descifrar la
sombra que aguardaba en la banqueta, pero la tormenta le negaba cualquier
certeza. Cuando la figura abordó, el cielo pareció caerse a pedazos.
Santiago
lo miró de reojo: era un hombre de talla mediana; vestía una chamarra mullida
con el logotipo de los Delfines de Miami. Iba precedido de un bastón de
aluminio barato; también iba precedido del silencio. Abordó, nervioso. El hombre
depositó, en la palma de la mano de Santiago, un par de monedas discretas; luego
buscó asiento dentro del carro. Encontró uno justo detrás del chofer. A
Santiago le incomodó la presencia del nuevo pasajero; pero a decir verdad no había
una razón para su rechazo, el hombre no había sido desconsiderado de ninguna
manera. Decidió no prestarle mayor atención al tipo, y se concentró en rodear
uno o dos carros, en un intento frustrante de avanzar.
Cuadras
adelante, una chica hermosa y sensual, con facha de universitaria, abordó
luciendo una minifalda que dejaba admirar un par de piernas perfectas; aunque,
en contraposición, su figura iba resguardada por un abrigo oscuro. Al
investigar en el espejo retrovisor (Santiago nunca perdía oportunidad de
admirar un cuerpo como el que recorría el pasillo), notó que la tarde lluviosa
comenzaba a disolverse en la amenaza de la noche. También se percató de que el
Pasajero que había subido cuadras atrás, lo miraba fijamente. Molesto, decidió
desviar la mirada hasta el par de piernas que tomaban asiento en la antepenúltima
fila del microbús. Al levantar la vista y contemplar el rostro de la chica, se
dio cuenta que ella sonreía con descaro a todo mundo. Santiago olvidó por un
breve instante su mal humor: siempre le habían gustado las mujeres decididas.
Las
gotas se estrellaban contra el parabrisas, emitiendo murmullos mecánicos. Plap,
plap. Una lluvia cansada como amanecer de fábrica. En oposición y en un gesto
que resultaba inútil, un par de limpiadores automáticos trataban de desaparecerlas.
Shhhuuut, shuuut. El ritmo de los limpiadores era casi una discreta plegaria. El
cielo seguía llorando. Santiago echó una nueva ojeada al espejo retrovisor. Era
un pasaje extraño, sin duda: un licenciado (seguro se trataba de un licenciado),
gris y de traje lustroso; la chica con coqueteos de puta; una anciana de gesto
agrio; una mujer madura, tipo secretaria, de evidente nerviosismo; una madre
despeinada acompañada de un niño frágil; el hombre pálido que acababa de subir.
Santiago se preguntó, sin alcanzar a responderse de manera convincente, por qué
la gente que viajaba hasta la terminal, o al menos cerca de ella, siempre era
extraña, una especie de alebrijes nacidos de un mal sueño. Lo mismo le ocurría
cuando viajaba a altas horas de la noche en el subterráneo: lo siniestro podía
aparecer en cualquier andén, en cualquier vagón. Había ocasiones que, al ver el
circo que llevaba en andas el microbús, deseaba ferviente olvidarse de conducir
y echar a correr a cualquier parte, como una cabra loca, dejando atrás las
huestes ásperas de una humanidad que parecía ajena. Lástima que hubiera que
ganarse los centavos de esta manera. Se acomodó el cuello de la camisa y bostezó
un poco. De pronto, se sintió incómodo.
Plap, plap.
Ahora la chica se contemplaba en el espejo. Pero
su expresión había mudado, se había tornado fría. Santiago le miraba por ratos
las piernas, por ratos el rostro, tratando de adivinar sus pensamientos. En
apenas unas cuantas cuadras, el estado de ánimo de la chica había decaído; ahora
exhibía un pesar inmenso. Entonces, sin ningún motivo, la muchacha, despertando
de su meditativa actitud, lanzó una mirada de desprecio al conductor del
microbús. Tal vez había percibido sobre ella la lascivia de Santiago. Molesta
(seguro estaba enfurecida), se puso de pie, y recalcando su indignación con
movimientos bruscos, se dirigió a la puerta de atrás.
-Bajan- dijo la
joven.
-Pero si acaba de
subir- replicó Santiago, desconcertado.
