jueves, 26 de septiembre de 2013

Clarice Lispector, "Brasilia" y "Felicidad Clandestina"

Aquí comparto un cuento magnífico, y un texto magistral, de la insuperable Clarice Lispector:
 
 
 
Felicidad clandestina
Clarice Lispector
 
 
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:
-Vas a prestar ahora mismo ese libro.
Y a mí:
-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?
Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.
 
 
 
 
 
Brasilia
Clarice Lispector
(1970) 20 de junio

EN LOS INICIOS DE BRASILIA...
Brasilia está construida en la línea del horizonte –Brasilia es artificial. Tan artificial como ha de haber sido el mundo cuando fue creado. Cuando el mundo fue creado, fue necesario crear un hombre especialmente para aquel mundo. Nosotros estamos todos deformados por la adaptación a la libertad de Dios. No sabemos cómo seríamos si hubiésemos sido creados en primer lugar, y después el mundo deformado según nuestras necesidades. Brasilia todavía no tiene al hombre de Brasilia. –Si yo dijera que Brasilia es linda, percibirían de inmediato que me gustó la ciudad. Pero si digo que Brasilia es la imagen de mi insomnio, ven en esto una acusación; pero mi insomnio soy, es vívido, es mi espanto. Los dos arquitectos no pensaron en construir belleza, sería fácil; ellos levantaron su espanto, y dejaron inexplicado el espanto. La creación no es comprensión, es un nuevo misterio. –Morí, un día abrí los ojos y era Brasilia. Estaba sola en el mundo. Había un taxi parado. Sin chofer. –Lúcio Costa y Oscar Niemayer, dos hombres solitarios. –Veo a Brasilia como veo a Roma: Brasilia empezó con una simplificación final de ruinas. La hiedra todavía no creció. –Además del viento hay otra cosa que sopla. Sólo se reconoce la crispación sobrenatural del lago. –En cualquier lugar donde donde se está de pie, un niño se puede caer, y quedar fuera del mundo. Brasilia queda en la orilla. –Si yo viviera aquí, dejaría que mis cabellos crecieran hasta el piso. –Brasilia es de un pasado esplendoroso que ya no existe más. Hace milenios desapareció ese tipo de civilización. En el siglo IV a.C. estaba habitada por hombres y mujeres rubios y altísimos, que no eran americanos ni suecos, y que brillaban al sol. Eran todos ciegos. Es por eso que en Brasilia no se corre el riesgo de tropezar. Los brasiliarios se vestían con oro blanco. La raza se extinguió porque nacían pocos hijos. Cuanto más bellos los brasiliarios, más ciegos y más puros y más centelleantes, y menos hijos. No había nada en nombre de lo cual morir. Milenios después fue descubierta por una banda de forajidos que en ningún otro lugar serían recibidos; ellos no tenían nada que perder. Allí encendieron fuego, armaron tiendas, poco a poco excavaron las arenas que cubrían la ciudad. Eran hombres y mujeres más pequeños y morenos, de ojos esquivos e inquietos, y que, por ser fugitivos y estar desesperados, tenían en nombre de qué vivir y morir. Habitaron las casas en ruinas, se multiplicaron, y construyeron una raza humana muy contemplativa. –Esperé por la noche, como quien espera por las sombras para poder escabullirse. Cuando llegó la noche, me di cuenta con horror de que era inútil: donde estuviera, me verían. Lo que me aterroriza es: ¿quién? –Fue construida sin lugar para ratas. Toda una parte nuestra, la peor, exactamente la que siente horror por las ratas, esa parte no tiene cabida en Brasilia. Ellos quisieron negar que no servimos para nada. Construcciones con espacio calculado para las nubes. El infierno me entiende mejor. Pero las ratas, todas muy grandes, la están invadiendo. Es un titular de los diarios. –Aquí tengo miedo –Este gran silencio visual que yo amo. También mi insomnio habría creado esta paz del nunca. También yo, como ellos dos que son monjes, meditaría en este desierto. Donde no hay lugar para las tentaciones. Pero veo a lo lejos buitres que sobrevuelan. ¿Qué se está muriendo mi Dios? –No lloré ni una vez en Brasilia. No había motivo. –Es una playa sin mar. –En Brasilia no hay por donde entrar, ni hay por dónde salir. –Mamá, es lindo verte de pie con esa capa blanca, volando (Es que estoy muerta mi hijo). –Una prisión al aire libre. De cualquier manera, no habría dónde escapar. Pues quien huye se dirigiría probablemente a Brasilia. Me atraparon en libertad. Pero libertad es sólo lo que se conquista. Cuando me la conceden, me están ordenando ser libre. –Todo un costado de frialdad humana que tengo, lo encuentro en mí aquí en Brasilia, y florece gélido, potente, fuerza helada de la naturaleza. Aquí es el lugar donde mis crímenes (no los peores, sino los que comprenderé en mí), donde mis crímenes no serían de amor. Me voy a los otros crímenes, los que Dios y yo comprendemos. Pero sé que volveré. Me atrae aquí lo que en mí me asusta. –Nunca vi nada igual en el mundo. Pero reconozco esta ciudad en lo más profundo de mi sueño. Lo más profundo de mi sueño es una lucidez. –Pues como iba diciendo, Flash Gordon… -Si me retrataran de pie en Brasilia, cuando revelaran la fotografía sólo saldría el paisaje. -¿Dónde están las jirafas de Brasilia? -Cierta crispación mía, ciertos silencios, hacen que mi hijo diga: caramba, los adultos son tremendos. –Es urgente. Si no la pueblan, o mejor superpueblan, otra cosa va a habitarla. Y si eso sucede, será demasiado tarde: no habrá lugar para las personas. Se sentirán tácitamente expulsadas. –El alma aquí no hace sombras en el piso. –Los primeros dos días estuve sin hambre. Me parecía que todo sería comida de avión. –De noche extendí mi rostro hacia el silencio. Sé que hay una hora desconocida en que el maná baja y humedece las tierras de Brasilia. –Por más cerca que se esté, todo aquí se ve de lejos. No encontré un modo de tocar. Pero por lo menos esta ventaja a mi favor: antes de llegar aquí, ya sabía cómo tocar de lejos. Nunca me desesperé demasiado: de lejos, yo tocaba. Tuve mucho, y no lo que toqué, sabes. Mujer rica es así. Es Brasilia pura. –La ciudad de Brasilia queda fuera de la ciudad. –Boys, boys, come here, will you, look who is comming on the street all dressed up in modernistic style. It ain’t nobody but… (Aunt Hangar’s Blues, Ted Lewis and His Band, con Jimmy Dorsey en clarinete.) –Esa belleza que asusta, esa ciudad trazada en el aire. –Por ahora no puede nacer el samba en Brasilia. –Brasilia no me permite cansarme. Persigue un poco. Bien dispuesta, bien dispuesta, bien dispuesta, me siento bien. Y finalmente siempre cultivé mi cansancio, como mi más rica pasividad. –Todo eso es hoy. Sólo Dios sabe lo que pasará con Brasilia. Es que el azar aquí es abrupto. –Brasilia es fantasmal. Es el perfil inmóvil de una cosa. –De mi insomnio miro por la ventana del hotel a las tres de la madrugada. Brasilia es el paisaje del insomnio. Nunca duerme. –Aquí el ser orgánico no se deteriora. Se petrifica. –Yo querría ver dispersas por Brasilia 500 mil águilas del más negro ónix. –Brasilia es asexuada. –El primer instante de ver es como cierto instante de la embriaguez: los pies que no tocan la tierra. –Qué profundo se respira en Brasilia. El que respira empieza a querer. Y querer, es lo que no se puede. No hay. ¿Será que lo habrá? No veo dónde. –No me espantaría cruzarme con árabes por las calles. Árabes antiguos y muertos. –Aquí muere mi pasión. Y adquiero una lucidez que me vuelve grandiosa en vano. Soy fabulosa e inútil, soy de puro oro. Y casi mediúmnica. –Si hay algún crimen que la humanidad todavía no cometió, este crimen nuevo será aquí inaugurado. Y tan poco secreto, tan bien adecuado al planalto, que nadie lo sabrá jamás. –Aquí es el lugar donde el espacio más se parece con el tiempo. –Estoy segura de que aquí es mi lugar. Pero es que la tierra me envició demasiado. Tengo malos hábitos de vida. –La erosión va a desnudar a Brasilia hasta el hueso. –El aire religioso que sentí desde el primer instante, y que negué. Esta ciudad se obtuvo mediante el rezo. Dos hombres beatificados por la soledad me crearon aquí de pie, inquieta, sola, al viento. Hacen tanta falta caballos blancos sueltos en Brasilia. De noche ellos serían verdes a la luz de la luna. –Sé lo que los dos quisieron: la lentitud y el silencio, que también es la idea que me hago de la eternidad. Ambos crearon el retrato de una ciudad eterna. –Hay algo aquí que me da miedo. Cuando descubra lo que me asusta, sabré también qué amo aquí. El miedo siempre me guió hacia lo que yo quiero; y, porque quiero, temo. Muchas veces fue el miedo el que me tomó de la mano y me condujo. El miedo me lleva al peligro. Y todo lo que yo amo es riesgoso. –En Brasilia están los cráteres de la Luna. –La belleza de Brasilia son sus estatuas invisibles
 
