martes, 19 de agosto de 2014

Reseña sobre la novela "Habitantes de la noche", de Roger Vilar, por Ulises Päniagua


Hablemos de los Habitantes de la noche

por: Ulises Paniagua

 

                                                ¿Cuál es la naturaleza del mal? ¿Un sufrimiento, una tragedia, mucho dolor no superado?

Roger Vilar

 

Eventos extraños ocurren en el interior de un edificio en ruinas de la colonia Guerrero. Las ratas emiten chillidos entre muros: la oscuridad se apodera de la humedad del concreto; la noche antecede a la muerte. Es la Ciudad de México del siglo XXI, una urbe fatídica donde el asesinato se convierte en primicia, una gran aldea donde el secuestro y la tortura se convierten en prácticas frecuentes entre los delincuentes y aquellos que acechan lo que sucede. En la más reciente novela del escritor Roger Vilar, Habitantes de la noche (Editorial de otro tipo, 2014), el autor nos conduce a un submundo dominado por la nota roja. Ribalta, reportero de un importante diario nacional (El Siglo), es asignado para cubrir notas sobre hechos violentos y homicidios, al silencio de la madrugada:

         “Los policías de todo el Distrito Federal hablaban con voz gangosa a través de los radiotransmisores (…) Nada de aquello servía a los reporteros, era demasiado débil para convertirse en noticia. Necesitaban algo fuerte.”
 
Imagen: El escritor cubano Roger Vilar

         Aburrido por la espera de un caso digno, Ribalta decide acudir a un llamado policiaco donde se anuncia una simple riña entre un casero y su inquilino. Es tanto el tedio de Ribalta que aunque la nota le parece poco interesante, sabe que llegar al lugar de los hechos servirá para romper la rutina. A partir de ese hecho -en apariencia intrascendente- que llega a cubrir, Ribalta se verá inmerso dentro de la oscuridad de un extraño mundo, allí, en el corazón de un argumento misterioso pero terrible que involucra a la belleza de la joven mulata Isabel; a la literatura como acto de soledad de un ser grotesco (Joseph Alda); y al ansia casi vouyerista hacia el dolor de los otros (experimentada por Ribalta y el guapo y enigmático pintor Saleur).

         Roger Vilar comprueba, en Habitantes de la noche, el oficio como narrador ejercido durante años, para conducir al lector a una realidad que, por cotidiana, resulta casi fantástica. Aunque, desde luego, el horror del reportero ante las atrocidades humanas nos mantiene siempre en contacto con nuestra triste condición de habitantes nocturnos. En la novela hay implícito un cuestionamiento sobre la ética del reportaje y del reportero. ¿Nos hemos vuelto insensibles hacia lo que sucede a nuestro alrededor? Este parece ser el mensaje cifrado tras las letras del autor. ¿Gozamos ante el espectáculo de los decapitados y los dedos cercenados? Es todo un fenómeno, que casi podemos calificar como psicopático: el reportero se vuelve ajeno a aquellos a quienes entrevista; prefiere ignorar la materia humana implícita en los casos, para mirar la crudeza de la muerte desde la frialdad de un cómodo distanciamiento. ¿A quién le importa un torturado, un desaparecido más? Lo que la prensa busca es la exclusiva, la nota más terrible que se pueda conseguir a pesar de lo que se deba hacer para conseguirla. La nota roja es dinero. Es aquí donde surge una profunda inquietud: ¿el reportero, en su trabajo impersonal y discreto, puede volverse cómplice de quien ejerce la violencia sobre los otros? En el mejor de los estilos de la novela negra, ese fascinante género impulsado por Raymond Chandler en la década de los cuarentas del siglo XX, Vilar se acerca –al igual que el autor norteamericano nacionalizado británico-  al retrato de la sociedad contemporánea, donde el dinero y el poder ejercido sobre “los otros” son los motores de las relaciones humanas, con sus consecuentes secuelas de crimen y marginación. En Habitantes de la noche todos los personajes respiran dentro de un mundo malsano, que aparenta la más completa naturalidad:

         “La permanencia del pintor en aquel sótano revelaba un Yo desconocido para él mismo. Emergía una parte oscura y nauseabunda que él nunca sospechó. Otra máscara. Una sombra que lo obnubilaba (…) Saleur sintió una leve erección con el relato, pero supo que aquel momento era el de su batalla definitiva…”.

         Roger Vilar trabajó como reportero para algunas televisoras y diversos diarios, entre ellos, Milenio. Esa mirada casi etnográfica que brinda la nota roja es la que le ha permitido desarrollar historias a partir de una realidad escandalosa, descrita a través de su propia imaginación. Las experiencias en el quehacer como periodista pueden generar magníficos imaginarios. Roger utiliza lo vivido hasta el grado de referir dos o tres casos verídicos, aunque trastocados por su pluma. Sólo que llena las historias de un febril encanto, de una frescura literaria que conduce a la expectación en cada uno de sus capítulos. En ese manejo de la historia es donde nos encontramos, de lleno, con el autor maduro, experimentado. Vilar no es un improvisado en el mundo de los libros. En Cuba, su país natal, publicó hace algunos años los libros de cuentos Corceles de la pradera y Aguas de la noche. En México ha publicado, también, dos libros de cuentos: La era del dragón (1998), y Brujas (2013). Hace poco tuve oportunidad de leer, de manos de este autor, una historia bastante apocalíptica, humorística y postmoderna, donde habita una vieja Agustina (un tanto loca), junto a un ejército de gatos. Me pareció una novela espléndida. Vilar es un prestidigitador estupendo: en cuanto más se interna el lector al mundo propuesto por el autor de Habitantes de la noche, mejor conoce su universo particular, un mundo de seres marginados, que viven entre ruinas y casonas viejas del centro de la ciudad.

         Las historias de Vilar recuerdan mucho a esas extrañas narraciones de Paul Auster, donde un halo de misterio se respira entre personajes que interactúan en un mundo absurdo por su propia verdad; un mundo donde la crueldad humana y las acciones extremas, aunque inexplicables, son el común denominador en una sociedad inquietante. En el aspecto latinoamericano, el nombre del cubano puede inscribirse a la particularidad de otros nombres como los de su compatriota, Virgilio Piñera; o los del mexicano Francisco Tario, o el uruguayo Felisberto Hernández; autores de poderosa imaginación que rompen esquemas en la clasificación de géneros, y que mucho adeudan a las extensas lecturas del checoslovaco Franz Kafka.

         Lo que caracteriza a las historias de los autores antes mencionados, y a la propia búsqueda de Vilar, en su obra, es esa tremenda percepción donde se reconoce que el mundo va más allá de nuestra existencia; leyes indeterminadas de lo que se vive, que están fuera de nuestro control y nuestra elección. Citando a Paul Auster: “Nuestras vidas realmente no nos pertenecen, pertenecen al mundo, y a pesar de nuestros esfuerzos por darle un sentido a éste, el mundo es un lugar que va más allá de nuestro entendimiento”.

         Sin embargo, a través y a pesar de la opresión generada en un ambiente de víctimas y torturadores, en el concepto del dolor entre las pulsiones eróticas, entre máscaras de cerdos colgadas a las paredes y perturbadoras presencias rozando la piel de una chica en un cuarto abandonado, también nos hallamos ante el erotismo en su más pura expresión. La sensualidad es también una característica de las historias de este escritor cubano. En uno de sus pasajes, una hermosa chica, buscando zapatos en un barrio popular, encuentra a un apuesto pintor, entablando un tórrido y  bello romance (aunque con la naturalidad que sólo el autor podría concederle a un encuentro amoroso entre dos desconocidos, muy a la manera de esos encuentros casuales que Milán Kundera describe en su célebre novela, La insoportable levedad del ser). Aunque en este caso, a diferencia de los encuentros en Kundera, en la habitación del pintor sí hay un asomo de amor, un entendimiento espiritual que después se verá en peligro, pero que nos permite acceder a uno de los pasajes eróticos de la novela: “Dejar libre el cabello de una mujer es quizás el primer acto en el proceso de desnudarla. Él le quitó los lazos, las ligas, y éste cayó en rizos negros como cascada, como velo de una antigua diosa (…) Ella tenía los ojos cerrados y el cuello erguido. La falda ya caía más debajo de las caderas, dejaba ver el rizado vellón de su monte de venus, hirsuto y lleno de fuerza; y las corvas musculares y satinadas, como de yegua desbocada.” La sensualidad en Vilar goza de una naturalidad que incluso asombra, porque, siendo honestos, debemos reconocer que en las escenas que se suscitan entre parejas encontramos detalles curiosos e incluso cómicos. Vilar captura esos detalles. Lo erótico en el de Roger escritor no niega lo caribeño, el fuego incontenible de los orígenes. Algunas escenas en su obra son descritas con una meticulosidad tan suave como la de Lezama Lima; otras tantas son abordadas desde un punto de vista lúdico y picaresco, al estilo de Cabrera Infante. Aunque en el autor del que trata esta reseña, podemos agregar un cierto dejo tanático, emparentado con lo sexual. Aquí, la pulsión más indescifrable y vergonzosa, el acercamiento entre la muerte y el deseo. En palabras del propio George Bataille, intentando descifrar lo indescifrable: “Hay en la muerte una indecencia, distinta, sin duda alguna, de aquello que la actividad sexual tiene de incongruente. La muerte se asocia a las lágrimas, del mismo modo que en ocasiones el deseo sexual se asocia a la risa (…) Evidentemente el torbellino sexual no nos hace llorar, pero siempre nos turba, en ocasiones nos trastorna y, una de dos: o nos hace reír o nos envuelve en la violencia del abrazo.”

