Ganar la torre
Ulises Paniagua
El ajedrez
es un cuento de hadas de 1001 metidas de patas.
Savielly Tartakower
Se sintió
ofendido. Había vencido a Dios a pesar de dejarlo iniciar con las blancas. Sin
embargo, intuía gato encerrado en esta victoria. Era posible que su oponente
estuviera distraído pensando en la manufactura de las cuerdas cósmicas, en la
expansión de alguna galaxia, en la propagación de su eco en el Universo. Seguro
el tablero se extendería ante él, enrarecido a causa de sus preocupaciones. Vencer
de esa forma no representaba ningún mérito. Tal vez se tratara de una
provocación, es decir, cabía la posibilidad de que Dios se dejase ganar. En esa
derrota simulada sospechaba un mensaje oculto, la sorna, la malicia de hacerle
recordar. Una cosa llevaba a otra. De Dios llegaba a la imagen de su aborrecido
rival. Volvían las humillaciones de cada partida disputada con el otro, ese otro al que no le gustaba nombrar,
quien rondaba los espacios de la memoria herida. Lo invadió la ansiedad. Sabía que cuando la oscuridad se
adueñara de la habitación permanecería con los ojos fijos, mirando las sombras proyectarse
desde la calle hasta el plafón. Intentaría llevar la cuenta de cada minuto
mediante una estructura analítica; diseccionaría paso a paso los eventos de su fracaso
matrimonial, en orden cronológico. Y después arribarían las reflexiones
extrañas, surgidas de un impulso que no creía suyo, frases que le parecían nacidas
de otras bocas: Yo no creo en la
psicología, yo creo en las buenas jugadas; se dijo; el ajedrez es tortura mental, cuando veas un buen movimiento, busca uno
mejor. Y no te preocupes del error. Sin error no puede haber brillantez.
Se sorprendió hablando en voz alta. Luego las sombras formarían un diseño: el del tablero. Comenzarían
los planteamientos, las dudas sobre qué pieza hubiera sido la mejor para combatir
cada movimiento del oponente; retornaría la exigencia del triunfo, ese constante
pensar pensar pensar pensar en el alfil negro, en el caballo, hasta que, cuando
la luz de la mañana hubiera vuelto, la enfermera flaca se acercara para darle
los buenos días antes de limpiar el bacín.
Una duda le asaltaba: si era capaz de darle jaque mate a Dios
en seis jugadas, ¿cómo era posible que no hubiera vencido al doctor Lasker, el
innombrable, en sus múltiples encuentros? Sabía que Dios podía haber permitido
la derrota, y esa angustia no le dejaba dormir ¿Era una culpa expiada? El
insomnio le había asaltado también en aquéllas vísperas de partida, en ese nerviosismo
con que deben tomarse los campeonatos mundiales. Se dedicaba a repasar las
aperturas, los movimientos; ejecutaba con minuciosidad un ataque frontal, valoraba
los giros. Era inútil. Lasker, el innombrado, siempre ganaba el enfrentamiento
final. En alguna ocasión le había derrotado dos veces seguidas utilizando la
apertura española que él mismo había desarrollado.
Doctor hijo de puta, no era más que un cínico, un
arrogante. Una vez, en aquellos días en que el mundo era más extenso que los
paseos en el jardín trasero de la clínica, o que las ciento cuarenta y cuatro
losetas de su habitación, había enfrentado al innombrado en la Universidad de
Michigan, para intimidarlo. Pero el doctor no era de los que se asustan con
facilidad. Permaneció interrogándolo con esos ojos de lince que le
caracterizaban; y luego de una concienzuda reflexión, declaró:
-El día es demasiado largo para gastarlo en su rostro.
La afrenta lo obligó a contestar con una frase que se volvió
histórica:
-Lasker, para usted sólo tengo tres palabras: jaque y mate.
Luego le dio la espalda y se marchó, altivo, al comedor.
Esa noche también perdió. Esa y todas las jodidas ocasiones
en que jugaron. Idear una estrategia para ganar la torre se volvió ineludible.