 
 
 
 
 
 
 

martes, 24 de septiembre de 2013

Respiración y paquidermo, un poema de Ulises paniagua


Respiración y paquidermo
Un poema de: Ulises Paniagua
(México, 1976)
 
 

 

 
Puedo palpar la respiración del soñante:

qué de frágil eterno en sus rompientes encorva

cómo florece el aleteo de lo negro    la proximidad

la cándida amenaza que peina al imaginario del coloso

 

Dentro de su diafragma de agua    la muerte y la ilusión

afelpan  yerguen  rugen con persistencia

relámpagos de sal esperan un guiño de luna

 

El orbe transparenta fósiles laberintos

acuosos huesos de paquidermo embestido en cada oleaje

 

Y las boyas y los barcos

en su sábana extendida

se vuelven incandescentes focos que dictan armonía

 

Silencio   Vigilia  Silencio   

El soñante respira

La eternidad responsa en el sonido de una playa

 

Silencio   Asciende    Desciende

El soñante cae los párpados

en busca de una hembra con estola de tormenta.




De: Lo tan negro que respira el Universo.

Un poema de William Johnston

Poema vuelto a encontrar
    William Johnston Fernández    
 
 
 
 
Más allá del bosque se vuelve el corazón tatuaje
rojo.
Más allá de la escritura se alcanza la orfandad
clausurada de cada cosa.
Más allá del destino se refleja la lluvia la música la
noche el pájaro
como página en blanco.
Más allá de la página en blanco se encuentran los
eclipses de infancia.
Más allá del jardín se cumple el deseo.
"oh vida
oh lenguaje
oh Isidoro"
¿a dónde quieres llegar, prisionera?

"oh vida
oh lenguaje
oh Isidoro"



*Versos entrecomillados de Alejandra Pizarnik.



William Johnston (Montevideo, 1967). Licenciado en Letras. Ha publicado los poemarios: Un jarrón chino (1994); Los fragmentos dispersos (1999; que incluye el libro anterior, más Autorretrato en agua quieta /1995-1998, y Poemas recientes /1988). La estación de las bellas furias y otros poemas (2000, Premio del Ministerio de Cultura y de la Intendencia Municipal de Montevideo, categoría inéditos, 1999).




viernes, 20 de septiembre de 2013

Ligeia, un cuento de Edgar Allan Poe

Ligeia
Edgar Allan Poe
(Cuento)
 

 
Y allí dentro está la voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? Pues Dios no es sino una gran voluntad que penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad.
 -Joseph Glanvill

