sábado, 25 de abril de 2015

El desaliento y la liebre, de Ulises Paniagua (Cuento)

El desaliento y la liebre
Ulises Paniagua
(Cuento)




Las filas enemigas se derrumbaban sobre praderas de sangre, en un sueño cultivado por la muerte. En ese escenario escoltado por un parpadeo, tras el acero, el fuego y la derrota de los bárbaros, le coronaban Emperador de los territorios…

Al despertar, un sabor amargo se apoderó de su alma. Darío I, el Grande, cuya ambición le había arrastrado al Bósforo en la conquista de tierras helénicas, debía aceptar la infertilidad de su campaña. Se vistió y salió de la tienda para dirigir la formación de su ejército:
-Salvajes paridos por demonios –dijo al más allegado de sus oficiales-, este borbotón de guerrillas es interminable. Maldigo el nombre de Idantirso, su líder; y el de la brava reina Patá, su amuleto.
Luego bajó la vista, avergonzado. El boscaje escita representaba el paso hacia Grecia; también significaba la seguridad en la retaguardia. Era indispensable hacerse de la región a corto plazo. Semanas atrás, cuando se apostó frente al tablero de guerra, juró ante sus hombres, y en dominio de sus facultades, que regresarían con sus mujeres antes de sesenta días. Pero, ¿cómo podía combatirse la volubilidad de la ceniza y del humo? Luego vino la perturbación, la insistencia de los malos sueños: Darío transformado en una gacela; Darío atrapado en el cauce de dos ríos; aquella pesadilla en que un enorme león arrasaba con el campamento hasta dar con el líder persa para devorarlo.
Ahora su ejército se mantenía describiendo círculos torpes, encontraba hollados los pastos,  bebía veneno de los pozos. Aquellos rapaces los habían atraído con triquiñuelas –nunca peleaban de frente, sus primitivos cascos buscaban el polvo de la fuga-. Incluso los habían conducido hasta los espesos bosques de los neuros (gente que solía transformarse en lobo por las noches); y prometían, en cualquier descuido, arrastrarlos al dominio de los andrófagos de afilados colmillos (que gustaban de la carne humana). Cuando murió uno de los generales enemigos, Darío contempló el ritual a distancia: los salvajes guardaron luto durante cuarenta días, raparon sus cabezas, flagelaron sus cuerpos. Sacrificaron a la concubina del guerrero, al caballerizo y a los más bravos corceles. Luego empalaron a una gran cantidad de mancebos alrededor del túmulo, resguardándolos con artificiosos vigías sobrenaturales. Las costumbres de los desconocidos le causaban desconcierto y repulsión. La paciencia disminuía a cada amanecer. Escapaba de su entendimiento el proceder de aquellos insurrectos. Su forma de guerrear resultaba confusa, irrisoria, pero de una efectividad contundente: les gustaba atacar por los flancos, rematar a los rezagados; provocar para desaparecer como caprichosos fantasmas. Esa actitud comenzaba a enloquecerlo.
Hubo una suerte de trueno, un escándalo ensordecedor. Darío escupió sobre la tierra antes de colocarse el yelmo. El enemigo hacía acto de presencia. La gritería envolvía la horizontalidad de la tierra. El Grande llevó la diestra a la empuñadura, aguardando el ataque. Todo movimiento era vano. A lo lejos -inocentes sombras recortadas a contraluz-,  los extraños personajes se entretenían a galope, desaforados, en la caza de una liebre. De una maldita liebre. Darío el persa se consideró afrentado. No podía creerlo: lo que invitaba a la lucha era apenas un simulacro. Ni siquiera eran dignos de la atención de esas hordas bestiales, como si sus ejércitos estuvieran destinados a formar parte del paisaje, a simular una montaña o la ruda maleza de la Escitia antigua. Colérico, lanzó al aire un largo lamento. Luego exhaló la pregunta que formulan las distintas civilizaciones, siglo a siglo, desde aquella sexta centuria anterior a una figura nombrada Cristo:
-¿Qué clase de hombres son estos?
Días después, en franca humillación y criticado por sus generales, el monarca ordenó el retiro. El sol extendía las sombras de los soldados que desmantelaban las tiendas de campaña. Era evidente que los escitas se divertían algunos cientos de metros más allá, indiferentes a la decisión de Darío y a una guerra que podría continuar o no. Los salvajes continuaban cazando su liebre.



