jueves, 9 de enero de 2014

El desaliento y la liebre, un cuento de Ulises Paniagua


El desaliento y la liebre
Ulises Paniagua
 
 


Las filas enemigas se derrumbaban, en un sueño cultivado por la muerte, sobre praderas de sangre espesa. En ese escenario custodiado por un parpadeo, tras el acero, el fuego y la derrota de los bárbaros, le coronaban Emperador de todos los territorios…

 
Al despertar, un sabor amargo se apoderó de su alma. Darío I, el Grande, cuya ambición le había arrastrado al Bósforo en la conquista de tierras helénicas, debía aceptar la infertilidad de su campaña.

 Se vistió y salió de la tienda para dirigir la formación de su ejército:

-Salvajes paridos por demonios –dijo al más allegado de sus oficiales-, este borbotón de guerrillas parece interminable. Maldigo el nombre de Idantirso, su líder; y el de la brava reina Patá, su amuleto.

Luego bajó la vista, avergonzado.

El boscaje escita representaba el paso franco hacia la prometida Grecia; también significaba la seguridad en la retaguardia. Era indispensable hacerse de la región a corto plazo.

 Semanas atrás, cuando se apostó frente al tablero de guerra, juró ante sus hombres, y en dominio de sus facultades, que todos regresarían con sus mujeres antes de sesenta días. Pero, ¿cómo podía combatirse la volubilidad de la ceniza y del humo?

Ahora, su ejército se mantenía describiendo círculos torpes, encontrando hollados los pastos,  bebiendo veneno de los pozos. Aquellos rapaces los habían atraído con triquiñuelas –nunca peleaban de frente, sus primitivos cascos buscaban el polvo de la fuga-. Los habían conducido hasta los espesos bosques de los neuros (gente que solía transformarse en lobo por las noches); y prometían, en cualquier descuido, arrastrarlos al dominio de los andrófagos de afilados colmillos (quienes gustaban de la carne humana).

Cuando murió uno de los generales enemigos, Darío contempló a distancia el ritual: los salvajes guardaron luto durante cuarenta días, raparon sus cabezas, flagelaron sus cuerpos. Sacrificaron a la concubina del guerrero, al caballerizo y a los más bravos corceles. Luego empalaron a una gran cantidad de mancebos alrededor del túmulo, resguardándolos con artificiosos vigías sobrenaturales.

Las costumbres de los desconocidos le causaban desconcierto y repulsión. La paciencia disminuía a cada amanecer. Escapaba de su entendimiento el proceder de aquellos insurrectos. Su forma de guerrear resultaba confusa, incluso irrisoria, pero de una efectividad contundente: les gustaba atacar por los flancos, rematar a los rezagados; provocar para desaparecer como caprichosos fantasmas.

Esa actitud comenzaba a enloquecerlo.

Hubo una suerte de trueno, un escándalo ensordecedor. Darío escupió sobre la tierra antes de colocarse el yelmo. El enemigo hacía acto de presencia. La gritería envolvía la horizontalidad de la tierra. El Grande llevó la diestra a la empuñadura, aguardando el ataque.

Todo movimiento era vano. A lo lejos -inocentes sombras recortadas a contraluz-,  los extraños personajes se entretenían a galope, desaforados, en la caza de una liebre. De una maldita liebre.

Darío el persa se resintió. Se consideró afrentado. No podía creerlo: lo que invitaba a la lucha era apenas un simulacro. Ni siquiera eran dignos de la atención de esas hordas bestiales; como si sus ejércitos hubiesen pasado a formar parte del paisaje, a simular una montaña o la ruda maleza de la Escitia antigua.

Colérico, lanzó al aire un largo lamento.

Luego exhaló la pregunta que formulan las distintas civilizaciones humanas, siglo a siglo, región por región, desde aquella sexta centuria anterior a una figura nombrada Cristo:

-¿Qué clase de hombres son estos?

Días después, en franca humillación y criticado por sus generales, el monarca ordenó el retiro. El sol extendía las sombras de sus soldados, quienes desmantelaban las tiendas de campaña.

         Algunos cientos de metros más allá, indiferentes a la decisión de Darío I, ajenos a una guerra que podría continuar o no, los escitas continuaban cazando su liebre. Era evidente que se divertían.

 

 

 

 

 

 

 

 

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