Detrás de la bruma
Ulises Paniagua
Hoy
el mundo amaneció podrido, en el ambiente flota un hedor insoportable. La
fetidez ha sido constante: ayer, antier, hace cinco, veinte días. Se percibe
cada vez más fuerte. Si sólo fuera eso estaríamos tranquilos, pero la bruma,
cerrada, genera tensión en pescadores y dueños de hoteles. No hay paz en este
puerto, la gente ha escuchado al mar con un timbre distinto. El océano se
agita, luego viene un eco feroz, un sonido estrepitoso que juraríamos es una
bestia prehistórica. La neblina impide ver más allá de trescientos metros; detrás
de esa cortina seguro aguarda una mala sorpresa.
Se rumora que una aldea fue devastada hace tres semanas cerca de Playa
Sur. Quisieron achacar a un huracán la destrucción y los desaparecidos; pero no
ha habido huracanes en estos días. Muchos sospechan la visita de un tsunami, pero
la hipótesis es absurda porque las playas vecinas no sufrieron daños. Los
maderos de las pilas, el bajareque, cada trozo de las casas se encontró derramado
sobre la arena. En Playa del Sueño, por otra parte, una flota de barcazas
apareció hecha astillas.
Lo peor de todos son los signos: una vieja asegura haber visto gusanos saliendo
de los ojos de la virgen, nuestra
patrona; y un niño dijo que a su estampa de San Judas le han brotado cuernos.
No han llegado turistas. La villa está muerta. Las redes telefónicas y
virtuales no funcionan. Los barcos han dejado de aparecer en el horizonte. Algunos
habitantes no lo han soportado, más de quince familias decidieron marcharse,
hicieron sus maletas y los vimos desaparecer en la autopista. No han regresado.
Otros han optado por una salida alternativa. Esta semana se suicidaron tres: el
director de la primaria, que se colgó de un almendro; un salteador de caminos
que se clavó un cuchillo al estilo de un seppuku;
y el dueño de un bar que vende cocaína a raudales (quien decidió volarse la
tapa de los sesos de un tiro).
Entre los pescadores corre el rumor de que, sea lo que sea, vendrá
primero por los que tengan cuentas pendientes: estafadores, infieles alevosas, pederastas,
pendencieros, y ebrios que golpean a sus hijos. A los millonarios el pánico les hace jurar que
entre las olas han percibido un ojo amarillento, como el de un reptil que mira
hacia la costa. Yo creo que son mentiras, aunque es difícil explicar lo que
ocurre. Antier un abarrotero decidió destrozar su tienda. Para ello contrató a
un viejo que trabajó como minero en la sierra colocando explosivos. Su local quedó hecho trizas y
ahora vive en la calle. Nos insta a gritos a hacer lo mismo. Dice que estamos malditos.
No podemos dormir. Cuando el océano embravece presentimos lo peor: el
arribo de olas demoledoras, el ataque de un leviatán, la ira de algún dios. La
incomunicación es general. Muy de vez en cuando una onda de radiofrecuencia
aparece en los estéreos sólo para comentar -a través de un misterioso noticiero-
las grandes masacres del siglo XX, las hambrunas en África, los bombardeos en
Medio Oriente, los terribles genocidios en los campos de concentración alemanes.
El noticiero suena rasposo, como uno de esos viejos programas de radio de 1938
o de 1945.
Tenemos miedo. Anhelamos huir pero no queremos o no podemos. La situación
escapa de nuestras manos. Hemos dejado de hablar, de comer. Los que se ven
obligados a andar por el malecón lo hacen a pasos cortos, con la cabeza gacha. Nos
ponemos flacos y pálidos. Los creyentes afirman que cada vez aparecen más
señales entre las imágenes de santos, en los templos: más gusanos, vírgenes que
lloran sangre; ese tipo de cosas. Y este hedor insoportable, nauseabundo, está
volviéndonos locos.
De el libro de cuentos "Entre el día y la noche". Derechos reservados al autor.
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