martes, 21 de enero de 2014

La noche de los cincuenta libros, un cuento de Francisco Tario.

Esta vez, un texto de Francisco Tario, quien ya ha aparecido en esta sección pero, después de todo, en 2011 cumple su centenario. El cuento proviene de La noche (1943), su primer libro, recogido actualmente en la edición de Cuentos completos (2003) que publicó la editorial Lectorum.
Hace algunos años me tocó escuchar cómo un profesor de literatura insistía en que la narración de corte fantástico, como la que Tario cultiva, apareció por vez primera en México en 1954, con Los días enmascarados de Carlos Fuentes. Si se recuerda que La noche apareció 11 años antes que el libro de Fuentes, el profesor a) intentaba él mismo una invención fantástica, o b) no sabía su materia. Tristemente, no ha sido el único: Tario fue menospreciado durante décadas, aunque ahora la situación parece estar cambiando siquiera mínimamente. Sería justo: como mucho más de la obra de Tario, este cuento no sólo es una historia extraña y caprichosa, sino una provocación.

LA NOCHE DE LOS CINCUENTA LIBROS
Francisco Tario
De pequeño era yo esmirriado, granujiento y lastimoso. Tenía los pies y las manos desmesuradamente largos; el cuello, muy flaco; los ojos, vibrantes, metálicos; los hombros, cuadrados, pero huesosos, como los brazos de un perchero; la cabeza, pequeña, sinuosa. Mis cabellos eran ralos y crespos y mis dientes amarillos, si no negros. Mi voz, excesivamente chillona, irritaba a mis progenitores, a mis hermanos, a los profesores de la escuela y aun a mí mismo. Cuando tras un prolongado silencio —en una reunión de familia, durante las comidas, etcétera—, rompía yo a hablar, todos saltaban sobre sus asientos, cual si hubieran visto al diablo. Después, por no seguir escuchándome, producían el mayor ruido posible, bien charlando a gritos o removiendo los cubiertos sobre la mesa, los vasos, la loza…
Tenía yo una hermanita que ha muerto y que solía importunarme siete u ocho veces diarias:
—Roberto, ¿por qué me miras así?
Recuerdo sus ojazos claros, redondos, como dos cuentas de vidrio, y sus rodillitas en punta, siempre cubiertas de costras.
Yo objetaba entonces, viéndola temblar de miedo:
—¡Bah, no sé cómo quieres que te mire si no sé hacerlo de otro modo!
Y ella echaba a correr, deteniéndose los bucles, en busca de la madrecita. Se arrojaba sobre sus faldas, rompía a gimotear del modo más cómico, y prorrumpía, señalándome con el dedo:
—¡Roberto me ha mirado! ¡Roberto me ha mirado!
La madrecita, al punto, le secaba los carrillos, haciéndole la cruz en la nuca. Había cumplido yo los once años, me encaminaba precozmente hacia la adolescencia y aún no tenía un solo amigo en la comarca. Era mi voluntad. Gustaba, en cambio, de internarme a solas por el bosque, atrapando mariposas y otros volátiles, para triturarlos después a pedradas. Cuando lograba cazar un pajarito, me sentaba cómodamente a la sombra de un árbol y le arrancaba una a una las plumitas, hasta que lo dejaba por completo en cueros. Si sobrevivía, lo soltaba sobre la hierba, con un sombrero de papel en la cabeza. A continuación, volvía a echarle mano y me lo llevaba al río. Allí lo sumergía cuantas veces se me antojaba, ahogándolo por fin en las ondas tumultuosas de la corriente. Acto seguido, me tumbaba sobre cualquier pradera y me masturbaba frenéticamente.
De aquel terrible tiempo conservo en la memoria una palabra espantosa, un atroz insulto que repetían a diario en casa y en la escuela cuantos me conocían:
—¡Histérico! ¡Histérico! ¡Histérico!
Ni aproximadamente comprendía yo entonces el significado de semejante vocablo, pero me exasperaba de tal suerte, removiendo en mi interior tal cúmulo de pasiones, que reaccionaba como un auténtico loco. No obstante, rara vez quedaba satisfecho, pareciéndome que, por encima de cuanta atrocidad cometiera, persistía arriba de mí, flotante como una nube, la palabra maldita.
—¡Histérico! ¡Histérico!
Cuando la profería el maestro en clase, saltaba yo sobre mi pupitre y me mordía de rabia los puños, hasta que la sangre goteaba en el suelo o manchaba mis cuadernos. Cuando la pronunciaba un condiscípulo, lo aguardaba a la salida, seguíalo por entre los matorrales y, allí, en el lugar más propicio, a salvo de cualquier intervención ajena, lo desnudaba, rasgándole las ropas a dentadas. Y lo escupía, lo escupía, hasta que no me quedaba saliva en la boca.
