miércoles, 17 de diciembre de 2014

Las calles salvajes, un cuento de Ulises Paniagua

Las calles salvajes
Ulises Paniagua


(Cuento)

Mi actitud ante la vida ha sido la de cualquier hombre rutinario: temo las sorpresas y los imprevistos. Me aterra encontrar vacía la caja del cereal o retrasarme en el pago del recibo telefónico. Cosas sigilosas y simples custodian  el transcurrir de mis años. Por ello, al iniciar la idea del collage, de la broma urbana, me alimentaba un extraño y enfermizo deseo de mutación, un impulso dialéctico.
            Inició en uno de esos momentos en que uno decide hacer cualquier cosa para sentirse vivo. Tomé del librero un mapa citadino bastante ordinario. Lo extendí sin interés, eché un vistazo a una o dos colonias en él, y bostecé.
            Antes de continuar mi relato, deben saber que soy padre de una hermosa bebé con poco menos de un año de edad, de rostro pálido como la luna, rematado con una oscura cabellera. Le llamó Gugú, porque apenas puede articular pequeños enunciados donde las sílabas gu gú conforman el ochenta por ciento de su vocabulario. Es una niña linda porque es linda, y además porque es mi hija, y eso baste para el presente relato; el cual, por cierto, retomo en el momento en que tomaba de mi librero un mapa citadino ordinario. Gugú trataba  de arrancar  los botones a un oso de felpa vestido de gala, mientras Mamá (mi esposa) había marchado a casa de mi suegra, para arreglar no sé qué asunto con la vieja.
            Fue una inspiración súbita, provocada por Gugú, lo que llevó a concebir la idea. Sucedió por accidente. La nena estaba incontrolable: después de dar batalla a los botones del oso, decidió atacar a una de las páginas del mapa. No pude evitarlo, cuando pretendí actuar era tarde, ella había arrancado un trozo de la página y lo había colocado sobre la hoja siguiente.
            Pensé en reprenderla; pero nunca he sido capaz de regañar a la beba. Además, aquello que su acción sugería, resultó atractivo. Tomé unas tijeras pequeñas, delicadas y horrorosas, del tipo de tijeras que sirve para arreglar las uñas; y me puse a recortar las calles en el mapa de la ciudad. No existía, para mí, método de selección. Escogí al azar, sin discriminar callejones cuyos nombres incluyeran una cacofonía; ni calles de héroes en la imaginería colectiva; ni avenidas arrastrando el apellido de algún gobernador mezquino. Fui democrático: no seleccioné ejes económicos, campos comerciales, franjas marginadas, tiraderos o centros deportivos. Tres de la derecha y ocho de la izquierda; cuatro arriba y  seis abajo; una sin ver y dos viendo. El sistema no se basaba en ningún sistema, y por lo tanto resultaba original, trazando en su anarquía patrones y modelos novedosos.
            Después de recortar más de una centena de calles y avenidas  (eran vacaciones, el ocio era gigantesco),  me impuse la tarea de colocar, usando lápiz adhesivo, a cada una en un sitio diferente al que le correspondía. Incluso llegué a encimar unas sobre otras, lo que ocasionaba, con obviedad, la desaparición en el mapa de casas y comercios. Me divertí toda la tarde contemplando una ciudad zurda y zurcida. Avenida Reforma desembocaba, por ejemplo, en el canal de Chalco: antes reventada con hoteles cinco estrellas y sus casas de cambio, era ahora vecina desconfiada de un barrio pobre. Al Zócalo lo coloqué sobre el Aeropuerto, para que todo vuelo internacional pudiera descender frente a Catedral; al zoológico le acerqué el Estadio Azteca, para que los animales gozaran de una contemplación mutua. A las embajadas les reservé un sitio al lado de las ciudades perdidas. Y mi departamento terminó junto a un barrio coyoacanense, con la idea estúpida de tomar un café caliente cada vez que me viniera en gana.
            Después de mi ardua labor, cambié un maloliente pañal, contesté una llamada de Mamá y me recosté en el sofá, abrazando a la beba. Vimos una caricatura juntos. Allí, bajo el murmullo de los gritos provenientes de la calle, nos quedamos dormidos.

