domingo, 10 de mayo de 2015

Alaska, un poemario de William Johnston, según Ulises Paniagua.

Alaska, de William Johnston
(Colectivo Semilla Ediciones, Argentina)







What is the life we have lost in living?
What is the wisdom we have lost in knowledge?
What is the knowledge we have lost in information?
T.S.Eliot.

William Johnston (Montevideo, Uruguay, 1967), es uno de aquellos escritores que recurren a  los procesos de la memoria remota, como lo hace Marcel Proust en su célebre En busca del tiempo perdido, en palabras de José Bianco. Si para Proust la infancia es descripción de una serie de sucesos asombrosos por su cotidiana profundidad, en Johnston se torna añoranza, dolor contenido en la delicadeza de lo poético.
Alaska, el más reciente libro de poemas de Johnston, es el derrumbe de la casa paterna a través de la belleza  y del símbolo, es el recuerdo lejano de la madre que espera la hora de la cena para compartir las mitologías; es evocación en postales familiares obsequiadas con maestría:

Mi padre trabajaba ocho horas en una fábrica.
Mi madre se sentaba a tejer.
Mis hermanas leían novelitas policiales.
Mi abuela esperaba el momento
en que la rosa se abría
para ofrecerla al santo de una vieja estampa.
Mi padre tomaba whisky barato.
Mi madre nunca sonreía.
Mi abuela vestía de oscuro.
Mis hermanas se casaron
y tuvieron hijos y engordaron
como vacas sagradas.
Mi abuela contaba cuentos de parientes degollados.


Un poemario de William Johnston se disfruta como una tarde de infancia entre grabados y el olor a mueble viejo;  se contempla como un origami donde “la luz discurre entre la sombra de la parra”, en ese tiempo que parece invencible entre paredes, allí donde quedaron registradas las visitas de los primos, las botellas descorchadas por los tíos en las navidades, donde nació la sorpresa de entrar a un cuarto…

para pasar las páginas
de algunos libros de cuero letras doradas en el lomo papel arroz
(…) porque la violencia del recordar es liturgia de paraíso perdido.

A la par, Alaska retrata el temperamento de su autor y las condiciones de la vida posmoderna. No todo es ensoñación recordada entre sus líneas, Así, la revelación de la sexualidad ante el mundo se hace evidente, aunque siempre bajo una mirada serena:
recordé la inquieta sensualidad de un día de enero
cuando me bañaba desnudo
con otros niños en el río
a la sombra de espejismos como manzanos.

         La muerte y la rebeldía se hallan también dentro de las páginas del libro. Así, sigilosas llegan también la locura y la crueldad. La naturaleza deja difíciles enseñanzas de las que el ser emerge, sabio, a pesar de su salvaje condición:

Y entre ambos, la parábola ejemplar que enseña
amar al prójimo como a uno mismo
ante las atrocidades del mundo.

         Lo vivido y lo querido se esfuman aunque se anhelan. Queda apenas la eterna pregunta: “por qué el mundo / no tiene ahora aquel encantamiento para apaciguar el alma”. Y llegan entonces las repuestas metafísicas en la lectura y la compañía de Olga Orozco, en la presencia de arañas, de bichos, junto a la interminable y honda búsqueda del poema entre botellas de whisky y mesas de bar. El creador indaga entre tormentas, “al escribir el orden de sus máscaras / hacia el fondo sin fondo de todo poema.”
         Alaska, de Wiilliam Johnston, va más allá de la nostalgia. Se inscribe en la estética de la violencia, en la búsqueda de la belleza en arrebatos de ira o rebeldía, entre versos demoledores por cercanos. La vida diaria presenta episodios tormentosos, eventos que se formulan ante la pasividad y la gracia cotidianas. Todo se destruye con el sigilo con el que se navega las aguas del Leteo. En Alaska vemos al poeta maduro, al hombre que lleva el verso a expresiones geniales. Johnston se consagra ante su propia obra, demuestra su capacidad de síntesis simbólica y metafísica; porque para él la poesía parece origen y proyección de significado más allá de la carne, es aventura entre signos y materia. Perseguir las preocupaciones de Johnston puede ser perturbador o reconfortante, pero siempre recomendable. Se trata de internarse en el absoluto blanco de los parajes intelectuales y sensitivos, de perderse en una tormenta de nieve que no existe en su totalidad, de abandonarse dentro del contenido metafísico para ingresar al universo de las evocaciones, y de esta forma…

…descubrir con ciego asombro el cuerpo del suicida
como un dulce campo de larvas metafísicas.


        

Ulises Paniagua
10 de mayo del 2015






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