Barrio viejo
Ulises Paniagua
El día que la mierda tenga algún valor,
los pobres nacerán sin culo
Gabriel
García Márquez
A Dylan no le gusta hablar de eso. Le
duele, por lo que pasó al final, por la manera como terminaron las cosas.
Aunque en el fondo le gusta la imagen de héroe, eso de volverse personaje importante
en Barrio Viejo.
Hoy basta mirarlo sentado
en la banqueta, recorriendo con una rama rutas imaginarias sobre el asfalto. Parece
un niño abandonado. Se ve tan solo que nadie se atreve a pensar que lo que hace
tiene algo de pose, una afectación admirada
por los chavos de las nuevas
generaciones. Ya sabes, esa idea del mártir que nos han inculcado. Por eso
decidió dejarse crecer la barba y el cabello, al estilo de los guerrilleros o
de los apóstoles.
Antes
era fuerte y guapo, eso podíamos verlo incluso los hombres. Tenía la piel
apiñonada y un cuerpo fuerte y elástico que perseguían las chicas. A ti te
hubiera gustado si lo hubieras conocido entonces, y hasta me hubieras hechos
sentir celos por estar lanzando miradas a mi hermano cada vez que yo tuviera
que ir a la cocina para traerte una cerveza. Estoy seguro que sería así. Y
entonces yo tendría que recordarte que tú me pediste que fuéramos novios, y no
al revés, para que dejaras de babear ante su presencia. A mí me enorgullecía porque
era popular y querido. Y cuando las muchachas enamoradas de él me encontraban en
la calle me hacían fiestas y me llenaban de besos en las mejillas. Claro, yo
entonces tenía cinco o seis años; era tímido. Güerito, igual que él, decían ellas. Les fascinaba lo colorado de mis
chapas cuando me avergonzaba, y mis aires huraños para fingir una fuga entre sus
caras coquetas.
Mi
mamá siempre lo ha preferido. Supongo que eso se debe a que el parto que lo
trajo al mundo –me lo ha dicho la abuela- fue delicado. Traía el cordón
umbilical enredado en la garganta, y todos aseguraban que iba a morir. Dylan
resistió no sólo el alumbramiento, sino también un par de semanas difíciles cuando
lo metieron a la incubadora de la clínica popular, para tenerlo en observación.
Mamá
dice que él se iba a llamar Moisés; no yo. Les había parecido que se había librado
de milagro de la muerte; como cuando el profeta en la Biblia salva la vida
navegando un río dentro de una canasta. Sin embargo, vino mi padre y su onda americanizada y decidieron ponerle
Dylan, porque tiene los ojos verdes. Como no querían quedarse con la esperanza
de usar el significado de Moisés en alguna ocasión, me pusieron así en homenaje
a mí hermano. Por cierto que a mi padre le gustaba tanto lo americano que un
día nos abandonó para regresar a su trabajo en el norte. No lo volvimos a ver.
Me he reído muchas veces de
su nombre gabacho. Es que Dylan no
sabe inglés; ni una pizca. Yo se lo recuerdo cuando se pone grosero conmigo. Él
podrá ser quien ha sido, pero no sabe inglés. Cuando se lo digo desata su rabia:
comienza a manotear al aire gritando que no tengo derecho a criticarlo, yo, quien
ha usurpado hasta su nombre. Enojado dice cosas terribles. Con las tías y la
abuela se ha expresado de peor manera. No sabe controlarse. No lo culpo: la desesperación
le hace darse cuenta de que la anemia que arrastro no me impide saltar de aquí
para allá cuando juego béisbol con los del barrio: el Chino, la Mary, el Hueso. Él no puede hacerlo. A veces no
puedo soportar sus miradas rencorosas. Sé que Dylan quisiera correr y reír como
antes.
II
La Santísima me trajo al mundo, carnal.
Ella misma me quitó las piernas. También me arrebató el ímpetu de levantar este
arrabal. Dicen que ha sido porque el día que me salvé de que me acuchillaran
los de San Lorenzo, por andarme tirando a la hija de un judicial, no le fui a
dar las gracias a la imagen de la patrona.
Preferí irme al billar con la banda
para ganarme unos billetes. Yo no entiendo cómo puede ser eso, si los castigos
divinos pueden ser tan malditos y esperar tantos años para concretarse. La neta es que sí me lo advirtieron.
Cuando me escapé de los
de San Lorenzo tenía quince o dieciséis años, no me acuerdo bien. Era apenas un
poco más grande que tú, pero ya estaba bastante maleado. En esos años sólo
pensaba en la calle; en vivírmela de vago sin apoquinarle a la casa. Las viejas me jalaban mucho y la verdad, las tías me daban güeva con tanto sermón y consejos sobre las buenas costumbres y
esas mamadas. Era irresponsable, pero
vivía feliz ignorando tantas broncas que ya se nos venían encima.
