viernes, 15 de enero de 2016

Escritores en la colonia Roma. Crónica urbano-literaria de un barrio cosmopolita, de: Ulises Paniagua

Escritores en la colonia Roma
 Crónica urbano-literaria de un barrio cosmopolita

Ulises Paniagua



Son las cinco de la tarde. Salgo de la estación del metro Cuauhtémoc con la visión de un cielo extrañamente azul, y un baño de sol sobre la fachada del mercado Juárez, que asoma enfrente. También brillan, un poco más lejanas, las fachadas del edificio Buen Tono (el primer residencial en la Ciudad de México), y aquellas fachadas sobre avenida Chapultepec, de estilo afrancesado o inglés, que se van persiguiendo entre negocios de refrigeradores industriales, hasta perderse a la distancia en la Glorieta de los Insurgentes. Se deja la estación del metro con la alegría del que abandona el inframundo para ascender a lo terrenal. Al llegar a la salida, un grupo de indigentes, muchos de ellos jóvenes, “se monea” sin pudor en la acera opuesta.
Se dobla hacia la izquierda y se camina entre puestos de relojes, de pilas, de películas piratas. “A veinte varos o tres por cincuenta, llévalas, güero, son clones”, dice un adolescente con la joven astucia de quien conoce su negocio. Entonces, para abrevar camino, uno decide introducirse al pasaje del Centro Cultural Telmex. Se muta del sol a la sombra. Pero esta vez es una sombra artificiosa, poblada de luces que enmarcan diversos locales: boutiques, tiendas de celulares, tiendas de ropa íntima, una sex shop, una nevería. Más adelante, en un gran nudo, la centralidad del fast food, un núcleo estridente donde se escuchan los éxitos pop a través de las bocinas del centro comercial, pero también las conversaciones y las risas de los que allí comen, adolescentes en su mayoría, aunadas a los sonidos intergalácticos de los juegos a los que las madres suben a sus hijos pequeños. Y frente a ese nudo, el acceso al teatro del Centro Cultural Telmex, escenario que ha visto montar versiones mexicanas de El fantasma de la ópera, Cats, y Jesucristo superestrella, entre otros tantos refritos de los musicales de Broadway. La posmodernidad se hace salvajemente presente: la elegancia del teatro frente a la furtividad de comer una hamburguesa, unas papitas y una soda.
            Uno dobla a la derecha y vuelve a emerger. La calle de Guaymas lo recibe con un intenso olor a tacos y a tortas que derrite al estómago menos antojadizo. Algunos olores provienen de los locales formales que se hallan en la frontera de la plaza comercial; otros emanan de los puestos informales a lo largo de la calle. Se escucha música de banda  y rock desde diversas bocinas. La gente camina, sin prisa, pero constante, hacia o desde la estación del metro. Se debe andar con cuidado, esquivando a la gente que pasa al costado sin importarle chocar (como si todos a su alrededor fueran incorpóreos o inexistentes).
      Al llegar al cruce con Puebla hay que tener cuidado con los carros que viran sin precaución. Se escuchan cláxones. El Centro Cultural Telmex es un elefante grisáceo que proyecta su sombra sobre las calles. Pienso en este edificio. Hace años, en su terreno se asentaban los Televiteatros de Silvia Pinal, que se vinieron abajo en el año de 1985. En aquellos años la ciudad era distinta. Abundaban los automóviles de gran tamaño, de seis cilindros muchos de ellos, a los que se les apodaba “lanchas”. El volkswagen sedán, conocido como “vocho” en su acepción popular, era el rey de las avenidas en la ciudad de México. Los teatros tenían aún una presencia importante. La televisión, encabezada por Televisa, dominaba los medios visuales. No se conocían en México, ni se sospechaban siquiera, la internet y las redes sociales. La información era mucho más lenta. La fiebre de Michael Jackson y la saga de Star Wars hacían irrupción comercial en todo el país. Rockdrigo González (“el poeta del nopal” que no tuvo tiempo de cambiar su vida, al fallecer en el mencionado sismo del 85 en su departamento en Bruselas 8, de la vecina colonia Juárez) inauguraba el movimiento “rupestre” de cantautores, que derivaría en la aparición del rock nacional, encabezado por “El Tri”, que se prolongaría a su vez con bandas que proporcionaban una identidad a los jóvenes, que se atrevían a cuestionar la posmodernidad, las imposiciones oficialistas y los dogmas sociales a través de su música. Bandas como los míticos “Caifanes”, el virtuoso “Café Tacuba”, y el blusero-poético “Real de catorce”. La Roma era, por aquellos años, una colonia muy tranquila, aunque prevalecía un proceso de deterioro y abandono provocado por el congelamiento de las rentas, que afectó a esta zona y al Centro Histórico durante décadas.