Juro por mi alma que no puedo recordar cómo, cuándo ni siquiera dónde conocí a Ligeia. Largos años han transcurrido desde entonces y el sufrimiento ha debilitado mi memoria. O quizá no puedo rememorar ahora aquellas cosas porque, a decir verdad, el carácter de mi amada, su raro saber, su belleza singular y, sin embargo, plácida, y la penetrante y cautivadora elocuencia de su voz profunda y musical, se abrieron camino en mi corazón con pasos tan constantes, tan cautelosos, que me pasaron inadvertidos e ignorados. No obstante, creo haberla conocido y visto, las más de las veces, en una vasta, ruinosa ciudad cerca del Rin. Seguramente le oí hablar de su familia. No cabe duda de que su estirpe era remota. ¡Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que, por su índole, pueden como ninguno amortiguar las impresiones del mundo exterior, sólo por esta dulce palabra, Ligeia, acude a los ojos de mi fantasía la imagen de aquella que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, me asalta como un rayo el recuerdo de que nunca supe el apellido de quien fuera mi amiga y prometida, luego compañera de estudios y, por último, la esposa de mi corazón. ¿Fue por una amable orden de parte de mi Ligeia o para poner a prueba la fuerza de mi afecto, que me estaba vedado indagar sobre ese punto? ¿O fue más bien un capricho mío, una loca y romántica ofrenda en el altar de la devoción más apasionada? Sólo recuerdo confusamente el hecho. ¿Es de extrañarse que haya olvidado por completo las circunstancias que lo originaron y lo acompañaron? Y en verdad, si alguna vez ese espíritu al que llaman Romance, si alguna vez la pálida Ashtophet del Egipto idólatra, con sus alas tenebrosas, han presidido, como dicen, los matrimonios fatídicos, seguramente presidieron el mío. 
Hay un punto muy caro en el cual, sin embargo, mi memoria no falla. Es la persona de Ligeia. Era de alta estatura, un poco delgada y, en sus últimos tiempos, casi descarnada. Sería vano intentar la descripción de su majestad, la tranquila soltura de su porte o la inconcebible ligereza y elasticidad de su paso. Entraba y salía como una sombra. Nunca advertía yo su aparición en mi cerrado gabinete de trabajo de no ser por la amada música de su voz dulce, profunda, cuando posaba su mano marmórea sobre mi hombro. Ninguna mujer igualó la belleza de su rostro. Era el esplendor de un sueño de opio, una visión aérea y arrebatadora, más extrañamente divina que las fantasías que revoloteaban en las almas adormecidas de las hijas de Delos. Sin embargo, sus facciones no tenían esa regularidad que falsamente nos han enseñado a adorar en las obras clásicas del paganismo. "No hay belleza exquisita -dice Bacon, Verulam, refiriéndose con justeza a todas las formas y géneros de la hermosura- sin algo de extraño en las proporciones." No obstante, aunque yo veía que las facciones de Ligeia no eran de una regularidad clásica, aunque sentía que su hermosura era, en verdad, "exquisita" y percibía mucho de "extraño" en ella, en vano intenté descubrir la irregularidad y rastrear el origen de mi percepción de lo "extraño". Examiné el contorno de su frente alta, pálida: era impecable -¡qué fría en verdad esta palabra aplicada a una majestad tan divina!- por la piel, que rivalizaba con el marfil más puro, por la imponente amplitud y la calma, la noble prominencia de las regiones superciliares; y luego los cabellos, como ala de cuervo, lustrosos, exuberantes y naturalmente rizados, que demostraban toda la fuerza del epíteto homérico: "cabellera de jacinto". Miraba el delicado diseño de la nariz y sólo en los graciosos medallones de los hebreos he visto una perfección semejante. Tenía la misma superficie plena y suave, la misma tendencia casi imperceptible a ser aguileña, las mismas aletas armoniosamente curvas, que revelaban un espíritu libre. Contemplaba la dulce boca. Allí estaba en verdad el triunfo de todas las cosas celestiales: la magnífica sinuosidad del breve labio superior, la suave, voluptuosa calma del inferior, los hoyuelos juguetones y el color expresivo; los dientes, que reflejaban con un brillo casi sorprendente los rayos de la luz bendita que caían sobre ellos en la más serena y plácida y, sin embargo, radiante, triunfal de todas las sonrisas. Analizaba la forma del mentón y también aquí encontraba la noble amplitud, la suavidad y la majestad, la plenitud y la espiritualidad de los griegos, el contorno que el dios Apolo reveló tan sólo en sueños a Cleomenes, el hijo del ateniense. Y entonces me asomaba a los grandes ojos de Ligeia. 
Para los ojos no tenemos modelos en la remota antigüedad. Quizá fuera, también, que en los de mi amada yacía el secreto al cual alude Verulam. Eran, creo, más grandes que los ojos comunes de nuestra raza, más que los de las gacelas de la tribu del valle de Nourjahad. Pero sólo por instantes -en los momentos de intensa excitación- se hacía más notable esta peculiaridad de Ligeia. Y en tales ocasiones su belleza -quizá la veía así mi imaginación ferviente- era la de los seres que están por encima o fuera de la tierra, la belleza de la fabulosa hurí de los turcos. Los ojos eran del negro más brillante, velados por oscuras y largas pestañas. Las cejas, de diseño levemente irregular, eran del mismo color. Sin embargo, lo "extraño" que encontraba en sus ojos era independiente de su forma, del color, del brillo, y debía atribuirse, al cabo, a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido tras cuya vasta latitud de simple sonido se atrinchera nuestra ignorancia de lo espiritual! La expresión de los ojos de Ligeia... ¡Cuántas horas medité sobre ella! ¡Cuántas noches de verano luché por sondearla! ¿Qué era aquello, más profundo que el pozo de Demócrito, que yacía en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era? Me poseía la pasión de descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas! Llegaron a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y yo era para ellas el más fervoroso de los astrólogos. 
No hay, entre las muchas anomalías incomprensibles de la ciencia psicológica, punto más atrayente, más excitante que el hecho -nunca, creo, mencionado por las escuelas- de que en nuestros intentos por traer a la memoria algo largo tiempo olvidado, con frecuencia llegamos a encontrarnos al borde mismo del recuerdo, sin poder, al fin, asirlo. Y así cuántas veces, en mi intenso examen de los ojos de Ligeia, sentí que me acercaba al conocimiento cabal de su expresión, me acercaba, aún no era mío, y al fin desaparecía por completo. Y (¡extraño, ah, el más extraño de los misterios!) encontraba en los objetos más comunes del universo un círculo de analogías con esa expresión. Quiero decir que, después del periodo en que la belleza de Ligeia penetró en mi espíritu, donde moraba como en un altar, yo extraía de muchos objetos del mundo material un sentimiento semejante al que provocaban, dentro de mí, sus grandes y luminosas pupilas. Pero no por ello puedo definir mejor ese sentimiento, ni analizarlo, ni siquiera percibirlo con calma. Lo he reconocido a veces, repito, en una viña, que crecía rápidamente, en la contemplación de una falena, de una mariposa, de una crisálida, de un veloz curso de agua. Lo he sentido en el océano, en la caída de un meteoro. Lo he sentido en la mirada de gentes muy viejas. Y hay una o dos estrellas en el cielo (especialmente una, de sexta magnitud, doble y cambiante, que puede verse cerca de la gran estrella de Lira) que, miradas con el telescopio, me han inspirado el mismo sentimiento. Me ha colmado al escuchar ciertos sones de instrumentos de cuerda, y no pocas veces al leer pasajes de determinados libros. Entre innumerables ejemplos, recuerdo bien algo de un volumen de Joseph Glanvill que (quizá simplemente por lo insólito, ¿quién sabe?) nunca ha dejado de inspirarme ese sentimiento: "Y allí dentro está la voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? Pues Dios no es sino una gran voluntad que penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad". 