-¡Bajan, con una
chingada!
Nunca había visto
una mirada más violenta que la de aquella mujer. Frenó de inmediato. Los
pasajeros se quejaron con amargura, pero prefirió ignorarlos. La chica
descendió apresurada. Miró nerviosa a ambos lados de la calle, se arregló la
minifalda con ansiedad; después encendió un cigarro. De manera absurda, en un
gesto que escapaba de toda lógica, se sentó en la banqueta frente a una
vecindad cuyas ventanas estaban plagadas por abejas inexplicables. Permaneció
allí, estática, con la mirada perdida y el cigarro en la boca, permitiendo que
la lluvia empapara su blusa, dejando entrever un par de senos firmes y redondos.
-Llueve mucho,
¿verdad? - inquirió una voz, a espaldas de Santiago, una vez que el vehículo se
puso en marcha.
Santiago miró de reojo
a quien hablaba. Era el hombre que había abordado minutos antes. Pudo apreciar
su palidez y su avanzada calvicie.
-Sí, mucho- respondió
para no parecer descortés, convencido de que el tipo debía ser uno de esos imbéciles
amables.
-Se llama Lujuria.
Es joven. Se bajó porque tiene algo que esconder- inició el Pasajero.
-¿Cómo dijo? – a
Santiago le costaba un poco de trabajo escuchar porque la lluvia se había
intensificado durante breves segundos.
-La chica. La que
acaba de bajar. Tiene algo que esconder. Como todos nosotros.
Ahora, el hombre había
bajado la voz. Sus palabras habían adoptado un tono confidencial; sin embargo,
a pesar de la lluvia, se le escuchaba claro.
-No le entiendo.
-No se preocupe-
dijo el Pasajero- Yo llevo años sin entender.
-Ah.
Shhhuuut. Shuuut. Navegaban
los limpiadores.
-¿Quiere saber
acerca de mi don?- insistió el Pasajero.
-¿Qué?
-Mi don. Tengo un
don.
El conductor lo
miró con desaprobación. No estaba para cuentos en ese momento. Lo único que hacía
falta para completar el cuadro de una tarde enrarecida, era un tipo insistente
y desequilibrado. Se preguntó si de alguna manera había amanecido con un
maldito imán de la mala suerte, o un aroma particular que atraía a los
perturbados.
-¿Quiere o no
quiere?- volvió a preguntar el desconocido.
Al volver a mirar
por el retrovisor, recorrido por un estremecimiento súbito, Santiago descubrió,
sin poder asegurar cómo, que el Pasajero era ciego. Un par de ojos grises,
asaltados por terribles cataratas, parecían acusarlo desde un rostro blanco y
deslucido. ¿Lo miraban? No, desde luego, si se tomaba en cuenta la discapacidad
del hombre; pero, misteriosos y amenazantes, parecían contemplar algo más allá que
el resto de los usuarios, que el resto de los mortales.
-Usted es judío ¿no?-
preguntó Santiago Guadalupe, por impulso.
-No. ¿Por qué la
pregunta?- dijo el Pasajero.
-Parece; tiene la
piel muy blanca y los rasgos finos. Y se le está cayendo el cabello.
-No soy judío. Soy
ciego, y argentino. A los argentinos ciegos también se les cae el cabello.
-Usted no es
argentino –replicó Guadalupe - no tiene el acento.
Un silencio
embarazoso se abrió de pronto entre ellos; una brecha infranqueable al llevar
la conversación a puntos delicados. Santiago pensó que había sido demasiado
rudo y el Pasajero tuvo la misma consideración de los hechos, pero no le
importó; decidió seguir adelante a pesar de la rispidez de la conversación.
-¿Quiere saber?-
insistió el ciego.
-¿Por qué me habla
en voz baja? Eso me molesta.
-No quiero que los
demás sepan.
-¿De qué?
-De mi don. Se lo
he repetido muchas veces… ¿Quiere saber, o no?
Santiago dudó.
