lunes, 1 de junio de 2015

"Lluvia ácida", Cuento de Ulises Paniagua

LLUVIA ÁCIDA



Ulises Paniagua 


Por tanto, ¿dónde están los infiernos? En el mundo, pues.
El infierno está en el mundo y ustedes mismo son los diablos.
Augusto Roa Bastos. Yo el Supremo


-¿Por qué está haciendo esto?- preguntó el otro, muerto de miedo, mientras un frío implacable le estremecía la espalda.
La figura se agigantaba con la angustia, con el crepitar furioso de la lluvia que presagia desgracia, con la opresión interminable de un cielo gris que no prometía abrir por algún lado.
-No sé. Quisiera tener un motivo- sentenció el primero, con una voz en la que se confundían la indignación y un dolor ancestral- A lo mejor tengo muchos. No puedo explicar nada. Lo lamento mucho, créame.
Bang. Bang. Bang. Iluminando furtivos el  interior de la unidad, tres tiros se incrustaron en la cabeza de Santiago Guadalupe.

Como bisturí recorriendo piel, besando asfalto en su andar humedecido, el microbús de Santiago seccionaba avenidas, calles y callejones. Un viento fresco custodiaba la tarde; la ciudad respiraba con dificultad. Entonces comenzó la lluvia. Ácida, como era costumbre: partículas que enturbiaban oxígeno e hidrógeno y se  traducían en gotas quemantes; una comezón implacable que obligaba a los transeúntes a refugiarse bajo la protección de una cornisa insuficiente. Con las primeras gotas, Santiago Guadalupe le mentó la madre a su suerte. No le gustaba que lloviera porque el tráfico se volvía más pesado, y en esta ciudad de eternos remiendos, ninguna avenida parecía una válvula de escape recomendable. Pinche ciudad de jodidos, pensó Santiago Guadalupe, mientras miraba con atención a un par de niños flacos y tristes que corrían desde un crucero hasta un puesto callejero de comida, buscando protegerse del aguacero.
Santigo Guadalupe arremetió, con rabia, el clutch; cambió de velocidad y aceleró un poco para ganarle la batalla al semáforo. Las llantas, salvajes y urbanas, salpicaron sin consideración las faldas de una casa. Al cruzar la avenida, una figura indefinible levantó la mano para hacer parada; afuera, casi de puntas sobre la guarnición, podía adivinarse una silueta ambigua y asexuada, fragmentada por los goterones que corrían sobre el parabrisas. Santiago se movió un poco sobre su asiento, intentando descifrar la sombra que aguardaba en la banqueta, pero la tormenta le negaba cualquier certeza. Cuando la figura abordó, el cielo pareció caerse a pedazos.
Santiago lo miró de reojo: era un hombre de talla mediana; vestía una chamarra mullida con el logotipo de los Delfines de Miami. Iba precedido de un bastón de aluminio barato; también iba precedido del silencio. Abordó, nervioso. El hombre depositó, en la palma de la mano de Santiago, un par de monedas discretas; luego buscó asiento dentro del carro. Encontró uno justo detrás del chofer. A Santiago le incomodó la presencia del nuevo pasajero; pero a decir verdad no había una razón para su rechazo, el hombre no había sido desconsiderado de ninguna manera. Decidió no prestarle mayor atención al tipo, y se concentró en rodear uno o dos carros, en un intento frustrante de avanzar.
Cuadras adelante, una chica hermosa y sensual, con facha de universitaria, abordó luciendo una minifalda que dejaba admirar un par de piernas perfectas; aunque, en contraposición, su figura iba resguardada por un abrigo oscuro. Al investigar en el espejo retrovisor (Santiago nunca perdía oportunidad de admirar un cuerpo como el que recorría el pasillo), notó que la tarde lluviosa comenzaba a disolverse en la amenaza de la noche. También se percató de que el Pasajero que había subido cuadras atrás, lo miraba fijamente. Molesto, decidió desviar la mirada hasta el par de piernas que tomaban asiento en la antepenúltima fila del microbús. Al levantar la vista y contemplar el rostro de la chica, se dio cuenta que ella sonreía con descaro a todo mundo. Santiago olvidó por un breve instante su mal humor: siempre le habían gustado las mujeres decididas.