         La originalidad en los planos -reales e irreales- de la novela, la propuesta sin maniqueos en el uso de los personajes y el estilo oscuro, propio del acercamiento a la criminalística, hacen de Habitantes de la noche un libro de impacto (no es una casualidad que esta novela haya sido seleccionada como ganadora del primer concurso de novela convocada por la Editorial de otro tipo, consiguiendo por derecho propio su publicación y distribución). En la novela, también es evidente el recurso de la ficción. No sólo de la ficción como la construcción de una historia narrada a partir de hechos acontecidos, sino la ficción como construcción de una ficción detrás de la primera, en una sucesión interesante de capas ficticias. Esto es, de pronto uno de los personajes adquiere propiedades fantásticas, dando un giro a la realidad establecida, y llevando el todo a un discurso metatextual. Volviendo a citar a Auster, en este sentido de profundizar en lo fantástico real: “Lo real siempre va más allá de lo que podamos imaginar”. Los poderosos juegos de la imaginación construyen al hombre. Así lo hace notar Vilar en su novela:

         “Julio pensó que la raíz del mal era la debilidad, un desfallecimiento del ser que lo obligaba a refugiarse en una realidad inventada.”       

         En este infatigable juego de ficciones entre ficciones, de relatos lúdicos que se interceptan en el tiempo y sus múltiples espacios, sólo queda recomendar con holgura leer la novela Habitantes de la noche. Porque en ella, Roger Vilar -a través de sus letras-, no desentrañará realidades, no mencionará nombres ni brindará respuestas al terrible reino de la violencia que mantiene paralizado el actuar de los habitantes de esta metrópolis.  Pero si brindará, al menos, el consuelo de una rica y propia interpretación de la realidad a través de lo fantástico, a través de una prosa clara y fluida. Y todo ello, en medio del imprescindible misterio que caracteriza a las buenas narraciones, y en especial a las mejores novelas negras, donde el bien y el mal se funden en un beso enfermizo. Citando a Milorad Pávic, les dejamos esta frase que inicia uno de sus cuentos, que bien cabe como invitación a recorrer la turbia historia de los Habitantes de la noche:

         “El escritor les aconseja, queridos lectores, que no lean este cuento un miércoles y de ninguna manera antes del mes de mayo. Además, lo más conveniente sería que lo leyeran por las noches y en la cama. Descubrirán las razones por ustedes mismos. Aún debo decir que en este cuento no hay héroes; los únicos héroes aquí son ustedes, sus lectores.”

 

Ulises Paniagua, desde las sombras de la colonia Guerrero,

en colaboración con Joseph Alda, 2014.





 
Ulises Paniagua (México, 1976)
Narrador, poeta, videasta y dramaturgo. Ha publicado tres poemarios: Del amor y otras miserias (Fridaura, 2009), Guardián de las Horas (Eterno femenino, 2012), y Nocturno imperio de los proscritos (Sediento Ediciones, 2014, Enciclopedia de las Letras Mexicanas, INBA, CONACULTA-FLM); y  tres libros de cuentos Patibulario, cuentos al final del túnel, (Mutibilda, 2011), Nadie duerme esta noche (Fridaura, 2012), e Historias de la ruina (Sediento Ediciones, 2013, Enciclopedia de las Letras Mexicanas, INBA, CONACULTA-FLM); así como los CDs sonoro-poéticos Cuadriversiones y Clandestinos y nocturnos (Colectivo Pena Ajena, 2013 y 2014).
 
    Su obra ha sido divulgada en diversas antologías, revistas y diarios nacionales e internacionales, incluyendo la revista El búho y la revista de Editorial Jus. Ha sido publicado en la Academia Uruguaya de Letras; así como en España, Italia, Perú, Cuba, Venezuela, Argentina y Costa Rica. En el 2007 recibió mención honorífica en el Concurso Nacional de Cuento Criaturas de la Noche. En el 2008 fue incluido en la antología de Poesía Latinoamericana Giulia Gonzaga (Italia), y en el 2014, en la antología española Poetas del siglo XXI. Ha sido traducido al inglés y al italiano. En los concursos interpolitécnicos de teatro recibió cinco premios, incluyendo mejor dramaturgia. En el 2011, con su colaboración literaria en las coreografías de grupo Kanga, obtuvo el primer lugar en el concurso nacional televisivo de España, Tú sí que vales. Se ha presentado, por invitación, en el Palacio de Bellas Artes de México, FIL de Minería y FILIJ de Guadalajara. Es conductor de radio en la cápsula Arquitectura literaria, del programa Jazz Arquitectónico (1670AM), de Radio Anáhuac. Ha impartido talleres sobre cine y literatura, por parte de CONACULTA, UAM, y Fundación René Avilés Fabila. Becario de CONACYT para un programa de Maestría, con la tesis “Memoria poética en la arquitectura de la Ciudad de México” (2014-2016). Correo electrónico:  sesilu7@yahoo.com.mx

 

 

 

 
 
 

Miriam, un cuento de horror de Truman Capote

Poco conocido en México, comparto este cuento de horror del autor de "A sangre fría", en traducción de Juan Villoro.


 
MIRIAM
 
 
 
 
 