Escupió por la ventanilla y le mentó la madre al chofer de un camión de Coca Cola, por no avanzar con la
luz verde del semáforo. Alzó la mirada, y desconcertado, miró en un balcón de
la calle, a un hombre en mangas de camisa, que en compañía de una nube
indescifrable -¿de donde demonios provenía aquel jirón etéreo al costado del
hombre?- se dejaba bañar por la lluvia, indiferente. Decidió dejar de mirar
aquella imagen, y acorralado por las circunstancias, molesto consigo mismo,
continuó la conversación, casi contra su propia voluntad.
-Está bien, carajo.
Usted gana. Quiero saber...
Esta ciudad no tiene futuro, pensó Santiago de pronto, el mundo tampoco. Sólo nos deja mirar el pasado,
que arde como pimienta en el ojo, incomoda y no permite respirar. Y hoy estamos
parados aquí, sin saber cómo ni cuando, en esta avenida de tendencias suicidas.
Seguro somos locos, como este tipo. Alguien tocó el timbre y lo arrancó de sus pensamientos. Santiago se sobresaltó
y se detuvo de golpe. El licenciado, trajeado y lleno de angustia, esperaba
impaciente que se abriera la puerta. El microbús detuvo la marcha. Después de
bajar, el licenciado caminó algunos pasos, y luego, desfalleciente, se recargó
en un poste de luz. Guadalupe se convenció de que esta tarde la gente estaba
actuando de manera más extraña de la habitual.
-Ese tipo tiene
problemas existenciales, literalmente hablando - inició el Pasajero.
-¿Ah sí? No me
diga, ¿qué es usted?, ¿la doctora corazón?- asestó, harto, Santiago.
Hubo un silencio
mínimo, un resquicio. Después la voz monótona, irritante, del Pasajero.
-Conozco los
pecados de todos. Esa es mi habilidad - retomó la conversación el Pasajero.
El microbusero dejó
escapar una carcajada
-No me diga.
-Así es. Ya sé que
no me cree.
-Le creo.
-No sea mentiroso.
No necesita engañarme.
Plap, plap, plap.
El chofer se alegró al pensar que no faltaba mucho para terminar la ruta, que
apenas unas calles más adelante todo habría concluido, que no tendría que
escuchar más la voz opresora y desconcertante de aquel hombre.
-¿Usted vio al
hombre que bajó?- Preguntó el Pasajero, con un gesto aterrador.
-Claro - dijo
Santiago, y luego agregó con desprecio- ¿Usted no?
-También. Con la
intuición.
Santiago reflexionó
un momento. Luego se alarmó. Si el hombre era incapaz de ver, ¿cómo podía saber
quien había bajado del microbús? Por supuesto: el timbre, no podía ser de otra
manera.
-Sé lo que está
pensando. No sé como, pero lo sé. También sé, que hace un rato, la que bajó era
una muchacha con minifalda. Muy atractiva, por cierto.
-¿Cómo sabe?-
preguntó Santiago Guadalupe, comenzando a sentir miedo- Usted no es ciego; se está
haciendo pendejo.
-Ya le dije.
Conozco los pecados de todos, pero usted se resiste a creerme – una sonrisa
maligna se dibujó en el rostro del interlocutor.
El microbús viró
hacia la derecha, se internó en una calle desvencijada. Cruzó justo frente a
una escuela abandonada. Santiago se llevó el dorso de la mano hasta la frente:
estaba sudando. Un poco asustado, decidió contraatacar:
-¿Así que puede ver
lo que pasa?- dijo en voz baja.
-Lo que pasa. Lo que pasó. Y a ratos lo que pasará.
-Ah.
-Mire. Todo está
contenido aquí.
El Pasajero metió la
mano al interior de su chamarra; de entre ella extrajo, con mucha discreción,
una esfera extraña, no mayor al tamaño de la palma de su mano. Parecía
construida de un metal opaco, similar a la plata desgastada, aunque con el ajetreo
de los amortiguadores era imposible precisarlo. El tipo la mostraba,
protegiéndola con el regazo de la chamarra. A Santiago le asustaba lo que
estaba ocurriendo; pero, por alguna razón, no podía evitar que las acciones
avanzaran. Lo más desconcertante, era que el resto del pasaje no demostraba
interés por lo que ocurría. Por si fuera poco, el aire húmedo proveniente del
asfalto parecía volverse más pesado a cada vuelta de rueda; cada calle se
antojaba interminable, una hilera infinita de casas y comercios.