Los años transcurridos y las reflexiones consiguientes me han permitido rastrear cierta remota conexión entre este pasaje del moralista inglés y un aspecto del carácter de Ligeia. La intensidad de pensamiento, de acción, de palabra, era posiblemente en ella un resultado, o por lo menos un índice, de esa gigantesca voluntad que durante nuestras largas relaciones no dejó de dar otras pruebas más numerosas y evidentes de su existencia. De todas las mujeres que jamás he conocido, la exteriormente tranquila, la siempre plácida Ligeia, era presa con más violencia que nadie de los tumultuosos buitres de la dura pasión. Y no podía yo medir esa pasión como no fuese por el milagroso dilatarse de los ojos que me deleitaban y aterraban al mismo tiempo, por la melodía casi mágica, la modulación, la claridad y la placidez de su voz tan profunda, y por la salvaje energía (doblemente efectiva por contraste con su manera de pronunciarlas) con que profería habitualmente sus extrañas palabras. 
He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, como nunca lo hallé en una mujer. Su conocimiento de las lenguas clásicas era profundo, y, en la medida de mis nociones sobre los modernos dialectos de Europa, nunca la descubrí en falta. A decir verdad, en cualquier tema de la alabada erudición académica, admirada simplemente por abstrusa, ¿descubrí alguna vez a Ligeia en falta? ¡De qué modo singular y penetrante este punto de la naturaleza de mi esposa atrajo, tan sólo en el último periodo, mi atención! Dije que sus conocimientos eran tales que jamás los hallé en otra mujer, pero, ¿dónde está el hombre que ha cruzado, y con éxito, toda la amplia extensión de las ciencias morales, físicas y metafísicas? No vi entonces lo que ahora advierto claramente: que las adquisiciones de Ligeia eran gigantescas, eran asombrosas; sin embargo, tenía suficiente conciencia de su infinita superioridad para someterme con infantil confianza a su guía en el caótico mundo de la investigación metafísica, a la cual me entregué activamente durante los primeros años de nuestro matrimonio. ¡Con qué amplio sentimiento de triunfo, con qué vivo deleite, con qué etérea esperanza sentía yo -cuando ella se entregaba conmigo a estudios poco frecuentes, poco conocidos- esa deliciosa perspectiva que se agrandaba en lenta gradación ante mí, por cuya larga y magnífica senda no hollada podía al fin alcanzar la meta de una sabiduría demasiado premiosa, demasiado divina para no ser prohibida! 
¡Así, con qué punzante dolor habré visto, después de algunos años, emprender vuelo a mis bien fundadas esperanzas y desaparecer! Sin Ligeia era yo un niño a tientas en la oscuridad. Sólo su presencia, sus lecturas, podían arrojar vívida luz sobre los muchos misterios del trascendentalismo en los cuales vivíamos inmersos. Privadas del radiante brillo de sus ojos, esas páginas, leves y doradas, tornáronse más opacas que el plomo saturnino. Y aquellos ojos brillaron cada vez con menos frecuencia sobre las páginas que yo escrutaba. Ligeia cayó enferma. Los extraños ojos brillaron con un fulgor demasiado, demasiado magnífico; los pálidos dedos adquirieron la transparencia cerúlea de la tumba y las venas azules de su alta frente latieron impetuosamente en las alternativas de la más ligera emoción. Vi que iba a morir y luché desesperadamente en espíritu con el torvo Azrael. Y las luchas de la apasionada esposa eran, para mi asombro, aún más enérgicas que las mías. Muchos rasgos de su adusto carácter me habían convencido de que para ella la muerte llegaría sin sus terrores; pero no fue así. Las palabras son impotentes para dar una idea de la fiera resistencia que opuso a la Sombra. Gemí de angustia ante el lamentable espectáculo. Yo hubiera querido calmar, hubiera querido razonar; pero en la intensidad de su salvaje deseo de vivir, vivir, sólo vivir, el consuelo y la razón eran el colmo de la locura. Sin embargo, hasta el último momento, en las convulsiones más violentas de su espíritu indómito, no se conmovió la placidez exterior de su actitud. Su voz se tornó más suave; más profunda, pero yo no quería demorarme en el extraño significado de las palabras pronunciadas con calma. Mi mente vacilaba al escuchar fascinada una melodía sobrehumana, conjeturas y aspiraciones que la humanidad no había conocido hasta entonces. 
De su amor no podía dudar, y me era fácil comprender que, en un pecho como el suyo, el amor no reinaba como una pasión ordinaria. Pero sólo en la muerte medí toda la fuerza de su afecto. Durante largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba ante mí los excesos de un corazón cuya devoción más que apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo había merecido yo la bendición de semejantes confesiones? ¿Cómo había merecido la condena de que mi amada me fuese arrebatada en el momento en que me las hacía? Pero no puedo soportar el extenderme sobre este punto. Sólo diré que en el abandono más que femenino de Ligeia al amor, ay, inmerecido, otorgado sin ser yo digno, reconocí el principio de su ansioso, de su ardiente deseo de vida, esa vida que huía ahora tan velozmente. Soy incapaz de describir, no tengo palabras para expresar esa ansia salvaje, esa anhelante vehemencia de vivir, sólo vivir. 
La medianoche en que murió me llamó perentoriamente a su lado, pidiéndome que repitiera ciertos versos que había compuesto pocos días antes. La obedecí. Helos aquí: 
¡Vedla! ¡Es noche de gala en los últimos años solitarios! La multitud de ángeles alados, con sus velos, en lágrimas bañados, son público de un teatro que contempla un drama de esperanzas y temores, mientras toca la orquesta, indefinida, la música sin fin de las esferas.  Imágenes del Dios que está en lo alto, allí los mimos gruñen y mascullan, corren aquí y allá; y los apremian vastas cosas informes que el escenario alteran de continuo, vertiendo de sus alas desplegadas, un invisible, largo Sufrimiento.  ¡Este múltiple drama ya jamás, jamás será olvidado! Con su Fantasma siempre perseguido por una multitud que no lo alcanza, en un círculo siempre de retorno al lugar primitivo, y mucho de Locura, y más Pecado, y más Horror -el alma de la intriga.  ¡Ah, ved: entre los mimos en tumulto una forma reptante se insinúa! ¡Roja como la sangre se retuerce en la escena desnuda! ¡Se retuerce y retuerce! Y en tormentos los mimos son su presa, y sus fauces destilan sangre humana, y los ángeles lloran.  ¡Apáganse las luces, todas, todas! Y sobre cada forma estremecida cae el telón, cortina funeraria, con fragor de tormenta. Y los ángeles pálidos y exangües, ya de pie, ya sin velos, manifiestan que el drama es el del "Hombre", y que es su héroe el Vencedor Gusano.