Las gotas se estrellaban contra el parabrisas, emitiendo murmullos mecánicos. Plap, plap. Una lluvia cansada como amanecer de fábrica. En oposición y en un gesto que resultaba inútil, un par de limpiadores automáticos trataban de desaparecerlas. Shhhuuut, shuuut. El ritmo de los limpiadores era casi una discreta plegaria. El cielo seguía llorando. Santiago echó una nueva ojeada al espejo retrovisor. Era un pasaje extraño, sin duda: un licenciado (seguro se trataba de un licenciado), gris y de traje lustroso; la chica con coqueteos de puta; una anciana de gesto agrio; una mujer madura, tipo secretaria, de evidente nerviosismo; una madre despeinada acompañada de un niño frágil; el hombre pálido que acababa de subir. Santiago se preguntó, sin alcanzar a responderse de manera convincente, por qué la gente que viajaba hasta la terminal, o al menos cerca de ella, siempre era extraña, una especie de alebrijes nacidos de un mal sueño. Lo mismo le ocurría cuando viajaba a altas horas de la noche en el subterráneo: lo siniestro podía aparecer en cualquier andén, en cualquier vagón. Había ocasiones que, al ver el circo que llevaba en andas el microbús, deseaba ferviente olvidarse de conducir y echar a correr a cualquier parte, como una cabra loca, dejando atrás las huestes ásperas de una humanidad que parecía ajena. Lástima que hubiera que ganarse los centavos de esta manera. Se acomodó el cuello de la camisa y bostezó un poco. De pronto, se sintió incómodo.
Plap, plap.
            Ahora la chica se contemplaba en el espejo. Pero su expresión había mudado, se había tornado fría. Santiago le miraba por ratos las piernas, por ratos el rostro, tratando de adivinar sus pensamientos. En apenas unas cuantas cuadras, el estado de ánimo de la chica había decaído; ahora exhibía un pesar inmenso. Entonces, sin ningún motivo, la muchacha, despertando de su meditativa actitud, lanzó una mirada de desprecio al conductor del microbús. Tal vez había percibido sobre ella la lascivia de Santiago. Molesta (seguro estaba enfurecida), se puso de pie, y recalcando su indignación con movimientos bruscos, se dirigió a la puerta de atrás.
-Bajan- dijo la joven.
-Pero si acaba de subir- replicó Santiago, desconcertado.
-¡Bajan, con una chingada!
Nunca había visto una mirada más violenta que la de aquella mujer. Frenó de inmediato. Los pasajeros se quejaron con amargura, pero prefirió ignorarlos. La chica descendió apresurada. Miró nerviosa a ambos lados de la calle, se arregló la minifalda con ansiedad; después encendió un cigarro. De manera absurda, en un gesto que escapaba de toda lógica, se sentó en la banqueta frente a una vecindad cuyas ventanas estaban plagadas por abejas inexplicables. Permaneció allí, estática, con la mirada perdida y el cigarro en la boca, permitiendo que la lluvia empapara su blusa, dejando entrever un par de senos firmes y redondos.
-Llueve mucho, ¿verdad? - inquirió una voz, a espaldas de Santiago, una vez que el vehículo se puso en marcha.
Santiago miró de reojo a quien hablaba. Era el hombre que había abordado minutos antes. Pudo apreciar su palidez y su avanzada calvicie.
-Sí, mucho- respondió para no parecer descortés, convencido de que el tipo debía ser uno de esos imbéciles amables.
-Se llama Lujuria. Es joven. Se bajó porque tiene algo que esconder- inició el Pasajero.
-¿Cómo dijo? – a Santiago le costaba un poco de trabajo escuchar porque la lluvia se había intensificado durante breves segundos.
-La chica. La que acaba de bajar. Tiene algo que esconder. Como todos nosotros.
Ahora, el hombre había bajado la voz. Sus palabras habían adoptado un tono confidencial; sin embargo, a pesar de la lluvia, se le escuchaba claro.
-No le entiendo.
-No se preocupe- dijo el Pasajero- Yo llevo años sin entender.
-Ah.

Shhhuuut. Shuuut. Navegaban los limpiadores.

