viernes, 18 de octubre de 2013

Dos ficciones navegantes de Ulises Paniagua


La isla de los sueños salvajes
Ulises Paniagua





Villa Morgana, por la noche.

En esta isla que asoma por Oriente, donde los habitantes acostumbran el ascetismo de manera ininterrumpida, se practica una extraña costumbre cada vez que culmina cualquiera de los dos solsticios del año. Sólo a manera de ejercicio y en las fechas referidas, los villa morganos guardan la extraña costumbre de liberar las pesadillas. En una ceremonia nocturna y silenciosa, el sacerdote se encarga de correr pestillos y cerrojos desde las oscuras celdas. Como bestias furiosas, las pesadillas embisten el mundo armónico y organizado que escapa de los pensamientos de los practicantes, semejando en el asedio intelectual el vapor que emerge de una cacerola una vez que ha alcanzado el punto de ebullición.

            Pero la paciencia y la reflexión, cual si fueran poderosos escudos de cruzados en Tierra Santa, impiden cualquier acercamiento o incursión  de los malos sueños. Los ascetas, que permanecen con los ojos cerrados, en una postura vertical pero relajada que estimula la meditación, consiguen en una armonía cósmica absoluta, desplazar de su mente las imágenes oníricas en que el soñante cae desde una almena mora; o donde la amada escapa en las grupas de un caballo del demonio; o aquéllas donde se es atravesado por un tiro de ballesta o devorado por un jabalí hambriento; incluso los sueños recurrentes en que se posee una sed incontrolable de alcanzar algún exótico oasis, sin que esto sea posible.

Después del acoso que se prolonga hasta las primeras luces del alba, reina la voluntad de los ascetas. A las pesadillas, derrotadas y en franca humillación, no les queda más remedio que emprender una huída decorosa, para volver a guarecerse en la soledad de la prisión, donde a pesar de las incomodidades se sienten a salvo del desdén de sus pretendidas víctimas.

Los habitantes de Villa Morgana, por su parte, regresan a la vida común, esperando con ansia el próximo solsticio, para volver a comprobar la fuerza invencible de su interior (al menos esto refieren, en un lenguaje cincelado, una pila de menhires que se exponen en las playas de la isla).

Confieso que hasta hoy no había visto nada parecido.





 
 
Historia de caballerías
Ulises Paniagua
 
 
 
“Escribo, por tanto, acerca de lo que ni vi, ni comprobé, ni supe por otros y, es más, acerca de los que no existe en absoluto  ni tiene fundamento para existir.”
Luciano de Samosata
 
Las sorpresas que nos brindan los puertos son infinitas. Hoy, día veintitrés  de Abril; poco después de un año de viaje, sucedió un encuentro inesperado: justo con la puntualidad del mediodía, un trozo de mundo por demás extraño apareció ante nosotros; una isla de marcada firmeza, que bien podría confundirse con la boca de algún continente.
Reconocimos, sobre una loma retorcida, el porte y desafío de un caballero que destacaba por los fulgores del sol en su armadura. Montaba un poderoso corcel, al que dosificaba el coraje mediante sutiles llamamientos de brida. Se trataba -según apuntó un viejo que hace funciones de cartógrafo en nuestro barco-, del mismísimo Amadís de Gaula, de quien tanto se rumoraba en libros y folletines de Occidente.
Por un momento nos incomodamos ante la presencia del personaje; pero poco a poco, conforme arrimábamos el esqueleto de la embarcación a la peña; nos dimos cuenta de que el Amadís no parecía notarnos siquiera. Por el contrario, se concentraba en vigilar una hilera de casas que descansaban en el valle; un pequeño villorrio de tejos remendados, de paredes humedecidas por los contenidos de bacín que los habitantes acostumbran arrojar por las estrechas ventanas.
En el pueblo, mientras la fragata rozaba los abrojos secos e indiscretos de un terraplén; emergió de entre lo oscuro de las casuchas un desfile de personajes que no nos llevó mucho tiempo reconocer. Bajo el dintel de una sencilla biblioteca, –que disimulaba una fachada barroca- el malévolo encantador de Arcalús presumía el libro más reciente de la saga caballeresca. Mientras tanto, Urganda la Desconocida, hechicera y protectora de Amadís y su familia, cuyas profecías afectan las acciones de los demás; disfrutaba, a mitad de una plaza desierta, danzar sobre una pira de leña húmeda. Por Oriente, apostados como fortalezas incólumes, dos rudos gigantes dormitaban en espera de un desafío. Hacia el Sur, justo hacia donde se presume el fin del globo terráqueo; una curiosa cámara que sube y baja mediante un mecanismo semejante a una viga lagar, causaba el asombro de Tirante el blanco y  Palmerín  de Oliva.  En el Norte de la villa, melancólico y lleno de angustia, Tristán  cantaba, acompañado por un laúd plañidero, la terrible pérdida de su amada Isolda, y los inmensos trabajos que le esperaban al intentar  recuperarla.
            Nuestro navío pasó de largo. En un adormecimiento casi onírico, como si  una escena del Teatro de los sueños desfilara ante nuestros ojos, vimos desaparecer al Amadís y su villorrio, entre la confusión de una niebla espesa…
Pensé entonces en un frágil caballero, de flaco rocín y adarga antigua, contemplando la escena bajo la mirada de un Alonso Quijano lleno de asombro. Seguramente un poco más allá, en los umbrales de la creatividad y en la ineludible presencia de una mazmorra triste y salitrosa, el manco de Lepanto se daba a la tarea de crear mundos posibles; justo a la sombra de una presencia, quién sabe si funesta o benevolente, quién sabe si de Cide Hamete Benengeli o de alguna existencia aún más misteriosa que las anteriores, que no dejaba de escribirlo, mientras llenaba con la tinta de su apremio y concentración, cientos y cientos y cientos de páginas inmortales.
 
Ambas historias, del libro "Bitácora de una navegación efímera", de Ulises Paniagua.




 

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