El que me metió a la
lucha fue Ayala, ese que estaba estudiando ciencias políticas en la facultad
del sur. Me explicó que no quedaba mucha agua en la ciudad, que se la habían terminado
los empresarios con esa mierda de la especulación inmobiliaria, que éramos muchos los pobres y que ya no le
interesábamos al gobierno porque no representábamos dinero para ellos. Me
explicó lo que él llamaba conciencia. Me puso a pensar. Yo, la verdad, no le
creí al principio. Él hablaba de deshielos en los polos, y que si se iba a
acabar no sé que capa del cielo; que la cosa se estaba poniendo fea; y que los
ricos se iban a adueñar hasta de la última gota que se conservara en los manantiales
y en los pozos. Me acuerdo que el día que me platicó todo esto le grité; le
dije que se dejara de pendejadas, que leer tantos comics -que le gustaban mucho- le estaba haciendo daño; le reproché
que esa película ya la habían pasado muchas veces en el cine y que siempre
acababa en tragedia y desmadre. Pero un poco después, un año o dos -no estoy
seguro- el agua empezó a fallar en Barrio Viejo durante días, luego por
semanas. Entonces me di cuenta de que Ayala tenía razón, pero no alcancé a
confesárselo. Nunca lo volví a ver. Por ahí se rumora que los milicos lo
raptaron por revoltoso. Alguien asegura que vio su cuerpo en un tiradero de
basura, allá por los rumbos del Cayado o de Cerro Quieto. Quién sabe si será
cierto.
III
Dylan me platicó cómo se
le ocurrió todo. Él no sabe de libros, pero estaba seguro que era mejor actuar
que tratar de componer el mundo a través de discusiones estúpidas en cafés
universitarios. A balazos, carnal, me
dijo en una ocasión, los cambios se hacen
con plomo. Luego anduvo rondando unas reuniones de anarquistas que hablaban
mucho sobre un tal Lipovesky, sobre democracia y la idea de imponer sistemas
que a Dylan le parecieron inútiles por su pasividad.
-Lo
único que le interesa a estos compas
es imponer sus ideas sobre los demás; darse a notar. En el fondo tienen madera
de dictadores.
A
mi hermano no le interesaba la grilla; lo que quería era rescatar a nuestra
madre y al barrio de la crisis que se avecinaba. Me pidió que le buscara en internet
datos sobre las rutas de abastecimiento en la ciudad. Yo buscaba la información
y le mostraba lo que encontraba. Así fui integrándome poco a poco a sus planes.
Fue
curioso: en los noticieros la información sobre la situación del agua era
discreta, pero en las calles notamos mucho movimiento indicando que el ejército
quería controlar los centros de abastecimiento. Era evidente que el problema se
avecinaba. Dylan pensó rápido y pensó bien. Consiguió -sobornando a un coronel amante
de una masajista de la calle cuatro- entrar a trabajar a la planta. El plan de
rescatar a Barrio Viejo estaba en marcha.
IV
El Rodo y yo
comenzamos a trabajar a principios de febrero. Después de dos quincenas en la
planta habíamos ganado la confianza y el respeto de los compañeros. Sobre todo
gracias al Rodo, que tenía la sangre
ligera y facilidad para adaptarse a la gente. Yo, en cambio, soy huraño; pero
pienso que me admiraban en silencio porque no me metía con nadie, y porque soy
bueno para rifarme en los tiros. La chamba estaba papita.
Nos mandaban con las pipas de agua a edificios de gobierno, para llenar cisternas
enormes. También hacíamos viajes a residencias lujosas que habían levantado tanques
elevados para que no les faltara el líquido.
Uno de los jefes nos exigió mucha discreción en nuestro trabajo; sobre todo nos
pidió que no mencionáramos nombres ni direcciones por ningún motivo porque a
los que les surtíamos el agua eran empresarios reconocidos, o diputados; o tipos
pesados que no querían problemas. Puros picudos.
Cuidadito con soltar algo, nos
amenazaron.
Los tres primeros meses
surtimos las casas y los edificios que nos asignaron, para no levantar
sospechas. Pero al cuarto mes, una vez que le agarramos el modo, comenzamos a saquear las pipas. Fue cuando
estábamos pensando en robarnos uno de los camiones de la empresa, ¿te acuerdas,
Moisés? Y a tí se te ocurrió una forma más inteligente de sabotear la planta.
Entonces Don Samuel, el de la tienda de abarrotes, se puso bello y prestó sus ahorros como de diez años para comprar una
pipa vieja. Lo hizo por la comunidad, pensando en el futuro de sus chavos, y bien aconsejado por ti. La neta
tu idea no pudo ser mejor. Eres un chingón.
