sábado, 1 de junio de 2013

La mujer perfecta, en un cuento de Haruki Murakami

La mujer 100 % perfecta
(Cuento)
 
Haruki Murakami

Ilustración: Luis Alanís Téllez. Derechos reservados al autor.
 

Una bella mañana de abril, me crucé con la chica cien por ciento perfecta en una callecita muy concurrida del barrio de Harajuku. Para ser franco, no era tan bonita. No llamaba especialmente la atención. No iba vestida a la última moda. Sobre la nuca, sus cabellos estaban aún desarreglados por el sueño, y ella ni siquiera estaba ya en su primera juventud. Debía de tener al menos treinta años. Ya no se podía hablar estrictamente de una “chica”, era más bien una “dama”. Y sin embargo, cincuenta metros antes de cruzarla, ya lo sabía. Sabía que ella era la chica cien por ciento perfecta para mí. Desde el instante en el que percibí su silueta, mi corazón se puso a palpitar como si hubiera un temblor de tierra, mi boca se secó como si estuviera llena de arena.
De acuerdo, cada uno tiene su tipo de chica. Algunos adoran las chicas de tobillos finos, otros las chicas de ojos grandes, otros sólo aman aquellas que tienen manos bonitas, y otros aún, no sé por qué motivo, las que comen muy lentamente. Yo también, por supuesto, tengo preferencias. En el restaurante, por ejemplo, me sucede estar fascinado por la forma de la nariz de una chica sentada en la mesa vecina.
Sólo que, nadie puede confinar a la chica cien por ciento perfecta en una categoría. Yo no consigo por nada acordarme de la forma de su nariz. Ni siquiera sé si tenía nariz. Me acuerdo solamente que no era una belleza. Muy extraño.
Le dije a alguien:
—Ayer me crucé con la chica cien por ciento perfecta.
—Fiuuu, vaya. ¿Y era bonita?
—Pues, no tanto.
—¿Era tu tipo entonces?
—No logro acordarme. No recuerdo la forma de sus ojos, ni si tenía senos grandes o pequeños, no me acuerdo de nada.
—Raro, pues.
—Raro, ¿eh?
—¿Y entonces?, dijo mi interlocutor con aire de aburrimiento. Hiciste algo, ¿le hablaste, la seguiste?
—No, sólo pasé a su lado.
Ella caminaba de este a oeste, y yo de oeste a este. Era una agradable mañana de abril.
Me hubiera gustado platicar con ella, tan sólo una media hora. Le habría hecho preguntas acerca de ella, le habría hablado de mí. Y luego, sobre todo, me hubiera gustado hablar de los avatares del destino que nos había llevado a cruzarnos en una callecita de Harajuku una bella mañana de abril de 1981. En el núcleo de tal encuentro palpitaba seguramente un dulce secreto, una maquinaria antigua que databa de una época en la que el mundo vivía en paz.
Luego de haber charlado un momento, habríamos desayunado, luego nos habríamos ido a ver una película de Woody Allen, después nos habríamos tomado algunos cocteles en el bar de un hotel. Con un poco de suerte, incluso me habría acostado con ella.
Diversas posibilidades llaman a la puerta de mi corazón.
Sólo nos separaban una quincena de metros.
Bueno, ¿de qué forma la iba a abordar?
—Buen día, ¿tendrá para mí algo así como media hora, es sólo para hablar?
Ridículo. Sonaba a vendedor de seguros.
—Discúlpeme, ¿sabe de una lavandería automática por aquí?
Casi igual de ridículo. Ni siquiera llevaba un saco de ropa sucia. ¿Quién se creería tal farsa?
Más valía ser franco desde el principio.
—Buen día. Usted es la chica cien por ciento perfecta para mí.
No, eso no funcionaría. Nunca me creería. Y si me lo creía quizá no tendría ganas de hablar conmigo. Me respondería: tal vez yo sea la chica cien por ciento perfecta para usted, pero usted no es el chico cien por ciento perfecto para mí, lo siento. Bien podría suceder eso. Y si me contestaba algo semejante, creo que hubiera estado por completo abatido. Jamás me hubiera repuesto de la impresión. Tengo treinta y dos años, debe ser eso, envejezco.
Nos cruzamos a la altura de una florería. Sentí una pequeña masa de aire tibio rozar mi piel. El asfalto de la banqueta estaba frescamente rociado con agua, había un aroma a rosas. Imposible dirigirle la palabra. Llevaba un suéter blanco y tenía en la mano izquierda un sobre blanco sin franquear. Había escrito una carta a alguien. Como tenía el semblante terriblemente somnoliento, me dije que tal vez había pasado la noche escribiendo esa carta. Que ese sobre blanco contenía todos sus secretos.