                                                                                         Truman Capote

Desde hacía varios años Mrs. H. T. Miller vivía sola en un agradable apartamento (dos habitaciones y una cocina pequeña) de un viejo edificio de piedra recién rehabilitado, cerca del río Este. Era viuda: el seguro de Mr. H. T. Miller le garantizaba una cantidad razonable. Le interesaban pocas cosas, no tenía amigos dignos de mención y rara vez se aventuraba más allá del colmado de la esquina. Los otros habitantes del edificio parecían no reparar en ella: sus ropas eran anodinas; sus facciones, simples, discretas; no usaba maquillaje; llevaba el pelo gris acerado corto y ondulado sin mayor esmero, y en su último cumpleaños había cumplido sesenta y uno. Sus actividades rara vez eran espontáneas: mantenía inmaculados los dos cuartos, fumaba algún cigarrillo de vez en cuando, cocinaba ella misma y cuidaba del canario.
Entonces conoció a Miriam. Nevaba aquella noche. Después de secar los platos de la cena, hojeó un periódico vespertino y dio con el anuncio de una película en un cine de barrio. El título sonaba bien. Le costó trabajo ponerse su abrigo de castor, se anudó las botas impermeables y salió del apartamento. Dejó una luz encendida en el vestíbulo: nada le molestaba tanto como la sensación de oscuridad.
La nieve era fina, caía con suavidad, se disolvía en el pavimento. El viento del río sólo dejaba sentir su filo en las esquinas. Mrs. Miller se apresuró, abstraída, la cabeza inclinada, como un topo que cavara un camino ciego. Se detuvo en una farmacia y compró una caja de pastillas de menta.
Había bastante cola frente a la taquilla; se puso al final. Tendrían que esperar un poco (gruñó una voz cansada). Mrs. Miller hurgó en su bolso de cuero hasta que reunió el importe exacto de la entrada. La cola parecía que iba para largo; miró a su alrededor, buscando algo que la distrajera; de repente descubrió a una niña bajo el borde de la marquesina.
Su pelo era el más largo y extraño que había visto jamás: de un blanco plateado, como el de un albino; le caía hasta la cintura en franjas sueltas y uniformes. Era delgada, frágil. Su postura —los pulgares en los bolsillos de un abrigo de terciopelo ciruela hecho a medida— tenía una elegancia natural, peculiar.
Sintió una curiosa emoción, y cuando sus miradas se cruzaron, sonrió afectuosamente.
La niña se le acercó:
—¿Podría hacerme un favor?
—Con mucho gusto, si está en mi mano —dijo Mrs. Miller.
—Oh, es bastante sencillo. Sólo quiero que me compre una entrada; si no, no me dejarán entrar. Tome. Tengo el dinero.
Y le tendió graciosamente dos monedas de diez centavos y una de cinco.
Entraron juntas en el cine. Una acomodadora las llevó al vestíbulo; faltaban veinte minutos para que terminara la película.
—Me siento como una auténtica delincuente —dijo Mrs. Miller en tono alegre; se sentó—. Quiero decir que esto es ilegal, ¿no? Espero no haber hecho nada malo. ¿Tu madre sabe que estás aquí, amor? Lo sabe, ¿no?
La niña guardó silencio. Se desabrochó el abrigo y lo dobló sobre su regazo. Llevaba un cursi vestidito azul oscuro; una cadena de oro pendía de su cuello; sus dedos, sensibles, como los de un músico, jugaban con ella. Al examinarla con mayor atención, Mrs. Miller decidió que su verdadero rasgo distintivo no era el pelo, sino los ojos: color avellana, firmes, nada infantiles, tan grandes que parecían consumirle el rostro.
Mrs. Miller le ofreció una pastilla de menta:
—¿Cómo te llamas?
—Miriam —dijo, como si, de un modo extraño, repitiera una información conocida.
—¡Vaya, qué curioso!, yo también me llamo Miriam. Y no es precisamente un nombre común. ¡No me digas que tu apellido es Miller!
—Sólo Miriam.
—¿No te parece curioso?
—Medianamente. —Miriam presionó la pastilla con su lengua.
Mrs. Miller se ruborizó. Se sentía incómoda; cambió de conversación.
—Tienes un vocabulario extenso para ser tan pequeña.
—¿Sí?
—Pues sí. —Cambió de tema precipitadamente—. ¿Te gustan las películas?
—No sé —dijo Miriam—, no había venido nunca.
El vestíbulo se empezó a llenar de mujeres. Las bombas del noticiario explotaron a lo lejos. Mrs. Miller se levantó, presionando el bolso bajo su brazo.
—Más vale que me apresure a encontrar asiento —dijo—. Encantada de haberte conocido.
Miriam asintió apenas.
Nevó toda la semana. Las ruedas y los pies pasaban silenciosos sobre la calle; la vida era como un negocio secreto que perduraba bajo un velo tenue pero impenetrable. En aquella caída sosegada no había cielo ni tierra, sólo nieve que giraba al viento, congelando los cristales de las ventanas, enfriando los cuartos, mitigando, amortiguando la ciudad. Había que tener una luz encendida a todas horas. Mrs. Miller perdió la cuenta de los días: imposible distinguir el viernes del sábado; el domingo fue al colmado: cerrado, por supuesto.
Esa noche hizo huevos revueltos y un tazón de sopa de tomate. Luego, tras ponerse una bata de franela y desmaquillarse la cara, se acostó y se calentó con una bolsa de agua caliente bajo los pies. Leía el Times cuando sonó el timbre. Seguramente se trataba de un error; quienquiera que fuese enseguida se iría. Pero el timbre sonó y sonó hasta convertirse en un zumbido insistente. Miró el reloj: poco más de las once. No era posible; siempre se dormía a las diez.
Le costó trabajo salir de la cama; atravesó la sala con premura, descalza.
—Ya voy, ¡paciencia!
El cerrojo se había trabado, trató de moverlo a uno y otro lado, el timbre no paraba.
—¡Basta! —gritó.
El pasador cedió. Abrió la puerta unos centímetros.
—Por el amor de Dios, ¿qué...?
—Hola —dijo Miriam.
—Oh..., vaya, hola. —Mrs. Miller dio unos pasos inseguros en el recibidor—. Si eres aquella niña.
—Pensé que no iba a abrir nunca, pero no he soltado el botón. Sabía que estaba en casa. ¿No se alegra de verme?
No supo qué decir. Vio que Miriam llevaba el mismo abrigo de terciopelo ciruela y una boina del mismo color. Su cabello blanco había sido peinado en dos trenzas brillantes con enormes moños blancos en las puntas.
—Ya que me he esperado tanto, al menos déjeme entrar —dijo.
—Es tardísimo...
Miriam la miró inexpresivamente:
—¿Y eso qué importa? Déjeme entrar. Hace frío aquí fuera y llevo un vestido de seda. —Con un gracioso ademán hizo a un lado a Mrs. Miller y entró en el apartamento.
Dejó su abrigo y su boina en una silla. Era verdad que llevaba un vestido de seda. De seda blanca. Seda blanca en febrero. Mangas largas y una falda hermosamente plisada que producía un susurro mientras ella se paseaba por la habitación.
—Me gusta este sitio —dijo—, me gusta la alfombra, mi color favorito es el azul. —Tocó una rosa de papel en el florero de la mesa de centro—: Imitación —comentó con voz lánguida—, qué triste. ¿Verdad que son tristes las imitaciones? —Se sentó en el sofá, extendiendo su falda con delicadeza.
—¿Qué quieres? —preguntó Mrs. Miller.
—Siéntese —dijo Miriam—, me pone nerviosa ver a la gente de pie.
Se dejó caer en un taburete.
—¿Qué quieres? —repitió.
—¿Sabe?, creo que no se alegra de verme.
Por segunda vez carecía de respuesta; su mano se movió en un vago ademán. Miriam rió y se arrellanó sobre una pila de cojines lustrosos. Mrs. Miller advirtió que la niña no era tan pálida como recordaba; sus mejillas estaban encendidas.
—¿Cómo has sabido dónde vivía?
Miriam frunció el entrecejo.
—Eso es lo de menos. ¿Cuál es su nombre?, ¿cuál es el mío?
—Pero si no estoy en la guía telefónica.
—Ah. ¿No podemos hablar de otra cosa?
—Tu madre debe de estar loca para dejar que una niña como tú vaya por ahí a cualquier hora de la noche, y con esa ropa tan ridícula. Le debe faltar un tornillo.
Miriam se levantó y fue a un rincón donde colgaba de una cadena una jaula encapuchada. Atisbo bajo la cubierta.
—Es un canario —dijo—. ¿Puedo despertarlo? Me gustaría oírlo cantar.
—Deja en paz a Tommy —contestó ansiosa—. No te atrevas a despertarlo.
—De acuerdo —dijo Miriam—, aunque no veo por qué no puedo oírlo cantar. —Y luego—: ¿Tiene algo de comer? ¡Me muero de hambre! Aunque sólo sea pan con mermelada y un vaso de leche.
—Mira —Mrs. Miller se levantó del taburete—, mira, si te hago un buen bocadillo, ¿te portarás bien y te irás corriendo a casa? Seguro que es más de medianoche.
—Está nevando —le echó en cara Miriam—. Hace frío y está oscuro.
Mrs. Miller trató de controlar su voz:
—No puedo cambiar el clima. Si te preparo algo de comer, prométeme que te irás.
Miriam se frotó una trenza contra la mejilla. Sus ojos estaban pensativos, como si sopesaran la propuesta. Se volvió hacia la jaula.
—Muy bien —dijo—. Lo prometo.
¿Cuántos años tiene? ¿Diez? ¿Once? En la cocina, Mrs. Miller abrió un frasco de mermelada de fresa y cortó cuatro rebanadas de pan. Sirvió un vaso de leche y se detuvo a encender un cigarrillo. ¿ Y por qué ha venido? Su mano tembló al sostener la cerilla, fascinada, hasta que se quemó el dedo. El canario cantaba. Cantaba como lo hacía por la mañana y a ninguna otra hora.
—¿Miriam? —gritó—, Miriam, te he dicho que no molestes a Tommy.
No hubo respuesta. Volvió a llamarla; sólo escuchó al canario. Inhaló el humo y descubrió que había encendido el filtro... Atención, tenía que dominarse.
Entró la comida en una bandeja y la colocó en la mesa de centro. La jaula aún tenía puesta la capucha. Y Tommy cantaba. Tuvo una sensación extraña.
No había nadie en el cuarto. Atravesó el gabinete que daba a su dormitorio; se detuvo en la puerta a tomar aliento.
—¿Qué haces? —preguntó.
Miriam la miró; sus ojos tenían un brillo inusual. Estaba de pie junto al buró, y tenía delante un joyero abierto. Examinó a Mrs. Miller unos segundos, hasta que sus miradas se encontraron, y sonrió.
—Aquí no hay nada de valor —dijo—, pero me gusta esto. —Su mano sostenía un camafeo—. Es precioso.
—¿Y si lo dejas en su sitio...? —De pronto sintió que necesitaba ayuda. Se apoyó en el marco de la puerta. La cabeza le pesaba de un modo insoportable; sentía la presión rítmica de sus latidos. La luz de la lámpara parecía a punto de desfallecer.
—Por favor, niña..., es un regalo de mi marido...
—Pero es hermoso y lo quiero yo —dijo Miriam—. Démelo.
Se incorporó, esforzándose en formular una frase que de algún modo pusiera el broche a salvo; entonces se dio cuenta de algo en lo que no había reparado desde hacía mucho: no tenía a quien recurrir, estaba sola. Este hecho, simple y enfático, la aturdió completamente; sin embargo, en esa habitación de la silenciosa ciudad nevada había algo que no podía ignorar ni (lo supo con alarmante claridad) resistir.
Miriam comió vorazmente; cuando se terminó el pan con mermelada y la leche, sus dedos se movieron sobre el plato como telarañas en busca de migajas. El camafeo refulgía en su blusa, el rubio perfil parecía un falso reflejo de quien lo llevaba.
—Estaba buenísimo —asintió—, ahora sólo faltaría un pastel de almendra o de cereza. Los dulces son deliciosos, ¿no cree?
Mrs. Miller se mantenía en precario equilibrio sobre el taburete, fumando un cigarrillo. La red del pelo se le había ido ladeando y le asomaban mechones hirsutos. Tenía los ojos estúpidamente concentrados en nada; las mejillas con manchas rojas, como si una violenta bofetada le hubiera dejado marcas perdurables.
—¿No hay dulce, un pastel?
Mrs. Miller sacudió el cigarrillo; la ceniza cayó en la alfombra. Ladeó la cabeza levemente, tratando de enfocar sus ojos.
—Has prometido que te irías si te daba de comer —dijo.
—¿En serio? ¿Eso he dicho?
—Fue una promesa, estoy cansada y no me encuentro nada bien.
—No se altere —dijo Miriam—. Es broma.
Cogió su abrigo, lo dobló sobre su brazo y se colocó la boina frente al espejo. Finalmente se inclinó muy cerca de Mrs. Miller y murmuró:
—Déme un beso de buenas noches.
—Por favor..., prefiero no hacerlo.
Miriam alzó un hombro y arqueó un ceja:
—Como guste. —Fue directamente a la mesa de centro, tomó el florero que tenía unas rosas de papel, lo llevó a donde la dura superficie del piso yacía al descubierto y lo dejó caer. Ella pisoteó el ramo después que el cristal reventara en todas direcciones. Luego, muy despacio, se dirigió a la puerta. Antes de cerrarla se volvió hacia Mrs. Miller con una mirada llena de curiosidad y estudiada inocencia.
