sábado, 14 de marzo de 2015

La caída de Troya, un poema de Ulises Paniagua

La Caída de Troya
Ulises Paniagua



La Poesía no es un cubo hermético contenido en sí mismo,
ni es silencio que revienta la noche, ni dolor de vena abierta
o el bolsillo del gigante,   o tus labios impacientes del verso
que mate lento. Es todo lo que digo; esto y más aún: es nada.
Es paso de gato en teatro vacío;   mil y un ojos reflejados en
espejo ciego;    la caída de Troya desprovista de caballo;  el
incendio que es descanso, y  tu sexo -la cama donde sueño-.
Es cadencia; un perro desbocado;  es mierda y amor y rabia;
es holocausto y una torpe llave; el temido encierro: la salida.          
La Poesía no es un cubo hermético contenido  en  sí mismo.







Ese lugar Existe (fragmento de novela), de Ulises Paniagua

Ese lugar existe
Ulises Paniagua
(fragmento de novela)



Me aburro mortalmente. Por la mañana jugué ajedrez contra mí mismo. Lustro no era un competidor a considerar, así que sólo quedaba yo para darme jaque mate. Me vencí en cinco ocasiones y tuve que buscar un nuevo pasatiempo. Encontré una vieja cuerda y salté con ella, como hacen los boxeadores, hasta quedar rendido. Por cierto, levanté mucho polvo. Después quise dormir, pero no pude.
La tarde parece interminable. Decidí sentarme a escribir, pero no me sentía inspirado. Aun así supe que debía conseguir algunas líneas, una idea provechosa que pudiera distraerme de la rutina. Por eso tomo de nuevo esta  libreta, y en mi aburrimiento construyo un mecanismo literario a través de la tinta que hace nacer el bolígrafo:

Alguien piensa esta historia. Al menos eso garabateo a manera de sospecha o de juego. Es un tipo común, quizás una chica, no sé, más bien parece ser un tipo, aunque eso es irrelevante;  pues quien imagina estos apuntes, quien genera la ficción es el misterio en persona, de manera literal. Y allí radica el corazón de mi desasosiego. No sé si trate de alguien lúcido o un de un ser lleno de inseguridades y complejos. Lo mismo me da. Me importa un cuerno quién está del otro lado, no le considero tan importante.
Me gusta imaginarla o imaginarlo frente a una lap top, tecleando las líneas de la trama. Se asombra al dejarse conducir por las palabras que dicto y que cree dictar. Se da cuenta entonces de que es el juguete y el titiritero. Para ella o para él, de pronto el personaje se vuelve autor, el autor se vuelve coprotagonista. La literatura es un acto de comunión entre quien exige la obra, quien la crea, y quien alcance a leerla.
Reflexiono para pasar el rato: una historia es un mensaje en una hoja en blanco, en una pantalla en blanco, esperando construirse desde cada uno de sus frentes, y cada uno de ellos participa para que lo escrito cobre significado. Cada una de las piezas alrededor de un libro ha sido armada por encima de nuestro entendimiento. No hay libro sin lector predestinado. No hay escritor que no busque personajes en lo relativo. No hay personaje que no llegue a la mente del escritor sin haber sido generado de manera espontánea.
¿Qué hace quien me escribe? Puede que ahora mismo se tome algún mechón del cabello y recargue su codo sobre el escritorio, esperando el mejor verbo que describa una acción, el mejor adjetivo que corone sus esfuerzos por narrar la historia. Seguro le gustará el café, y correrá de vez en cuando a la cocina a prepararse una buena taza humeante; o será fanático del cigarro y tendrá a mano una cajetilla, un encendedor y un cenicero. Uno esperaría que trabajara en su texto vistiendo un pantalón fino y una gabardina que le dote de un aire intelectual. Sin embargo, es posible que se halle en su habitación con la camisa desabotonada, con el pecho al aire; o peor aún, en calzoncillos y en pantuflas, con las cortinas selladas para evitar la sonrisa irónica de algún vecino insidioso, o de una vecina guapa a la que podría decepcionar después de haberla impresionado con alguna de sus publicaciones.
Por otra parte, pienso en el lector:
¿Quién leerá este texto cuando llegue a sus manos? ¿Una estudiante universitaria?, ¿un ama de casa?, ¿un crítico feroz que detesta al autor, y que lo lee sólo para desacreditarlo? ¿También andarán en calzoncillos? La estudiante universitaria debe verse maravillosa en ropa interior, pero al crítico prefiero no sospecharlo siquiera. Tal vez el ama de casa lea esto mientras al fondo se escucha el sonido de un televisor encendido, aunado a la risa de un par de niños. Quizás el crítico sea un pobretón que aprovecha los viajes en el subterráneo para devorar novelas y libros de ensayo, antes de llegar a una oficina burocrática a cumplir con sus obligaciones.
Quizás nadie me lea. ¿Cómo saberlo mientras permanezca encerrado en esta pieza? Lo que reflexione, lo que cuente parece más bien una serie de palos de ciego dentro de un cuarto oscuro. Así que hoy, fastidiado, he preferido iniciar este juego (que ahora llamarían metatextual los iniciados o los vanidosos) para buscar una salida.
Espero que esto termine pronto, al menos más rápido que como ha ocurrido en ocasiones pasadas. Cada vez se vuelve más difícil soportarlo.
Por eso escribo imaginando que alguien me escribe mientras bebe una taza de café y se cubre del frío con una mantita. Que alguien me lee con la espalda recargada en la cabecera de su cama, con los audífonos colocados y un dispositivo reproduciendo un poco de música. Espero que su desasosiego sea menos angustiante que el mío.
 No es cierto, prefiero que su desconcierto le oprima, lo llene de terrores y sobresaltos. No habrá compasión para quien me lee, es hora de que viva en carne propia mi confusión, mis alegrías, pero también mis más profundos horrores.
¿Y qué decir de quien me escribe? Así como ella o él no se atreve a compadecer mi suerte, yo no puedo guardar ningún sentimentalismo hacia su persona. Que se joda. Que me escriba mientras soy una veleta que no le dicta ningún rumbo seguido, que ande mis pasos sobre la nieve, que desespere con mi encierro. Que sufra, cuando menos tanto como yo.
La literatura es, en evidencia, un asunto de pura crueldad.