Con mi familia era distinto. Temía de sobra a mi padre. Mi padre acostumbraba a golpearme, encerrándome después en un sótano muy lúgubre, lleno de ratones. Allí me moría de miedo. Por eso, cuando escuchaba en mi casa el atroz vocablo, hundía la barbilla entre los hombros y me escabullía medrosamente por los pasillos. Ya afuera, lanzábame a campo traviesa, gritándoles a los árboles, a las nubes, a los cuervos que volaban:
—¡Histéricooos!
Hasta que exánime, casi sin sentido, caía de bruces en cualquier lugar y allí pasaba la noche. Era mi voluntad. ¡No, no había en el mundo placer superior al que me proporcionaba la noción de que era un niño extraviado; un niño delicado y tierno, en mitad del bosque solitario, a merced de las fieras y los fantasmas! Gozaba, durante estas inocentes diabluras, imaginándome a mi padre, a la madrecita, a mis hermanos todos —siete— cada cual con un farol en la mano, recorriendo el campo negro, tropezando aquí, cayendo allá, requiriéndome por mi diminutivo:
—¡Robertito! ¡Robertitooo! ¿Dónde estás?
Distinguía yo con claridad absoluta sus voces sollozantes y me emocionaba, hecho un ovillo, sobre las rodillas. Si mi humor no era del todo malo, me enardecía el exasperarlos:
—¡Histéricoooos! —les chillaba.
—Robertito lindo, ¿dónde estás?
Y mudaba de escondrijo, con objeto de confundirlos. Nunca daban conmigo. Ellos traían luz y yo no. De forma que, con treparme a un árbol o a una roca, estaba resuelto todo. Cruzaban por abajo dando berridos, y listo.
Esa cruel palabra, ese insensato insulto decidió mi destino. Esa palabra, y el horror que inspiraba yo a la gente. También debió influir un tanto los pésimos tratos que me daba mi familia.
Tocante a esto último, conviene entrar en detalles. Realmente nadie en mi casa me amaba, visto lo cual, tampoco quería yo a nadie. Comía igual que mis hermanitos; vestía tan regularmente como ellos; y si a la cocinera se le ocurría fabricar algún inmundo pastelote, mi ración no era ni con mucho la menor de la familia. Mas a pesar de todo ello, entre mi parentela y yo interponíase una especie de muro que detenía en seco cualquier explosión afectiva. Me sonreían a veces por compasión; me dirigían la palabra por necesidad; me escuchaban por no irritarme. Pero me rehuían; escapaban de mí con un furor inconcebible. Bastaba, por ejemplo, que posara en alguien la mirada, para que ese alguien no permaneciera ni diez segundos en mi presencia. Bastaba que cualquier arrebato sentimental me empujara en brazos de la madrecita, para que ésta protestara al instante.
—Quita, Roberto, no seas brusco… Además, mira, tengo mucho quehacer…
En cuanto a mis hermanitos, ocurría lo propio aunque centuplicado. Constantemente me espiaban: detrás de los muebles, desde alguna ventana, por entre las ramas, a través de las cerraduras. A toda hora presentía yo sus miradas atónitas clavadas en mí como púas. Por lo demás, puede afirmarse que éste era mi único contacto con ellos.
Cierta tarde en que volvía yo del bosque, con las manos llenas de plumas, sorprendí a mi hermanita —la menor— emboscada entre unos cardos. Ella tenía cinco años y era incomprensiblemente bonita… Al darse cuenta de que había sido descubierta, se lanzó a correr despavorida, llamando a gritos al vecindario; pero yo le di alcance sin ningún esfuerzo. Y era tal el pánico que la invadía, que no lograba llorar ni sollozar siquiera, sino suspirar, suspirar entrecortadamente con un silbido de lo más antipático.
Yo le pregunté entonces:
—¿Qué hacías ahí? ¡Responde!
Mas ella, tratando de sobornarme con una medalla, respondió muy tristemente:
—¡Toma, toma…! ¿No la quieres? ¡Robertito lindo, si es de plata…!
Pero yo dije:
—¡Verás cómo no vuelves a hacerlo!
Y levantándole el vestidito hasta el pecho, le arranqué los calzones. Luego me eché a reír a carcajadas como un niño loco.
—¡Mira, mira! ¡No tiene con qué orinar, no tiene! ¡Se le ha caído! ¡Cualquier día de éstos morirás!
Y la oriné de arriba abajo, haciendo alarde de mi pericia.
Empapada hasta los cabellos, la vi perderse rumbo a la casa, limpiándose las lágrimas con los calzones.
¡Ah, qué mal me trataban todos en mi familia! ¡Qué de amenazas y abusos soporté pacientemente durante años y años! ¡Qué puntapiés me dio mi padre y, sobre todo, qué tirones de orejas más bestiales! Así las tengo ahora: caídas, frágiles, como dos hojas de plátano. ¡Y cómo resuena en mi oído la palabra maldita!
En cuanto tengo fiebre, la misma pesadilla me tortura: es una especie de fenomenal bocina, situada en la abertura de una roca, y a través de la cual van gritando por turno todos los habitantes del universo: “¡Histérico! ¡Histérico! ¡Histérico!”. Y cuando a fuerza de escuchar sin descanso el insensato vocablo siento que la cabeza me va a estallar como un globo, se obscurece la Tierra, cantan los gallos y aparece la madrecita en mi cuarto, vestida con un hábito negro y una lámpara en la mano. Al verme, posa la luz en el suelo y, metiendo los dedos en la bacinica que está bajo la cama, me salpica de orines el rostro, tratando de espantar al demonio.