La esfera, en
inicio opaca, comenzó a bullir, a agitarse como una olla con agua hirviendo.
Muchos colores se derramaron en el interior, hasta conseguir completar una
imagen. Entonces, Santiago Guadalupe se vio a sí mismo dentro de un templo.
Todo estaba oscuro. Sin embargo, los cirios pascuales colocados alrededor de
él, dejaban que hubiera luz suficiente para distinguir su propia figura
abriendo, con habilidad extrema, la caja de las limosnas.
El microbusero
frenó bruscamente. Estaba aterrado. Los pasajeros se deshicieron en
improperios.
-Hay mucho tráfico,
chingada madre -dijo para tranquilizarse- Parece que allá enfrente chocó
alguien. Yo nomás veo una ambulancia medio jodida. ¿A poco chocaría la
ambulancia? Que friega, ¿no? Andar herido y luego tener un encontronazo
-Enseguida gritó, para hacerse notar:
-¡Me voy a desviar!
Voy por la calle de Incertidumbre. ¡Ahí ustedes sabrán si les queda!
-Está lloviendo-
dijo la mujer despeinada, mientras despertaba suavemente a su hijo.
-No seas cabrón.-
agregó la anciana de gesto agrio.
Hubo muchas
protestas, todas insuficientes. Derrotados e inconformes, todos bajaron. Aunque
se quejaron con dureza, finalmente aceptaron, cabizbajos. El microbús se fue
abandonando al silencio, mientras un montón de pasos resonaban al descender los
escalones del carro. Cuando estuvieron en la acera, en lugar de correr a
resguardarse del agua, se quedaron como autómatas, contemplando de lejos el accidente.
Sin hablar, sin moverse: una pequeña multitud anormal.
El único que permaneció a bordo fue el
Pasajero, quien, tras un movimiento calculado, guardó la esfera en el interior
de su chamarra. La lluvia arreció.
-¿Usted no baja por
aquí?- preguntó muy alterado Santiago.
-No. Aún falta.
-¿Falta
para qué?
-No me creyó,
¿verdad?
-¿Qué?
-Qué lo veo todo.
Las gotas
taladraban el toldo. La presencia del extraño se volvía cada más asfixiante.
Santiago podría jurar que las paredes del microbús se comprimían.
-Bueno, sí,- se
justificó Guadalupe- a veces me robo las limosnas. Es por pura costumbre.
¿Usted nunca ha hecho nada malo?
-Sí, ya le dije que
todos tenemos algo que esconder. Algunas veces he hecho daño, pero no tanto.
Aunque lo voy a hacer.
-¿Hacer qué?
-Algo muy malo.
-¿Como qué?- musitó
el conductor, escurriendo las palabras contra su voluntad.
Los
limpiaparabrisas intensificaron su frenética danza, en el clímax de una
representación que parecía ensayada hace mucho tiempo.
-Cada vez está más
fuerte el aguacero -dijo el Pasajero, intentando darle un respiro a lo
inevitable.
Santiago, inquieto,
miró por el retrovisor. Los ojos-grises-perdidos del maldito tipo lo acusaban
con su brillo gélido. Parecía que hablaban. Se fijó bien, de uno de los ojos
escaparon un par de lágrimas, bañando los labios inmóviles. Sobre ellos se posó
una mosca.
-Huele raro.-dijo
Santiago.
-Huele a muerto- le
contestó el otro.
-¿Dónde baja? ¿Por
qué llora?
-Tranquilo. Falta
poco.
-¿Falta poco para
qué, chingada madre? ¿Qué quiere? – Guadalupe tuvo un último impulso de ponerse
de pie; pero las piernas lo traicionaron, el ánimo se le venía quebrando desde
cuadras atrás.
-Lo siento. De
veras. Voy a hacer algo muy malo.
-Mire cabrón, mejor
lo dejo en la esquina. Ya me tiene hasta la madre. No me importa que esté
ciego.