Son interesantes los procesos de transformación urbana, las rupturas con una ciudad antigua que vivía a otro ritmo, de otra forma. Por ejemplo, allá por los años cuarentas y cincuentas, sólo podía llegarse a la Roma a pie, en automóvil, o en camión. El costo del pasaje de tales camiones era de quince centavos, y recorría la ruta Belén-Peralvillo-Cozumel. Cada viaje era una aventura, en medio del traqueteo de los viejos motores y del “súbale, súbale”, del cobrador y ayudante del chofer (al que Salvador Novo refiere se llegó a conocer con el nombre popular de “lambiscón”, expresión difundida en oficinas y centros de trabajo de la “capirucha” mexicana). También corría, sobre Avenida Álvaro Obregón, la ruta del tranvía. De estas vías, por cierto, hay historias particulares. Una de ellas describe que era tal la fuerza del terremoto del 19 de septiembre, que se tenía la sensación de que un enorme animal prehistórico reptaba debajo del piso. La fuerza telúrica fue de tales proporciones que las vías del tranvía (que para entonces ya no estaba en uso), quedaron retorcidas en varios trayectos de la calzada. En 1968 iniciaron  los trabajos para construir la línea del metro; este entonces novedoso sistema de transporte vino a brindar una nueva centralidad, más popular, a un barrio que en su origen pretendía ser aristocrático, hijo directo de la modernidad, vanguardia de los servicios hidrosanitarios y de la traza urbana, durante inicios del Siglo XX.
Volvamos al presente. Enfrente de este centro cultural, una imprenta pequeña y una tienda de abarrotes indican las primeras presencias barriales. Al cruzar Puebla, siguiendo por Guaymas, el ruido de los automóviles se va desvaneciendo hasta desparecer en su totalidad. Se entra a una isla apacible en medio de las tormentas citadinas.
Es La Romita, un barrio de origen prehispánico (Atzacoalco), reducto de los habitantes originarios que se han visto obligados a guarecerse en ese pequeño cuadrante urbano a causa de las grandes presiones inmobiliarias, y al incremento en el valor de suelo en las colonias Condesa y Roma. Conocida con este mote por su parecido a un paseo arbolado que existía en Roma, la capital italiana, esta isla urbana donde el tiempo se congela, es un lugar en toda la extensión de la palabra. El patrono del lugar es San Judas Tadeo. Aquí se efectúa una importante celebración entre vecinos y visitantes de las colonias cercanas, como la Doctores, el día 28 de octubre. La Romita posee magia, arrastra leyendas urbanas, se rodea de un profundo misterio. En las gruesas ramas, entre los arbolados de su plaza se colgaba a los delincuentes en épocas anteriores al porfiriato. Por cierto que en ciertos libros de crónicas y leyendas, entre ellos el “México antiguo”, de Luis González Obregón, se cuenta que hace muchos años este lugar era un rancho, y que el propietario del mismo fue asesinado. Su muerte no fue aclarada. Su fantasma se aparecía a trasnochados que decidían atravesar por la plaza a altas horas de la noche, pidiendo le diesen de comer. Viejos avecindados en el barrio aseguraban también la aparición de “la llorona” entre las tenebrosas sombras de sus callejones.