¡Qué huellas más crueles dejó en mí la infancia! ¡Qué de impresiones innobles, tenebrosas, inicuas!
Mas he aquí de qué forma se decidió mi destino:
Andaba ya en los albores de la adolescencia, un vello híspido y tupido me goteaba en los sobacos, cuando reflexioné:
—”Los hombres me aborrecen, me temen o se apartan con repugnancia de mi lado. Pues bien, ¡me apartaré definitivamente de ellos y no tendrán punto de reposo!”
Hice mi plan.
“Me encerraré entre los murallones de una fortaleza que levantaré con mis propias manos en el corazón de la montaña. Me serviré por mí mismo. Ni un criado, ni un amigo, ni un simple visitante, ¡nadie! Sembraré y cultivaré aquello que haya de comer y haré venir hasta mis dominios el agua que haya de beber. Ni un festín, ni una tertulia, ni un paréntesis, ¡nada! Y escribiré libros. Libros que paralizarán de terror a los hombres que tanto me odian; que les menguarán el apetito; que les espantarán el sueño; que trastornarán sus facultades y les emponzoñarán la sangre. Libros que expondrán con precisión inigualable lo grotesco de la muerte, lo execrable de la enfermedad, lo risible de la religión, lo mugroso de la familia y lo nauseabundo del amor, de la piedad, del patriotismo y de cualquiera otra fe o mito. Libros, en fin, que estrangulen las conciencias, que aniquilen la salud, que sepulten los principios y trituren las virtudes. Exaltaré la lujuria, el satanismo, la herejía, el vandalismo, la gula, el sacrilegio: todos los excesos y las obsesiones más sombrías, los vicios más abyectos, las aberraciones más tortuosas… Nutriré a los hombres de morfina, peste y hedor. Mas no conforme con eso, daré vida a los objetos, devolveré la razón a los muertos, y haré bullir en torno a los vivos una heterogénea muchedumbre de monstruos, carroñas e incongruencias: niños idiotas, con las cabezas como sandías; vírgenes desdentadas y sin cabello; paralíticos vesánicos, con los falos de piedra; hermafroditas cubiertos de fístulas y tumores; mutilados de uniforme, con las arterias enredadas en los galones; sexagenarias encinta, con las ubres sanguinolentas; perros biliosos y castrados; esqueletos que sangran; vaginas que ululan; fetos que muerden; planetas que estallan; íncubos que devoran; campanas que fenecen; sepulcros que gimen en la claridad helada de la noche…Vaciaré en las gargantas de los hombres el pus de los leprosos, el excremento de los tifosos, el esputo de los tísicos, el semen de los contaminados y la sangre de las poseídas. Haré del mundo un antro fantasmal e irrespirable. Volveré histérica a cuanta criatura se agita.”
Y así lo hice.
Cada año, con una fecundidad que a mí mismo me aterra, lanzo desde mi guarida un libro más terrífico y letal: un libro cuyas páginas retumban en la soledad como estampidos de cañón o descienden sobre las ciudades con la timidez hipócrita de la nieve. Y son de tal suerte compactos sus copos, son mis creaciones a tal grado geniales, que he logrado ahuyentar de estos rumbos a las fieras; he espantado a las aves, a los insectos y a los peces; al Sol y a la Luna; al calor y al frío. Donde yo habito no hay estaciones y la Naturaleza es un limbo. El agua no moja; la llama no quema; el ruido no se percibe; la electricidad no alumbra. De noche todo es negro, impenetrable, pero yo veo. De día todo es blanco, lechoso, intangible. Son los dos únicos colores que restan por estas comarcas. Diríase que una monumental fotografía me rodea.
Y escribo, escribo sin cesar a todas horas, aunque ya soy viejo. Escribí así durante cincuenta años. ¡Cincuenta libros, pues, pesan sobre las costillas de los hombres! Y presiento a estos histéricos, histéricos incurables: los veo desplumar a las aves; mutilar sus propios miembros; orinar a sus mujeres; extraviarse en la noche enorme…
Y es tal mi avidez que, cuando me sobran fuerzas, trepo por la vertiente de esta montaña mía hasta la última roca desnuda, y, desde allí, más que como un titán o un profeta barbudo, como un dios todopoderoso y escuálido, lanzo al espacio la palabra maldita:
—¡Histéricoooos!
La fotografía no cambia. Pero los semblantes de los hombres sí, lo adivino.
