El desaliento y la liebre
Ulises Paniagua
(Cuento)
Las filas enemigas se
derrumbaban sobre praderas de sangre, en un sueño cultivado por la muerte. En ese
escenario escoltado por un parpadeo, tras el acero, el fuego y la derrota de
los bárbaros, le coronaban Emperador de los territorios…
Al despertar, un sabor amargo se apoderó de su alma. Darío
I, el Grande, cuya ambición le había arrastrado al Bósforo en la conquista de
tierras helénicas, debía aceptar la infertilidad de su campaña. Se vistió y salió
de la tienda para dirigir la formación de su ejército:
-Salvajes paridos por demonios –dijo al más allegado de sus
oficiales-, este borbotón de guerrillas es interminable. Maldigo el nombre de Idantirso,
su líder; y el de la brava reina Patá, su amuleto.
Luego bajó la vista, avergonzado. El boscaje escita representaba
el paso hacia Grecia; también significaba la seguridad en la retaguardia. Era
indispensable hacerse de la región a corto plazo. Semanas atrás, cuando se
apostó frente al tablero de guerra, juró ante sus hombres, y en dominio de sus
facultades, que regresarían con sus mujeres antes de sesenta días. Pero, ¿cómo
podía combatirse la volubilidad de la ceniza y del humo? Luego vino la
perturbación, la insistencia de los malos sueños: Darío transformado en una
gacela; Darío atrapado en el cauce de dos ríos; aquella pesadilla en que un
enorme león arrasaba con el campamento hasta dar con el líder persa para
devorarlo.
Ahora su ejército se mantenía describiendo círculos torpes,
encontraba hollados los pastos, bebía veneno
de los pozos. Aquellos rapaces los habían atraído con triquiñuelas –nunca
peleaban de frente, sus primitivos cascos buscaban el polvo de la fuga-.
Incluso los habían conducido hasta los espesos bosques de los neuros (gente que
solía transformarse en lobo por las noches); y prometían, en cualquier
descuido, arrastrarlos al dominio de los andrófagos de afilados colmillos (que gustaban
de la carne humana). Cuando murió uno de los generales enemigos, Darío contempló
el ritual a distancia: los salvajes guardaron luto durante cuarenta días,
raparon sus cabezas, flagelaron sus cuerpos. Sacrificaron a la concubina del
guerrero, al caballerizo y a los más bravos corceles. Luego empalaron a una
gran cantidad de mancebos alrededor del túmulo, resguardándolos con artificiosos
vigías sobrenaturales. Las costumbres de los desconocidos le causaban desconcierto
y repulsión. La paciencia disminuía a cada amanecer. Escapaba de su entendimiento
el proceder de aquellos insurrectos. Su forma de guerrear resultaba confusa, irrisoria,
pero de una efectividad contundente: les gustaba atacar por los flancos, rematar
a los rezagados; provocar para desaparecer como caprichosos fantasmas. Esa
actitud comenzaba a enloquecerlo.
Hubo una suerte de trueno, un escándalo ensordecedor. Darío
escupió sobre la tierra antes de colocarse el yelmo. El enemigo hacía acto de
presencia. La gritería envolvía la horizontalidad de la tierra. El Grande llevó
la diestra a la empuñadura, aguardando el ataque. Todo movimiento era vano. A
lo lejos -inocentes sombras recortadas a contraluz-, los extraños personajes se entretenían a
galope, desaforados, en la caza de una liebre. De una maldita liebre. Darío el persa
se consideró afrentado. No podía creerlo: lo que invitaba a la lucha era apenas
un simulacro. Ni siquiera eran dignos de la atención de esas hordas bestiales,
como si sus ejércitos estuvieran destinados a formar parte del paisaje, a
simular una montaña o la ruda maleza de la Escitia antigua. Colérico, lanzó al
aire un largo lamento. Luego exhaló la pregunta que formulan las distintas
civilizaciones, siglo a siglo, desde aquella sexta centuria anterior a una
figura nombrada Cristo:
-¿Qué clase de hombres son estos?
Días después, en franca humillación y criticado por sus
generales, el monarca ordenó el retiro. El sol extendía las sombras de los soldados
que desmantelaban las tiendas de campaña. Era evidente que los escitas se
divertían algunos cientos de metros más allá, indiferentes a la decisión de
Darío y a una guerra que podría continuar o no. Los salvajes continuaban
cazando su liebre.
Ulises Paniagua (México, 1976)
Narrador, poeta, videasta y dramaturgo. Ha publicado cuatro poemarios: Del amor y otras miserias (Fridaura, 2009), Guardián de las Horas (Eterno femenino, 2012), Nocturno imperio
de los proscritos (Sediento Ediciones, 2013, Enciclopedia de las Letras
Mexicanas), y Lo tan negro que
respira el Universo (Abaleo-Fridaura-Juntaversos, 2015) ; y tres libros de cuentos Patibulario, cuentos al final del túnel, (Mutibilda, 2011), Nadie duerme esta noche (Fridaura, 2012), e Historias de la ruina (Sediento Ediciones,
2013, Enciclopedia
de las Letras Mexicanas).
Su
obra ha sido divulgada en diversas antologías, revistas y diarios nacionales e
internacionales, incluyendo la revista El
búho, Círculo de poesía y la revista
Editorial Jus. Ha sido publicado en la Academia Uruguaya de Letras; así
como en España, Italia, Perú, Cuba, Venezuela, Argentina y Costa Rica. En el
2007 recibió mención honorífica en el Concurso Nacional de Cuento Criaturas de la Noche . En el 2008 fue
incluido en la antología de Poesía
Latinoamericana Giulia Gonzaga (Italia), y en el 2014, en la
antología española Poetas del siglo XXI.
Ha sido traducido al inglés y al italiano. Correo electrónico: sesilu7@yahoo.com.mx.
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