El
sueño
Ulises Paniagua
“El sueño de la razón produce
monstruos”
Francisco de Goya y Lucientes
No despertó. Estuvo soñando y decidió
no despertar. Algunos meses atrás, en una conversación de café, se atrevió a
afirmar ante sus amigos que no existiría
situación más perfecta que vivir en el mundo de los sueños. Víctima del entusiasmo,
se rehusó a cualquier protesta que contrariara sus convicciones. Al final, los
amigos lo vieron tan obstinado que decidieron ceder a su punto de vista. Luego
consumieron las horas fumando, enfrascados en una disertación sobre las falsas premisas
con las que se ha fundado la Historia posmoderna. Aquella tarde en el café debió
ser una de las más rutinarias que pudiera recordar.
En su habitación,
por la noche y una vez que cerró los ojos, deseó de manera fervorosa escapar
del mundo consciente para reafirmar su idea. Sonrió al considerar la puerilidad
de su anhelo y poco a poco fue cediendo al cansancio. Las historias y los
escenarios comenzaron a desfilar en su mente (de manera imprecisa en un inicio)
alcanzando formas concretas, hasta donde
eso es posible en realidades oníricas. Pudo comprobar que, una vez que lo
deseara, podía vivir las fantasías más deliciosas, la satisfacción de los apetitos
más perversos, o los romances más tiernos. Se sintió feliz. Pero con
consternación fue descubriendo que los amores inocentes viraban hacia tendencias
incestuosas, homosexuales, y hasta homicidas. En esos giros, encontró la
semilla de maldad que había sembrado entre las emociones personales. Se sintió
perturbado, decidió no aceptar a ese otro yo que había aparecido de improviso,
y ahora le contemplaba desde una ventana oscura, con la mirada concentrada y esa
maldita sonrisa socarrona.
Se esforzó por encontrar
un argumento que mostrara un día de campo soleado; sin embargo, comenzó a experimentar
angustia. Quiso escapar, reconstruir el guión, conducirlo a un mundo diferente
presintiendo algún peligro. Era tarde: el camino torció de pronto hasta una
pesadilla sicótica donde un grupo de dementes rebanaban pedacitos de sus muslos
y rodillas para guardarlos en una panera de plata. Las tajadas de su cuerpo, en
el tormento, eran tan reales que dejó escapar algunos alaridos. Se dio cuenta,
aterrado, que era imposible gobernar la trama, buscar un orden donde no lo
había. Experimentó miedo.
Cuando estaba a
punto de abrir los ojos, la situación había mudado. Ahora soñaba imposibles,
historias hermosas y alentadoras. Se olvidó de escapar. Pensó que, mientras se
mantuviera en esa dirección, podría encontrar a algunos familiares muertos para
convivir con ellos como si nunca se hubieran marchado; también tendría
oportunidad de besar a ese gran amor frustrado quien estaría en disposición de
corresponder; podría tener los juguetes que envidió en su infancia; emprender
expediciones a sitios donde nunca se atrevió. Tal vez si encamino la
imaginación a imágenes positivas -se dijo- pueda mantener la felicidad.
Pero en el
éxtasis de la alegría los escenarios se desvanecieron. Sobrevino la confusión,
los brotes de locura. Las personas con las que convivía en una calle concurrida,
de pronto eran masas violentas que se abalanzaban sobre el cadáver de un perro
en el interior de una carnicería; o se transformaban en pálidas adolescentes
que lo miraban con un odio concentrado. Algunos argumentos, incluso, comenzaron
a repetirse. Ésos eran los peores: sabía que al abrir la ventana, de manera
invariable, los lobos blancos estarían encaramados sobre un árbol, aguardando.
Comprendió que el
mundo onírico no era una alternativa para escapar de la monótona existencia. La
rutina y la barbarie también existían en
paralelo. No pudo soportarlo. Decidió
volver.
Abrió los ojos de
golpe. Inhaló profundo. La oscuridad lo envolvió por completo, generándole un
terrible desasosiego. Intentó mantener la calma. Su vista se iba acostumbrando,
lenta, a la noche. Agitado, temeroso, contempló la silueta de la lámpara del
techo, justo sobre su cama; también apreció la estrechez de las paredes del
cuarto, de su cuarto. Respiró con alivio. Luego pudo reconocer las ondulaciones
insinuadas de una pesada colcha, las rectas intransigentes del buró cercano. Y
entonces allí, en un rincón, agazapada, una figura macabra que lo contemplaba
en silencio. Se sintió perturbado. Quiso reconocer el rostro del intruso, pero
la penumbra no lo permitía. La figura avanzó, despacio, hasta quedar iluminada
por un claro de luna que se filtraba entre las persianas. Sintió un mareo
súbito. Luego rabia. Al final, impotencia. Tuvo ganas de llorar. No quiso. No
pudo. Las paredes parecían estrecharse de manera gradual, pero ineludible. Le
faltaba el aire. Aquella figura se agigantaba, paso a paso, amenazante. Reconoció
la mirada llena de concentración en esos ojos incisivos. Sabía que no vendría
para algo bueno. Luego esa sonrisa, esa maldita sonrisa socarrona que se
adueñaba del silencio de la medianoche, de la que supo no podría volver a escapar.
Del libro de cuentos "Historia de la ruina" (Sediento Ediciones, 2013)
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