Esta noche he concluido mi última obra. Digo mi última, porque ya no escribiré más. Me siento enfermo, vacío; con el cerebro tan yermo como una esponja o una piedra. Por otra parte, me estoy quedando ciego; ciego a fuerza de trabajar en esta obscuridad insondable. Ya no distingo los contornos de las cosas: apenas su volumen. De ahí que confunda fácilmente un árbol con una mesa y una mesa con un vientre. ¡No, no escribiré más! Pronto seré un vestigio, y no conviene que la Humanidad se percate de ello. Conviene, más bien, que el tirano se exilie fuerte, que desaparezca hecho un coloso, que se retire con la majestad del Sol que desciende por entre los riscos…
He concluido mi última obra hace unos instantes, unos breves segundos. He escrito: FIN. Y he doblado las cuartillas precipitadamente, jadeante por el insomnio, aturdido por el abuso mental, sudoroso y febril, garabateando con dolor sobre ellas un jeroglífico indescifrable que viene a ser mi epitafio: FIN. FIN. FIN DE TODO.
A continuación, me he reclinado en el respaldo del asiento, suspirando triunfalmente.
—La obra está hecha.
Me pongo en pie porque la espalda me escuece y, de improviso, algo absurdo, ilógico, enteramente ridículo, comienza a ocurrir en torno mío: mi vista se aclara, hasta volverse perfecta; la noche se ilumina fantásticamente con el fulgor de una pequeña lámpara olvidada sobre la mesa; toman color y relieve los objetos; retumba el viento; la lluvia, cae estrepitosamente; surcan el espacio los relámpagos; mil aromas insospechados y confusos ascienden de la llanura. Todo palpita, bulle, vuelve a existir.
—¡No más fotografía! —prorrumpo.Y con objeto de cerciorarme, huyo hasta la ventana, entreabro las vidrieras, espío.
Casi simultáneamente, advierto a mi espalda unos pasos blandos, muy lentos, como los de quien camina sobre una pradera. No distingo forma humana, pero los pasos siguen sonando a lo largo de mi biblioteca. Ora se aproximan a los anaqueles repletos de libros; ora a mi mesa de trabajo; se alejan; luego cesan imprevistamente, cual si “aquello” se detuviera y examinara algo. Otros pasos más fuertes y menos lentos suceden a los primeros: son más pesados desde luego, mucho más violentos, como producidos por un gigante malhumorado que gastara botas con clavos. Sigue lloviendo torrencialmente, y el viento que penetra por la ventana abierta cierra de golpe la puerta del aposento. Puesto que la fortaleza es sumamente sonora, el estruendo repercute en todos los rincones:
—Bum… Buuuuum… Bum…
Y los pasos persisten. Y yo comprendo aterrado que no estoy solo en la estancia.
Los pasos siguen, digo, cada momento más numerosos y diversos. Unos son de mujer, indudablemente; otros, de hombre; los hay también de cuadrúpedos, de niño. ¿Acaso una multitud de seres incomprensibles se ha dado cita en mi casa?
Verifico un esfuerzo desesperado, con la intención de liberarme de todo aquello, arrojándome por la ventana. Voy a hacerlo, en efecto, cuando aparece allí una mano enguantada que se aferra con angustia al marco. Doy un salto atrás, olvidado por completo de otras cosas. Busco el revólver en mi mesa, y aparece en la ventana otra mano compañera de aquella — enguantada, igual—. Asoma un brazo; el otro; después un sombrero negro —como los guantes— con el ala caída. Estalla un relámpago en el firmamento, sucedido por un horrísono estruendo. Se sacude la casa igual que un barco. Yo me mantengo en mi sitio, alerta, emboscado tras del sillón, con el revólver enfilado hacia el sombrero negro. Pero el hombre que pugna por entrar desmaya incomprensiblemente. Desaparece una mano; el brazo; poco a poco el sombrero; la otra mano… y escucho el golpe de un cuerpo que choca contra algo espantosamente sonoro.
Los pasos, adentro, continúan más y más implacables, y yo no me decido a moverme, temeroso de tropezar con alguien. Entonces, reparo con espanto en la alfombra que está poblada de huellas frescas y trozos de barro. Empero no se percibe el más inocente suspiro.
—¿Disparo? —pienso instintivamente.
Aprieto el gatillo y se escucha un ¡ay! dolorido, seguido de roncos estertores. Los pasos, a una, cesan totalmente, y yo presiento a mil seres horribles inclinados sobre el cuerpo de la víctima, reprochándome el crimen con sus miradas descompuestas.
Atisbo a un lado y otro, mas nada anormal ha sucedido. El herido prosigue quejándose con voz cada vez más débil, y, afuera, la borrasca sacude los montes. De súbito, advierto un arroyo de sangre negruzca que se va extendiendo por la alfombra en dirección a la puerta… Alocado por semejante sucesión de pavorosos acontecimientos, vuelvo a disparar sobre el herido que sangra. El herido enmudece. Lo he matado sin duda. Pero, simultáneamente, un libro cae del estante, rodando como una pelota. Echo a correr tras de él y lo sujeto con la punta del zapato. No tiene páginas; no resta de él sino la cubierta. Y es mío. Es mi primer libro. También está tinto en sangre.