V
A Dylan le gustó lo que propuse.
La planta está ubicada en el norte. Para llegar a las residencias de El Manjar
hay que pasar cerca de Barrio Viejo. Entonces mi hermano y el Rodo estacionaban la pipa en la gasolinera de la calle ocho;
así, la operación no llevaba más de cinco minutos. Cuando llegaban conduciendo
la pipa de la empresa, el armatoste que donó Don Samuel estaba esperando justo
a su lado, para que vaciaran, con apuro, la tercera parte de su contenido. Los
camiones de la empresa, desde luego, tenían unidad de localización satelital;
pero de cualquier forma había que abastecerlos de gasolina dos veces al día. En
la planta no sospechaban. A los despachadores de la gasolinera les regalábamos
uno o dos tambos, para comprar su lealtad.
La pipa de Barrio Viejo daba
sus vueltas periódicas a la calle ocho. En el barrio la veíamos regresar,
triunfante -cruzando entre paredes cacarizas, entre los tonos verdes y grises
de las fachadas- para repartir el agua a la gente. Por supuesto, no se podía cobrar por la labor que se hacía.
Se trata de un asunto de verdadera comunidad.
Allí fue donde me
encontraste ¿Te acuerdas, Yanaí? Trepado sobre la pipa, repartiendo cubetas a
viejitas y niños; ordenando a los pordioseros que buscaban un trago para calmar
la sed. Entonces te ví, una mulatita hermosa. Salías de casa de tus primas. Usabas unos jeans ajustados y una ombliguera blanca, muy sexy. Primero pensé
que eras una de esas que se acuestan con cualquier viejo que les regale comida.
Luego me enteré de que casi no sales de tu casa, que estudias mucho porque le tienes
asco a la pobreza. Y me avergoncé mucho por lo que pensé la primera vez acerca
de ti.
VI
Pásame esa botella. Ya sé que me hace
daño, que me pongo mal cuando tomo. Carajo,
sólo quiero olvidar. Eso quiero. No te vayas, sé que eres chido y soportas mis pláticas necias porque me quieres. ¿Tienes
prisa? ¿Vas a ver a Yanaí? Ten cuidado. Ya ves cómo son de pirujonas las de su cuadra. ¿Te platiqué que una vez me tiré a una
de sus primas? Se movía rico. Está bien,
si dices que tu mulata es diferente, así debe ser. No opino. No de eso. Déjame
contarte al menos, otra vez, cómo me desgració la vida ese guey. Sé que lo he contado muchas veces, pero no me cierra la
herida, la del corazón, quiero decir ¿Puedo?
Ya estás, entonces
va de nuevo:
Pasaba de la una de la
madrugada, nos habían encomendado llevar una pipa hasta la mansión de un dealer. Estábamos marcados por culpa de
un administrador al que no le cuadraban los números. El hijo de puta nos
denunció; como si el agua fuera suya. Estuvimos en la cuerda un rato, pero la
neta es que no nos pasó por la cabeza el que nos anduvieran vigilando. Ejecutábamos la maniobra de siempre en la
gasolinera cuando vimos venir a dos gorilas.
Liqué la acción y comprendí que se le
iban encima al Rodo, que quería ligar con la despachadora. Supe que no
iban a llevárselo vivo, se les veía en las jetas. Por la Santísima, lo juro -tú lo
sabes porque te cuento cada cosa-, nunca antes había jalado del gatillo, por lo
menos no para tumbar a un cabrón. Pero vi que peligraba el Rodo y me dije valió
madres; y saqué de la guantera la
fusca que me regaló un compa que
estuvo en cana.
Nada más me vieron los polis, quisieron sacar los fogones. No tuvieron chance: de cuatro descargas los tenía
tumbados en el piso; uno jodido y el otro llorando, suplicando que no lo
matara. Le puse la cuarenta y cinco
en la cabeza y le dije que no se pasara
de huevos, que para qué nos andaba siguiendo. Entonces se dejaron venir dos
patrullas que seguro les andaban haciendo
el quite. El Rodo se fue sobre el
arma del muerto, pero a la mera hora se arrugó, y dijo que mejor le paráramos,
que nos iban a quebrar. Pinche puto,
el Rodo. Pensé en mamá, y en ti, que eras un niño. Miré en mis pensamientos
las caras tristes de los vecinos y de las
nenas del barrio. Te juro que hasta me parecía ver los portones oxidados, y
el mecanismo ese de madera que inventaron para acarrear los tambos de agua a
las azoteas. Y juré que ustedes no iban a morir de sed.
Me olvidé del tipo que
lloraba sobre el asfalto. No lo troné.