-¿Quiere saber acerca de mi don?- insistió el Pasajero.
-¿Qué?
-Mi don. Tengo un don.
El conductor lo miró con desaprobación. No estaba para cuentos en ese momento. Lo único que hacía falta para completar el cuadro de una tarde enrarecida, era un tipo insistente y desequilibrado. Se preguntó si de alguna manera había amanecido con un maldito imán de la mala suerte, o un aroma particular que atraía a los perturbados.
-¿Quiere o no quiere?- volvió a preguntar el desconocido.
Al volver a mirar por el retrovisor, recorrido por un estremecimiento súbito, Santiago descubrió, sin poder asegurar cómo, que el Pasajero era ciego. Un par de ojos grises, asaltados por terribles cataratas, parecían acusarlo desde un rostro blanco y deslucido. ¿Lo miraban? No, desde luego, si se tomaba en cuenta la discapacidad del hombre; pero, misteriosos y amenazantes, parecían contemplar algo más allá que el resto de los usuarios, que el resto de los mortales.
-Usted es judío ¿no?- preguntó Santiago Guadalupe, por impulso.
-No. ¿Por qué la pregunta?- dijo el Pasajero.
-Parece; tiene la piel muy blanca y los rasgos finos. Y se le está cayendo el cabello.
-No soy judío. Soy ciego, y argentino. A los argentinos ciegos también se les cae el cabello.
-Usted no es argentino –replicó Guadalupe - no tiene el acento.
Un silencio embarazoso se abrió de pronto entre ellos; una brecha infranqueable al llevar la conversación a puntos delicados. Santiago pensó que había sido demasiado rudo y el Pasajero tuvo la misma consideración de los hechos, pero no le importó; decidió seguir adelante a pesar de la rispidez de la conversación.
-¿Quiere saber?- insistió el ciego.
-¿Por qué me habla en voz baja? Eso me molesta.
-No quiero que los demás sepan.
-¿De qué?
-De mi don. Se lo he repetido muchas veces… ¿Quiere saber, o no?
Santiago dudó. Escupió por la ventanilla y le mentó la madre al chofer de un camión de Coca Cola, por no avanzar con la luz verde del semáforo. Alzó la mirada, y desconcertado, miró en un balcón de la calle, a un hombre en mangas de camisa, que en compañía de una nube indescifrable -¿de donde demonios provenía aquel jirón etéreo al costado del hombre?- se dejaba bañar por la lluvia, indiferente. Decidió dejar de mirar aquella imagen, y acorralado por las circunstancias, molesto consigo mismo, continuó la conversación, casi contra su propia voluntad.
-Está bien, carajo. Usted gana. Quiero saber...
Esta ciudad no tiene futuro, pensó Santiago de pronto, el mundo tampoco. Sólo nos deja mirar el pasado, que arde como pimienta en el ojo, incomoda y no permite respirar. Y hoy estamos parados aquí, sin saber cómo ni cuando, en esta avenida de tendencias suicidas. Seguro somos locos, como este tipo. Alguien tocó el timbre y lo arrancó de sus pensamientos. Santiago se sobresaltó y se detuvo de golpe. El licenciado, trajeado y lleno de angustia, esperaba impaciente que se abriera la puerta. El microbús detuvo la marcha. Después de bajar, el licenciado caminó algunos pasos, y luego, desfalleciente, se recargó en un poste de luz. Guadalupe se convenció de que esta tarde la gente estaba actuando de manera más extraña de la habitual.
-Ese tipo tiene problemas existenciales, literalmente hablando - inició el Pasajero.
-¿Ah sí? No me diga, ¿qué es usted?, ¿la doctora corazón?- asestó, harto, Santiago.
Hubo un silencio mínimo, un resquicio. Después la voz monótona, irritante, del Pasajero.
-Conozco los pecados de todos. Esa es mi habilidad - retomó la conversación el Pasajero.
El microbusero dejó escapar una carcajada
-No me diga.
-Así es. Ya sé que no me cree.
-Le creo.
-No sea mentiroso. No necesita engañarme.
Plap, plap, plap. El chofer se alegró al pensar que no faltaba mucho para terminar la ruta, que apenas unas calles más adelante todo habría concluido, que no tendría que escuchar más la voz opresora y desconcertante de aquel hombre.
-¿Usted vio al hombre que bajó?- Preguntó el Pasajero, con un gesto aterrador.
-Claro - dijo Santiago, y luego agregó con desprecio- ¿Usted no?
-También. Con la intuición.
Santiago reflexionó un momento. Luego se alarmó. Si el hombre era incapaz de ver, ¿cómo podía saber quien había bajado del microbús? Por supuesto: el timbre, no podía ser de otra manera.
-Sé lo que está pensando. No sé como, pero lo sé. También sé, que hace un rato, la que bajó era una muchacha con minifalda. Muy atractiva, por cierto.