Los ojos de
Santiago no se apartaban de las manos del Pasajero. Sabía qué venia a
continuación; era más que un presentimiento. Por un momento quiso creer que todo
era parte de un sueño, que no estaba sucediendo. Lo observó, lento, sacar algo
de la chamarra. Es la bola esa rara, se dijo para tranquilizarse. Pero no era
la esfera. La mosca se paró sobre el parabrisas. El agua no dejaba ver;
resbalaba sobre el cristal. Resbalaba interminable, infinita. Santiago frenó de
improviso, temblando.
El Pasajero se
había puesto de pie. Se veía enorme. También el revolver que colocó sobre la
nuca de Santiago se veía enorme. El microbusero sintió un aro de metal
incrustándose en su cabeza. Empezó a sollozar, recargado sobre el volante,
resignado. Una lágrima caliente acompañó a las suyas, y cayó justo sobre él.
También el Pasajero sufría.
-La vida es finita,
amigo –dijo con la garganta anudada el Pasajero- Nada es para siempre. El
Destino tampoco. Todo se bifurca, se nos pierde entre las calles, entre las
alcantarillas, se oculta en las azoteas, pero siempre llega adonde quiere.
Siempre. Mi Destino dice que tengo que hacerlo. Usted disculpará.
Shuut. Plap. Shuut.
Santiago buscaba una salida, una justificación para lo que estaba ocurriendo.
-No he podido
remediarlo –continuó el Pasajero- Todas las mañanas de mi vida me levanto
harto, sin ganas de levantar los brazos. Y me pregunto por qué yo. Por qué yo
debía tener este don. Por qué debía saber que lo iba a encontrar a usted aquí,
esta tarde. Hasta me quise mudar de ciudad, para evitarlo. Cómo sabía, que
usted, el hombre que aparecía en el sueño persistente de cada noche, me levantaría
en este microbús, justo a la hora señalada, no puedo explicarlo. Busqué alivio
en largas lecturas, en intensas caminatas. No sirvió lo que haya intentado.
Supongo que tengo que cumplir el otro sueño, el sueño malo, para estar en paz.
-Déjeme ir.
-No puedo. Es el
Destino.
-Mierda. Déjeme ir.
Tengo familia, un hijo. Sé que nos los trato bien. Que les pego, pero...
-¿Les pega? Eso sí
no lo sabía, palabra.
-Ya me quiero
bajar. Está jugando, ¿no? –suplicó Santiago.
-Póngase a rezar.
Más vale.
La tarde, oscurecida,
se quedó al acecho. Los nubarrones caminaban despacio. Una mosca se posó sobre
los labios del conductor. Éste la lamió con la lengua al intentar humedecerse
la boca. Hizo un gesto de asco. La mosca le supo ácida, como la lluvia. La
ciudad se detuvo un segundo. Nadie respiró. Todos se quedaron quietos. El
Pasajero, con los ojos-perdidos-grises bien abiertos, tiró, lentamente, del gatillo.
-¿Por qué está haciendo esto?- preguntó el otro, muerto de miedo,
mientras un frío implacable le estremecía la espalda.
La figura se agigantaba con la angustia, con el crepitar furioso de la
lluvia que presagia desgracia, con la opresión interminable de un cielo gris
que no prometía abrir por algún lado.
-No sé. Quisiera tener un motivo- sentenció el Pasajero, con una voz en
la que se confundían la indignación y un dolor ancestral- A lo mejor tengo
muchos. No puedo explicar nada. Lo lamento, mucho, créame.
Bang. Bang. Bang. Tres
luces iluminaron una calle solitaria.
La
lluvia quemaba las banquetas; algunos perros ladraban al aire, inquietos. Un
charco en la acera capturó un reflejo de luna; el único que escapaba por una
rendija entre las nubes cuando el Pasajero abandonó el microbús. El cuerpo de
Santiago quedó reclinado sobre el volante, conforme y ordinario. El ciego
extendió con calma su bastón. Lo colocó sobre el piso adoquinado, se echó
encima la capucha de la chamarra, y sereno, como si se hubiese desprendido de
un peso insoportable en el momento de jalar el gatillo, echó a andar bajo la
lluvia ácida de una ciudad ácida. Caminaba sin prisa. Alrededor, sólo reinaba
el silencio, cómplice; un silencio profundo e inevitable que lo precedía y lo
continuaba todo.
2002
De: "Patibulario, cuentos al final del túnel" (Editorial Muribilda)