Mrs. Miller pasó el día siguiente en cama. Se levantó una vez para dar de comer al canario y tomar una taza de té. Se tomó la temperatura: aunque no tenía fiebre, sus sueños respondían a una agitación febril, a una sensación de desequilibrio, presente incluso cuando miraba el techo con los ojos muy abiertos. Un sueño se colaba entre los otros como el esquivo y misterioso tema de una compleja sinfonía; le traía escenas de precisa nitidez que parecían trazadas por una mano de intensidad virtuosa: una niña pequeña, vestida de novia y ataviada con una guirnalda, encabezaba una procesión, una hilera gris que descendía por una montaña; había un silencio inusual hasta que una mujer preguntaba desde atrás: «¿Adonde nos lleva?» «Nadie lo sabe», respondía un viejo que caminaba delante. «Pero ¿verdad que es hermosa?», intervenía un tercero. «¿Acaso no es como una flor congelada..., tan blanca y deslumbrante?»
El martes por la mañana ya se encontraba mejor. El sol se colaba por las persianas en haces incisivos, arrojando una luz que desbarataba sus nocivas fantasías. Abrió la ventana y descubrió un día de deshielo, templado como en primavera; una hilera de nubes limpias, nuevas, se arrugaba contra el inmenso azul de un cielo fuera de temporada, y más allá de la línea de azoteas podía ver el río, el humo de las chimeneas de los remolcadores que se curvaba en un viento tibio. Un enorme camión plateado cepillaba la nieve amontonada en la calle; el aire propagaba el ronroneo del motor.
Después de arreglar el apartamento fue al colmado, hizo efectivo un cheque y siguió hacia Schrafft's, donde desayunó y conversó alegremente con la camarera. Ah, era un día maravilloso —casi como un día festivo—, hubiera sido una tontería regresar a casa.
Tomó un autobús que iba por la Avenida Lexington hasta la calle Ochenta y seis. Había decidido ir de compras.
No tenía idea de lo que quería o necesitaba; caminó sin rumbo fijo, atenta sólo a la gente que pasaba; se fijó en que iban con prisa y tensos, hasta que se sumió en una incómoda sensación de aislamiento.
Aguardaba en la esquina de la Tercera Avenida cuando le vio. Era viejo, patizambo, iba agobiado por una carga de paquetes a reventar. Llevaba un desleído abrigo color café y una gorra de cuadros. De repente se dio cuenta de que intercambiaban una sonrisa: nada amistoso, sólo dos fríos destellos de reconocimiento. Sin embargo, estaba segura de no haberlo visto antes.
El hombre estaba junto a una columna del tren elevado. Cuando atravesó la calle, él se volvió y la siguió. Se le acercó bastante; de reojo, ella veía su reflejo vacilante en los escaparates.
Luego, a mitad de una manzana, se detuvo y lo encaró. También él se detuvo, irguió la cabeza, sonriendo. ¿Qué podía decirle? ¿Qué podía hacer allí, a plena luz del día, en la calle Ochenta y seis? Era inútil; aceleró el paso, despreciando su propia identidad.
La Segunda Avenida se ha vuelto una calle deprimente, hecha de restos y sobras, parte asfalto, parte adoquines, parte cemento; su atmósfera de abandono es permanente. Caminó cinco manzanas sin encontrar a nadie, seguida por el incesante crujido de las pisadas en la nieve. Cuando llegó a una floristería el sonido seguía a su lado. Se apresuró a entrar. Le miró a través de la puerta de cristal: el hombre siguió de largo, sin aminorar el paso, la mirada fija hacia el frente, pero hizo algo extraño y revelador: se alzó la gorra.
—¿Seis de las blancas, dice? —preguntó la florista.
—Sí —dijo ella—, rosas blancas.
De ahí fue a una cristalería y escogió un florero, presunto sustituto del que había roto Miriam, aunque el precio era desmedido y el florero mismo (pensó) de una vulgaridad grotesca. Sin embargo, había iniciado una serie de adquisiciones inexplicables, como quien obedece a un plan trazado de antemano, del que no tiene el menor conocimiento ni control.
Compró una bolsa de cerezas escarchadas, y en una confitería llamada Knickerbocker se gastó cuarenta centavos en seis pastelillos de almendra.
En la última hora había vuelto a hacer frío; las nubes ensombrecían el sol como lentes borrosas y el cielo se teñía con la osamenta de una penumbra anticipada; una bruma húmeda se mezcló con la brisa; las voces de los últimos niños que corrían sobre la nieve sucia amontonada en la calle sonaban solitarias y desanimadas. Pronto cayó el primer copo. Cuando Mrs. Miller llegó al edificio de piedra, la nieve caía como una cortina y las huellas de las pisadas se desvanecían nada más impresas.
Las rosas blancas quedaron muy decorativas en el florero. Las cerezas escarchadas brillaban en un plato de cerámica. Los pastelillos de almendra, espolvoreados de azúcar, aguardaban una mano. El canario aleteaba en su columpio y picoteaba una barra de alpiste.
A las cinco en punto sonó el timbre. Sabía quién era. Recorrió el apartamento arrastrando el dobladillo de su bata.
—¿Eres tú? —preguntó.
—Claro. —La palabra resonó aguda desde el vestíbulo—. Abra la puerta.
—Vete —dijo Mrs. Miller.
—Dése prisa, por favor..., que traigo un paquete pesado.
—Vete.
Regresó a la salita, encendió un cigarrillo, se sentó y escuchó el timbre con toda calma: una y otra y otra vez.
—Más vale que te vayas, no tengo la menor intención de dejarte entrar.
Al poco rato el timbre dejó de sonar. Mrs. Miller permaneció inmóvil unos diez minutos. Luego, al no oír sonido alguno, pensó que Miriam se habría ido. Caminó de puntillas; abrió un poquito la puerta. Miriam estaba apoyada en una caja de cartón, acunando una bonita muñeca francesa entre sus brazos.
—Creí que ya no vendría —dijo de mal humor—. Tome, ayúdeme a meter esto, pesa muchísimo.
Más que a una fascinación sucumbió a una curiosa pasividad. Entró la caja y Miriam la muñeca. Miriam se arrellanó en el sofá; no se molestó en quitarse el abrigo ni la boina; miró distraídamente a Mrs. Miller, quien dejó caer la caja y se detuvo, vacilante, tratando de recuperar el aliento.
—Gracias —dijo Miriam. A la luz del día parecía agotada y afligida; su pelo, menos luminoso. La muñeca a la que hacía mimos tenía una exquisita peluca empolvada, sus estúpidos ojos de cristal buscaban consuelo en los de Miriam—. Tengo una sorpresa —continuó—. Busque en la caja.
Mrs. Miller se arrodilló, destapó el paquete y sacó otra muñeca, luego un vestido azul, seguramente el que Miriam llevaba aquella primera noche en el cine; sobre el resto dijo:
—Sólo hay ropa, ¿por qué?
—Porque he venido a vivir con usted —dijo Miriam, doblando el rabillo de una cereza—. ¡Qué amable, me ha comprado cerezas!
—¡Eso no puede ser! Vete, por el amor de Dios, ¡vete y déjame en paz!
—¿... y las rosas y los pastelillos de almendra? ¡Qué generosa, de verdad! ¿Sabe? Las cerezas están deliciosas. El último lugar donde viví era la casa de un viejo tremendamente pobre; jamás teníamos cosas buenas de comer. Creo que aquí seré feliz. —Hizo una pausa para estrechar a su muñeca—. Bueno, dígame dónde puedo poner mis cosas...
La cara de Mrs. Miller se disolvió en una máscara de arrugas rojizas; empezó a llorar: un llanto artificial, sin lágrimas, como si, no habiendo llorado en mucho tiempo, hubiera olvidado cómo se hacía. Retrocedió cautelosamente. Siguiendo el contorno de la pared hasta sentir la puerta.
Atravesó el vestíbulo y corrió escaleras abajo hasta un descansillo. Golpeó frenéticamente la puerta del primer apartamento a su alcance. Le abrió un pelirrojo de baja estatura. Entró haciéndolo a un lado.
—Oiga, ¿qué coño es esto?
—¿Pasa algo, amor? —Una mujer joven salió de la cocina, secándose las manos. Mrs. Miller se dirigió a ella:
—Escúchenme —gritó—, me avergüenza comportarme de este modo, pero..., bueno, soy Mrs. Miller y vivo arriba y... —Se cubrió la cara con las manos—. Resulta tan absurdo...
La mujer la condujo a una silla mientras el hombre, nervioso, revolvía las monedas en su bolsillo.
—¿Y bien?
—Vivo arriba. Una niña ha venido a verme, creo que le tengo miedo. No quiere irse y yo no puedo..., va a hacer algo horrible. Ya me ha robado un camafeo, pero está a punto de hacer algo peor, ¡algo horrible!
—¿Es pariente suya? —preguntó el hombre.
Mrs. Miller negó con la cabeza:
—No sé quién es. Se llama Miriam, pero en realidad no la conozco.
—Tiene que calmarse, guapa —le dijo la mujer, dándole golpecitos en el brazo—. Harry se encargará de la niña. Date prisa, amor.
Ella dijo:
—La puerta está abierta: es el 5 A.
El hombre salió, la mujer trajo una toalla y le humedeció la cara.
—Es usted muy amable —dijo—. Lamento comportarme como una tonta, pero esa niña perversa...
—Claro, guapa —la consoló la mujer—. Más vale tomárselo con calma.
Mrs. Miller apoyó la cabeza en la curva de su brazo; estaba tan quieta que parecía dormida. La mujer puso la radio: un piano y una voz rasposa llenaron el silencio. La mujer zapateó con excelente ritmo:
—Tal vez deberíamos subir nosotras también —dijo.
—No quiero volver a verla. No quiero ir a ningún sitio del que ella pueda estar cerca.
—Vamos, vamos, ¿sabe qué debería haber hecho? Llamar a la policía.
Precisamente entonces oyeron al hombre en las escaleras. Entró a zancadas, rascándose la nuca con el ceño fruncido.
—Ahí no hay nadie —dijo, sinceramente embarazado—. Debe haberse largado.
—Eres un imbécil, Harry —exclamó la mujer—. Hemos estado aquí todo el tiempo y habríamos visto... —Se detuvo de golpe; la mirada del hombre era penetrante.
—He buscado por todas partes —dijo—, y la verdad es que no hay nadie. Nadie. ¿Entendido?
—Dígame —Mrs. Miller se incorporó—, dígame, ¿ha visto una caja grande?, ¿o una muñeca?
—No. No, señora.
La mujer, como si pronunciara un veredicto, dijo:
—Bueno, para haber pegado ese alarido...
Mrs. Miller entró despacito en su apartamento y se detuvo en medio de la salita. No, en cierto modo no había cambiado: las rosas, los pastelillos y las cerezas estaban en su sitio. Pero era una habitación vacía, más vacía que un espacio sin muebles ni familiares, inerte e inanimado como un salón fúnebre. El sofá emergía frente a ella con una extrañeza nueva: su vacuidad tenía un significado que hubiera sido menos agudo y terrible de haber estado Miriam allí hecha un ovillo. Fijó la mirada en el lugar donde recordaba haber dejado la caja. Por un momento, el taburete giró angustiosamente. Se asomó a la ventana; no había duda: el río era real, la nieve caía. Pero a fin de cuentas uno nunca podía ser testigo infalible: Miriam, allí de un modo tan vivo, y, sin embargo, ¿dónde estaba? ¿Dónde, dónde?
Como en sueños, se hundió en una silla. El cuarto perdía sus contornos; estaba oscuro y no había manera de impedir que se hiciera más oscuro; no podía alzar la mano para encender una lámpara.
Cerró los ojos y sintió un impulso ascendente, como un buzo que emergiera de profundidades más oscuras, más verdes. En momentos de terror o de enorme tensión sobrevienen instantes de espera; la mente aguarda una revelación mientras la calma teje su madeja sobre el pensamiento; es como un sueño, o como un trance sobrenatural, un remanso en el que se atiende a la fuerza del razonamiento tranquilo: bueno, ¿y qué si no había conocido nunca a una niña llamada Miriam? ¿Se había asustado como una estúpida en la calle? A fin de cuentas, igual que todo lo demás, eso tampoco importaba. Miriam la había despojado de su identidad, pero ahora recobraba a la persona que vivía en ese cuarto, que se hacía su propia comida, que tenía un canario, alguien en quien creer y confiar: Mrs. H. T. Miller.
En medio de esa sensación de contento, se percató de un doble sonido: el cajón del buró que se abría y se cerraba. Le parecía estar escuchándolo con mucho retraso: abrirse, cerrarse. Luego, a este ruido áspero le siguió un susurro tenue, delicado; el vestido de seda se aproximaba más y más, se volvía tan intenso que hasta las paredes vibraban. El cuarto cedía bajo una ola de murmullos. Mrs. Miller se puso rígida, y abrió los ojos ante una mirada hueca y fija:
—Hola —dijo Miriam.