-¿Cómo sabe?- preguntó Santiago Guadalupe, comenzando a sentir miedo- Usted no es ciego; se está haciendo pendejo.
-Ya le dije. Conozco los pecados de todos, pero usted se resiste a creerme – una sonrisa maligna se dibujó en el rostro del interlocutor.
El microbús viró hacia la derecha, se internó en una calle desvencijada. Cruzó justo frente a una escuela abandonada. Santiago se llevó el dorso de la mano hasta la frente: estaba sudando. Un poco asustado, decidió contraatacar:
-¿Así que puede ver lo que pasa?- dijo en voz baja.
-Lo que  pasa. Lo que pasó. Y a ratos lo que pasará.
-Ah.
-Mire. Todo está contenido aquí.
El Pasajero metió la mano al interior de su chamarra; de entre ella extrajo, con mucha discreción, una esfera extraña, no mayor al tamaño de la palma de su mano. Parecía construida de un metal opaco, similar a la plata desgastada, aunque con el ajetreo de los amortiguadores era imposible precisarlo. El tipo la mostraba, protegiéndola con el regazo de la chamarra. A Santiago le asustaba lo que estaba ocurriendo; pero, por alguna razón, no podía evitar que las acciones avanzaran. Lo más desconcertante, era que el resto del pasaje no demostraba interés por lo que ocurría. Por si fuera poco, el aire húmedo proveniente del asfalto parecía volverse más pesado a cada vuelta de rueda; cada calle se antojaba interminable, una hilera infinita de casas y comercios.
La esfera, en inicio opaca, comenzó a bullir, a agitarse como una olla con agua hirviendo. Muchos colores se derramaron en el interior, hasta conseguir completar una imagen. Entonces, Santiago Guadalupe se vio a sí mismo dentro de un templo. Todo estaba oscuro. Sin embargo, los cirios pascuales colocados alrededor de él, dejaban que hubiera luz suficiente para distinguir su propia figura abriendo, con habilidad extrema, la caja de las limosnas.
El microbusero frenó bruscamente. Estaba aterrado. Los pasajeros se deshicieron en improperios.
-Hay mucho tráfico, chingada madre -dijo para tranquilizarse- Parece que allá enfrente chocó alguien. Yo nomás veo una ambulancia medio jodida. ¿A poco chocaría la ambulancia? Que friega, ¿no? Andar herido y luego tener un encontronazo -Enseguida gritó, para hacerse notar:
-¡Me voy a desviar! Voy por la calle de Incertidumbre. ¡Ahí ustedes sabrán si les queda!
-Está lloviendo- dijo la mujer despeinada, mientras despertaba suavemente a su hijo.
-No seas cabrón.- agregó la anciana de gesto agrio.
Hubo muchas protestas, todas insuficientes. Derrotados e inconformes, todos bajaron. Aunque se quejaron con dureza, finalmente aceptaron, cabizbajos. El microbús se fue abandonando al silencio, mientras un montón de pasos resonaban al descender los escalones del carro. Cuando estuvieron en la acera, en lugar de correr a resguardarse del agua, se quedaron como autómatas, contemplando de lejos el accidente. Sin hablar, sin moverse: una pequeña multitud anormal.
 El único que permaneció a bordo fue el Pasajero, quien, tras un movimiento calculado, guardó la esfera en el interior de su chamarra. La lluvia arreció.
-¿Usted no baja por aquí?- preguntó muy alterado Santiago.
-No. Aún falta.
            -¿Falta para qué?
-No me creyó, ¿verdad?
-¿Qué?
-Qué lo veo todo.
Las gotas taladraban el toldo. La presencia del extraño se volvía cada más asfixiante. Santiago podría jurar que las paredes del microbús se comprimían.
-Bueno, sí,- se justificó Guadalupe- a veces me robo las limosnas. Es por pura costumbre. ¿Usted nunca ha hecho nada malo?
-Sí, ya le dije que todos tenemos algo que esconder. Algunas veces he hecho daño, pero no tanto. Aunque lo voy a hacer.
-¿Hacer qué?
-Algo muy malo.
-¿Como qué?- musitó el conductor, escurriendo las palabras contra su voluntad.
Los limpiaparabrisas intensificaron su frenética danza, en el clímax de una representación que parecía ensayada hace mucho tiempo.
-Cada vez está más fuerte el aguacero -dijo el Pasajero, intentando darle un respiro a lo inevitable.
Santiago, inquieto, miró por el retrovisor. Los ojos-grises-perdidos del maldito tipo lo acusaban con su brillo gélido. Parecía que hablaban. Se fijó bien, de uno de los ojos escaparon un par de lágrimas, bañando los labios inmóviles. Sobre ellos se posó una mosca.
-Huele raro.-dijo Santiago.
-Huele a muerto- le contestó el otro.
-¿Dónde baja? ¿Por qué llora?