-¡Oh, Dios! -gritó casi Ligeia, incorporándose de un salto y tendiendo sus brazos al cielo con un movimiento espasmódico, al terminar yo estos versos. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Padre Celestial! ¿Estas cosas ocurrirán irremisiblemente? ¿El Vencedor no será alguna vez vencido? ¿No somos una parte, una parcela de Ti? ¿Quién, quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad. 
Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer los blancos brazos y volvió solemnemente a su lecho de muerte. Y mientras lanzaba los últimos suspiros, mezclado con ellos brotó un suave murmullo de sus labios. Acerqué mi oído y distinguí de nuevo las palabras finales del pasaje de Glanvill: "El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad". 
Murió; y yo, deshecho, pulverizado por el dolor, no pude soportar más la solitaria desolación de mi morada, y la sombría y ruinosa ciudad a orillas del Rin. No me faltaba lo que el mundo llama fortuna. Ligeia me había legado más, mucho más, de lo que por lo común cae en suerte a los mortales. Entonces, después de unos meses de vagabundeo tedioso, sin rumbo, adquirí y reparé en parte una abadía cuyo nombre no diré, en una de las más incultas y menos frecuentadas regiones de la hermosa Inglaterra. La sombría y triste vastedad del edificio, el aspecto casi salvaje del dominio, los numerosos recuerdos melancólicos y venerables vinculados con ambos, tenían mucho en común con los sentimientos de abandono total que me habían conducido a esa remota y huraña región del país. Sin embargo, aunque el exterior de la abadía, ruinoso, invadido de musgo, sufrió pocos cambios, me dediqué con infantil perversidad, y quizá con la débil esperanza de aliviar mis penas, a desplegar en su interior magnificencias más que reales. Siempre, aun en la infancia, había sentido gusto por esas extravagancias, y entonces volvieron como una compensación del dolor. ¡Ay, ahora sé cuánto de incipiente locura podía descubrirse en los suntuosos y fantásticos tapices, en las solemnes esculturas de Egipto, en las extrañas cornisas, en los moblajes, en los vesánicos diseños de las alfombras de oro recamado! Me había convertido en un esclavo preso en las redes del opio, y mis trabajos y mis planes cobraron el color de mis sueños. Pero no me detendré en el detalle de estos absurdos. Hablaré tan sólo de ese aposento por siempre maldito, donde en un momento de enajenación conduje al altar -como sucesora de la inolvidable Ligeia- a Rowena Trevanion de Tremaine, la de rubios cabellos y ojos azules. 
No hay una sola partícula de la arquitectura y la decoración de aquella cámara nupcial que no se presente ahora ante mis ojos. ¿Dónde tenía el corazón la altiva familia de la novia para permitir, movida por su sed de oro, que una doncella, una hija tan querida, pasara el umbral de un aposento tan adornado? He dicho que recuerdo minuciosamente los detalles de la cámara -yo, que tristemente olvido cosas de profunda importancia- y, sin embargo, no había orden, no había armonía en aquel lujo fantástico, que se impusieran a mi memoria. La habitación estaba en una alta torrecilla de la abadía fortificada, era de forma pentagonal y de vastas dimensiones. Ocupaba todo el lado sur del pentágono la única ventana, un inmenso cristal de Venecia de una sola pieza y de matiz plomizo, de suerte que los rayos del sol o de la luna, al atravesarlo, caían con brillo horrible sobre los objetos. En lo alto de la inmensa ventana se extendía el enrejado de una añosa vid que trepaba por los macizos muros de la torre. El techo, de sombrío roble, era altísimo, abovedado y decorosamente decorado con los motivos más extraños, más grotescos, de un estilo semigótico, semidruídico. Del centro mismo de esa melancólica bóveda colgaba, de una sola cadena de oro de largos eslabones, un inmenso incensario del mismo metal, en estilo sarraceno, con múltiples perforaciones dispuestas de tal manera que a través de ellas, como dotadas de la vitalidad de una serpiente, veíanse las contorsiones continuas de llamas multicolores. 
Había algunas otomanas y candelabros de oro de forma oriental, y también el lecho, el lecho nupcial, de modelo indio, bajo, esculpido en ébano macizo, con baldaquino como una colgadura fúnebre. En cada uno de los ángulos del aposento había un gigantesco sarcófago de granito negro proveniente de las tumbas reales erigidas frente a Luxor, con sus antiguas tapas cubiertas de inmemoriales relieves. Pero en las colgaduras del aposento se hallaba, ay, la fantasía más importante. Los elevados muros, de gigantesca altura -al punto de ser desproporcionados-, estaban cubiertos de arriba abajo, en vastos pliegues, por una pesada y espesa tapicería, tapicería de un material semejante al de la alfombra del piso, la cubierta de las otomanas y el lecho de ébano, del baldaquino y de las suntuosas volutas de los cortinajes que velaban parcialmente la ventana. Este material era el más rico tejido de oro, cubierto íntegramente, con intervalos irregulares, por arabescos en realce, de un pie de diámetro, de un negro azabache. Pero estas figuras sólo participaban de la condición de arabescos cuando se las miraba desde un determinado ángulo. Por un procedimiento hoy común, que puede en verdad rastrearse en periodos muy remotos de la antigüedad, cambiaban de aspecto. Para el que entraba en la habitación tenían la apariencia de simples monstruosidades; pero, al acercarse, esta apariencia desaparecía gradualmente y, paso a paso, a medida que el visitante cambiaba de posición en el recinto, se veía rodeado por una infinita serie de formas horribles pertenecientes a la superstición de los normandos o nacidas en los sueños culpables de los monjes. El efecto fantasmagórico era grandemente intensificado por la introducción artificial de una fuerte y continua corriente de aire detrás de los tapices, la cual daba una horrenda e inquietante animación al conjunto. 
Entre esos muros, en esa cámara nupcial, pasé con Rowena de Tremaine las impías horas del primer mes de nuestro matrimonio, y las pasé sin demasiada inquietud. Que mi esposa temiera la índole hosca de mi carácter, que me huyera y me amara muy poco, no podía yo pasarlo por alto; pero me causaba más placer que otra cosa. Mi memoria volaba (¡ah, con qué intensa nostalgia!) hacia Ligeia, la amada, la augusta, la hermosa, la enterrada. Me embriagaba con los recuerdos de su pureza, de su sabiduría, de su naturaleza elevada, etérea, de su amor apasionado, idólatra. Ahora mi espíritu ardía plena y libremente, con más intensidad que el suyo. En la excitación de mis sueños de opio (pues me hallaba habitualmente aherrojado por los grilletes de la droga) gritaba su nombre en el silencio de la noche, o durante el día, en los sombreados retiros de los valles, como si con esa salvaje vehemencia, con la solemne pasión, con el fuego devorador de mi deseo por la desaparecida, pudiera restituirla a la senda que había abandonado -ah, ¿era posible que fuese para siempre?- en la tierra. 
Al comenzar el segundo mes de nuestro matrimonio, Rowena cayó súbitamente enferma y se repuso lentamente. La fiebre que la consumía perturbaba sus noches, y en su inquieto semisueño hablaba de sonidos, de movimientos que se producían en la cámara de la torre, cuyo origen atribuí a los extravíos de su imaginación o quizá a la fantasmagórica influencia de la cámara misma. Llegó, al fin, la convalecencia y, por último, el restablecimiento total. Sin embargo, había transcurrido un breve periodo cuando un segundo trastorno más violento la arrojó a su lecho de dolor; y de este ataque, su constitución, que siempre fuera débil, nunca se repuso del todo. Su mal, desde entonces, tuvo un carácter alarmante y una recurrencia que lo era aún más, y desafiaba el conocimiento y los grandes esfuerzos de los médicos. Con la intensificación de su mal crónico -el cual parecía haber invadido de tal modo su constitución que era imposible desarraigarlo por medios humanos-, no pude menos de observar un aumento similar en su irritabilidad nerviosa y en su excitabilidad para el miedo motivado por causas triviales. De nuevo hablaba, y ahora con más frecuencia e insistencia, de los sonidos, de los leves sonidos y de los movimientos insólitos en las colgaduras, a los cuales aludiera en un comienzo. 