            Cuando desperté, decidí salir a  la tienda por un par de litros de  leche. Recosté a Gugú en su cuna, y dejé el departamento. Al bajar las escaleras y abandonar el  edificio, me quedé estupefacto. Mi calle no era mi calle. La tienda no estaba en la esquina; en su lugar, un inmenso gimnasio con la consigna Boxeadores proletarios al asalto del mundo, gobernaba el panorama. Frente a mi, un restaurante chino parecía sonreír, mientras un par de ancianas, desconcertadas, me miraban con los ojos muy abiertos.
            -Venimos a visitar a una sobrina. Pero esta calle no es Santa María, ¿verdad? Parece Aureliano Buendía o el callejón de Cuévano ¿Usted puede ayudarnos, joven?
            Ofrecí una disculpa imbécil, y decidí hacer mutis. Corrí escaleras arriba. Tembloroso, me aferré al cuerpecito de Gugú, quien lloraba desconsolada, quién sabe si presintiendo la importancia de mi descubrimiento o por la sencilla razón de que sentía hambre. Le preparé un poco de papilla y me bebí una coca cola. Luego me senté frente a la mesa a imaginar el retorcido espectáculo de mi creación. Como si el sobresalto no fuera suficiente tuve que soportar una sorpresa más: al mirar el mapa que descansaba sobre la mesa, me di cuenta de que se movía. Quiero decir, las calles avanzaban lentas y certeras. Avanzaban uno o dos lugares hasta ocupar otra plaza, y allí se detenían un par de minutos, con suerte siete o diez, y luego volvían a su marcha macabra y decidida. El mapa sufría transformaciones radicales. El único patrón era el caos.
            En una ocasión así el desorden tiene una lógica. Es una idea absurda, pero podemos aceptarla. Si la calle, que siempre ha sido la misma calle frente a nuestra puerta, tiene una banqueta impersonal y hasta vulgar, no nos importa, porque conocemos el último detalle de ella, hasta la grava donde la cama de concreto ha sido levantada. El tendero de la esquina siempre será nuestro tendero, y hasta las hojas de los árboles -que nunca reconocemos- nos parecen naturales. Pero cuando las referencias se mueven, cuando los puntos geográficos que sitúan nuestras vidas nos abandonan, entonces sí es el pandemónium. Somos animales de costumbres, no sabemos qué hacer sin ellas. Imaginen experimentar cambios sustanciales. No podría. Soy un hombre cotidiano. Soy alguien como tú. ¿Que sensación se puede experimentar ante tal descubrimiento?
            No tuve valor para cerrar de golpe el volumen de la guía urbana; tampoco decidí encender el televisor. En lugar de eso, cercano a la paranoia, tomé la decisión de atar la manita de Gugú a mi mano, en el absurdo entendido de que podría perder a mi hija en cualquier descuido, debajo de cualquier mueble de la casa. Luego, intenté llamar a Mamá para saber cómo marchaban las cosas por allá, pero fue imposible comunicarme. Las líneas telefónicas habían enloquecido.
            Me acosté temprano, protegí a la beba con mis brazos, e intenté dormir, pensando que Mamá sabría cuidarse. Afuera, mientras la tarde se convertía en noche, y después, cuando la noche abría paso a la madrugada, los ruidos citadinos fueron invadiendo el cuarto hasta ocasionarme insomnio. Mientras Gugú dormía como el ángel que es (¿ya les dije a ustedes que mi hija es linda?), yo combatía, en una pegajosa alerta, los rumores que mutaban, emergían cada indeterminado periodo: rumores de misa, rumores de antro y discoteca, rumores de funeral, rumores de parto, rumores de héroes y asaltantes, rumores de nadie; ladridos lejanos, un bote de basura pateado por un zapato, la música incidental de una grabadora vieja, un quejido de viento, un asomo de lluvia. Cerca de las cuatro de la mañana, agotado e intranquilo, concilié el sueño. La ciudad se volvió noche.