Por cierto que, no precisamente en la Romita, pero sí en una plaza cercana, bautizada como Circular de Morelia por su traza geométrica curva, una leyenda negra dicta que allí estaba la Federal de Seguridad; ahí, decía alguno que llegó a trabajar en algún establecimiento cercano, en el número ocho existían separos clandestinos de la Federal de Seguridad, donde torturaban a la gente durante el movimiento estudiantil del “sesenta y ocho”. Algunos afirman la presencia de un hombre que presumía ser el azote de los terroristas: el terrible Nazar Haro. Los vecinos especulan que espantaban y siguen espantando ya entrada la madrugada.
En este barrio se filmaron, además, escenas de la película “Los olvidados”, de Luis Buñuel, una dura crítica a un México moderno y modernizado, que no fue aprobada del todo por la visión institucional. El propio Jorge Negrete, en una entrevista de aquéllos años, declaró como líder de la Asociación Nacional De Actores (ANDA), que de no haber estado de viaje en los días de estreno del film, se hubiera encargado de prohibir su distribución en las salas de cine. Una placa, en la pared de la casa de la cultura que da hacia la plaza de la Romita, mantiene viva la memoria de la presencia de Buñuel por estos lares. “El jaibo”, personaje antagónico de la película, aún parece deambular en esta manzana.
El espíritu de barrio puede respirarse e imaginarse con facilidad. La Romita era considerada entonces un barrio de ladrones, de asaltantes, de drogadictos principalmente afectos a la mariguana, hierba satanizada durante décadas antes del movimiento “hippie” internacional (la mariguana era, a inicios del siglo XX y antes de convertirse en aventura sensorial de la clase media, un narcótico que se asociaba con los pobres, con los albañiles).
También es interesante la anécdota de los años ochentas del siglo XX, que cuenta que un ladrón, en una visita que hizo el presidente de la república a la cerrada del sitio, le robó la cartera al mandatario. Fue tal la vergüenza del aparato presidencial, que el ejército cercó todo y ejerció la intimidación con los vecinos hasta que la cartera se entregó. El brumoso ladrón consiguió, como pago a su silencio, trabajo como informante de gobernación.
Personajes famosos han habitado en el barrio: en el número 8 del callejón está la casa de una persona que era conocida como “el engendro”. Se trata del político Rincón Gallardo, al que se le dio este mote por hallarse deforme de una mano. En el edificio “Julia”, en la cerrada de Guaymas, había un actor, al estilo de Ferrusquilla, de segunda mano, que vivía en el número siete. En el número ocho de Circular de Morelia vivía un tipo, apellidado Blanco, que fue dueño de la estación de radio, de 6.20, “la música que llegó para quedarse”.
Memoria histórica de la ciudad: pasando Morelia y el Callejón de San Cristóbal, estaba el Cinema 2, que se cayó con el sismo. El Cinema 1 se cayó en Frontera. Pasando Durango, inmediatamente hay una unidad habitacional nueva. Ese era, antes, el Cinema 3, que hace años era el Cine Morelia. Allí acudía mucha gente a disfrutar de los estrenos nacionales e internacionales, en los tiempos en que ir al cine era una experiencia especial, un paseo donde el tiempo mutaba desde una naturaleza profana a una “sagrada”, a una comunión con las estrellas del celuloide.
En La Romita se está bien. No circulan automóviles a gran velocidad. Se escuchan las conversaciones sosegadas de los vecinos, las risas apenas escandalosas de los niños que juegan en el parque, alrededor de la fuente. El viento mece con suavidad las hojas de los árboles y la vida parece asomar en la luz vespertina que resalta el verde de las hojas y del pasto. Una camioneta vende capuchinos y expresos. Huele a café. El sonido de los zapateos de un grupo de intérpretes de danza folclórica escapa desde la casa de la cultura que se encuentra frente al parque. Uno se adentra a la plaza, entre arbustos, y se encuentra con un poema que resalta, en una barda, la pasión por el lugar. “Romita, mi amor…”, comienzan aquellos versos. A un costado, una variedad de colores invita a una aventura de arte urbano, pero también parecen anunciar cierto peligro, cierta restricción. Se trata de un callejón estrecho donde se estableció hace algunos años el proyecto cultural “Casa tomada”. Un espacio que parece tan apropiado por los vecinos del callejón (radicados en una vecindad reubicada por el movimiento telúrico referido), que concede una poderosa sensación de clandestinidad apenas al costado de la iglesia. Una persona sentada frente a la puerta de la vecindad, en una silla rústica de madera, siempre vigila. Uno contempla los murales con fascinación y ligera prisa, y hace un par de preguntas a quien se halla sentada o sentado en la silla, para aligerar la extranjería. En los muros pintados, tatuados, se revelan aspiraciones, sueños, pesadillas; todo ello de corte urbano que tiene mucho qué decir sobre adicciones, marginación, pobreza, por una parte; y libertad y rebeldía por la otra.