Una noche, próximo el fin de septiembre, impuso a mi atención este penoso tema con más insistencia que de costumbre. Acababa de despertar de un sueño inquieto, y yo había estado observando, con un sentimiento en parte de ansiedad, en parte de vago terror, los gestos de su semblante descarnado. Me senté junto a su lecho de ébano, en una de las otomanas de la India. Se incorporó a medias y habló, con un susurro ansioso, bajo, de los sonidos que estaba oyendo y yo no podía oír, de los movimientos que estaba viendo y yo no podía percibir. El viento corría velozmente detrás de los tapices y quise mostrarle (cosa en la cual, debo decirlo, no creía yo del todo) que aquellos suspiros casi inarticulados y aquellas levísimas variaciones de las figuras de la pared eran tan sólo los naturales efectos de la habitual corriente de aire. Pero la palidez mortal que se extendió por su rostro me probó que mis esfuerzos por tranquilizarla serían infructuosos. Pareció desvanecerse y no había criados a quien recurrir. Recordé el lugar donde había un frasco de vino ligero que le habían prescrito los médicos, y crucé presuroso el aposento en su busca. Pero, al llegar bajo la luz del incensario, dos circunstancias de índole sorprendente llamaron mi atención. Sentí que un objeto palpable, aunque invisible, rozaba levemente mi persona, y vi que en la alfombra dorada, en el centro mismo del rico resplandor que arrojaba el incensario, había una sombra, una sombra leve, indefinida, de aspecto angélico, como cabe imaginar la sombra de una sombra. Pero yo estaba perturbado por la excitación de una inmoderada dosis de opio; poco caso hice a estas cosas y no las mencioné a Rowena. Encontré el vino, crucé nuevamente la cámara y llené un vaso, que llevé a los labios de la desvanecida. Ya se había recobrado un tanto, sin embargo, y tomó el vaso en sus manos, mientras yo me dejaba caer en la otomana que tenía cerca, con los ojos fijos en su persona. Fue entonces cuando percibí claramente un paso suave en la alfombra, cerca del lecho, y un segundo después, mientras Rowena alzaba la copa de vino hasta sus labios, vi o quizá soñé que veía caer dentro del vaso, como surgida de un invisible surtidor en la atmósfera del aposento, tres o cuatro grandes gotas de fluido brillante, del color del rubí. Si yo lo vi, no ocurrió lo mismo con Rowena. Bebió el vino sin vacilar y me abstuve de hablarle de una circunstancia que, según pensé, debía considerarse como sugestión de una imaginación excitada, cuya actividad mórbida aumentaban el terror de mi mujer, el opio y la hora. 
Sin embargo, no pude dejar de percibir que, inmediatamente después de la caída de las gotas color rubí, se producía una rápida agravación en el mal de mi esposa, de suerte que la tercera noche las manos de sus doncellas la prepararon para la tumba, y la cuarta la pasé solo, con su cuerpo amortajado, en aquella fantástica cámara que la recibiera recién casada. Extrañas visiones engendradas por el opio revoloteaban como sombras delante de mí. Observé con ojos inquietos los sarcófagos en los ángulos de la habitación, las cambiantes figuras de los tapices, las contorsiones de las llamas multicolores en el incensario suspendido. Mis ojos cayeron entonces, mientras trataba de recordar las circunstancias de una noche anterior, en el lugar donde, bajo el resplandor del incensario, había visto las débiles huellas de la sombra. Pero ya no estaba allí, y, respirando con más libertad, volví la mirada a la pálida y rígida figura tendida en el lecho. Entonces me asaltaron mil recuerdos de Ligeia, y cayó sobre mi corazón, con la turbulenta violencia de una marea, todo el indecible dolor con que había mirado su cuerpo amortajado. La noche avanzaba, y con el pecho lleno de amargos pensamientos, cuyo objeto era mi único, mi supremo amor, permanecí contemplando el cuerpo de Rowena. 
Quizá fuera media noche, tal vez más temprano o más tarde, pues no tenía conciencia del tiempo, cuando un sollozo sofocado, suave, pero muy claro, me sacó bruscamente de mi ensueño. Sentí que venía del lecho de ébano, del lecho de muerte. Presté atención en una agonía de terror supersticioso, pero el sonido no se repitió. Esforcé la vista para descubrir algún movimiento del cadáver, mas no advertí nada. Sin embargo, no podía haberme equivocado. Había oído el ruido, aunque débil, y mi espíritu estaba despierto. Mantuve con decisión, con perseverancia, la atención clavada en el cuerpo. Transcurrieron algunos minutos sin que ninguna circunstancia arrojara luz sobre el misterio. Por fin, fue evidente que un color ligero, muy débil y apenas perceptible se difundía bajo las mejillas y a lo largo de las hundidas venas de los párpados. Con una especie de horror, de espanto indecibles, que no tiene en el lenguaje humano expresión suficientemente enérgica, sentí que mi corazón dejaba de latir, que mis miembros se ponían rígidos. Sin embargo, el sentimiento del deber me devolvió la presencia de ánimo. Ya no podía dudar de que nos habíamos apresurado en los preparativos, de que Rowena aún vivía. Era necesario hacer algo inmediatamente; pero la torre estaba muy apartada de las dependencias de la servidumbre, no había nadie cerca, yo no tenía modo de llamar en mi ayuda sin abandonar la habitación unos minutos, y no podía aventurarme a salir. Luché solo, pues, en mi intento de volver a la vida el espíritu aún vacilante. Pero, al cabo de un breve periodo, fue evidente la recaída; el color desapareció de los párpados y las mejillas, dejándolos más pálidos que el mármol; los labios estaban doblemente apretados y contraídos en la espectral expresión de la muerte; una viscosidad y un frío repulsivos cubrieron rápidamente la superficie del cuerpo, y la habitual rigidez cadavérica sobrevino de inmediato. Volví a desplomarme con un estremecimiento en el diván de donde me levantara tan bruscamente y de nuevo me entregué a mis apasionadas visiones de Ligeia. 
Así transcurrió una hora cuando (¿era posible?) advertí por segunda vez un vago sonido procedente de la región del lecho. Presté atención en el colmo del horror. El sonido se repitió: era un suspiro. Precipitándome hacia el cadáver, vi -claramente- temblar los labios. Un minuto después se entreabrían, descubriendo una brillante línea de dientes nacarados. La estupefacción luchaba ahora en mi pecho con el profundo espanto que hasta entonces reinara solo. Sentí que mi vista se oscurecía, que mi razón se extraviaba, y sólo por un violento esfuerzo logré al fin cobrar ánimos para ponerme a la tarea que mi deber me señalaba una vez más. Había ahora cierto color en la frente, en las mejillas y en la garganta; un calor perceptible invadía todo el cuerpo; hasta se sentía latir levemente el corazón. Mi esposa vivía, y con redoblado ardor me entregué a la tarea de resucitarla. Froté y friccioné las sienes y las manos, y utilicé todos los expedientes que la experiencia y no pocas lecturas médicas me aconsejaban. Pero en vano. De pronto, el color huyó, las pulsaciones cesaron, los labios recobraron la expresión de la muerte y, un instante después, el cuerpo todo adquiría el frío de hielo, el color lívido, la intensa rigidez, el aspecto consumido y todas las horrendas características de quien ha sido, por muchos días, habitante de la tumba. 
Y de nuevo me sumí en las visiones de Ligeia, y de nuevo (¿y quién ha de sorprenderse de que me estremezca al escribirlo?), de nuevo llegó a mis oídos un sollozo ahogado que venía de la zona del lecho de ébano. Mas, ¿a qué detallar el inenarrable horror de aquella noche? ¿A qué detenerme a relatar cómo, hasta acercarse el momento del alba gris, se repitió este horrible drama de resurrección; cómo cada espantosa recaída terminaba en una muerte más rígida y aparentemente más irremediable; cómo cada agonía cobraba el aspecto de una lucha con algún enemigo invisible, y cómo cada lucha era sucedida por no sé qué extraño cambio en el aspecto del cuerpo? Permitidme que me apresure a concluir. 
La mayor parte de la espantosa noche había transcurrido, y la que estuviera muerta se movió de nuevo, ahora con más fuerza que antes, aunque despertase de una disolución más horrenda y más irreparable. Yo había cesado hacía rato de luchar o de moverme, y permanecía rígido, sentado en la otomana, presa indefensa de un torbellino de violentas emociones, de todas las cuales el pavor era quizá la menos terrible, la menos devoradora. El cadáver, repito, se movía, y ahora con más fuerza que antes. Los colores de la vida cubrieron con inusitada energía el semblante, los miembros se relajaron y, de no ser por los párpados aún apretados y por las vendas y paños que daban un aspecto sepulcral a la figura, podía haber soñado que Rowena había sacudido por completo las cadenas de la muerte. Pero si entonces no acepté del todo esta idea, por lo menos pude salir de dudas cuando, levantándose del lecho, a tientas, con débiles pasos, con los ojos cerrados y la manera peculiar de quien se ha extraviado en un sueño, aquel ser amortajado avanzó osadamente, palpablemente, hasta el centro del aposento. 
No temblé, no me moví, pues una multitud de ideas inexpresables vinculadas con el aire, la estatura, el porte de la figura cruzaron velozmente por mi cerebro, paralizándome, convirtiéndome en fría piedra. No me moví, pero contemplé la aparición. Reinaba un loco desorden en mis pensamientos, un tumulto incontenible. ¿Podía ser, realmente, Rowena viva la figura que tenía delante? ¿Podía ser realmente Rowena, Rowena Trevanion de Tremaine, la de los cabellos rubios y los ojos azules? ¿Por qué, por qué lo dudaba? El vendaje ceñía la boca, pero ¿podía no ser la boca de Rowena de Tremaine? Y las mejillas -con rosas como en la plenitud de su vida-, sí podían ser en verdad las hermosas mejillas de la viviente señora de Tremaine. Y el mentón, con sus hoyuelos, como cuando estaba sana, ¿podía no ser el suyo? Pero entonces, ¿había crecido ella durante su enfermedad? ¿Qué inenarrable locura me invadió al pensarlo? De un salto llegué a sus pies. Estremeciéndose a mi contacto, dejó caer de la cabeza, sueltas, las horribles vendas que la envolvían, y entonces, en la atmósfera sacudida del aposento, se desplomó una enorme masa de cabellos desordenados: ¡eran más negros que las alas de cuervo de la medianoche! Y lentamente se abrieron los ojos de la figura que estaba ante mí. "¡En esto, por lo menos -grité-, nunca, nunca podré equivocarme! ¡Éstos son los grandes ojos, los ojos negros, los extraños ojos de mi perdido amor, los de... los de LIGEIA!"