[Traducción de Juan Villoro]





  

Cadáveres Exquistos, escritos por el Colectivo Pena Ajena, en San Juan del río: Miguel Ábrica, Luis Alanís, Ulises Paniagua, Ivonne Mendoza y Ray Manzanárez

Aquí un poema escrito a la manera de los cadáveres exquisitos, donde tengo el gusto de haber contribuido. Los autores: los integrantes del Colectivo Pena Ajena, grupo Multidiciplinario. La causa: una presentación en San Juan del Río. Disfrútenlos.

CADÁVERES EXQUISITOS DEL COLECTIVO PENA AJENA

 
Imagen: Luis Alanís Téllez
 

CADÁVERES EXQUISITOS DE PENA AJENA

I

La muerte tejía poemas

sobre el filo de su guadaña.

Dentro de los filos de la iguana

el horizonte sigue cantando

y detrás del destino trazado por un pincel 

surge la luz dentro del ánima

y sin embargo las anémonas

que mascaban libélulas

se detuvieron en el acto,


cuando notaron que eran observadas,


porque, agazapado en mis murmullos,

violenta, impacta, infecta,

intacta y me destroza.

Cinco palabras arriba

vuelvo al piso de la necedad.

Suenan tambores río abajo

y suena el fuego;

es sofocado por bomberos

 bien entrenados,

callan tambores río a cuestas,

corre la sangre, suena la tierra, pide defensa;
debajo de sus párpados

la desesperación cobija  sus vendavales

porque Dios ha comprado algunos monos

y los ha puesto a pastar

en grandes praderas de libertad,

y sobre el cielo de su sueño:

La sombra de un Dios oscuro.

Para entonces las pústulas

de la monja lubricaban fluidos

que enamoraban a las moscas,

las cuales describían elipses

cortejando los orificios…

allí la vi… rabia pálida,  bravura azul,

nostalgia encendida,

navegarte las orillas saladas,

navegar el infinito de tus garras,


azotarme en tus paredes de humedad,

azotarme con tus olas y tus rocas,

anclarme detrás de tus destellos,

naufragar entre tus largas alas.

Quiero cabalgar

sobre las violáceas ráfagas

hasta el centro del árbol.



Miguel Ábrica

Luis Alanís

Ray Manzanárez

Ivonne Mendoza


Ulises Paniagua                                                              



(31/5/14 San Juan del Río Querétaro)





II

 

Del periódico, pronto, una mariposa

 no quiso volverse blanca, nunca más.