Comprendo sin ningún titubeo:
“Lo he matado.”
Luego aquellos seres que me acechan, aquellos monstruos infernales que me rondan son mis libros. Mis libros todos.
¡Cincuenta!
Preso de un valor repentino, recorro la biblioteca disparando a diestra y siniestra. El estampido de las detonaciones se confunde con los ayes lastimeros de las víctimas que van cayendo. Pronto la alfombra es un gran lago de sangre en cuya superficie navegan incontables libros sin páginas: unos, azules, amarillos o blancos; otros, negros, grises, verdes. Tengo un puñado de balas sobre la mesa y las voy consumiendo sin tregua. Diez, veinte, sesenta… Cuando las concluyo, alzo los ojos y observo agitadamente el estante. ¡Maldición! Aún queda un libro. Y una angustia desconocida y loca, una especie de borrachera fabulosa, hace que me tambalee. Como si hubiera caído en mitad de una profunda ciénaga, me siento irremisiblemente perdido. Van agonizando a mis pies las víctimas, con quejidos que parten el alma. La casa, gradualmente, como un mar que se tranquiliza, va quedando en suspenso, quieta. El viento también cede. La lluvia se torna más blanda. Aparece la luna, y en mi fortaleza reina una paz tenebrosa.
—¡Estoy perdido, perdido! —exclamo, oteando al superviviente cuyo espíritu presiento fluctuando.
Lenta, cautelosamente, me dirijo al estante. Dudo repetidas veces. Avanzo. Tomo al cabo el volumen entre mis manos. Lo examino: está intacto.
“Y si lo arrojara por la ventana al vacío, ¿se mataría?”
Avanzo, chapoteando en la sangre. Contemplo de cerca el campo; la melancolía húmeda de la noche, las capas de los árboles meciéndose, meciéndose. Me resuelvo y lanzo el libro contra las rocas. Cuando me vuelvo, un hombre pálido, con el sombrero negro sobre las cejas, está frente a mí. Doy un grito, reconociéndole al punto: es el ladrón misterioso de las manos enguantadas. Sonríe ante mi pánico, y yo le pregunto con el acento más tierno del mundo:
—Perdone. ¿Deseaba usted robar alguna cosa?
Me desmayo.
Y cuando sé de mí otra vez, voy a campo traviesa, bajo la luna mágica, en pleno bosque, perseguido por una multitud de seres que aúllan, gimen o blasfeman, enloquecidos por la ansiedad de atraparme.
“¡Son los personajes de mis libros que han escapado! —pienso sin reflexionar—. ¡Se han salvado! ¡Lograron huir a tiempo!”
A lo lejos, mi casa envuelta en llamas ilumina la noche, y yo corro despavorido, saltando arroyos y muros, empalizadas y simas, dejando parte de mis ropas enredadas en los matorrales, desgarrándome los párpados con las ramas de los árboles. Corro en silencio, medio muerto de miedo, casi asfixiado, blanco como un cadáver escapado del sepulcro. Y detrás, a diez o quince pasos, una muchedumbre compacta de monstruos alarga hacia mí sus miembros: son vírgenes desdentadas y sin cabello; hombres famélicos y enlutados; perros sarnosos cubiertos de pústulas y vejigas; resucitados, con los tejidos colgantes y vacíos; microcéfalos lascivos, con las ingles llenas de ronchas; mutilados de uniforme, con las arterias enredadas en los galones; machos cabríos, monjas, serpientes, exvotos, lechuzas, vinateros, átomos… Me persiguen y están a punto de darme alcance, cuando descubro a mis plantas una cavidad impresionante, iluminada tenuemente por la luna. Abajo ruge el mar, contorsionándose. Tiembla un barco en el horizonte. Se alargan las rocas hacia el cielo. Pero no se columbra una estrella. Vacilo ante aquella negrura caótica, mirando con pavor hacia atrás: un círculo de tentáculos erizados o gelatinosos se va estrechando en torno mío. Desgarro mis pulmones con un grito y me precipito al vacío. La velocidad me aturde… no alcanzo a respirar… veo luces, luces, todas gemelas… la atmósfera es cada vez más densa… Algo se dilata…
Transcurre el tiempo.
Y cuando mí cuerpo se estrella contra el lomo de las olas, sumergiéndose en un embudo de espuma, una voz ultrahumana se desploma de las alturas, sobresaltando a los que duermen:
— ¡Histéricoooo!
Abro los ojos con desconfianza y veo al doctor junto a mí; a mi padre, a la madrecita, a mis siete hermanos. Soy aún un adolescente y me duele aquí, aquí en el hombro.
Entonces el doctor me observa preocupadamente, me levanta con cuidado los párpados, me acerca una lamparita que huele a éter, y exclama:
—¡Ha muerto!
Mi familia, en pleno, cae por tierra de rodillas, sollozando o lanzando gritos frenéticos.
Mas, en cuanto a mí, me siento perfectamente.