Imagen extraída de https://www.google.com.mx/search?q=fantasma+mujer+suicida&hl=es&rlz=1T4NDKB_esMX518MX518&source=lnms&tbm=isch&sa=X&ei=qYM8UrysCcru2wWz04HYDA&ved=0CAkQ_AUoAQ&biw=1093&bih=494&dpr=1#facrc=_&imgrc=qpIEe_kfPk9ouM%3A%3BWtcWOjIoOpVFUM%3Bhttp%253A%252F%252Fwww.linkmesh.com%252Fimagenes%252Ftemas%252Ffantasmas%252Fmujer_suicida.jpg%3Bhttp%253A%252F%252Flobocas.blogspot.com%252F2011%252F07%252Fel-fantasma-de-una-mujer.html%3B450%3B600








martes, 17 de septiembre de 2013

Sobre "Perro de Soledad", de Saúl Ibargoyen


Perro de soledad de Saúl Ibargoyen

(Un vistazo a su esqueleto)

 

Por Adriana Tafoya

 

El universo que la engañosa luz nos permite ver

es una alfombra delicada y fugaz que cubre

los otros universos que jamás veremos.

Nimat-Ollah Wali

 

Perro de soledad, es un libro conformado por veinticuatro poemas, o dicho de mejor manera, cantos (aullidos, para adentrarnos en el tema cánido del poemario), tonos de un poeta que envía ondas de finísima penumbra a través de “polvaredas que restringen el mirar de la especie” y nos entrega en esta lírica un timbre que quebranta las “claves subjetivas” y ofusca los “códigos, sílabas, frases, signos” para destruir los “recursos, acentos, sugerencias”.

Hay una clave sintáctica que sostiene a Perro de soledad, la cual podemos buscar entre los recovecos y las diminutas pistas bajo la pelambre estilográfica, así como las huellas caninas que va dejando el poeta Saúl Ibargoyen entre sus versos que al llegar al oído se aprecian como la manifestación trastocada de un canto antiguo o tal vez un rezo que se descompone gramaticalmente en un alarido qawali, pues los sonidos se suceden y se van desprendiendo de un verso a otro como en una escalera que desciende al final del poema, igual que a la inversa, asciende desde las tierras del silencio, con analogías, a las nubes del significado.

En este libro, que es también en su totalidad, un cánido, digno de notar es, que únicamente encontramos tres textos en torno al símbolo del perro; el poema Einsamkeit (que en alemán significa soledad), Perro más perro y Abandono; trilogía que le da cuerpo a este libro. A su vez habita las páginas una triada femenina compuesta por los poemas La blasfemia, La niña de Uruapan y Niño de sombra, este último, veladamente guarda una figura femenina, cito versos: “es una forma de niño la que vemos / inclinada hacia un charco de luz muerta”. La que vemos inclinada es una ella que se refleja en el charco de la luz. Y es esta triple niña en el espejo la que le da cabeza al cuerpo del perro.

Al entrar en este libro, será de sumo interés para el lector especializado, así como para el curioso de profesión, reflexionar sobre a qué raza de perro se refiere Saúl Ibargoyen en este libro. O pensado de otro modo, se preguntará a qué simbología inclina este perro. Puesto que este símbolo nos ha acompañado a los seres humanos comunes y corrientes y a los que según se dice son de origen “divino” durante siglos, y a su vez a los que nos antecedieron, es valioso conocer cómo lo hicieron a lado de este compañero de andanzas, que ha fungido también como una especie de “espíritu” o “familiar” que acrecienta la energía, e incluso en otras culturas o tribus como compañero de los dioses en turno.

En lo que parece una escritura intrincada, va una flecha que toca directamente el inconsciente, e Ibargoyen penetra con sus versos abriendo a sus lectores un secreto panorama, que aunque invisible, se encuentra ahí, y hace que por la mente atraviesen las imágenes de este perro; ¿será que el poeta se refiere al perro blanco de orejas rojas; o a la imagen del perro en la runa de kaum?, ¿o al dios Anubis, señor de la necrópolis, que junto con Horus cuenta los corazones?; ¿o Anubis el que acompaña a Isis y tiene un lugar en su regazo?

Rascándole más, se podría pensar que es el perro con que se representa a Esculapio, como el perro Anubis (una vez más), compañero del egipcio Thoth, y el que siempre acompañaba a Melkarth, el Hércules fenicio, como símbolo del infierno, y a su vez símbolo de los sacerdotes del perro llamados Enarios, que atendían a la gran Diosa del mediterráneo oriental y se entregaban a frenesíes sodomíticos en los días caniculares cuando aparecía la estrella del perro, Sirio. No se sabe con certeza si sea alguno de estos perros, o quizá, el de los Calebitas, otros adoradores del can. Sencillamente puede ser el faraón hound, hermosa raza de perro galgo y compañero de esta vida carnal. Lo cierto es que el significado del perro es variable y nos acompaña desde la más tierna antigüedad en muchas leyendas análogas y ha sido gran fuente de inspiración para los bardos, pues poéticamente significa “guarda el secreto”; el secreto principal del que dependía la soberanía de un rey sagrado.

La lectura más sentida de Perro de soledad nos permite hallar entrelíneas que Saúl Ibargoyen tiene esperanza, a pesar de estos poemas llenos de tristeza, y más que de tristeza de desolación; más cerca de una poética del pesimismo, donde por supuesto existe la crítica social, que es la mundial y la histórica; e inclusive hay una crítica y una ejecución de la ironía para tratar sin benevolencia al hipertexto, el hiperdiscurso, el logos. Vale el ejemplo de los siguientes versos: “La niña casi no está / se retira como quien abandona / el inicio de un sueño / mientras se alzan / los muros de otras ciudades: / pero ella no lo sabe”. Más adelante se lee: “y las tierras verdes del jardín / gritarán en su no-lengua / que nadie escuchará / en ninguna parte”. Luego: “Se ha dicho en otras lenguas de lo humano / que detrás de los ojos hay cosas inmóviles / nutriéndose de una fría dimensión que parece vacía”. Y para concluir: “Por el horror de su ignorancia enajenada: la niña que alguien arrastró debajo de los pies / de un triste tribunal de índice implacable: porque la niña no comprendió / el altor del mensaje de Alá ni su grandeza / ni su misericordia: / y la absurda blasfemia así concebida / creció suciamente enredándose / entre leyes y decretos / que solo un dios muy enfermo / podría tolerar: la niña que no comprenderá / por oído dudoso y extraviada memoria”.

El poeta Saúl Ibargoyen demuestra en este pequeño libro, pero gran poemario, que la poesía debe ser trascendental, esa es la meta de todo verdadero poeta: entregarnos no solo el mundo, pasado por el filtro de la lírica, ni solamente una crítica cruda al sistema en el que vivimos, por cierto muy similar al sistema egipcio; sino también, dar propuesta e intención de reformar lo establecido. Este Perro de soledad de Ibargoyen nos hace considerar la grandeza del acompañante no humano, pero sí emocional, encarnado en un perro, que a final de cuentas es un lazarillo para los ciegos, o guía en la oscuridad de nosotros los muertos, que en este tiempo como en el antiguo, encarnamos los zombis, pero ahora tan de moda.

Casi con seguridad se puede pensar, que este perro de Saúl Ibargoyen es el perro de On-niona, diosa que adoraban los galos, y que era celebrada en el equinoccio de primavera, época del sol naciente, pues el poeta dice en el verso que da remate al libro: “que es un perro de fuego”. Perro de sol. Perro de soledad, que quizá traiga la primavera al mundo.