-Tranquilo. Falta poco.
-¿Falta poco para qué, chingada madre? ¿Qué quiere? – Guadalupe tuvo un último impulso de ponerse de pie; pero las piernas lo traicionaron, el ánimo se le venía quebrando desde cuadras atrás.
-Lo siento. De veras. Voy a hacer algo muy malo.
-Mire cabrón, mejor lo dejo en la esquina. Ya me tiene hasta la madre. No me importa que esté ciego.
Los ojos de Santiago no se apartaban de las manos del Pasajero. Sabía qué venia a continuación; era más que un presentimiento. Por un momento quiso creer que todo era parte de un sueño, que no estaba sucediendo. Lo observó, lento, sacar algo de la chamarra. Es la bola esa rara, se dijo para tranquilizarse. Pero no era la esfera. La mosca se paró sobre el parabrisas. El agua no dejaba ver; resbalaba sobre el cristal. Resbalaba interminable, infinita. Santiago frenó de improviso, temblando.
El Pasajero se había puesto de pie. Se veía enorme. También el revolver que colocó sobre la nuca de Santiago se veía enorme. El microbusero sintió un aro de metal incrustándose en su cabeza. Empezó a sollozar, recargado sobre el volante, resignado. Una lágrima caliente acompañó a las suyas, y cayó justo sobre él. También el Pasajero  sufría.
-La vida es finita, amigo –dijo con la garganta anudada el Pasajero- Nada es para siempre. El Destino tampoco. Todo se bifurca, se nos pierde entre las calles, entre las alcantarillas, se oculta en las azoteas, pero siempre llega adonde quiere. Siempre. Mi Destino dice que tengo que hacerlo. Usted disculpará.
Shuut. Plap. Shuut. Santiago buscaba una salida, una justificación para lo que estaba ocurriendo.
-No he podido remediarlo –continuó el Pasajero- Todas las mañanas de mi vida me levanto harto, sin ganas de levantar los brazos. Y me pregunto por qué yo. Por qué yo debía tener este don. Por qué debía saber que lo iba a encontrar a usted aquí, esta tarde. Hasta me quise mudar de ciudad, para evitarlo. Cómo sabía, que usted, el hombre que aparecía en el sueño persistente de cada noche, me levantaría en este microbús, justo a la hora señalada, no puedo explicarlo. Busqué alivio en largas lecturas, en intensas caminatas. No sirvió lo que haya intentado. Supongo que tengo que cumplir el otro sueño, el sueño malo, para estar en paz.
-Déjeme ir.
-No puedo. Es el Destino.
-Mierda. Déjeme ir. Tengo familia, un hijo. Sé que nos los trato bien. Que les pego, pero...
-¿Les pega? Eso sí no lo sabía, palabra.
-Ya me quiero bajar. Está jugando, ¿no? –suplicó Santiago.
-Póngase a rezar. Más vale.
La tarde, oscurecida, se quedó al acecho. Los nubarrones caminaban despacio. Una mosca se posó sobre los labios del conductor. Éste la lamió con la lengua al intentar humedecerse la boca. Hizo un gesto de asco. La mosca le supo ácida, como la lluvia. La ciudad se detuvo un segundo. Nadie respiró. Todos se quedaron quietos. El Pasajero, con los ojos-perdidos-grises bien abiertos, tiró, lentamente, del gatillo.
-¿Por qué está haciendo esto?- preguntó el otro, muerto de miedo, mientras un frío implacable le estremecía la espalda.
La figura se agigantaba con la angustia, con el crepitar furioso de la lluvia que presagia desgracia, con la opresión interminable de un cielo gris que no prometía abrir por algún lado.
-No sé. Quisiera tener un motivo- sentenció el Pasajero, con una voz en la que se confundían la indignación y un dolor ancestral- A lo mejor tengo muchos. No puedo explicar nada. Lo lamento, mucho, créame.
Bang. Bang. Bang. Tres luces iluminaron una calle solitaria.
La lluvia quemaba las banquetas; algunos perros ladraban al aire, inquietos. Un charco en la acera capturó un reflejo de luna; el único que escapaba por una rendija entre las nubes cuando el Pasajero abandonó el microbús. El cuerpo de Santiago quedó reclinado sobre el volante, conforme y ordinario. El ciego extendió con calma su bastón. Lo colocó sobre el piso adoquinado, se echó encima la capucha de la chamarra, y sereno, como si se hubiese desprendido de un peso insoportable en el momento de jalar el gatillo, echó a andar bajo la lluvia ácida de una ciudad ácida. Caminaba sin prisa. Alrededor, sólo reinaba el silencio, cómplice; un silencio profundo e inevitable que lo precedía y lo continuaba todo.

2002

De: "Patibulario, cuentos al final del túnel" (Editorial Muribilda) 



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