Extraído del blog del escritor mexicano, Alberto Chimal, "Las historias" http://www.lashistorias.com.mx/index.php/archivo/la-noche-de-los-cincuenta-libros/









jueves, 9 de enero de 2014

El desaliento y la liebre, un cuento de Ulises Paniagua


El desaliento y la liebre
Ulises Paniagua
 
 


Las filas enemigas se derrumbaban, en un sueño cultivado por la muerte, sobre praderas de sangre espesa. En ese escenario custodiado por un parpadeo, tras el acero, el fuego y la derrota de los bárbaros, le coronaban Emperador de todos los territorios…

 
Al despertar, un sabor amargo se apoderó de su alma. Darío I, el Grande, cuya ambición le había arrastrado al Bósforo en la conquista de tierras helénicas, debía aceptar la infertilidad de su campaña.

 Se vistió y salió de la tienda para dirigir la formación de su ejército:

-Salvajes paridos por demonios –dijo al más allegado de sus oficiales-, este borbotón de guerrillas parece interminable. Maldigo el nombre de Idantirso, su líder; y el de la brava reina Patá, su amuleto.

Luego bajó la vista, avergonzado.

El boscaje escita representaba el paso franco hacia la prometida Grecia; también significaba la seguridad en la retaguardia. Era indispensable hacerse de la región a corto plazo.

 Semanas atrás, cuando se apostó frente al tablero de guerra, juró ante sus hombres, y en dominio de sus facultades, que todos regresarían con sus mujeres antes de sesenta días. Pero, ¿cómo podía combatirse la volubilidad de la ceniza y del humo?

Ahora, su ejército se mantenía describiendo círculos torpes, encontrando hollados los pastos,  bebiendo veneno de los pozos. Aquellos rapaces los habían atraído con triquiñuelas –nunca peleaban de frente, sus primitivos cascos buscaban el polvo de la fuga-. Los habían conducido hasta los espesos bosques de los neuros (gente que solía transformarse en lobo por las noches); y prometían, en cualquier descuido, arrastrarlos al dominio de los andrófagos de afilados colmillos (quienes gustaban de la carne humana).

Cuando murió uno de los generales enemigos, Darío contempló a distancia el ritual: los salvajes guardaron luto durante cuarenta días, raparon sus cabezas, flagelaron sus cuerpos. Sacrificaron a la concubina del guerrero, al caballerizo y a los más bravos corceles. Luego empalaron a una gran cantidad de mancebos alrededor del túmulo, resguardándolos con artificiosos vigías sobrenaturales.

Las costumbres de los desconocidos le causaban desconcierto y repulsión. La paciencia disminuía a cada amanecer. Escapaba de su entendimiento el proceder de aquellos insurrectos. Su forma de guerrear resultaba confusa, incluso irrisoria, pero de una efectividad contundente: les gustaba atacar por los flancos, rematar a los rezagados; provocar para desaparecer como caprichosos fantasmas.

Esa actitud comenzaba a enloquecerlo.

Hubo una suerte de trueno, un escándalo ensordecedor. Darío escupió sobre la tierra antes de colocarse el yelmo. El enemigo hacía acto de presencia. La gritería envolvía la horizontalidad de la tierra. El Grande llevó la diestra a la empuñadura, aguardando el ataque.

Todo movimiento era vano. A lo lejos -inocentes sombras recortadas a contraluz-,  los extraños personajes se entretenían a galope, desaforados, en la caza de una liebre. De una maldita liebre.

Darío el persa se resintió. Se consideró afrentado. No podía creerlo: lo que invitaba a la lucha era apenas un simulacro. Ni siquiera eran dignos de la atención de esas hordas bestiales; como si sus ejércitos hubiesen pasado a formar parte del paisaje, a simular una montaña o la ruda maleza de la Escitia antigua.

Colérico, lanzó al aire un largo lamento.

Luego exhaló la pregunta que formulan las distintas civilizaciones humanas, siglo a siglo, región por región, desde aquella sexta centuria anterior a una figura nombrada Cristo:

-¿Qué clase de hombres son estos?

Días después, en franca humillación y criticado por sus generales, el monarca ordenó el retiro. El sol extendía las sombras de sus soldados, quienes desmantelaban las tiendas de campaña.

         Algunos cientos de metros más allá, indiferentes a la decisión de Darío I, ajenos a una guerra que podría continuar o no, los escitas continuaban cazando su liebre. Era evidente que se divertían.

 

 

 

 

 

 

 

 

Apuntes sobre la mal denominada generación “de la onda”, por Ulises Paniagua


Apuntes sobre la mal denominada generación “de la onda”

Ulises Paniagua

 

                                      ¿Qué es la onda y por qué se proclama como palabra clave?                                                 ¿Estar en onda significa estar in y saber la onda es pertenecer                           al grupo, a lo establecido-fuera-de-lo-establecido?

Margo Glantz

 

Etiquetar  es referenciar. Un catálogo justifica acceder a la información, de manera ágil y pronta, desde múltiples fuentes y perspectivas. Es el gusto postmoderno de la velocidad sobre la razón. Siempre se tiene prisa, sin saber de qué. Efecto inducido en una sociedad que presenta, en evidencia, síntomas de ansiedad.

         En este proceso de colocar diques a la información, al mundo, la línea para caer en convencionalismos y estereotipos es casi invisible. Etiquetamos para sentir que sabemos; etiquetamos para controlar las fuerzas externas a nuestro alcance mental. Sin embargo, la literatura (y el arte en general), son ejercicios de libertad, están por encima de las etiquetas.