            Entonces uno vira para emprender la marcha hacia la calle de Morelia. Se sigue el paso al costado de la larga barda de una casa construida de puro ladrillo, que hace recordar los principios del Siglo XX. Al llegar a la calle de Morelia y doblar hacia la izquierda, de nuevo el ruido de los automóviles se hace sentir. Pero en las calles no hay prisa. La gente camina despreocupada. Mujeres llevando de la mano a sus hijos, parejas de novios, amigas adolescentes que van platicando sus problemas familiares unas a otras. Se cruzan pequeños bares, un café con música de jazz envolviendo el espacio público desde sus bocinas y sus mesas en la calle; una librería recuerda la larga tradición literaria de este sitio de sitios entre la ciudad. Los sonidos caracterizan al barrio.
Adelante, locales de pizza. Y una esquina, en un vértice del Parque Pushkin,  donde se fríen hamburguesas, donde se venden tortas y tacos. Siempre está llena. Todo mundo parece conocer y recomendar estos puestos. A contraesquina se hace sentir la presencia de niños y adolescentes en el parque. Los chicos practican en sus patinetas. Los niños se trepan a los juegos infantiles. Algunos, de mayor edad, disputan una cascarita. Mucha gente lleva de paseo a sus perros. Ladridos, advertencias de los dueños, bolsas que levantan del suelo las heces de sus mascotas; un espacio como una especie de arenero donde los perros pueden “hacer sus necesidades”, campea en medio del parque, ante el busto un tanto olvidado de Pushkin, ese poeta ruso que fieramente atacara la presuntuosa modernidad de Pedro el Grande, dentro de una ciudad lujosa e impactante que reconstruyó con el nombre de San Petesburgo (después llamada Leningrado). Algunas chicas pasan trotando en grupo, platicando, algunos corredores vienen después, en silencio, como persiguiéndolas. El bullicio de la avenida Cuauhtémoc se hace sentir. Un gran gusano rojo invade la vista: es el metrobús que hace parada allí, frente al jardín Pushkin. La gente desciende en pequeños grupos, el metrobús continúa su marcha.
Algunos chicos dark, o punk, o rockeros cruzan en grupo hacia la avenida. Seguro se dirigen a algún concierto en el Foro Alicia, un sitio underground que Edgar Morín describe a través de su capacidad térmica y emotiva: la temperatura ambiente es tan alta que las paredes transpiran. El calor obliga a muchos hombres a quitarse la camisa –las chavas se aguantan-, así que andan en camiseta o con el torso desnudo, lucen tatuajes con múltiples formas, colores y tamaños. Gracias a la ropa, esta práctica al igual que el piercing pone en escena el juego de lo visible y lo invisible.