            El repartidor de pizzas

            Había pedido una pizza. Es cierto, era un truco ridículo y arriesgado. Sin embargo, las condiciones ameritaban tentar a la fortuna. Tomé el teléfono y escogí una hawaiana mediana. Luego crucé los dedos y cerré los ojos. Antes de media hora, como es lo convenido, alguien llamó a la puerta. Era un chico desgarbado, de rostro huraño, un poco criminal. Rostro de adolescente preparatoriano, al fin. Protestó, agrio, los riesgos de su nuevo empleo.
            -¿Sabe que me la he pasado huyendo de Avenida Juárez? Creí que me engullía. No miento. Encontré su casa de milagro, señor. Afuera es el desmadre. Hay glorietas que conducen a plazas desiertas.  Callejones sin salida. Vi a los cadetes del colegio militar marchar sobre el tiradero municipal. Me asusté un buen. Enfrente de la tienda cruza el canal de las aguas negras. Apesta. Cada entrega siento que no regreso a la sucursal. No sé cuánto tiempo más va a durar esto.
            Extendió la mano, convencido de haber descrito fielmente las condiciones de la ciudad. Un billete recompensó todos sus esfuerzos. Lo vi salir decidido, persignarse (nuestro pueblo sigue siendo mayoritariamente católico), y lanzarse en su motoneta a una nueva aventura, incesante explorador de calles traicioneras y caprichosas.
Regresé a la mesa. Me dispuse a terminar la labor que hacía ocho horas había comenzado: la reconstrucción de la ciudad. No fue fácil. Tuve que permanecer media hora agazapado en el quicio de la puerta del edificio, aguardando el momento en que un puesto de revistas apareciera en la esquina. Sólo entonces y con Gugú en andas me apresuré a robar una nueva guía que debía orientarme en la realización del extenso rompecabezas. Una guía que no hubiese sido corrompida. Corrí con suerte. Justo cuando regresaba al departamento, un nuevo escenario se postraba ante mi ventana.
Metódico, casi diría burocrático, me dispuse a fijar cada pieza en el sitio correspondiente, valiéndome de numerosos alfileres. Él no lo supo, pero cuando el repartidor de pizza llegó a casa, los antiguos cambios no eran radicales; casi había logrado controlar la situación. Pronto volvería la linealidad a nuestras vidas. Por supuesto, el hecho requería un esfuerzo triple: armar la mancha urbana, alimentar y entretener a Gugú, y evitar a toda costa que consiguiera acercarse al mapa para provocar una catástrofe.
Mi labor fue infatigable. Justo cuando un paquete de galletas que saqué de la alacena parecía llegar a su fin, terminé. Los sonidos, las conversaciones que alcanzaban mi ventana indicaban que la gente estaba complacida por recorrer territorios descifrables. De vez en cuando algún grito de reconocimiento y alegría partía  la tarde. Cada pieza en su lugar. Cada tuerca en el motor preciso. Cada glóbulo de sangre dentro de su arteria. Encendí el televisor. La chica que daba el noticiero se veía radiante; aunque quedaban aún, en su rostro ojeroso, evidentes rastros de fatiga y confusión.
Todos estaban felices. Le di un beso profundo a la beba, y me quedé dormido. Esta vez el sueño fue una recompensa merecida.

Hace unos minutos Mamá volvió. Había un tránsito terrible, dijo. Me quedé a dormir en casa de mi madre, traté de llamar…cuando salí, a mediodía, me perdí, ya sabes cómo soy despistada. No daba con la casa.
No comenté nada. Me limité a darle un beso. Verla me tranquilizó, no sabría qué hacer sin ella. Apenas soy capaz de cuidar a Gugú unas horas -y como podrá comprobarse-, no siempre entrego buenas cuentas. No creí oportuno revelar mi secreto. No se lo comenté a Mamá ni a nadie. La única que sabía todo era la beba; pero era demasiado discreta para contarlo.
Enterré el mapa en un jardín cercano al vecindario. Luego borré todo rastro del escondite. Ya he dicho que no soy hombre de sobresaltos: adoro el futbol y los paseos dominicales.

Gugú está creciendo rápido, en algunos años será una jovencita. Mamá y yo envejecemos, conformistas, complacidos, un poco bobos. Todo parece en su sitio, como una representación bien orquestada. El mundo, la ciudad, la gente, todo parece predecible. Aunque no sé. Quizás uno de estos días me canse de tanta pretendida perfección. No estaría mal mover dos o tres tuercas a esta hermética maquinaria. Ya saben, el placer por el caos puede volverse una adicción.




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