         Ello puede mostrarse con mayor firmeza en las letras contemporáneas, donde los híbridos incluyen, mezclan y emparentan distintos géneros: novela corta, cuento de extenso aliento, prosa poética o poesía en prosa, cuento onírico, la invención o las ficciones a manera de guión cinematográfico, etc. Autores como Julio Cortázar y Juan Carlos Onetti experimentaron, décadas atrás, con los géneros. Para ejemplo baste citar la reconocidísima Rayuela, o los deliciosos libros de viñetas, recortes de diarios y microrelatos,  La vuelta al día en ochenta mundos, y De cronopios y de famas, del escritor argentino; o ese extraño cuento, estructurado a manera de poema, La novia robada, del magnífico narrador Onetti, nacido en Montevideo.

         Carlos Monsivais señala, en uno de sus ensayos, que la literatura denominada “de la onda” fue ante todo un fenómeno social, un movimiento contracultural que se manifestó en revistas, publicaciones mimeográficas, grupos de teatro, música, festivales de rock donde corrió la droga (como en el caso…de Avándaro), en personajes que se creyeron tocados por la "inspiración divina", en videntes o gurús; pero que por encima de todo influyó en el comportamiento y el lenguaje de la juventud, dejando huellas en la nueva literatura mexicana.

         La literatura “de la onda” tuvo como representantes a José Agustín, a René Avilés Fabila, a Gustavo Sáinz, entre muchos otros; pero quizás tuvo en Parménides García Saldaña su mejor referencia por su estilo de vida.  Si la generación “de la onda” fue identificada con un lenguaje cargado de malas palabras, con las drogas, con el alcohol entre encuentros eróticos y desencantados de las y los jóvenes, García Saldaña es un ejemplo perfecto de ello. Cito un fragmento de su cuento, ¡No te adornes, no te adornes!:      

         Llegando a la casa, unos drinks, y ya que estuvieran medio alumbrados, las viejas cachondas por los alcoholes en el cerebro, a bailar, faje sabroso (mamacita, pero mira nomás qué bien te has puesto, ¡sabor!), guapachoso, y todos al box-spring, él a gozar guapachosamente a Almita, con sabor a mamaíta. Todo así de perfecto y de chingoncísimo. Pero no, el plan se había ido a la chingada por la puta pendeja adornada.

         Los escritores que subieron a este tren “de la onda” se vieron de pronto beneficiados por un boom literario que se desarrollaba a la par que los movimientos estudiantiles de los sesentas y de los setentas, en México y el planeta, donde se buscaba derrocar las formas caducas, pesadas, de un mundo gobernado por adultos “demasiado maduritos”.

         La literatura de este grupo se convirtió en un estandarte, un grito de protesta contra el clasicismo de las letras donde aún se veneraba a Alfonso Reyes por sobre todos los nombres, donde se invocaban leyendas grecolatinas a diestra y siniestra para demostrar el profundo conocimiento que se poseía. Así, en ensayos y revistas, eran revividos los mitos de Edipo y de Electra, se citaba a las Perséfones bajo cualquier pretexto; y los personajes de las novelas utilizaban lenguajes inverosímiles cuando se trataba de retratar a los adolescentes. Ese fue uno de los grandes méritos de esos años: dotar a la literatura mexicana de una experimentación y una libertad ilimitadas y desconocidas por las formas institucionales. Su estilo no implicaba desconocimiento, sino rebeldía. Sin embargo, las virtudes de este movimiento fueron las peores armas que se volvieron en su contra. Algunos escritores de aquellos años, acomodados en el prestigio y la fama que les permitía el sistema y la rigidez de un pueblo católico de doble moral, emplearon el término para desacreditar la calidad de los textos. Así, la literatura “de la onda” pasó, para muchos, a formar parte del anecdotario, de una ocurrencia. El calificativo empleado tomó un tinte de menosprecio. Se pensaba, incluso, que los escritores onderos eran jóvenes oportunistas, que encontraban en  las letras un medio para expresarse sin necesidad de lecturas o estudios. Nada más falso.

         René Avilés Fabila comenta, a propósito: Ésa (la de generación “de la onda”),  fue una discutible calificación que Margo Glantz nos endilgó para hacerse pasar como crítica literaria aguda e innovadora, cuando ella es mejor analizando a los clásicos.

         No es extraño entonces que José Agustín pierda los estribos cuando las preguntas, incisivas y torpes, vuelven a etiquetar aquello que está más allá de una simple apreciación superficial; no es extraño que Avilés Fabila y Gustavo Sáinz quieran deslindarse también del estigma de haber pertenecido a un proceso histórico y político en México que poco tiene que ver con sus talentos críticos y estilísticos. Confinar a una generación que bien podría definirse como la generación de los sesentas, o de manera menos simple, sólo demuestra las limitaciones de los lectores y de los medios de comunicación.