Se gira a la diestra y se continúa sobre Colima. La calle se angosta. Las fachadas se hacen majestuosas, las alturas crecen. Uno casi puede oler las fragancias francesas que usaban damas y caballeros de la época porfirista. El tranvía parece atravesar la calle en cualquier momento, aunque ya no existen vías por donde pudiera correr. La calle es discreta, apenas el rumor de los autos, algún martillo que trabaja en la remodelación de una casa…
Adelante, el estruendo de una perforadora en un terreno donde se construye un edificio de apartamentos contemporáneos. Uno sigue la marcha y el ruido se va quedando atrás. Hay boutiques, colegios silenciosos, casas señoriales, mascarones, detalles constructivos, cornisas elegantes. Entre más se avanza hacia Avenida Insurgentes aparecen más negocios. Huele desde la comida casera que se prepara en fondas, hasta la chistorra de puestos callejeros atendidos por dueños argentinos; llegando al olor a pastas y platos elegantes que se sirven en locales de prestigio. Fuera, extendidos en las calles y bajo elegantes toldos, parejas de novios (o pretendientes a serlo) se contemplan con una ternura afectada por su orgulloso poder económico. Los rostros son enmarcados por la flama de un fondue y el rojo encarnado de una copa de vino.
Más adelante espera la Plaza Río de Janeiro, con una réplica de El David de Miguel Ángel y la tranquilidad que brinda la constante caída del agua a través de una fuente colosal. En la Plaza Río de Janeiro hay niños, gritos, indicaciones y juegos de boy scouts; ladridos de perros que se reconocen unos a otros; conversaciones entre los dueños de los canes.
Grandes casonas enmarcan el parque, como la famosa “Casa de las brujas” que vigila desde una esquina. El aire se siente fresco gracias a la presencia del agua y de la sombra de árboles centenarios que huelen bien. Otras partes de los jardines, en cambio, no pueden esconder el olor de los deshechos fecales de las mascotas.
Aprovecho la Plaza Río de Janeiro para evidenciar la gran presencia de escritores, e imaginarios construidos por ellos, entre los “romanos”. Ramón López Velarde, William Burroughs, Allen Ginsberg, Jack Kerouac, (escritores de la generación beat, éstos tres últimos), Fernando del Paso, y José Emilio Pacheco, son sólo algunos de los nombres literarios que han desfilado por sus calles, parques y banquetas. La presencia de los escritores, junto a referencias modernas e incluso a guiños institucionales, han forjado en la Roma una construcción mental de los habitantes a partir y con relación a su comunidad. La Roma se ha construido, más que a través de una imagen, a través de un nivel simbólico, es decir, a través de la representación dada a los individuos de su relación (individual) con las relaciones sociales que gobiernan sus relaciones de existencia y su vida colectiva e individual, como lo entendía Althusser.
Volviendo a los alrededores de la Plaza Río de Janeiro, hay allí un edificio famoso, bautizado por la comunidad como “la casa de las brujas” o “la jaula de las brujas”. Se trata de una construcción muy particular, pues por sus características arquitectónicas rememora a una casa decimonónica, típica de los cuentos de terror infantiles. En ella habitó una “bruja” de verdad, a la que solían acudir políticos de prestigio, para consultarla. Se hacía llamar Pachita. También ha sido escenario para diversos escritores y editores, como Mario del Valle y Maricela Teherán.  Ahora se han mudado algunos otros escritores a esta mansión departamental: el poeta Francisco Hernández, por ejemplo, es vecino de edificio de Guadalupe Loaeza. En el mismo inmueble vivieron el editor y poeta Mario del Valle, Sergio Pitol, el poeta y traductor Guillermo Fernández, Vicente Quirarte, en fin, toda una caterva de escritores mexicanos.
En la Roma también vivió el cuentista Juan de la Cabada. Se organizaban reuniones  con el poeta Raúl Renán. Paco Taibo II reside en la zona. También Benito Taibo. Hugo Arguelles se crió en la Roma. Hernán Bravo Varela es habitante distinguido, y director de prensa de la Casa del Poeta. Además, allí nacieron ideas editoriales, como la de “La máquina eléctrica”, donde Sandro Cohen estaba a cargo del consejo editorial.
William S. Burroughs y Allen Ginsberg residieron un tiempo por allí. En un departamento de Monterrey 8, Burroughs mató de un tiro a su mujer, jugando a ser Guillermo Tell mientras consumía drogas y culpaba a su demonio interno. Por supuesto, “por una módica cantidad” los agentes del ministerio lo dejaron libre, para que pudiera escribir años más tarde su célebre novela, “El almuerzo desnudo”.