Nacen de los cráteres más oscuros,

de los anteojos de la langosta,

en universo poseído

por burbujas negras,

brotan de mis tobillos desvelados.


Desgarra abrupto las ciernes de mis caderas,


hínchame los poros de la miel eterna

y en tu regazo me envuelvo,

gaviota de cuatro vientos.


Me encarcelo entre tu celo de felina,

salvaje brisa fresca

que me azota hambrienta.

Como un rehilete trovador


catequizar a las ventanas gritonas,

esperando los andamios del viento,

las marsopas de lo vivo:

Café, azúcar, vacío, canto…

La guitarra se desmaya

sobre sus manos calizas,

traspasa el umbral del sueño,

despertará en otro mundo;


el tiempo lineal, el tiempo etéreo,

dulce abismo

entre lúgubres acantilados.


Nunca, por decir que sí, eres verde;

 te piensas caracol,


fluyen mis manos en el jardín de tu piel,


me corrompo con tus ecos, me deshago,


fluyen mis dientes sobre tu pan sediento.



Miguel Ábrica

Luis Alanís

Ray Manzanárez

Ivonne Mendoza

Ulises Paniagua



(31/5/14 San Juan del Río Querétaro)



 

miércoles, 6 de agosto de 2014

Ulises Paniagua, ensayo acerca de Lo inasible de la Poesía


Lo inasible de la Poesía
(ensayo)
 
por: Ulises Paniagua

México, 2014

Cuando alcanzamos una flor y rozamos sus pétalos con las yemas de los dedos, ¿en verdad tocamos la flor?, ¿en verdad se produce ese contacto? Según los avances cuánticos existe un espacio entre la materia y la antimateria, un espacio denominado materia negra, que hace imposible un contacto verdadero entre los cuerpos. Entre nuestras yemas y la flor existe un pequeño abismo. El oficio del poeta es similar, pues ahonda en intenciones imposibles cuando busca el roce con los pétalos. Es como aquella paradoja de Zenón sobre Aquiles y la tortuga, donde a pesar de los bríos y la desesperación del héroe griego, le está vedado alcanzar al animal, quien está un espacio más adelante, de manera eterna.

         ¿Cuándo un poema retrata a la flor, realmente puede capturarse entre los versos a la propia materia? Con esta interrogante, sucede un efecto similar a un poema que leí hace años -cuya autoría se ha esfumado en los polvosos archivos de mi memoria-: ¿puede el canto del mirlo ser el mirlo, puede? El poeta es, en palabras del uruguayo Saúl Ibargoyen, un simple escriba; una persona dedicada a transcribir la belleza, a describir el mundo incluso en sus más fétidos horrores. Para ello, recurre a la transferencia, a un talento específico donde sublima la naturaleza y la realidad, y con ello traduce un lenguaje para el resto de la especie. Sucede así con los pintores: los campos de girasoles propuestos por Vincent Van Gogh no son fieles a la realidad, ni intentan ajustarse a reproducir cada detalle en busca de realismo. El pintor holandés generó una visión propia, una mirada particular sobre aquello que todos ven, encontró borrascas que nadie podría explicar –tal vez ni él podría explicarlas- y sin embargo, su mirada es tan peculiar y honesta que asume un compromiso universal. Dicho de otra forma, Van Gogh consiguió dotar del acto poético a su pintura. La búsqueda de ese acto le ocasionaba incluso angustia: La poesía está por todas partes, pero llevarla al papel es, por desgracia, más complicado que verla, confiesa Van Gogh.

         Nada más cierto. Y aquí encallamos en una de las grandes dificultades de la literatura: definir qué es la poesía. ¿Qué es poesía?, dices mientras clavas / en mi pupila tu pupila azul. / ¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas? / Poesía... eres tú. Así dice la rima XXI de Gustavo Adolfo Bécquer, entre la espesa miel del movimiento romanticista. La rima de Bécquer es hermosa, aunque superficial, y sobre todo, ambigua. ¿Qué es la poesía?, seguimos preguntando más de un siglo después. La respuesta va más allá de las letras, desde luego, y se instala en un umbral entre lo creado y lo que está por crearse; entre la razón y el sentimiento. La escritora Andrea Cote Botero dice al respecto: Infatigable cuestionamiento, la inquietud por definir la poesía es tan antigua como su práctica misma. Ya en el Libro X de La República Platón inauguró con su cuestionamiento a Homero el debate sobre la definición de poesía, su forma y función. Aristóteles, quien continúo la discusión en su Poética, le adjudicó a la poesía la superioridad de un saber más específico que el de la Historia. Desde entonces ésta ha seguido tropezando con muchos otros calificativos: de lo sublime, lo profano y lo rebelde, entre otros tantos.

         Pero la poesía existe per se; está viva y se presenta a cada jornada a los ojos de los hombres. Está y siempre estará allí. Como yo suelo imaginarlo, la poesía es un árbol luminoso que gira alrededor de nosotros, y del cual arrancamos o tomamos alguna naranja, de vez en vez, mientras sigue girando al alcance de todos los artistas. Esa naranja es deliciosa y jugosa, sin duda. Otra metáfora que he construido, para comprender a la poesía, es la de un tigre albino que se pierde en las entrañas de la nieve. El tigre es blanco, el fondo gélido es albo, en una idea similar a la nada al acumular lo blanco sobre lo blanco; sin embargo, ese mínimo avistamiento en el saltar del tigre hasta desaparecer, ese instante efímero, esa imagen casi inventada por nosotros sobre ese tigre, eso es la poesía. No podemos asir al tigre, pero sí podemos quedarnos con la emoción que nos ha provocado ese encuentro furtivo.  Después, la complejidad radica en saber y poder transmitir esa sensación. Para Mark Strand, el dejo poético es similar. Dice el poeta canadiense: La poesía es una puerta que se abre y se cierra, dejando en el asombro al que mira adentro. La poesía es compleja, onírica incluso. El cubano José Lezama Lima comenta: La poesía es un caracol dentro de un rectángulo de agua. Una frase que representa lo intangible de alcanzar una definición concreta al respecto.

         La palabra poesía encuentra su origen etimológico en la palabra poiesis, término griego que significa creación. Platón refiere en El banquete el término poiesis como «la causa que convierte cualquier cosa que consideremos de no-ser a ser». Una tormenta azotando una ventana puede convertirse en una imagen poética; el incendio de la Biblioteca de Alejandría puede convertirse en un hecho poético, bastante triste, por cierto; la sombra que proyecta un árbol, un halcón sobrevolando la montaña, todo es poesía; y se fundamenta en los sentidos: lo que se mira, lo que se escucha y se respira, lo que se toca y se gusta, que exige expresarse de alguna forma. La poesía no es exclusiva de la palabra, aunque históricamente se le asocia a ella, por derecho. Sin embargo, es posible encontrar poesía de la más alta belleza en películas de directores como Luis Buñuel, Ingmar Bergman o Federico Fellini; o en piezas como el Réquiem de Mozart, los asuntos melódicos y armónicos de Johan Sebastian Bach,  o en la propuesta contemporánea de Philip Glass. Poesía es crear, tomar el barro de lo que existe en nuestro entorno para convertirlo en expresión alegórica o metafórica. Es, como veremos más adelante, volver a nombrar al mundo. Alejandro Jodorowsky, tornando más compleja esta idea, se atreve a opinar que la poesía se produce por sí misma, y que es posible devolverla al mundo a través de un acto poético. En el acto poético la poesía queda expuesta en las calles, más allá de la palabra, en las acciones de los cuerpos y los objetos. Dice Jodorowsky: Un acto poético saca la poesía de la palabra y la convierte en acción, es la experiencia viva de la poesía. Por ejemplo, antes de salir a pisar la calle, perfuma las suelas de tus zapatos.

         Definir el concepto resulta tan inútil como tratar de asir ese pez de humo que desaparece entre nuestras manos. Pero, posiblemente algunas ideas de otros creadores pueden contribuir a formular una idea aproximada de lo que tratamos. Robert Frost opina: Escribir un poema es descubrir. René Char escribe: La poesía es el amor realizado del deseo que permanece como deseo. Federico García Lorca declara que Poesía es la unión de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse, y que forman algo así como un misterio. Mientras que Gorostiza compara a la creación de un poema con el juego de las escondidas, al afirmar: La poesía no es diferente, en esencia, a un juego de "a escondidas" en que el poeta la descubre y la denuncia, y entre ella y él, como en amor, todo lo que existe es la alegría de este juego. Gerardo Diego también se interna en tan oscuros laberintos: La poesía hace el relámpago y el poeta se queda con el trueno atónito en las manos, su sonoro poema deslumbrado. Creer lo que no vimos dicen que es la fe. Crear lo que no veremos, esto es la poesía.