Ulises Paniagua (México, 1976)

Narrador, poeta, videasta y dramaturgo. Ha publicado cuatro poemarios: Del amor y otras miserias (Fridaura, 2009), Guardián de las Horas (Eterno femenino, 2012), Nocturno imperio de los proscritos (Sediento Ediciones, 2013, Enciclopedia de las Letras Mexicanas), y Lo tan negro que respira el Universo (Abaleo-Fridaura-Juntaversos, 2015) ; y  tres libros de cuentos Patibulario, cuentos al final del túnel, (Mutibilda, 2011), Nadie duerme esta noche (Fridaura, 2012), e Historias de la ruina (Sediento Ediciones, 2013, Enciclopedia de las Letras Mexicanas).
Su obra ha sido divulgada en diversas antologías, revistas y diarios nacionales e internacionales, incluyendo la revista El búho, Círculo de poesía y la revista Editorial Jus. Ha sido publicado en la Academia Uruguaya de Letras; así como en España, Italia, Perú, Cuba, Venezuela, Argentina y Costa Rica. En el 2007 recibió mención honorífica en el Concurso Nacional de Cuento Criaturas de la Noche. En el 2008 fue incluido en la antología de Poesía Latinoamericana Giulia Gonzaga (Italia), y en el 2014, en la antología española Poetas del siglo XXI. Ha sido traducido al inglés y al italiano. Correo electrónico:  sesilu7@yahoo.com.mx.



El turno del aullante (fragmento X) Un poema de Max Rojas.




EL TURNO DEL AULLANTE
(Fragmento No. X)
Max Rojas


"Era como si el fantasma de un hombre que se hubiera
ahorcado regresara al lugar de su suicidio, por pura
nostalgia de beber otra vez las copas que le dieron valor
para hacerlo y preguntarse, tal vez, cómo tuvo coraje."
Malcom Lowry, Bajo el volcán...


"y sepa dónde y cuándo apuñalaron mi cadáver."
A Valquiria



Caidal mi pinche extrañación vino de golpe a balbucir sepa qué tantas pendejadas;
venía dizque a escombrar lo que el almaje me horadaba,
mi pinche extrañación vino de golpe a balbucir sepa qué tantas pendejadas;
y a tientas tentoneó para encontrarse
un agujero tal de tal tamaño que en su adentro
mi agujereaje y yo no dábamos no pie
sino siquiera mentábamos finar
de donde a rastras pudiera retacharse nuestro aullido
Eso es lo que me queda -dije- de tanta extrañación
como he tenido; un hueco nada más, y ya me crujo
del tanto temblequear de que ese hueco
del mucho adolorar se me deshueque
y ya ni hueco en que caer tengamos
ni mi agujero ni mi yo
tan deshuecado invertebral volvido
que ni a madrazos mi almaraje quiera
ponerse a recoger su trocerío.
Caidal
luego de extremaunciar sepa qué tantas pendejadas;
mi pinche extrañación se fue de golpe
no le entendí ni madres de todo lo que dijo,
pero sentí que era de cosas que desgracian.
A buena hora se te ocurre - dije-venirme a jorobar con lo pasado,
cuando que a puro ferretear me atasco el alma;
si no fuera por tanto pinche clavo que me clavo,
ya ni memoria ni aulladar tendría.
A mí de sopetón una mujer me destazó en lo frío,
y desde entonces a puro pinche ardor me estoy enfriando.
Ni lumbre en el finar del almaraje y sus trocitos queda,
y sólo el agujero está y estamos dentro
mi esqueletada y yo y mis agujeros,
a trompicones tentaleando fondo
para por fin tener donde aventar el alma
y de una vez echar la moridera.
Luego de extremaunciarme el esqueleto,
mi pinche extrañación se fue de golpe;
a tales rumbos me aventó de lejos
que pura mugre soledad me fui encontrando;
de arrempujón en empujón llegué a mis huecos,
todo ya de oquedad hallado hoyado,
y sin huesaje ya y sin nada
en que la agonición llevar acabo.
Es frío -me dije- lo de agonir que tanto escalda,
pero el asunto es memoriar lo que en trocitos
del almaje va quedando de esa mujer, y yo memorio
de cuando me hoyancó, y luego hubo un desmadre talque estropició la elevación de los San
Ángel,
y memoreo, también, que al destazarme
los huesos se me fueron hasta un deshuesadero talque, entonces, mi agujereaje y yo crujímonos
de frío,
y a puro pinche enfriar hemos andado desde entonces.
Extremahumado ya,
ni un chinguirito de lumbre en el almaje y sus retazos queda
para lumbrar siquiera el huésar donde a tumbos
velorio a esa mujer que desahució mi almario
y cascajó, de paso, la ardidera.
Una llagada me dejó, y qué llagada,
y a luego hubo un friadal y un chingo más de cosas que a chingadazos, pues, me auparon la caída.
Si así -me dije-, sin nada de huesar
y a puro bújero velorearé por siempre a esa mujer mientras chinguitos del almar me queden,
y siendo como es de frío lo de agonir que tanto escalda,
mejor ya de una vez me descerrajo el alma
y a ver en qué lugar la moridera boto.
Ya ni mi triste corazón me aguanta nada,
y ya que en éstas del morir me esculco muerto,
dada la extremaunción, el último traguito
mi agujereaje y yo nos lo echaremos solos.
Briagados ya, y a tarascazos, dando fondo,
vidriaremos por ahí a ver en qué mugre velorionos aceptan:
resurreccir como que está bastante del carajo,
y este pinche camión de Tizapán que ya no pasa,
como que nada más hasta un barranco hubo llegado.

[junio de 1971]