Cafés literarios y escritores generaron (y siguen generando) lazos indisolubles. En la calle de Córdoba se reunían algunos púberes escritores en los setentas y ochentas del siglo XX, en un establecimiento muy popular. Ahora ese café sobrevive transformado en “La bella Italia”, a un costado de la Plaza Río de Janeiro, y sigue manteniendo su convocatoria para otros artistas. De este lugar es simpática la anécdota que cuenta que un grupo de jóvenes poetas solía reunirse allí a diario, para revisar sus textos, pidiendo un café americano para consumir horas de un improvisado taller literario. El dueño del café, en una ocasión, se acercó sigiloso, para dirigirles unas palabras: “Hola, jóvenes”. Los escritores se sintieron halagados al pensar que el hombre los reconocía por su fama y su calidad literaria.  “Los he estado observando desde hace algún tiempo”, les dijo, “son muchos, ustedes, se sientan en esta mesa larga, y luego nada más consumen un café; esto es un negocio, entonces yo les pido que ya no vengan…”. De nada valieron los argumentos de los que se sintieron ofendidos, asegurando que no sabía a qué tipo de bardos estaba perdiendo aquel café. “Me da igual quiénes sean, o serán, de todas maneras se van”.
Un dato particular recalca la relevancia del espacio: en la colonia Roma Sur se ubicaba el departamento de un crítico de arte y pintor al mismo tiempo, Francisco Centeno Bujáider. Allí, Raquel Tibol y otros escritores, pintores y artistas de la clase media baja, fundan el movimiento “Tepito Arte Acá” (lo que confirma la intensa actividad cultural no sólo en sus calles, sino en el interior de los departamentos, los edificios, las vecindades). Se cree que el movimiento nació en Tepito, pero en realidad nació en la Colonia Roma, según lo afirma Roberto López Moreno, poeta y narrador, autor de “Yo se lo dije al presidente”, libro de cuentos publicado alguna vez por el Fondo de Cultura Económica en su colección de Letras Mexicanas.
Para rematar, qué más que recalcar el lugar donde se hacen los más característicos aquelarres literarios: la Casa del Poeta, donde literatos, críticos y traductores se reúnen con frecuencia. Es un inmueble vital de la existencia literaria, un referente para generaciones diversas que gustan de compartir y escuchar metáforas, ripios y estructuras rítmicas. Es el sitio más importante para la presentación de poemarios. Se escuchan, a través del micrófono, las voces de los autores que presentan un libro en el Bar Las hormigas, en el segundo piso de inmueble. Algunos escritores se asoman por el balcón, conversan fumando sus cigarros. Allí, entre la sórdida recámara donde escribiera López Velarde hermosos poemas a su amada Fuensanta, a través del closet que conduce al cielo y el infierno que proclamaba el modernismo y la pecularidad de un estilo, el espectro del bardo zacatecano parece deambular, haciendo sentir su presencia (con algún soplo al oído, un leve roce sobre la espalda) a algún visitante de aquella antigua vecindad.
También permanece la presencia de los “estridentistas”, quienes en Álvaro Obregón tenían su famoso café, el “Café de nadie” (nombre con el que lo bautizó el escritor Arqueles Vela). Maples Arce, en un manifiesto evidentemente transgresor, exaltaba las virtudes de la tecnología, así como de una áspera identidad nacional (“viva el mole de guajolote y el agua de tonaya…”), e inauguraba uno de los primeros movimientos “contraculturales” literarios, que había tenido origen en la ciudad de Jalapa, Veracruz. Después, Ofelia Ascencio, una músico importante, hizo una segunda versión del “Café de nadie”. Estaba en un segundo piso de un edificio de la calle de San Luis Potosí. Así, las vidas de los artistas y escritores, que son péndulos, como decía López Velarde, oscilaron entre el “Café de nadie” original y el nuevo, y como péndulos, tocaron los dos extremos, los dos míticos establecimientos: el que se hizo aire, y aquel en que uno podía beber su kawa bajo la música de Ascencio.