Di media vuelta al cabo de unos pasos, pero ya había desaparecido entre la multitud.
Ahora, evidentemente, sé bien lo que debí haberle dicho para abordarla. Pero como de todos modos hubiera sido un discurso largo, sin duda no habría podido decírselo completo. Mis ideas siempre carecen de realismo.
En todo caso, mi historia habría comenzado por “Había una vez” y terminado en “¿No encuentra todo esto triste?”
Había una vez, en un cierto país, un muchacho de dieciocho años y una muchacha de dieciséis años. Él no era particularmente atractivo, tampoco ella. Eran sólo dos jóvenes solitarios como hay tantos. Pero cada uno de ellos estaba persuadido de que existía en alguna parte, ella el muchacho, él la muchacha cien por ciento perfectos que les estaban destinados. Creían en los milagros, y el milagro sucedió.
Un día los dos se encontraron en la esquina de una calle.
—¡Ah, qué sorpresa! ¡Hacía mucho que te buscaba! Tal vez no me creas, pero eres la chica cien por ciento perfecta para mí, dijo el muchacho a la muchacha.
Y la muchacha respondió:
—Y tú el chico cien por ciento perfecto para mí, eres exactamente tal como te había imaginado, tengo la impresión de vivir un sueño.
Los dos se sentaron en una banca de un parque, se tomaron de las manos y se pusieron a hablar, hablar, sin cansarse. Ya no estaban solos en el mundo. Habían encontrado su mitad cien por ciento perfecta. Era realmente maravilloso. Un milagro cósmico.
Pero una duda, una ligera duda, atravesó los corazones de ambos. Se preguntaban si un sueño podía realizarse tan fácilmente. El muchacho aprovechó una pausa en la conversación para proponer esto:
—Vamos a ponernos a prueba. Si en verdad somos cien por ciento perfectos el uno para el otro, un día, en alguna parte, nos encontraremos de nuevo y sabremos en verdad que estamos hechos el uno para el otro. Entonces nos casaremos de inmediato. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, dijo la muchacha.
Y se separaron. Uno partió hacia el este, el otro hacia el oeste.
Esta prueba, sin embargo, era por completo inútil. Jamás habrían debido hacerla, pues en verdad eran cien por ciento perfectos el uno para el otro, y su encuentro había sido un verdadero milagro. Pero eran demasiado jóvenes para comprenderlo, y las olas indiferentes del destino los alejaron a placer.
Un invierno, cada uno por su lado, fueron víctimas de una fea gripe que asolaba y pasaron muchas semanas entre la vida y la muerte, tras las cuales sanaron. Pero habían perdido todos los recuerdos del pasado. ¡Qué extraño evento! Cuando despertaron su cabeza estaba tan vacía como la cuenta de ahorros de D.H. Lawrence en su juventud. Pero eran jóvenes en verdad pacientes y valerosos, y gracias a sus esfuerzos, lograron recuperar el conocimiento y los sentimientos que les permitieron retomar su lugar en el seno de la sociedad. ¡Ah, Señor, eran en verdad jóvenes de méritos! Ya podían tomar de nuevo el metro y cambiar de línea, enviar una carta urgente, y consiguieron inclusive la experiencia de amores perfectos a un setenta y cinco, y en ocasiones a un ochenta y cinco por ciento.
El muchacho alcanzó pues la edad de treinta y dos años, y la muchacha, treinta. El tiempo pasaba con una rapidez sorprendente. Y luego, un día, una bella mañana de abril, el muchacho cruzó de este a oeste una callecita de Harajuku para ir a tomar un café matinal, y la muchacha emprendió el mismo camino pero de oeste a este, para ir a poner una carta urgente al correo. Se cruzaron en plena calle. Sus recuerdos perdidos difundieron un ligero fulgor en sus corazones, su pecho palpitó. Y entonces supieron.
Él supo que ella era la chica cien por ciento perfecta para él, ella supo que él era el chico cien por ciento perfecto para ella.
Pero el fulgor en sus corazones brillaba muy débilmente, sus pensamientos no eran tan claros como catorce años atrás. Se cruzaron sin decir palabra y desaparecieron en la multitud, cada uno por su lado. Para siempre.
¿No encuentra esta historia triste?
Y eso era lo que habría debido decirle.


Traducido del francés por José Abdón Flores
 
 
 
 
 
 

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