 





lunes, 9 de septiembre de 2013

La noche del féretro (cuento de Francisco Tario)

 
 



Entró un señor enlutado, con los zapatos muy limpios y los ojos enrojecidos por el llanto. Se aproximó al empleado y dijo: —Necesito un féretro. Oí distintamente su voz ronca y amarga seguida por una tos irritante que, de estar yo dormido, me hubiera hecho despertar. Oí también, en aquel preciso momento, el timbre de la puerta en la casa contigua y el ladrido del perro, quien anunciaba así su alegría. El empleado dijo: —Pase usted. Y pasó el hombre sigilosamente, con un poco de asco, mirando a diestra y siniestra, como una reina anciana que visita un hospital. Parecía un tanto avergonzado del espectáculo: de aquellos cajones grises, blancos o negros que tanto asustan a los hombres, y de aquella luz amarilla y sucia que daba al local cierto aspecto de taberna. Mi compañero de abajo se enderezó cuanto pudo para explicarme: —El cliente es rico, conque tú serás el elegido. La noche era fría, lluviosa, y soplaba un viento de nieve. No apetecía yo, pues, moverme de aquel escondrijo tan tibio, cubiertos mis largos miembros con una suave capita de polvo, y mucho menos aventurarme —Dios sabe con qué rumbo— por esas calles tan húmedas y resbaladizas. El enlutado seguía tosiendo y examinando uno a uno los féretros. Nos miraba curiosamente, sin aproximarse demasiado, cual si temiera que uno de nosotros, en un momento dado, pudiera abrir la boca y tragarlo. En voz baja, respetando fingidamente el dolor del cliente, iba el empleado elogiando su mercancía, haciendo notar entre otras cosas su sobriedad, duración y comodidad. De súbito, advertí sobre mi espina un cosquilleo bien conocido: el empleado me quitaba el polvo ceremoniosamente con un cepillo de gruesas cerdas que me produjo risa. Procuré estrecharme contra el muro, observando de soslayo al enlutado. Vi sus ojos tristes, abultados —verdaderos ojos de rana— que repasaban mi cuerpo de arriba abajo. Escuché de nuevo su voz cavernosa: —El finado es robusto, ¿sabe?  Fue entonces cuando pensé: "Me llevará sin duda".  En efecto, prorrumpió: —Creo que me convenga éste. Ajustaron el precio —en mi concepto, irrisorio— y me trasladaron a un automóvil demasiado fúnebre, con las llantas blancas. La lluvia seguía cayendo en aisladas gotas frías. El cierzo me penetraba a través de los poros, helándome la sangre. Una sombra humana, en el interior del vehículo, sollozaba ahogadamente, llevándose con frecuencia el pañuelo a la boca. Otra, más rígida y grave, con el cuello del capote subido, hacía girar extrañamente el volante... Cruzamos calles silenciosas y lóbregas, pobladas de perros chorreantes y prostitutas; avenidas iluminadas y alegres donde la gente paseaba con lentitud, bajo los paraguas negros; una plazoleta muy triste en la cual tocaba una banda y los militares lucían sus uniformes nuevos; edificios de ladrillo, tenebrosos, en cuyos interiores adivinaba yo parejas de hombres y mujeres estrujándose frenéticamente... En tanto, mi cerebro trabajaba sin descanso: "¿Hacia qué lugar me conducirán? ¿Qué clase de destino me aguarda?" Es preciso que los hombres sepan que los féretros tenemos una vida interna sumamente intensa, y que en nuestros escasos ratos de buen humor bromeamos o nos chanceamos unos con otros. Ante todo, tenemos nombre: unos, masculinos y, otros, femeninos, naturalmente, de acuerdo con nuestro sexo.  Mientras permanecemos en el almacén somos célibes. Sin embargo, estamos fatalmente destinados al matrimonio; es decir, a lo que en el mundo común y corriente se designa con otro nombre estúpido: el entierro. Semejante acontecimiento es el más importante de nuestra vida, y de ahí que meditemos tan a menudo acerca del cónyuge que nos deparará la suerte. Buena prueba de esto último es que hoy, al salir rumbo al armatoste que me aguarda, un antiguo camarada se despidió de mí de esta forma: —Que el destino te conceda buena hembra y buena casa... Yo, que soy hombre, le respondí tristemente: —Sobre todo, eso, amigo: buena casa para pasar el invierno. ¡Ah, esas tumbas de tierra, enlodadas y frías, llenas de mil clases de bicharracos glotones que trepan por nuestras espaldas y nos van destruyendo lentamente! ¡Esas tumbas ignominiosas y endebles, en cuya superficie no hay flores ni hierba, y sobre las cuales chapotea la lluvia sin piedad alguna! ¡Esas tumbas tan pobres, tan solas, encaramadas allá sobre cualquier montaña o sumergidas en el corazón de un abismo! Cuando el automóvil se detuvo, observé que mi llegada despertaba un interés incomprensible. Se oyeron voces humanas de: —¡El féretro! ¡El féretro! Alcé los ojos y vi un edificio cuadrado, con dos terrazas de piedra. Suspiré, aliviado. Tres hombres vestidos ridículamente me transportaron hasta un suntuoso aposento en cuyos ángulos ardían los cirios: esos malditos cirios que chisporrotean continuamente abrasando nuestras entrañas con sus gotas de cera blanca. Tardé un buen rato, no obstante, en descubrir a mi cónyuge. Entretanto, tuve que realizar indecibles esfuerzos para contener la risa. Allí estaba yo, tendido sobre no sé qué mueble absurdo, y los hombres desfilaban ante mí con sus levitas y sus rostros descompuestos. Me miraban a hurtadillas y tosían o se alejaban rápidamente. Nadie se mantenía ecuánime en mi presencia, cual si yo fuera una especie de monstruo, culpable de la muerte de los hombres. Una muchacha fresca y esbelta, que despedía un olor en extremo agradable y que había deseado para mí con toda el alma, prorrumpió al yerme: —¡Es tan terrible y tan negro! Distinguí su pecho duro y alto, que se estremecía de terror, y la línea de su vientre suave, bajo la tela infame. Otra mujer, rubicunda y fea, cuchicheó una frase indulgente: —¡Y las manijas son de plata! Pero he aquí que, de pronto, un chiquillo se me acerca y pregunta: —¿Es para enterrar a papá? Sentí que el corazón me dejaba de latir dentro del pecho, que la cabeza me daba vueltas, y que me hallaba abandonado en mitad de un túnel nauseabundo. "¿Cómo, para papá? —me dije—. ¿No soy acaso un hombre?" Quise gritar, protestando. Quise incorporarme y echar a correr sin ningún rumbo, pero no pude. Cuatro pesadas manos, cubiertas de vello, me sujetaron por pies y cabeza y no supe más de mí. Debí perder el sentido. Cuando desperté, un hombre gordo, hinchado, pestilente y rubio, yacía sobre mis pobres huesos. Ardían los cirios en torno mío, salpicándome las ropas; rezaba un sacerdote, mirando por encima de sus anteojos a las mujeres bonitas; unos gemían con ayes velados; otros chillaban procazmente, sin comprender el destino del hombre. Caían por tierra pétalos de flores... No pudiendo soportar más el oprobio de que era víctima, hice un sobrehumano esfuerzo y derribé al cadáver. Cayó éste con gran aparato, partiendo por la mitad un cirio que se apagó instantáneamente. Cayó con la cabeza hacia abajo, haciendo tronar el piso. Yo grité y no me oyó nadie: —¡No quiero! ¡No quiero! Todos se apresuraron a levantar al muerto, aunque pesaba demasiado. Estaba rígido y frío como un árbol. Me dio horror. Vi a lo lejos a la jovencita fresca, muy pálida y aterrada, con las manos sobre el descote. Su perfume me embriagó esta vez, removiendo mis instintos. "¡Lograr poseerla!", pensé con angustia. Pero de nuevo cayó a plomo sobre mí el hombre ventrudo y fétido, cuyo cuerpo parecía exactamente una vejiga. Me encogí de hombros y opté por dormirme. Dormirme como un novio impotente o tímido en su noche de bodas. Así lo hice. Y soñé. Soñé con dulces muertas blancas, cuyos muslos temblaban sobre mi piel... con ricos sepulcros de mármol, muy ventilados y alegres... Soñé, y las imágenes sibaríticas me hicieron tanto mal, que cuando abrí los ojos y vi penetrar el sol por las vidrieras me sentí exhausto, vacío, postrado, como deben sentirse los hombres después de una óptima noche de continuos placeres. 
 
 
 
 
 
 
La noche del féretro
Francisco Tario
(Cuento)