Muchos libros citan a la colonia Roma. No sólo se trata de escritores que habitan estos espacios, sino que escriben sobre ellos, generando imaginarios. El libro de José Emilio Pacheco, Las batallas en el desierto, se ha vuelto un manual para sobrevivir la adolescencia desde hace varias generaciones. Otros poemas hablan de ella: “Bajo llave”, del poeta y traductor Guillermo Fernández, que fue escrito en “la jaula de las brujas”. Y por supuesto, la obra reciente del poeta Francisco Hernández, que ha sido escrita desde el hermoso ventanal que mira hacia la Plaza Río de Janeiro. Aunque no hay referencias muy precisas, también podríamos pensar en los últimos poemas de Ramón López Velarde, contenidos en el Son del corazón, al leerlos a través de cierta luz de la tarde, o de la noche, “a la luz de dramáticos faroles”, como López Velarde llamaba a las luces de avenida Jalisco, hoy avenida Álvaro Obregón, cuando iba a dar sus largas caminatas en busca de inspiración (agradezco la cita aportada por el escritor Hernán Bravo Varela). 
Está también  “El vampiro de la colonia Roma”, de Luis Zapata, que le genera a la colonia más bien un imaginario de departamentos abandonados o semi-abandonados, oscuros, ligados a las drogas y a encuentros sexuales clandestinos, principalmente de naturaleza homosexual. Algunos vecinos coinciden en rechazar esta descripción de la colonia, referida en el libro de Luis Zapata, quizás por cuestiones de mantener el status, quizás por condiciones “morales”.
Es curioso el caso de José Emilio Pacheco. Ciertos rincones de la Plaza Río de Janeiro y algunas otras calles aledañas, que menciona en sus aventuras de niñez en Las batallas en el desierto, actualmente presentan un fenómeno particular: muchas personas, en su mayoría adolescentes, preguntan por ciertos sitios, dándose a la tarea de identificar los lugares que Pacheco menciona en sus libros.
Entonces uno retorna por Orizaba hasta llegar a la amplitud y majestuosidad de avenida Álvaro Obregón. Y allí los sentidos son invadidos por sonidos, olores e imágenes. Gente que trota, los que pasean sus perros, escultores que trabajan troncos de árboles a la vista de todos, una exposición temporal que se halla en el corredor cultural, justo en el sendero central del boulevard, y que se recorre sin prisa entre estatuas de tipo renacentista y fotografías a blanco y negro que mantienen viva la memoria de los habitantes.
Al costado izquierdo, un pasaje enmarcado por el color beige, una discreta vegetación y el uso de herrería y cristales al estilo art decó. Se trata del Parián. Al entrar uno se halla entre extravagantes tiendas de trajes dorados y rojos, envuelto en la música setentera, ochentera o progresiva que viene desde una tienda de discos; o bajo el arrullo de algún canario dentro de una jaula que algún propietario mantiene frente a su local, permitiendo que el tiempo provinciano de la ciudad de México haga acto de presencia en pleno Siglo XXI. Al salir de nuevo a Álvaro Obregón, los automóviles contemporáneos lo hacen a uno recordar el año en que se camina sobre uno de los primeros boulevares importados desde las ideas parisinas por los arquitectos de Porfirio Díaz.
            Más adelante se ven desfilar hípsters e intelectuales. Se escuchan risas, chocar de copas. Es la zona de los bares snobs, intelectuales y seudointelectuales. En Casa Lamm varios guardias, grandes y elegantes, esperan a la puerta. Autos costosos se estacionan. La crema y nata de la intelectualidad de clase media alta llega a tomar cursos y diplomados.
            Continío caminando. A la derecha huele a mantequilla y café con leche: son los diferentes establecimientos de Los bisquets de Obregón, que reciben dentro de los límites de su fama a una gran cantidad de parroquianos. Las fachadas de principios de siglo pululan en el paseo. Sin embrago, hay varios edificios en deterioro, muchos de ellos permanecen abandonados. Gran cantidad de ellos han sido intervenidos con murales o grafitis. Los jóvenes y los artistas se apropian de su territorio.