Comía mal y andaba distraído por la calle, pensando en ello. Se preocupó cuando
el día del cumpleaños de su hijo se sorprendió dibujando -durante horas-
estrategias ajedrecísticas en el azogue del espejo. La última vez que fue derrotado por su
acérrimo enemigo decidió retirarse: los nervios amenazaban con colapsar; el
negocio de la familia estaba al borde de la quiebra y los reclamos de su mujer
iban en aumento. Luego de lo del espejo vino lo de los poderes magnéticos sobre
el tablero: esa misteriosa cualidad de mover las piezas sin alcanzarlas con la
mano.
-El secreto de mover las piezas con la energía mental reside
en la parte cóncava de la cabeza- había confesado a su esposa. Fue la última
declaración que hizo en casa. Días después lo internaron en el psiquiátrico.
Ahora, mientras la mañana despuntaba invadiendo las losetas
de la habitación, reflexionaba.
-¿Lo puede ver ahora?- le dijo a la enfermera- Es el campo
de luz.
Ella lo miró como se mira a un mueble. Y es que mientras
que el innombrado abandonaba el ajedrez para dedicarse, junto a su amigo Albert
Einstein, a investigar las infinitas posibilidades de la novedosa Teoría de la Relatividad;
él había conseguido, en oposición, generar chispazos entre sus dedos, encender
bombillas con la boca, calentar el colchón con la energía que circulaba por
cada uno de sus poros. Las consideraciones científicas no le interesaban: sabía
que la luz provenía de su interior. La verdad es que eso de irradiar luz de vez
en cuando podía hacerlo, pero a fuerza de insistir la enfermera había dejado de
sorprenderse. Cuando le miró emitir rayos ambarinos desde los oídos, le pareció
lo más natural de mundo.
-Claro que tiene luz - le dijo una vez la enfermera,
mientras cambiaba la sábana-, y no se apaga fácilmente. Se llama envidia.
Como respuesta, él desplegaba un tablero imaginario entre las
ramas del árbol que asomaba por la ventana. Se dedicaba a magnetizar cada pieza
para moverla a distancia, sopesando la mejor salida, cuidando el centro,
reservando la reina. Cada día tramaba una ruta que lo aproximara a la victoria.
Se sintió cansado, quizás
mañana, se dijo. Se cubrió el pecho con el cobertor, en un gesto infantil.
Dio un último chispazo y se dejó invadir por el sopor. Mientras los párpados le
negaban, poco a poco, la posibilidad de seguir contemplando el tablero en el
árbol, su mente se disolvía en recuerdos amables: la sonrisa de su esposa, el
cuerpecito rechoncho de su hijo. Todo se volvía negro. Algún día, se recordó en un penúltimo pensamiento, podría vencer a ese mañoso. Por lo
pronto era necesario descansar, desechar el resentimiento.
Pero, ¿por qué otro día? ¿Por qué no hoy? Era mejor no
dejarse invadir por el sueño. Debía mantenerse despierto. Se incorporó con
fatiga y se pellizcó los brazos. El cristal de la ventana le devolvió el
reflejo de un rostro demacrado en medio de una barba abundante. Le dolía la
cabeza, pero las voces le instaban de vuelta, le llamaban insistentes: Wilhelm
Steinitz, Steinitz Steinitz
Steinitz.
No podía detenerse. Estaba cerca de descubrir la verdad. El jugador que lleva ventaja debe atacar o perderá dicha ventaja,
se convenció. Trató de llamar con la mente al innombrado. Después supo que
podría conseguirlo si le telegrafiaba alguna frase mediante el uso de la parte
cóncava de su cabeza. La electricidad de su pensamiento activó las piezas. Estaba
listo para el reto; era tiempo de revancha. Se le había ocurrido una estrategia
genial.
Del libro de cuentos "Entre el día y la noche", inédito.
Ulises Paniagua, Derechos reservados, 2015.
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