         Concluye René Avilés Fabila, ampliando la idea: “Una generación literaria es un conjunto de escritores de edad semejante, cuya obra tiene algunas características similares, un lenguaje común. Por lo regular queda marcada por los grandes acontecimientos políticos, sociales y culturales de una época…Entre nosotros, que se reconozcan como generación, tenemos a la del Ateneo de la Juventud, donde Reyes, Torri, y Vasconcelos sobresalieron. Brilla la de los Contemporáneos, quienes cometieron la hazaña de darle a la cultura nacional los necesarios aires renovadores de Europa y Estados Unidos...Asimismo, debemos recordar Taller, revista que agrupó y le dio nombre a una generación que encabezaron Octavio Paz, José Revueltas, Efraín Huerta y Rafael Solana. Difícil hoy imaginarlos juntos: sus carreras corrieron por diversos rumbos…Al principio, arrancamos, alrededor de 1959, agrupados en un taller literario…: José Agustín, Eduardo Rodríguez Solís, Gerardo de la Torre y yo. Poco más adelante, uno o dos años, se incorporaron Alejandro Aura, Juan Tovar, Gustavo Sáinz, Andrés González Pagés, Jorge Arturo Ojeda y Elsa Cross…Habrá que añadir que la Revolución Cubana acababa de triunfar, Guevara ya era proverbial, Agustín, Gerardo y yo fuimos militantes comunistas en diversos momentos de aquella época, y el rock and roll dejaba huella indeleble como evidente manifestación contracultural, como la poesía beat… Hablo de 1963 y 1964. Mucho más adelante, el círculo se ampliaría…se le añaden personajes solitarios como Parménides García Saldaña y Raúl Navarrete, al que Rulfo exaltara. Ambos murieron de forma dramática y prematura…Como generación aparecimos en un libro propuesto por el poeta Xorge del Campo… una antología de nuevos narradores: Literatura joven de México. Éramos siete y el editor le pidió a Margo que la prologara, allí nace la Onda. El éxito fue mucho y llegó la segunda edición, llamada Onda y Escritura, nuevamente prologada por Glantz y con otros escritores mayores que nosotros, que representaban “la escritura”, nosotros éramos los onderos, los que escribíamos con desenfado y descuido.”

         Ahora bien, es muy probable que muchos conozcan los primeros libros escritos por José Agustín, Gustavo Sáinz o Avilés Fabila, por tratarse de libros y cuentos emparentados a lecturas de bachillerato, historias de chavos, como lo son los casos de Gazapo o De perfil. Pero, ¿cuántos se han arriesgado a conocer a profundidad la obra de estos escritores mexicanos, más allá de su etiqueta, en la contemporaneidad?

         Sáinz, por ejemplo, ha sido profesor de literatura norteamericana en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la U.N.A.M.; también fue encargado de la Dirección de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes de 1977 a 1980, y en Estados Unidos ha sido sido investigador de Literatura Hispanoparlante, en la Universidad de Nuevo México.      De él, comenta Ignacio Trejo: Aparte de las técnicas narrativas que suele implementar, Gustavo Sainz posee un manejo envidiable de la prosa: canta, adjetiviza de la mejor manera: seduce, provoca. Su manejo del lenguaje es vital, como el de Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán o Fernando del Paso, lo que no es poca cosa. Gustavo teje las palabras de tal modo que pareciera, como los músicos, que utiliza un metrónomo. Sus libros Ojalá te mueras, A la salud de la serpiente, Batallas de amor perdidas, El juego de las sensaciones elementales y La novela virtual, entre muchos otros, deben ser leídos con menos ligereza de la que se ha pretendido imponerles.

         El caso de René Avilés Fabila es de mención particular. Escritor de vasta cultura, inquieto, director del prestigioso suplemento cultural El búho, ha decidido indagar en diversos temas y manifestaciones. En su novela El gran solitario del palacio, prohibida en México a finales de los sesentas y principios de los setentas, ahonda en un tema político que, cuarenta años después, es de una vigencia demoledora. En Réquiem para un suicida se aborda un tema que incluso ha sido considerado tabú en una sociedad mexicana persignada y remilgosa. En Tantadel y La canción de Odette se permite aproximarse a lo erótico, empleando una prosa pura, bien fundamentada, que hace de esos relatos una delicia. No en vano tuvo como maestros a Juan José Arreola y a Juan Rulfo (igual que José Agustín), en el Centro Mexicano de Escritores. Me atrevería a afirmar que en estas historias hay, incluso, un toque de barroco contemporáneo. Y en De sirenas a sirenas, Avilés Fabila aborda un género poco practicado en nuestro país y en los cinco continentes: las ficciones, donde abundan las alusiones mitológicas y los bestiarios, con recursos empleados de una manera ágil, magistral. El libro es una poderosa manifestación del poder de la imaginación. Nada más lejano a aquellos primeros textos “de la onda”.

         Y de José Agustín no decimos más. Recomendamos que se acerquen a la obra de este reconocido escritor mexicano, poseedor de un oficio y un talento indiscutibles, cuyas historias más recientes pueden encontrarse en una estupenda compilación de cuentos, realizada de manera reciente, que derrumbará muchos mitos y dogmas acerca de una generación que, de manera errónea, ha venido sufriendo la desaprobación de sus primeros años.

         La generación “de la onda” no es sino uno de los grandes facilismos en la historia cultural de nuestro país. Cuarenta años después, sin duda, estamos en condiciones de romper con las etiquetas y los moldes. Los invitamos, entonces, a conocer la obra completa de estos magníficos escritores, cuya lectura, sin duda, podrá ir dejando en el olvido la injusta etiqueta de onderos, que se les ha impuesto de manera institucionalizada.

 

México DF, 2014