 

         Sin embargo, en el caso específico de la poesía, es la palabra la que le da orden y nombre a las cosas. El poeta es un prestidigitador que revela, en un instante asombroso, lo innombrable. Ese alumbramiento es del que hablaba Heidegger, es también el alumbramiento espiritual mencionado por Kierkegaard; una especie de iluminación súbita, un relámpago capturado por el poeta que funciona como un pararrayos, en la fantasía metafórica del chileno Vicente Huidobro. En el principio era el verbo, dicta esa máxima bíblica, entendiendo el verbo como vocablo y como acción. Los griegos también tenían un término para definir el acto en que el vacío y la materia podían juntarse, algo en lo que se trabaja en los grandes aceleradores de partículas, norteamericanos y europeos. Se le denomina áperiron. Y sabe a magia. El poeta, cuando nombra, cuando consigue capturar el instante poético entre sus versos, consigue ascender al ápeiron de lo que mira, imagina, o sueña. El poeta es quien realiza el truco, sin revelarlo ni comprenderlo siquiera el truco. Así, Jodorovsky afirma: podemos renovar la realidad por medio de la poesía, renombrando las cosas que nos rodean con nuevas palabras. De esta manera las transformamos, porque los nombres imprimen la identidad.

         Esta idea se adentra en la realidad poética, realidad de una intangibilidad similar, y aquí nos adentramos a los oscuros secretos de la ciencia. "No hay más realidad que la realidad", dicta en el siglo XIII el poeta sufí Ibn Rushd, mejor conocido como Averroes, el gran pensador de Córdoba, quien en su obra refleja la geometría del universo en su simpleza. Todas las cosas formadas por las fuerzas del Universo tienen una forma y un contenido divinos, asegura en la más profunda perplejidad. Una afirmación debatible, por supuesto. El ser humano siempre ha buscado explicaciones para la perfección del cosmos: la sección áurea, por ejemplo, plantea resolver el misterio de la belleza, descifrar una fórmula que respira entre las posibilidades orgánicas y los objetos. Es un reconocimiento del mundo helénico a un orden al cual pertenecemos, más allá de cualquier miramiento religioso o místico. El poeta español Rafael Alberti, en A la divina proporción, aborda precisamente este asunto. Se trata de un texto que aparece en Poemas del destierro, y de los cuáles citamos los siguientes versos: A ti, cárcel feliz de la retina, / áurea sección, celeste cuadratura, / misteriosa fontana de mesura / que el universo  armónico origina…A ti, mar de los sueños angulares, flor de las cinco formas regulares, dodecaedro azul, arco sonoro…Tu canto es una esfera transparente / A ti, divina proporción de oro.

         La búsqueda de la perfección, sombra de un dios esquivo, es evidente en la Historia. Walth Withman, en su poema Canto al cuadrado divino, intentó adentrarse en ello. En su poema, Whitman compara a la figura con un dios. El cuadrado se considera perfecto por el equilibrio de sus lados. Y aprovecha, de paso, para romper con la figuración católica de una divina trinidad: Canto al cuadrado divino, avanzo desde el Único, / desde los lados, desde lo viejo y lo nuevo, / desde el cuadrado enteramente divino, / sólido, de cuatro lados (todos los lados necesarios), / desde este lado soy Jehová, / soy el viejo Brahma y soy Saturno.

         El amor es también motivo de comparación en el determinismo de los cuerpos. En su poema  La ley de gravedad, Peri Rossi escribe: Te amo con la inmutabilidad de las leyes físicas. / La tierra atrae a los cuerpos / como tú me atraes hacia tu centro. / Igual que las piedras / caigo sobre ti desde mi altura.

         ¿Hay entonces, en los versos de un autor la preocupación por ascender a aquello que no puede conocerse, aquello que apenas puede nombrar? Es un propósito sempiterno. ¿Se trata de la búsqueda de la divinidad o de un arrebato científico? ¿Metáfora, metafísica o mecánica cuántica? Hemos citado apenas tres ejemplos, pero es largo y variado este empoderamiento de los modelos matemático-físicos expresados a través de imágenes y ritmo: versos dedicados al número cero, al álgebra, a las figuras, a los volúmenes, a las leyes de la gravedad. La respuesta es probablemente una, la desesperación del ser por alcanzar el misterio de su origen y del origen de las cosas, y la sabia resignación al no conseguirlo. En ello el poeta lleva ventaja sobre el científico. Einstein dijo que lo más incomprensible acerca del Universo es que es comprensible. En oposición, el ars poética parece confirmar lo contrario: lo más comprensible en el Universo es que es incomprensible. Congruentes con ello, las Leyes de la entropía cuántica. Stephen Hawking reconoce que los modelos que se plantean en la ciencia contemporánea parecen más apuestas que certezas. Acepta  que sus modelos sobre la teoría del Bin Bang, del Origen del Universo y la expansión o contracción del mismo, son imprecisos. No hay forma de saber, o de comprobar lo que se sabe. Tan diminutos somos. Por ello seguimos recurriendo a metáforas.

         Roberto López Moreno, poeta mexicano autor de los poemarios E=mc2 y Ábrara, asume esta preocupación por descubrir el origen del todo, y por ahondar en la relación de la palabra que nombra para conseguir un nuevo origen a lo que ya existía. Él le denomina Ábrar. ¿Qué es Ábrara? ¿Qué significa? Se trata de uno de tantos y atinados neologismos que aparecen en la obra de este autor. La respuesta flota entre lo eterno. Nadie más indicado para dilucidarlo que la voz poética referida: Ábrara es la soledad en llamas / en el momento de la concepción. / El apenas instante anterior / del instante anterior / a la mónada / corriendo el guión de su energía proteica / hasta el salto / cualitativo hacia / lo que va a ser creado / y de nueva cuenta, / el apenas instante anterior / del instante anterior / a que se abra flor la cantidad hechizada. / Oh, la magia en su principio…/ Oh, el enigma inasible, / antechispa del portento y ya el portento. Ábrara…Intento de decir el acto creador del universo.

         ¿Ha quedado claro? Si no quedó claro es porque no existe nada firme ni estable en el Universo y sus principios. Apenas restan las adivinaciones, los destellos.  Profundidad mística, alquímica incluso, que se vale de encabalgamientos para ahondarnos en las frondas del misterio.

         La poesía busca nuevas formas. La mecánica cuántica plantea nuevos modelos, como los del holandés Hooft y el norteamericano Susskind.  El físico argentino Juan Martín Maldacena descubrió un modelo que representa la holografía del Cosmos, de una forma accesible. Desde entonces la mayor parte de los físicos han estado estudiando en ese sentido el aspecto tridimensional del Universo, aunque resta aún que ese modelo se aplique a situaciones generales. No sabemos si habrá un descubrimiento inmediato o tendremos que aguardar otros cincuenta años. Gracias a la poesía, no tenemos que esperar para hallar respuestas. A través de los recursos literarios, y sobre todo, a través de la mirada del dentro, nos hallamos próximos no a encontrar el dato exacto sobre el origen del Universo, pero sí próximos a adivinarlo, disfrutando a cada paso del proceso poético y la generación de lo metafórico como respuesta a aquello que se resuelve de manera científica. Y quién sabe quién descubra el qué. ¿No será acaso que la poesía ha explicado durante siglos lo que apenas ahora puede comprobarse con fórmulas y teoremas? Lo evidente es que el Universo acerca, intercala, ordena y despedaza la relación entre las partes. La mecánica cuántica se vuelve arte poética, y luego desaparece. Lo inasible hace presencia en el acto poético y en el universo, en el más profundo de los misterios.

 

 

Ulises Paniagua

San Juan del Río

23 de agosto del 2014

El aliento, un poema de Mark Strand

El aliento

Mark Strand

 

Cuando los veas
diles que todavía estoy aquí,
que me paro en una pierna mientras la otra sueña,
que esta es la única forma.
que las mentiras que les digo son diferentes
a las que me digo,
que al estar tanto aquí como allá
me estoy convirtiendo en horizonte,
que al levantarse y ponerse el sol conozco mi lugar,
que el aliento es lo que me salva,
que hasta las forzadas silabas del declinar son aliento,
que si el cuerpo es un ataúd también es un armario de aliento,
que el aliento es un espejo nublado de palabras,
que el aliento es lo que me salva,
que hasta las forzadas sílabas del declinar son aliento,
que si el cuerpo es un ataúd también es un armario de aliento,
que el aliento es un espejo nublado de palabras,
que el aliento es lo único que sobrevive al grito de ayuda
al penetrar el oído del extraño
y permanece mucho después de haber desaparecido la palabra,
que el aliento es el comenzar de nuevo, que de él
toda resistencia se desprende, como se desprende el significado
de la vida, o la oscuridad de la luz,
que el aliento es lo que les ofrezco cuando les envío mi amor.
 