Salí como fiera a soltar balas, a recibir tiros. Traía la suerte de mi lado:
eran tres polis más, y ninguno tenía
buena puntería. Creo que eran principiantes. Me fui acercando a ellos, mientras
veía como los plomazos incendiaban la
noche. La despachadora no dejaba de gritar que no se quería morir. Los
cristales tronaban. Cada estallido de pólvora me encendía la sangre. A los tres
policos les partí la madre. No hubo perdón para ellos. Al final, cuando los vi
tirados, revolcándose entre espumajos de sangre, tuve la calma de prender un
cigarrito. Ya sé que no es humano, pero les traía odio. Luego vino el Rodo corriendo. Escuchamos otras patrullas.
Apagué el cigarro y eché una llamada acá, a la
raza de Barrio Viejo, para que estuvieran al tiro cuando llegáramos. El
Rodo se trepó a la pipa y la echó de reversa. Yo venía caminando cuando oí
el estampido. Ya en el estribo sentí un dolor caliente que me llenó la espalda.
Era una sensación rara, como si me hubieran partido. Y pues sí, carnal, me habían partido la columna de
un balazo. Como pude, me arrastré hasta el asiento.
Esa fue la única ocasión
en que Barrio Viejo mostró porque somos los que somos. El Rodo llevó la pipa al interior de nuestras calles. Salió un buen de banda a las aceras, a las
azoteas. Todos armados con escopetas y plomos,
para rifarse a lo que fuera. Los policos se asustaron. Nada más fintaban
con lanzarse sobre nosotros, pero no se atrevieron. Nadie abrió fuego.
Prefirieron perder la
pipa. Todos estuvieron conformes con eso: los polis y los del barrio. Yo no, porque no pude moverme para ayudar.
Ni esa noche ni ninguna otra he podido moverme. Quedé hecho un vegetal, un pinche
muñeco del que las mujeres sienten lástima. Estoy condenado a esta silla de
ruedas, a ver cómo los niños juegan cascaritas
y me miran con la compasión con la que se mira a un perro.
VII
Eso me contó Dylan. Después
me hizo jurar que yo defendería a Barrio Viejo, que usaría mi inteligencia para
salvarnos. Tú tienes cabeza, me dijo,
abrazándome, eres un chingón para eso de
los planes. Es la única vez que me ha dado un abrazo. Aunque no le hice mucho
caso porque sé que estaba mal, que andaba muy borracho.
¿Verdad que aunque sea guapo no me cambiarías
por él? ¿Verdad que me quieres mucho, aunque no sea alto ni musculoso?
Pienso en lo que me pidió
mi hermano. Estoy en tercero de secundaria y tengo claro que voy a terminar la
carrera de abogado dentro de unos años. Con mi promedio puedo conseguir una
beca. Pero tengo dudas. Para qué sirve una carrera si nos vamos a morir de sed.
Para quién voy a ejercer, a quién voy a rescatar de la cárcel. Mi madre se ve
cansada. Los niños de la cuadra se muestran deshidratados. Estuve meditando
durante noches enteras. Por eso me cargo estas ojeras, preciosa, mi Yanaí.
Temo por la vida de los
que quiero. Hace poco mataron a unos compas,
aquí cerca. Eran gente buena, con la pinta suficiente para robar pero jamás
para herir a un cristiano. Tuvieron problemas con un judicial. Se habla de
algunos kilos de coca que quedaron a
deber. Por la noche, mientras dormían, los llenaron de plomo. Estaban tan
drogados que no se enteraron de su muerte. Desde entonces las cosas han
cambiado, se han vuelto salvajes. La policía arma investigaciones sobre
cualquiera que pueda dar problemas, que les parezca sospechoso de un delito,
verdadero o inventado.
No sé qué intentarán
cuando se enteren de que hemos vuelto a surtir nuestras pipas de agua, con
nuevos métodos. Te cuento esto porque me lo pides, y porque te quiero. Será un
orgullo demostrar a todos que puedo ser tan grande como Dylan; tal vez no tan
guapo ni tan intrépido, pero sí inteligente y efectivo. Quiero que me admiren
tanto como lo han hecho con él. No sé si me mueven las ganas de salvar a mi
gente, o justificaciones idiotas de un ego atormentado. A veces pienso que no
debería meterme en problemas. Pero Barrio Viejo me necesita. Y la sed de
nuestra gente no va a esperar tanto tiempo. En sueños recientes mi madre me
acaricia el cabello con dulzura, como cuando era pequeño, mientras Dylan me
mira desde el fondo de la habitación. No sé qué signifique ese sueño. La
verdad, no quiero pensar más. Ya sabes que no me gusta hablar de eso.
De: "Entre el día y la noche"
Derechos reservados al autor.
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