            Entonces encuentro, por casualidad, a un amigo pintor que me invita a disfrutar de una exposición en la Galería Vértigo. Yo digo sí, por qué no, porque sé que siempre hay un ambiente agradable en las “expos”. Regresamos, caminando, a un costado del Parque Pushkin que ya, al oscurecer, no se ve tan amigable. La iluminación es escasa, y uno camina con prisa por la acera opuesta al parque, temiendo tropezar con banquetas en mal estado, entre casonas que más que majestuosas parecen dignas de una historia de horror al caer la noche. Se prefiere caminar acompañado a estas horas, pues ya ha oscurecido aunque no hayan pasado más de tres horas desde que uno comenzó el recorrido con parsimonia. Están a punto de dar las ocho de la noche.
            En la galería hay música lounge que ambienta una instalación contemporánea. Hay chicas muy hermosas y tipos bien parecidos: la búsqueda de seducción de ambos sexos es evidente. Pero lentamente los grupos dentro de la galería se dividen según sus preferencias sexuales y las capacidades económicas. Sin embargo, el ambiente vuelve a relajarse y a acercar a los asistentes al destaparse las botellas de vino de honor para festejar la expo. Un DJ se apropia de la consola, y en poco tiempo las chicas ya conversan mientras bailan llevando el ritmo. El amigo te dice que al costado hay otra expo y que también darán brindis. Nos dirigimos a la galería vecina. La vista  se me enturbia un tanto, me siento estúpidamente feliz bebiendo cerveza en la segunda exposición. Mi amigo me dice, cada vez más “contento”, que mucha gente de la colonia utiliza las exposiciones como bar gratuito. La música gradualmente va decayendo y los dueños de la galería anuncian que van a cerrar.
            Muchos asistentes se retiran a alguna fiesta cercana, o toman por asalto los bares haciendo bullicio. Me despido de mi amigo (de mala gana, a quién no le gusta “la celebración”, pero hay que laborar al día siguiente”) Pero antes de despedirme, me encamino con mi amigo hasta los tacos Frontera, donde el olor y la vista de la carne al pastor seducen al sentido del gusto. La música en los bares cercanos invade la avenida. Los faroles dotan a Álvaro Obregón, y a su camellón, de cierto toque parisino.
            Después de la extraña mezcla cosmopolita de tacos y aire europeo, regreso al metro. Dejando atrás la avenida Álvaro Obregón, aprieto el paso. La música se va alejando. La gente también. Las calles comienzan a notarse desiertas y oscuras, y uno se debe apurar para no sufrir el sinsabor de ser asaltado en una tarde-noche que se proyectaba tranquila.
            Afortunadamente, nada pasa. Al llegar de nuevo al Centro Cultural Telmex, vuelvo a sentirme seguro. Hay iluminación, gente, movimiento. Se vuelve al bullicio de avenida Chapultepec donde los puestos de pilas y extensibles para relojes han dado paso al establecimiento nocturno de puestos de tacos de guisados y de hot dogs. El humo envuelve la calle. La luz de los televisores de los puestos tiñe de tonos azules a los rostros de los comensales.
            Camino, ahora sin prisa. Me interno en la estación del metro. Vuelvo a ser devorado por ese inmenso gusano metálico que, subterráneamente, me hará llegar a casa. La colonia Roma va quedando atrás, pero su memoria me acompañará todo el trayecto y, seguro, toda la vida. Contradiciendo a José Emilio Pacheco en aquel contundente final de su célebre novela “Las batallas en el desierto” (a la que Café Tacuba -ligando actores urbanos- le tributó una canción famosa en los noventas: “Oye, Carlos, ¿por qué tuviste…?), sería bueno hacerle saber que:
            Sí demolieron la escuela, sí demolieron el edificio de Mariana, sí demolieron su casa. Pero no demolieron del todo a la colonia Roma. Se acabó esa ciudad, pero no su encanto, que aún persiste y que aún transpiran los libros, los imaginarios generados por escritores y artistas del lugar. Aún no terminó aquel país. Y de aquel horror, querido José Emilio, de “aquel horror”, todavía hay muchos que queremos acordarnos.