 
 
 
 
 




viernes, 1 de agosto de 2014

Todos los mares llevan a Alma Karla Sandoval, por Ulises Paniagua


Todos los mares llevan a Alma Karla Sandoval

por: Ulises Paniagua

 


         En cierta ocasión, Virginia Woolf comentó: Nos produce náusea la vista de personalidades triviales que se descomponen en la eternidad de lo impreso.  Una frase impecable que demuestra el rigor con el que la escritora trabajaba sus textos.

         La Woolf es considerada pilar del feminismo del siglo XX, junto a escritoras como Simone de Beauvoir y Anne Sexton. Virginia Woolf dotó a sus historias de profundidad y generó personajes de gran presencia. Es evidente en sus letras la reivindicación existencial, el sentido de saber y conocer para qué se viene a este mundo dominado por los hombres. Las mujeres han vivido todos estos siglos como esposas, con el poder mágico y delicioso de reflejar la figura del hombre, el doble de su tamaño natural, asegura con absoluta lucidez. El poder en su prosa es evidente, ejerce fascinación a cada página, una fascinación que ha perdurado hasta generaciones contemporáneas. Por ello, no es una coincidencia que Alma Karla Sandoval haya decidido retomar a  la escritora londinense  para dar título a su primer libro de cuentos: Todos los mares llevan a Virginia (Sediento Ediciones, 2014).

         Este cuentario, escrito de manera ágil e inteligente, se convierte en una miscelánea de historias que abundan en temas profundos y profusos: el amor; la rebeldía de la mujer para liberarse del yugo económico y psicológico; y el amplio anhelo de libertad a través de los actos propios y uno que otro encuentro pasional. Incluso se adentra en lo histórico, pues uno puede acceder a las leyendas revolucionarias del estado de Morelos al navegar sus páginas. El oficio está presente a cada párrafo. Sandoval es una escritora con experiencia y conocimiento, intensificado gracias a  su actividad catedrática, que la mantiene en contacto con las letras en el más fresco de los abrazos. La poesía, por su parte, es un género que ha cultivado bien (tiene más de media docena de poemarios publicados), y que le ha ayudado a dotar a las historias -como sucede con escritores como Cortázar u Oscar Wilde- de un contexto metafórico. El ritmo es parte de la delicia en la lectura de estos cuentos. La capacidad poética de Alma Karla es un asunto que no puede cuestionarse, pues en el año 2013 fue galardonada con el Premio Nacional Ignacio Manuel Altamirano.

         En las historias de Todos los mares llevan a Virginia, es evidente el tedio y la rutina de las parejas; así, el desconcierto se avecina entre los amantes. En algunos episodios del libro el hombre es el diablo, ese diablo que maltrata, que comete infidelidades, que golpea y luego bebe un frapuchino en cualquier Starbucks, al lado de la mujer oprimida; es esa oscura presencia que obliga a una chica a repetir, sin saber por qué: fue mi culpa, perdón. El matrimonio es un auto que corre a toda velocidad, que se estrella sembrando la muerte. Volviendo a Oscar Wilde, citamos una frase que podría resumir el parecer general: Los hombres casados son horriblemente aburridos cuando son buenos maridos, e insoportablemente presumidos cuando no lo son.

         Este asunto de géneros no es una regla, sin embargo, es interesante conocer lo que las mujeres tienen que decir acerca de los hombres. Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, comenta: Las mujeres no necesitan estudiar a los hombres, porque los adivinan. Y parte de adivinarlos es la esperanza de escapar a su indiferencia conyugal. Siguiendo este camino, Alma Karla Sandoval nos conduce al encuentro de la soledad de una esposa dentro de casa: La mujer quiere llegar a escribir un correo electrónico, a guardar tres vestidos, cosméticos, desodorante y la bolsa de todos los días. Pero hay dos cacerolas, cinco platos, dos sartenes con grasa y siete vasos sucios en el lavadero. Sin embargo, lo más interesante en los cuentos de la autora que nos ocupa es que, a pesar de todo, la mujer no siempre interpreta el papel de víctima; se vuelve de carne y hueso, una mujer con anhelos y fantasías, quien en la más absoluta libertad decide su búsqueda, lo que puede conducir a romances que hieren la sensibilidad de quien las ama o supone amarlas. Esa es la fortaleza de la mujer-tigre, que devora lo que hay a su paso. En uno de sus cuentos, es evidente este tipo de desconcierto en la pareja: Esperé a que durmieras para llamarle al erotómano y pedirle que viniera a hacer visita. Estuve a punto de proponer un trío, pero eso habría sido peor que apuñalarte…Me levanté buscándote. El bungaló, con los trastes limpios, se había quedado solo. O bien, qué decir de este fragmento en el cuento que da título al libro, donde se muestra la independencia de una mujer que escribe a su pareja, Leonard: No te pido perdón, aunque entenderás que me apena mucho no poder envejecer acariciando tus arrugas o lanzando monedas a fuentes mágicas…Debía marcharme.

         Para aquellos prejuiciosos que pudieran esgrimir alguna crítica en contra de lo banal que puede resultar el tema de las relaciones amorosas, es necesario aclarar que la mirada de Sandoval en ningún momento se conforma con ello. Va más allá, estableciendo a través de los cuentos la terrible relación entre la violencia ejercida hacia la mujer y la violencia ejercida sobre los derechos humanos y sobre la sociedad. La propuesta literaria, en todo momento, aboga por el derecho a la libertad, tanto física como de pensamiento. Así, encontramos la cruenta historia donde Leonora Carrington escapa de los nazis a través de sus alucinaciones, en un exilio que guarda sorpresas oscuras. También podemos leer en Desnuda en un jardín de flores violentas, el trágico destino al que puede conducir el activismo en un mundo bestial.

         En un par de historias magistrales, por su parte, la narradora y poeta consigue hacernos cimbrar, establecer conciencia e identificación, al describir con crudeza el terror desatado en Cuernavaca y sus alrededores, una vez iniciada la guerra entre los cárteles, la furia del narcotráfico en sus antes pacíficas calles. La policía no parece dar respuesta, y una vendedora se muestra aterrada ante la llegada del nuevo teniente al presentir de lo que es capaz un hombre cuando ha probado las mieles de la corrupción y el poder. El temor de la mujer llega a tal punto que decide orar: Santa Muerte bendita, que lo maten en una balacera de por acá. En Pamela y los abrazos, una pequeña es víctima de la justificada paranoia en una ciudad que sabe que esa noche habrá un ajuste de cuentas entre bandas delictivas, un festín de sangre. El temor de las familias se desata como un virus: Le pregunto si es cierto que ya están matando a mucha gente en la calle. Me dice que no, que son mentiras. Me abraza muy fuerte, como mi papá, pero siento su corazón latir muy rápido. La realidad noquea, avergüenza por su implacable naturalidad; y a pesar de ello hay una esperanza cifrada en el papalote de un niño, un papalote que se extiende sobre el cielo. Como comenta nuestra querida Dolores Castro en el epílogo de esta obra, se trata de: Cuentos que encierran globalmente dramas del mundo actual: la violencia, la vigilia, el sueño y la ensoñación.

         En mi opinión -más allá de la certeza de que cada uno de los cuentos es disfrutable-, una de las grandes virtudes de Alma Karla es adentrarse desde su narrativa en episodios históricos del estado de Morelos, de donde bebe para regalarnos cuentos de gran manufactura. Así, historias como De barro suave y de calandrias, donde se hace presente la locura de Carlota en el Jardín Borda, y Las rosas que miran la lluvia, donde entreteje una historia de romance y odio entre la Coronela y la señora King, en pleno auge de la Revolución Mexicana, muestran una crónica literaria pero encarnada, de aquellos años.

         El convite de los cuentos es infinito en este libro. La voz de Alma Karla Sandoval, en Todos los mares llevan a Virginia es una voz limpia; que a través de la transparencia reivindica los derechos de las mujeres y de los seres humanos. Así, en el universo de sus múltiples cuentos, una mirada crítica y femenina se atreve a confrontar al mundo. No es esa estática rebeldía de Emily Dickinson, encerrada en su habitación para escribir poemas; es la vorágine, la tormenta desatada por una mujer en fuego que asoma, más allá de una imagen frágil y sutil, por encima de los dogmas y la censura. En este libro, Sandoval recuerda la importancia de cantar a pulmón abierto sobre las heridas, nos advierte de no ignorar el gran anhelo de la vida. Como diría Simone de Beauvoir al respecto: Para (la mujer), existir significa remodelar la existencia. Vivir es la voluntad de vivir. Esa voluntad es evidente en la luminosidad de los cuentos de Todos los mares llevan a Virginia.

 

Ulises Paniagua

01 de Agosto del 2014